Omar Castillo |
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Serafín de
Omar Castillo
Víctor
Bustamante
Para Luz Marley Cano
No sé si Omar
se habrá dado cuenta del texto que ha escrito, precisamente en una ciudad,
Medellín que se precia según los sondeos de ser poética, por supuesto que es
poética de fachada, pero lejos del ámbito de las circunstancias políticas y
públicas, porque en su interior la poesía bulle pero en el suceso personal de
un poeta que la ha conformado y vivido, desde ese silencio y apartamiento que
lo ampara para proseguir en ese camino a veces pedregoso de la palabra no como
artificio, sino como mesura y como singularidad. Sí, sé que muchos decoran la
palabra y maquillan su existencia para darle un golpe bajo a la poesía y pensar
que con un verso comienza la obra de un poeta. Omar Castillo es de otro
caletre; él, más desusado, vive la poesía como norma de una exigencia personal.
De ahí que,
entre la realidad de la ciudad, con destellos de fantasía y devoción, construye
este texto, este puñado de crónicas o de reflexiones donde Serafín, el poeta,
se decide a compartir su ámbito desde su infancia hasta su momento de madurez;
son además reflexiones sobre su quehacer poético, así como sobre sus poetas
amados, aquellos que le dan lustre a la poesía y con los cuales dialoga.
¿Quién es Serafín
que le ha dado título al libro? El autor, el poeta, el crítico literario, el
novelista, o el alter ego o un seudónimo, o quizá es un ángel de élite en la
corte celestial, un ser inasible, un ser alado y huidizo, ya que Serafín camina
la ciudad, toma tinto, ama los cafés, disfruta de las conversaciones con sus
amigos; es un trasunto del autor y no deja de serlo a lo largo de las crónicas
o tableaux que se hilan para esclarecer su perfil. Cada una de ellas lo define,
lo percibe, lo analiza, como si acudiera a esa máxima de Machado, porque lo es,
converso con el hombre que siempre va conmigo.
Precisamente
Omar, en Serafín, como escritor, pensador y poeta ha salido a la calle,
a Medellín, desde hace muchos años para encontrar esas imágenes, esas crónicas
para entregarnos un puñado de textos que van por fin a esclarecer esas
preguntas que nos acercan más a su poesía, ya que el ámbito de la narración con
sus explayamientos de caminos, de laberintos, de explicaciones, de notas, permite
juntar esas suturas y esclarecerlas en la medida en que el poeta saca a la luz
su concepto para rediseñar esa ciudad, Medellín, que es definida por sus pasos
y poemas, o al sitiarse bajo el arco del Edificio Vicente Uribe Rendón, ahí en
La Playa con la Oriental no como una alegoría para huir de ella, sino como la
propia carnadura de su cercanía. Él no la protegerá de la oscuridad y del
crimen, tampoco se protegerá él mismo, al contrario, la hace destellar no en su
apariencia, sino en esa ciudad que el propio poeta ha vivido, en ese oasis en
apariencia del Centro hacinado y caprichoso, lleno de las sorpresas, pero
también de las contingencias que lo envuelven y engullen.
Sería fácil para
él volver atractivas o extravagantes en este texto, sus crónicas, que llamo tableaux donde cada uno
expresa una idea, un personaje o un lugar determinado, o hacerlo excesivamente
visible, aunque sólo fuera por algunos matices personales atribuidos
gustosamente a su entereza, la lejana evocación de su madre, de su abuela, de
su calle la 25 con la 65 en el Barrio Antioquia como punto de inicio de un
derrotero, que lo llevará a andar el Centro mismo con sus injurias y
desatinos, pero también con la levedad del abandono y de las ausencias de
aquellos que reaparecerán, caros y únicos a través de este texto, porque este
texto también es un canto a la amistad, pero esos amigos ya no están: Luis
Darío González, Alberto Escobar, Amílkar Osorio, Humberto Navarro, Joffre
Peláez, el editor Hernando Salazar, el cineasta Nevardo Rodríguez y el poeta
León Pizano. Amigos que al mencionarlos se evita que su memoria se pierda
porque en él solo al nombrarlos se reactiva su presencia con esa historia que
el autor conoce de ellos en su cercanía y ahora en la inevitable ausencia,
todos ellos desde una orilla diferente expresan una Medellín del Centro. Así la
escritura a medida que pasa el tiempo se atribuye una característica, no dejar
que la presencia de esos amigos quede extraviada en los recodos de otra
generación que poco a poco deja que esos nombres se destilen hacia la dejadez
de sus sombras. No, Omar al mencionarlos con su nombre propio no los abandona
al azar, para que no se convierta en un desatino y desidia. Por esa razón al
Omar caminar y dibujar su Medellín, ya que cada uno al ser testigo define su
ciudad, transita sobre las cenizas que nunca dejan de humear de los amigos que
se han marchado.
Él, cercano al
nadaísmo, pero sin sus escándalos ni sus diatribas, sino con la certeza de su
reflexión y de sus lecturas, ha creado una obra que podría tener ciertos tintes
de cercanía con esos autores, como sería el desenfado, otra escritura, pero que
también se erige como solitaria y muy personal, así algunas actitudes e
imágenes prófugas del casino nadaísta puede que lo acompañen, pero que él
rehusó a estar allí, mientras tanto lo sentimos tan cerca en otras esferas.
Serafín a veces da la impresión de ser un texto aislado en su
obra, pero no es así, está más cerca de ella, debido a la inusitada manera de
Omar, al juntar como ya había dicho algunos fragmentos que no se habían
explicado en ella. Serafín permite acercarnos a Omar en su acepción más
personal ya que él siempre ha tomado mucha
distancia con las escrituras que lo tuvieron cerca a la hipótesis de un poema
que se aparta de la realidad. Nada hay más cierto si en su poesía hay nervio,
hay razón, así en este libro hay reflexión y un desafío para que el poeta
vuelva sobre sí mismo.
A veces no sé
la razón por la cual recuerdo a Monsieur Teste de Valéry, no lo digo en el
sentido que Omar asuma ese gesto de escritura en ese libro mítico que se fue
completando en cada sucesiva edición, sino que Omar le da un giro y apuesta por
varios tópicos, su infancia, su relación con la madre, su barrio, el Centro
como un lugar donde se abre a su vida, sus amigos, así como los otros amigos
que nunca conoció y a los cuales como en una alegoría le dedica algún capítulo,
Rimbaud, Lemos, Mallarmé, Huidobro, Lezama Lima, Octavio Paz y León de Greiff a
los cuales idea como unas trasfiguración en un sitio muy personal, El Café Azul
o La Cantina Verde, para narrar encuentros ficticios con ellos donde ambos
dialogan y apuran ese gesto tan humano de apurar unos tragos como una manera de
ser cómplices, en las letras y en ese término algo desusado pero valioso, la
amistad. Pero que es El Café Azul. Un lugar indefinible con mirada a la calle
donde Omar se encuentra solo con sus autores amados con los cuales conversa y a
los cuales les da su tributo como deber con aquellos que abren episodios, y
caminos calles y preguntas.
Sin rodeos,
pero sí con certezas Omar realiza una evocación para que perduren esos nombres
en la fragilidad de un libro, ya que admite, al mencionar estos diversos
nombres, que en su diversidad y lejanía exige algunos momentos de proximidad,
de admisión, de premura en su formación literaria y en su poética. Al
mencionarlos los implica, sin renunciar a que ellos estén presentes como si
fueran un inicio, ya luego en guías, herederos cercanos, mejor, para acercarse
a su centro de gravedad con lo que implica hablar lo esencial en su escritura,
podría derivar hacia esos rasgos que confieren lo que es convertirse en poeta a
partir de ellos, pero Omar no busca esa reputación ni el sabido reconocimiento,
es más él ante todo prima en su discreción. La discreción que lo lleva a
la mesura y al alejamiento para poder ir construyendo una obra, que ya la ha
hecho en parte, y que la potencia con Serafín, que podría ser
considerado el carnet de un poeta, a pesar de los saltos en el tiempo, que si
lo leemos con prudencia, percibimos como Omar arriba y se queda en algunos
poeta y así va formando su ductus poético, su camino, lejos de esos libros algo
mendaces, como Las cartas a un joven poeta escritas para la difamación
de los aprendices. No, Omar no aconseja, escribe, analiza, él no quiere dar
consejos, sino por el contrario alejarse de esas buenas intenciones. De ahí que
este libro donde aparece su pensamiento no se contenta con una verdad sencilla
ni incluso quizás con ese nombre en exceso sencillo de verdad, guarda también
una obra rica plásticamente, así como definitivamente medellinense.
De ahí que Serafín
trata de una obra primordialmente muy personal, incluso si su riqueza y
particularidad dan derecho a reconocer en ella algunos tintes biográficos que
la empapan de ese conocimiento del Centro que Omar ha gestado desde hace muchos
años. Serafín entrega y aporta a la literatura del país algo que pocas
veces se ha hecho que, un poeta reflexione sobre su mismo devenir y que además
se cuele en los caminos de otros escritores. Así lo que entrega Omar es la
total decisión de escribir, de no dejar que su obra sufra otros interrogantes,
que, en los pliegues del tiempo tan indecible, él mismo nos de sus respuestas,
sobre la vastedad de la escritura.
Ha llegado el
momento de interrogar en conjunto la obra de Omar Castillo acercándonos no a
tientas, sin prevenciones, pero sí con el cuidado que merece su escritura, a
las presencias y rupturas que la consolidan, a cada atisbo que el autor
entrega, a veces, de soslayo, o como en el presente libro, con la valoración
que le hace al Nocturno de San Ildefonso de Octavio Paz manteniéndonos alerta y
de una forma necesaria ante un mundo que cambia en cada momento y donde el
escritor se ve abocado a poblar el interludio de sus soledades, las
significaciones de sus poemas, los esbozos que aparecen en Serafín de
ciertos amigos comunes que es necesario ampliarlos para que su memoria no se
disipe, ya que en su hábitat, el Centro, ellos moraron de una forma definitiva
en otros años. Creo que este libro trae otra suerte de interpelaciones, que es
legítima en un momento en que el poeta se decide a reflexionar no solo sobre
sí, sino sobre los tópicos que lo arredran, ante un vórtice que avanza en
apariencia y que pretende redefinir el hecho poético pero que no cambia y se
devuelve para tener en cuenta a los poetas de los cuales somos herederos, así
como Omar con Serafín nos quiere decir que la poesía no se inaugura con
el primer verso, sino que viene desde lejos con quienes abrieron la sinrazón y
la desazón, de un camino que nunca se agota ya que la poesía sigue torrentosa
en el río de la vida su curso poderoso.
Tal vez Omar
tuvo el presentimiento, pero también la certeza de que era necesario relatar
estas vivencias, estos juicios sobre sus escritores cercanos, aquellos que
leyó, pero también aquellos que tuvo cerca en los cafés y calles de la ciudad y
que lo acompañaron en una conversación cuando esta toma su curso duradero sobre
el lomo del día, a lo mejor preocupado por esta desazón que produce un estado
de cosas donde la decencia del escritor es menoscabada por el aparato social y que
él ha dejado de lado porque existe algo más valedero, articulándose de una vez,
de inmediato a la exigencia de sí mismo, desechando las hogueras de la
maledicencia y la procacidad, eso sí nunca desviándose de su oficio de poeta,
siempre presente en su tesón de saber que es contemporáneo nuestro ya en su
lejanía y en sus pesquisas, en unas ocasiones muy cerca del presente, pero
otras no dejando que se hunda su existencia en la parafernalia del recuerdo,
eso sí con la conciencia siempre dispuesta para analizar esa condición de
aquellos que estuvieron cerca en su formación, en sus lecturas, en sus
reflexiones, en la conversación siempre luminosa y que ahora en su escritura
trasforma en pura presencia, luego de decantar en ese absoluto de la luz y
palabras, esas amistades, nombres verdaderos en su dimensión y
circunstancia ya fuera en El Astor o en La Boa, en Versalles, en El
Festín o en Cardescos donde esas huellas visibles y promisorias, esas
conversaciones, esos diálogos alrededor de un tinto, dieron pábulo a esa
formación poética, al sucedáneo de esas pesquisas que traen hasta ahora este
valioso libro realizado con los retazos, con la cobertura, con la magnificencia
de lo que ha quedado, la magnífica y altiva presencia de esos amigos, al ser
mencionados y por lo tanto traídos al presente desde ese oscuro callejón que
Omar no quiere que se queden en el olvido como síntoma y símbolo de esos
instantes que se licúan hacia el camino del ostracismo, como trauma de sus
presencias.
Sí, sus
imaginarios, El Café Azul y La Cantina Verde, se presentan como una alternativa
para lo que podríamos llamar un enigmático sitio para el encuentro y las citas
donde la fijeza y la conversación adquieren un tono inusual ya que esos
escritores vistos, son homenajeados en la distancia de su presencia, pero así
mismo ha llegado a ellos por lo cercano de sus palabras y obra. Además, Omar
necesita decirles algo, a veces una requisitoria, otras veces apurar un trago
con ellos, otras veces, mirarlos y admirarlos como ocurre con León de Greiff.
Omar no toma distancia frente a ellos, antes, por el contrario, nos involucra,
eso sí, éstos posibles encuentros contienen su propio distanciamiento en ese
instante subterráneo que sería su traslado a ese presente que es posible por
medio de la escritura y de su asombro al traerlos a algo tan aparentemente
cotidiano como es un diálogo. De ahí los aciertos a los que da lugar una obra
tan reciente como Serafín, con toda su significación en un lugar tan
cerrado como la ciudad, ya que Omar no deja que se nos escape esa suerte de
alegoría, porque es palmaria y se torna cercana y cuando la leemos es más
firme su convicción, su lealtad en esa exigencia única de buscar en la memoria
de sus escritores favoritos su desusada presencia, cuyas anotaciones no guarda
Omar para sí mismo, antes por el contrario las revela a pesar de que esa
experiencia primera, secretamente reunida, la entrega en Serafín.
Valery nos
aclara algo:
“Así Teste,
armado de su propia imagen, conoce a cada instante su debilidad y sus fuerzas.
Ante él, el mundo se componía en primer lugar de todo lo que sabía y de lo que
le era propio —y esto no contaba—; después, en otro sí, el resto; y este resto
podía o no podía ser adquirido, construido, transformado. Y no perdía el tiempo
ni en lo imposible ni en lo fácil.
Una noche, me
respondió: —«El infinito, querido amigo, no es gran cosa, es un asunto de
escritura. El universo sólo existe en el papel.»”
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