domingo, 25 de septiembre de 2022

Serafín de Omar Castillo / Víctor Bustamante

 


Omar Castillo

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Serafín de Omar Castillo

Víctor Bustamante

Para Luz Marley Cano

No sé si Omar se habrá dado cuenta del texto que ha escrito, precisamente en una ciudad, Medellín que se precia según los sondeos de ser poética, por supuesto que es poética de fachada, pero lejos del ámbito de las circunstancias políticas y públicas, porque en su interior la poesía bulle pero en el suceso personal de un poeta que la ha conformado y vivido, desde ese silencio y apartamiento que lo ampara para proseguir en ese camino a veces pedregoso de la palabra no como artificio, sino como mesura y como singularidad. Sí, sé que muchos decoran la palabra y maquillan su existencia para darle un golpe bajo a la poesía y pensar que con un verso comienza la obra de un poeta. Omar Castillo es de otro caletre; él, más desusado, vive la poesía como norma de una exigencia personal.

De ahí que, entre la realidad de la ciudad, con destellos de fantasía y devoción, construye este texto, este puñado de crónicas o de reflexiones donde Serafín, el poeta, se decide a compartir su ámbito desde su infancia hasta su momento de madurez; son además reflexiones sobre su quehacer poético, así como sobre sus poetas amados, aquellos que le dan lustre a la poesía y con los cuales dialoga.

¿Quién es Serafín que le ha dado título al libro? El autor, el poeta, el crítico literario, el novelista, o el alter ego o un seudónimo, o quizá es un ángel de élite en la corte celestial, un ser inasible, un ser alado y huidizo, ya que Serafín camina la ciudad, toma tinto, ama los cafés, disfruta de las conversaciones con sus amigos; es un trasunto del autor y no deja de serlo a lo largo de las crónicas o tableaux que se hilan para esclarecer su perfil. Cada una de ellas lo define, lo percibe, lo analiza, como si acudiera a esa máxima de Machado, porque lo es, converso con el hombre que siempre va conmigo.

Precisamente Omar, en Serafín, como escritor, pensador y poeta ha salido a la calle, a Medellín, desde hace muchos años para encontrar esas imágenes, esas crónicas para entregarnos un puñado de textos que van por fin a esclarecer esas preguntas que nos acercan más a su poesía, ya que el ámbito de la narración con sus explayamientos de caminos, de laberintos, de explicaciones, de notas, permite juntar esas suturas y esclarecerlas en la medida en que el poeta saca a la luz su concepto para rediseñar esa ciudad, Medellín, que es definida por sus pasos y poemas, o al sitiarse bajo el arco del Edificio Vicente Uribe Rendón, ahí en La Playa con la Oriental no como una alegoría para huir de ella, sino como la propia carnadura de su cercanía. Él no la protegerá de la oscuridad y del crimen, tampoco se protegerá él mismo, al contrario, la hace destellar no en su apariencia, sino en esa ciudad que el propio poeta ha vivido, en ese oasis en apariencia del Centro hacinado y caprichoso, lleno de las sorpresas, pero también de las contingencias que lo envuelven y engullen.

Sería fácil para él volver atractivas o extravagantes en este texto, sus crónicas, que llamo tableaux  donde cada uno expresa una idea, un personaje o un lugar determinado, o hacerlo excesivamente  visible, aunque sólo fuera por algunos matices personales atribuidos gustosamente a su entereza, la lejana evocación de su madre, de su abuela, de su calle la 25 con la 65 en el Barrio Antioquia como punto de inicio de un derrotero, que lo llevará a andar el  Centro mismo con sus injurias y desatinos, pero también con la levedad del abandono y de las ausencias de aquellos que reaparecerán, caros y únicos a través de este texto, porque este texto también es un canto a la amistad, pero esos amigos ya no están: Luis Darío González, Alberto Escobar, Amílkar Osorio, Humberto Navarro, Joffre Peláez, el editor Hernando Salazar, el cineasta Nevardo Rodríguez y el poeta León Pizano. Amigos que al mencionarlos se evita que su memoria se pierda porque en él solo al nombrarlos se reactiva su presencia con esa historia que el autor conoce de ellos en su cercanía y ahora en la inevitable ausencia, todos ellos desde una orilla diferente expresan una Medellín del Centro. Así la escritura a medida que pasa el tiempo se atribuye una característica, no dejar que la presencia de esos amigos quede extraviada en los recodos de otra generación que poco a poco deja que esos nombres se destilen hacia la dejadez de sus sombras. No, Omar al mencionarlos con su nombre propio no los abandona al azar, para que no se convierta en un desatino y desidia. Por esa razón al Omar caminar y dibujar su Medellín, ya que cada uno al ser testigo define su ciudad, transita sobre las cenizas que nunca dejan de humear de los amigos que se han marchado.

Él, cercano al nadaísmo, pero sin sus escándalos ni sus diatribas, sino con la certeza de su reflexión y de sus lecturas, ha creado una obra que podría tener ciertos tintes de cercanía con esos autores, como sería el desenfado, otra escritura, pero que también se erige como solitaria y muy personal, así algunas actitudes e imágenes prófugas del casino nadaísta puede que lo acompañen, pero que él rehusó a estar allí, mientras tanto lo sentimos tan cerca en otras esferas.  Serafín a veces da la impresión de ser un texto aislado en su obra, pero no es así, está más cerca de ella, debido a la inusitada manera de Omar, al juntar como ya había dicho algunos fragmentos que no se habían explicado en ella. Serafín permite acercarnos a Omar en su acepción más personal ya que él siempre ha tomado mucha distancia con las escrituras que lo tuvieron cerca a la hipótesis de un poema que se aparta de la realidad. Nada hay más cierto si en su poesía hay nervio, hay razón, así en este libro hay reflexión y un desafío para que el poeta vuelva sobre sí mismo.

A veces no sé la razón por la cual recuerdo a Monsieur Teste de Valéry, no lo digo en el sentido que Omar asuma ese gesto de escritura en ese libro mítico que se fue completando en cada sucesiva edición, sino que Omar le da un giro y apuesta por varios tópicos, su infancia, su relación con la madre, su barrio, el Centro como un lugar donde se abre a su vida, sus amigos, así como los otros amigos que nunca conoció y a los cuales como en una alegoría le dedica algún capítulo, Rimbaud, Lemos, Mallarmé, Huidobro, Lezama Lima, Octavio Paz y León de Greiff a los cuales idea como unas trasfiguración en un sitio muy personal, El Café Azul o La Cantina Verde, para narrar encuentros ficticios con ellos donde ambos dialogan y apuran ese gesto tan humano de apurar unos tragos como una manera de ser cómplices, en las letras y en ese término algo desusado pero valioso, la amistad. Pero que es El Café Azul. Un lugar indefinible con mirada a la calle donde Omar se encuentra solo con sus autores amados con los cuales conversa y a los cuales les da su tributo como deber con aquellos que abren episodios, y caminos calles y preguntas.

Sin rodeos, pero sí con certezas Omar realiza una evocación para que perduren esos nombres en la fragilidad de un libro, ya que admite, al mencionar estos diversos nombres, que en su diversidad y lejanía exige algunos momentos de proximidad, de admisión, de premura en su formación literaria y en su poética. Al mencionarlos los implica, sin renunciar a que ellos estén presentes como si fueran un inicio, ya luego en guías, herederos cercanos, mejor, para acercarse a su centro de gravedad con lo que implica hablar lo esencial en su escritura, podría derivar hacia esos rasgos que confieren lo que es convertirse en poeta a partir de ellos, pero Omar no busca esa reputación ni el sabido reconocimiento, es más él ante todo prima en su discreción. La discreción que lo lleva  a la mesura y al alejamiento para poder ir construyendo una obra, que ya la ha hecho en parte,  y que la potencia con Serafín, que podría ser considerado el carnet de un poeta, a pesar de los saltos en el tiempo, que si lo leemos con prudencia, percibimos como Omar arriba y se queda en algunos poeta y así va formando su ductus poético, su camino, lejos de esos libros algo mendaces, como Las cartas a un joven poeta escritas para la difamación de los aprendices. No, Omar no aconseja, escribe, analiza, él no quiere dar consejos, sino por el contrario alejarse de esas buenas intenciones. De ahí que este libro donde aparece su pensamiento no se contenta con una verdad sencilla ni incluso quizás con ese nombre en exceso sencillo de verdad, guarda también una obra rica plásticamente, así como definitivamente medellinense.

De ahí que Serafín trata de una obra primordialmente muy personal, incluso si su riqueza y particularidad dan derecho a reconocer en ella algunos tintes biográficos que la empapan de ese conocimiento del Centro que Omar ha gestado desde hace muchos años. Serafín entrega y aporta a la literatura del país algo que pocas veces se ha hecho que, un poeta reflexione sobre su mismo devenir y que además se cuele en los caminos de otros escritores. Así lo que entrega Omar es la total decisión de escribir, de no dejar que su obra sufra otros interrogantes, que, en los pliegues del tiempo tan indecible, él mismo nos de sus respuestas, sobre la vastedad de la escritura.

Ha llegado el momento de interrogar en conjunto la obra de Omar Castillo acercándonos no a tientas, sin prevenciones, pero sí con el cuidado que merece su escritura, a las presencias y rupturas que la consolidan, a cada atisbo que el autor entrega, a veces, de soslayo, o como en el presente libro, con la valoración que le hace al Nocturno de San Ildefonso de Octavio Paz manteniéndonos alerta y de una forma necesaria ante un mundo que cambia en cada momento y donde el escritor se ve abocado a poblar el interludio de sus soledades, las significaciones de sus poemas, los esbozos que aparecen en Serafín de ciertos amigos comunes que es necesario ampliarlos para que su memoria no se disipe, ya que en su hábitat, el Centro, ellos moraron de una forma definitiva en otros años. Creo que este libro trae otra suerte de interpelaciones, que es legítima en un momento en que el poeta se decide a reflexionar no solo sobre sí, sino sobre los tópicos que lo arredran, ante un vórtice que avanza en apariencia y que pretende redefinir el hecho poético pero que no cambia y se devuelve para tener en cuenta a los poetas de los cuales somos herederos, así como Omar con Serafín nos quiere decir que la poesía no se inaugura con el primer verso, sino que viene desde lejos con quienes abrieron la sinrazón y la desazón, de un camino que nunca se agota ya que la poesía sigue torrentosa en el río de la vida  su curso poderoso.

Tal vez Omar tuvo el presentimiento, pero también la certeza de que era necesario relatar estas vivencias, estos juicios sobre sus escritores cercanos, aquellos que leyó, pero también aquellos que tuvo cerca en los cafés y calles de la ciudad y que lo acompañaron en una conversación cuando esta toma su curso duradero sobre el lomo del día, a lo mejor preocupado por esta desazón que produce un estado de cosas donde la decencia del escritor es menoscabada por el aparato social y que él ha dejado de lado porque existe algo más valedero, articulándose de una vez, de inmediato a la exigencia de sí mismo, desechando las hogueras de la maledicencia y la procacidad, eso sí nunca desviándose de su oficio de poeta, siempre presente en su tesón de saber que es contemporáneo nuestro ya en su lejanía y en sus pesquisas, en unas ocasiones muy cerca del presente, pero otras no dejando que se hunda su existencia en la parafernalia del recuerdo, eso sí con la conciencia siempre dispuesta para analizar esa condición de aquellos que estuvieron cerca en su formación, en sus lecturas, en sus reflexiones, en la conversación siempre luminosa y que ahora en su escritura trasforma en pura presencia, luego de decantar en ese absoluto de la luz y palabras, esas amistades, nombres verdaderos en su dimensión y circunstancia  ya fuera en El Astor o en La Boa, en Versalles, en El Festín o en Cardescos donde esas huellas visibles y promisorias, esas conversaciones, esos diálogos alrededor de un tinto, dieron pábulo a esa formación poética, al sucedáneo de esas pesquisas que traen hasta ahora este valioso libro realizado con los retazos, con la cobertura, con la magnificencia de lo que ha quedado, la magnífica y altiva presencia de esos amigos, al ser mencionados y por lo tanto traídos al presente desde ese oscuro callejón que Omar no quiere que se queden en el olvido como síntoma y símbolo de esos instantes que se licúan hacia el camino del ostracismo, como trauma de sus presencias.

Sí, sus imaginarios, El Café Azul y La Cantina Verde, se presentan como una alternativa para lo que podríamos llamar un enigmático sitio para el encuentro y las citas donde la fijeza y la conversación adquieren un tono inusual ya que esos escritores vistos, son homenajeados en la distancia de su presencia, pero así mismo ha llegado a ellos por lo cercano de sus palabras y obra. Además, Omar necesita decirles algo, a veces una requisitoria, otras veces apurar un trago con ellos, otras veces, mirarlos y admirarlos como ocurre con León de Greiff. Omar no toma distancia frente a ellos, antes, por el contrario, nos involucra, eso sí, éstos posibles encuentros contienen su propio distanciamiento en ese instante subterráneo que sería su traslado a ese presente que es posible por medio de la escritura y de su asombro al traerlos a algo tan aparentemente cotidiano como es un diálogo. De ahí los aciertos a los que da lugar una obra tan reciente como Serafín, con toda su significación en un lugar tan cerrado como la ciudad, ya que Omar no deja que se nos escape esa suerte de alegoría, porque es palmaria y se torna cercana y cuando la leemos  es más firme su convicción, su lealtad en esa exigencia única de buscar en la memoria de sus escritores favoritos su desusada presencia, cuyas anotaciones no guarda Omar para sí mismo, antes por el contrario las revela a pesar de que esa experiencia primera, secretamente reunida, la entrega en Serafín.

Valery nos aclara algo:

“Así Teste, armado de su propia imagen, conoce a cada instante su debilidad y sus fuerzas. Ante él, el mundo se componía en primer lugar de todo lo que sabía y de lo que le era propio —y esto no contaba—; después, en otro sí, el resto; y este resto podía o no podía ser adquirido, construido, transformado. Y no perdía el tiempo ni en lo imposible ni en lo fácil.

Una noche, me respondió: —«El infinito, querido amigo, no es gran cosa, es un asunto de escritura. El universo sólo existe en el papel.»”

 

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