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40. Medellín: Deterioro y
Abandono de su Patrimonio Histórico.
Tartarín Moreira en Aranjuez
Víctor
Bustamante
La noticia fue así,
escueta y sorpresiva, Luis Fernando Cuartas había localizado la casa donde
murió Tartarín Moreira, y, por esa razón, acudo a esa cita para buscar el
paisaje que habitó el músico y poeta. Nos acompaña Carlos Vásquez, líder
cultural de Aranjuez. Caminamos por este
barrio caro donde parece irradiar solo la presencia de Pedro Nel Gómez, -su
casa es la única de un artista que se
preserva en la ciudad-. Pero la sorpresa
fue mayúscula, conversando con don León Vargas, lutier, -una de esas personas
que como pocas nos dan su memoria-, nos sorprendimos debido a algo de peso, en
Aranjuez, ahora mutilado de su parte intelectual, y casi condenado a ser estigmatizado desde la época del narcotráfico,
había un núcleo intelectual de renombre. Allí vivieron: no solo Pedro Nel Gómez, sino también
Tartarín Moreira, el pianista y director de orquesta el italiano Pietro Mascheroni, el
pintor Horacio Longas, el arquitecto Arturo Longas, la cantante de ópera Alba
del Castillo, el periodista y cineasta Camilo Correa, el fotógrafo y cineasta
alemán Hans Bruckner, la líder política y escritora María Cano, y ahora en estos
tiempos el arquitecto Julián Orrego, el escritor Juan José Hoyos, el crítico de
cine Oswaldo Osorio, el músico Carlos Vásquez, el historiador y poeta Luis Fernando
Cuartas, don León Vargas, y también los deportistas William Álvarez y el gran Cochise.
Camino, caminamos, con ese
ánimo, con esa sorpresa de otra relectura posible de Aranjuez, por San
Cayetano, síntesis intelectual del barrio. ¿Por qué San Cayetano? Ya lo
sospechamos, los curas rebautizan los barrios con santos extraños que nunca
soñaron apoderarse de la denominación y dominación en lugares lejanos. Pero nos
basta, por ahora, decir que San Cayetano o Cayetano de Thiene, creo una orden,
los teatinos. Ellos, adictos a la nada, obedecían un mandato: no debían poseer
nada, ni debían pedir nada. Debían vivir únicamente de las limosnas que los
fieles ofrecieran espontáneamente. Por supuesto que esta norma nunca la
cumplirían algunos de los párrocos del barrio.
Don León Vargas, amable y
generoso, nos ha regalado su memoria, y con ella, la presencia de un Aranjuez
diferente al clausurado hace años como lugar de intelectuales. De tal manera, reaparece
ese esplendor cuando lo caminamos, lo vivimos, dentro de la prosa de la ciudad,
de esa que se escribe, se borra y se vuelve a reescribir, como ocurre en
Medellín, lo cual da pie para dejar de lado con esa impostura la memoria. Solo
bastó que a la entrada del barrio fuera situado El Tetero como una posta
erótica para los habitantes nocturnos y así esa presencia de artistas fuera dejada de lado. Otra imagen que se impuso fue la localización del Manicomio, ahí
en Bermejal, con un habitante que lo distingue: Epifanio Mejía esperando 300 mulas cargadas de oro o el Papa de Barbosa, Pedro II soñando que visita Roma; para que ese lugar fuera erigido como el faro, el punto de guía,
para un barrio que apenas de resarce de las infatuadas leyendas y del sicariato
como estigma. No, Aranjuez es más que eso, es su historia, son sus gentes, son
las gratas tardes caminadas en busca de su esencia, de la esencia de Aranjuez
que exige otra lectura.
Aquí en esta casa de Aranjuez, ya derruida,
pasó los últimos años Tartarín Moreira. Hundido y derrumbado por el licor -moriría
el 1 de noviembre de 1954-. Poseído por aquel licor que tanto vivió y bebió en
las diversas tertulias a las que perteneció con el derecho que le daba su
talento y su presencia en cuanto se refiere al transcurso de esa vida cotidiana
que corroe la creatividad, ya que la bohemia, amable e infernal lleva a ese
extremo de la desolación. No en vano Tartarín afirmada de esa pobreza que encabezada
sus sueños y su creatividad, trasunto de la indiferencia ante el artista en esa
ciudad contradictoria entre el afán de lucro y la marginalidad. Él asistía a
ese mundo quimérico pero amistoso de las tertulias, la ya conocida la de El
Globo, con los Panidas en 1916, pero también acudía a otra, se asomaba al Café
la Bastilla a escuchar y participar de las disquisiciones de Carrasquilla, y
allá mismo conversó con De Greiff a su corto regreso de Bolombolo. O en
compañía de Obdulio y Julián, y Antonio Silga Ríos, entraban al Café Regina
en el Edificio Gonzalo Mejía o mejor buscaba a un autor como Pelón Santa Marta
o a Blumen, o a su entrañable León Zafir en el Café Astoria por Calibío frente a la gobernación, o en el Café del Capitán López, pero no solo ahí en esos cafés dispersos en el Centro recalaba Tartarín, se iba para La
Toma, a vivir toda la soberanía de una noche, de varias noches, con sus amigos
de bohemia a esa cantina prendería donde tenía empeñado su tiple, que le
prestaba su dueño y admirador para que tocara pasillos o bambucos o alguno de
sus tangos con sus amigo de farra. Podrían ser los mismos Obdulio y Julián
y la Silga Ríos, el Caratejo
González, o también podría ser Hernán
Restrepo Duque o Gabriel Cuartas Franco, o quizás era posible verlo por los
lados de Guayaquil musical y fiestero. Sabedor de que cuando entraba a una de
sus cantinas, los rufianes y la gente del hampa salían con respeto, pero
despavoridos, porque sabían que Tartarín era detective. En ese Guayaquil mítico
donde los maleantes, las putillas, nunca de baja estofa sino como pupilas,
muchas de ellas campesinas llegadas de los pueblos aun con su olor a musgo o a
alhucema, y los trasnochadores se conocían mutuamente y se recelaban
mutuamente. Entonces Tartarín poseía un nombre, poseía un gran talento como
letrista no solo de sus propios temas sino de muchos por encargo de las
nacientes disqueras. También poesía esa aura de ser poeta y sobre todo Panida,
y además le gustaba vestirse de una manera llamativa. Él mismo diseñaba sus
vestidos exóticos, sin dobladillo los pantalones, sin bolsillos los sacos ni
los chalecos. Caminaba con atildado donaire y era galante. Como le gustaba ver
su cara redonda ponía en sus cachetes, dentro de su boca dos bolas de caucho,
de ahí que hablara en rezongos, refunfuñando y acentuando sus palabras.
Lo imagino caminando de bar en bar, de café en café, cuando trabajada para las Rentas Departamentales, probando los anises, los aguardientes oficiales, para saber su pureza, y así señalar los licores de contrabando, así como los aguardientes adulterados o la tapetuza de Guarne. Y saber que al mucho rato, cuando ya estaba más que borracho, perdido en la perra como él solía decir, y con la discreción que lo caracterizaba solo en este oficio, aprobando su pureza porque ya la borrachera no le permitía dar un juicio justo, ya que en medio de la ebriedad todos los licores, en ese momento, eran de muy buena calidad, sin ningún atisbo de impurezas o adulteración.
Lo imagino caminando de bar en bar, de café en café, cuando trabajada para las Rentas Departamentales, probando los anises, los aguardientes oficiales, para saber su pureza, y así señalar los licores de contrabando, así como los aguardientes adulterados o la tapetuza de Guarne. Y saber que al mucho rato, cuando ya estaba más que borracho, perdido en la perra como él solía decir, y con la discreción que lo caracterizaba solo en este oficio, aprobando su pureza porque ya la borrachera no le permitía dar un juicio justo, ya que en medio de la ebriedad todos los licores, en ese momento, eran de muy buena calidad, sin ningún atisbo de impurezas o adulteración.
Gustavo Escobar asevera
que Tartarín iba con frecuencia a una zapatería ubicada en el barrio Belén, y
añade: “Libardo Parra Toro, Tartarín Moreira, fue el anfitrión como buen
habitante del barrio y conocedor de sus gentes. Su atuendo era bien
característico: sombrero "a la pedrada" esto es ladeado; camisa de
seda a rayas verdes y blancas; corbata ancha roja y blanca, de rayas
transversales; pantalón con pretina casi a la altura del pecho y de botas estrechas;
saco senil estrecho con pañuelo "floreado" de color rojo o verde
claro; en la solapa “la orquídea de un dolor”. Zapatos combinados blanco y café
y medio tacón. Todo un dandy. "Una culebra en traje de civil", al
decir de León Zafir. Pálido, de andar parsimonioso y de hablar pausado y a bajo
volumen. Sostenía las bolas de caucho bajo sus carrillos con auténtica maestría”.
Pero la presencia de
Tartarín en Aranjuez no solo ocurriría en esta casa, la casa de sus últimos
días, sino que desde octubre del 1932, hasta abril de 1933, fue huésped, nunca
ilustre, del Hospital Mental, debido a su ansiedad y delirio, a su habla incoherente, a su
violencia, lo cual condujo a la necesidad de un diagnóstico preciso, que fuera
recluido en el Manicomio. Lo cual fue aprovechado por sus detractores quienes lo acusaban de
vulgar y cínico y de que escribía en El
Bateo, aunque también escribiría en El Correo y en El Heraldo.
Si, en esta esquina, de la 98, solo es posible
ver una ventana ya desvaída, seguida por los insultantes remiendos realizados
de afán con las sobras de ladrillos para evitar que algún despistado entre
allí, luego, al doblar la esquina, el mal gusto ha pintado la otra parte de la
casa con una ventana tapiada, del color de un ocre desalmado para evitar que se
oxiden las varillas de hierro de la memoria, y eso sí, lo previsible, un
garaje. Todo aquí sobra hasta las ruinas, así como el mismo personaje, Tartarín
quien moriría aquí.
Como ocurre con muchos
poetas que perfilan su vida lejos de la reglamentada vida cotidiana, Tartarín
prefirió jugársela como poeta, como cronista provocador con otro seudónimo, Dr.
Barrabas, y aquí en sus últimos años el destino y la pobreza le cobrarían su
saldo, a su libertad, el abandono de sus amigos. Sí, aquí en esta casa moriría
a los 59 años, Libardo Parra Toro, con sus dos amanuenses: Tartarín Moreira -el
Panida- y el Dr. Barrabas que escribía en el periódico satírico El Bateo, tan provocador, en esa ciudad
que se permitía una publicación de ese fuste, cínica y crítica, sin ningún
ambage. En esos días de 1954, una de sus
familiares, le preguntó que si le traían a su esposa Margarita, él dijo: aquí
no mencionen esa puta. Ella lo había engañado con un cliente y, él también la
acusaba de haber dejado morir a su hijo, a quien visitaba en el cementerio de
San Pedro. Un poema, Betico, lo recobra y le da su amor de padre. Hay un ademán
curioso de Tartarín, en las fotos de su edad adulta, creativa, siempre aparece
con su sombrero; aquel sombrero que hacía parte de su indumentaria. Incluso en
una de sus crónicas asevera que mejor se queda encerrado si ha perdido el
sombrero. No sabría decir si Tartarín pensaba como Spencer en la influencia del
sombrero sobre las ideas.
Por supuesto, que esta
casa poco a poco fue abandonada, y no podríamos decir, a la manera de Ruskin,
que hay que dejar que los edificios sientan el paso del tiempo, que la pátina
los cubra con nobleza. No, no, esa casa con los muros cariados y con la
contundente presencia del abandono se va con una parte de la historia de
Medellín, de esa ciudad que se precia de ser moderna y se embriaga en esa piara
de Epicuro del boato mientras en su interior cada día la estolidez y el
desenfreno de sus administradores de toda laya pasan de largo por sus calles,
por sus aceras, por su barrios, por la ciudad misma.
Esta noche escucho
composiciones de Tartarín: Rosario de
besos, Amor y dolor, Son de campanas, En la calle, (no en vano é{ es el autor del primer tango en antioqueño), y no solo es allí donde
perdura, también es en su estampa, en su talento, la presencia de lo popular
como un sentimiento sin consuelo, sino que ahí persiste un Medellín cuyas
canciones y textos de Tartarín se convierten en su legado, ante una ciudad que
avasalla y tritura su misma historia, y que olvida, entre otros temas, que fue
en esos años la ciudad que le dio
impulso a la radiodifusión y a la grabación en Colombia, antes de que unos
empresarios bogotanos la saquearan y se llevaran esos estudios para la capital.
Cierto, reparamos en lo
que fue el frente de la fachada de esta casa donde vivió sus últimos días el poeta.
Ya habían pasado aquellos días lejanos de 1915 en que León de Greiff le había dedicado
este poema:
Rimas
A
Morayma y Moreyra
Lloran
mis tristezas por las alegrías
que
ya se murieron
por
las alegrías
que
en lejanos días
sus
goces me dieron.
Y
pasan los días dolientes y largos
como
una cadena
dolientes
y largos,
y
la vida llena
de
vinos amargos…
Y
ladran los perros cuando mis dolores
lloro
por la senda;
cuando
mis dolores
-sin
quien los comprenda-
Canto
en los alcores…
Canto
en los alcores que baña la luna…
Lloran
mis tristezas por las alegrías
que
goces me dieron!
Y
baña la luna
de
melancolías
los
lejanos días…
por
las alegrías
que
ya se murieron!