sábado, 26 de noviembre de 2016

40. Medellín: Deterioro y Abandono de su Patrimonio Histórico. Tartarín Moreira en Aranjuez



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40. Medellín: Deterioro y Abandono de su Patrimonio Histórico.

Tartarín Moreira en Aranjuez

Víctor Bustamante

La noticia fue así, escueta y sorpresiva, Luis Fernando Cuartas había localizado la casa donde murió Tartarín Moreira, y, por esa razón, acudo a esa cita para buscar el paisaje que habitó el músico y poeta. Nos acompaña Carlos Vásquez, líder cultural de Aranjuez.  Caminamos por este barrio caro donde parece irradiar solo la presencia de Pedro Nel Gómez, -su casa es  la única de un artista que se preserva en la ciudad-.  Pero la sorpresa fue mayúscula, conversando con don León Vargas, lutier, -una de esas personas que como pocas nos dan su memoria-, nos sorprendimos debido a algo de peso, en Aranjuez, ahora mutilado de su parte intelectual, y casi condenado a ser  estigmatizado desde la época del narcotráfico, había un núcleo intelectual de renombre. Allí vivieron: no solo Pedro Nel Gómez, sino también Tartarín Moreira, el pianista y director de orquesta el italiano Pietro Mascheroni, el pintor Horacio Longas, el arquitecto Arturo Longas, la cantante de ópera Alba del Castillo, el periodista y cineasta Camilo Correa, el fotógrafo y cineasta alemán Hans Bruckner, la líder política y escritora María Cano, y ahora en estos tiempos el arquitecto Julián Orrego, el escritor Juan José Hoyos, el crítico de cine Oswaldo Osorio, el músico Carlos Vásquez, el historiador y poeta Luis Fernando Cuartas, don León Vargas, y también los deportistas William Álvarez y el gran Cochise.

Camino, caminamos, con ese ánimo, con esa sorpresa de otra relectura posible de Aranjuez, por San Cayetano, síntesis intelectual del barrio. ¿Por qué San Cayetano? Ya lo sospechamos, los curas rebautizan los barrios con santos extraños que nunca soñaron apoderarse de la denominación y dominación en lugares lejanos. Pero nos basta, por ahora, decir que San Cayetano o Cayetano de Thiene, creo una orden, los teatinos. Ellos, adictos a la nada, obedecían un mandato: no debían poseer nada, ni debían pedir nada. Debían vivir únicamente de las limosnas que los fieles ofrecieran espontáneamente. Por supuesto que esta norma nunca la cumplirían algunos de los párrocos del barrio.

Don León Vargas, amable y generoso, nos ha regalado su memoria, y con ella, la presencia de un Aranjuez diferente al clausurado hace años como lugar de intelectuales. De tal manera, reaparece ese esplendor cuando lo caminamos, lo vivimos, dentro de la prosa de la ciudad, de esa que se escribe, se borra y se vuelve a reescribir, como ocurre en Medellín, lo cual da pie para dejar de lado con esa impostura la memoria. Solo bastó que a la entrada del barrio fuera situado El Tetero como una posta erótica para los habitantes nocturnos y así esa presencia de artistas fuera dejada de lado. Otra imagen que se impuso fue la localización del Manicomio, ahí en Bermejal, con un habitante que lo distingue: Epifanio Mejía esperando 300 mulas cargadas de oro o el Papa de Barbosa, Pedro II soñando que visita Roma; para que ese lugar fuera erigido como el faro, el punto de guía, para un barrio que apenas de resarce de las infatuadas leyendas y del sicariato como estigma. No, Aranjuez es más que eso, es su historia, son sus gentes, son las gratas tardes caminadas en busca de su esencia, de la esencia de Aranjuez que exige otra lectura.

 Aquí en esta casa de Aranjuez, ya derruida, pasó los últimos años Tartarín Moreira. Hundido y derrumbado por el licor -moriría el 1 de noviembre de 1954-. Poseído por aquel licor que tanto vivió y bebió en las diversas tertulias a las que perteneció con el derecho que le daba su talento y su presencia en cuanto se refiere al transcurso de esa vida cotidiana que corroe la creatividad, ya que la bohemia, amable e infernal lleva a ese extremo de la desolación. No en vano Tartarín afirmada de esa pobreza que encabezada sus sueños y su creatividad, trasunto de la indiferencia ante el artista en esa ciudad contradictoria entre el afán de lucro y la marginalidad. Él asistía a ese mundo quimérico pero amistoso de las tertulias, la ya conocida la de El Globo, con los Panidas en 1916, pero también acudía a otra, se asomaba al Café la Bastilla a escuchar y participar de las disquisiciones de Carrasquilla, y allá mismo conversó con De Greiff a su corto regreso de Bolombolo. O en compañía de Obdulio y Julián, y Antonio Silga Ríos, entraban al Café Regina en el Edificio Gonzalo Mejía o mejor buscaba a un autor como Pelón Santa Marta o a Blumen, o a su entrañable León Zafir en el Café Astoria por Calibío frente a la gobernación, o en el Café del Capitán López, pero no solo ahí en esos cafés dispersos en el Centro recalaba Tartarín, se iba para La Toma, a vivir toda la soberanía de una noche, de varias noches, con sus amigos de bohemia a esa cantina prendería donde tenía empeñado su tiple, que le prestaba su dueño y admirador para que tocara pasillos o bambucos o alguno de sus tangos con sus amigo de farra. Podrían ser los mismos Obdulio y Julián y la Silga Ríos, el Caratejo González,  o también podría ser Hernán Restrepo Duque o Gabriel Cuartas Franco, o quizás era posible verlo por los lados de Guayaquil musical y fiestero. Sabedor de que cuando entraba a una de sus cantinas, los rufianes y la gente del hampa salían con respeto, pero despavoridos, porque sabían que Tartarín era detective. En ese Guayaquil mítico donde los maleantes, las putillas, nunca de baja estofa sino como pupilas, muchas de ellas campesinas llegadas de los pueblos aun con su olor a musgo o a alhucema, y los trasnochadores se conocían mutuamente y se recelaban mutuamente. Entonces Tartarín poseía un nombre, poseía un gran talento como letrista no solo de sus propios temas sino de muchos por encargo de las nacientes disqueras. También poesía esa aura de ser poeta y sobre todo Panida, y además le gustaba vestirse de una manera llamativa. Él mismo diseñaba sus vestidos exóticos, sin dobladillo los pantalones, sin bolsillos los sacos ni los chalecos. Caminaba con atildado donaire y era galante. Como le gustaba ver su cara redonda ponía en sus cachetes, dentro de su boca dos bolas de caucho, de ahí que hablara en rezongos, refunfuñando y acentuando sus palabras. 

Lo imagino caminando de bar en bar, de café en café, cuando trabajada para las Rentas Departamentales, probando los anises, los aguardientes oficiales, para saber su pureza, y así señalar los licores de contrabando, así como los aguardientes adulterados o la tapetuza de Guarne. Y saber que al mucho rato, cuando ya estaba más que borracho, perdido en la perra como él solía decir, y con la discreción que lo caracterizaba solo en este oficio, aprobando su pureza porque ya la borrachera no le permitía dar un juicio justo, ya que en medio de la ebriedad todos los licores, en ese momento, eran de muy buena calidad, sin ningún atisbo de impurezas o adulteración.   

Gustavo Escobar asevera que Tartarín iba con frecuencia a una zapatería ubicada en el barrio Belén, y añade: “Libardo Parra Toro, Tartarín Moreira, fue el anfitrión como buen habitante del barrio y conocedor de sus gentes. Su atuendo era bien característico: sombrero "a la pedrada" esto es ladeado; camisa de seda a rayas verdes y blancas; corbata ancha roja y blanca, de rayas transversales; pantalón con pretina casi a la altura del pecho y de botas estrechas; saco senil estrecho con pañuelo "floreado" de color rojo o verde claro; en la solapa “la orquídea de un dolor”. Zapatos combinados blanco y café y medio tacón. Todo un dandy. "Una culebra en traje de civil", al decir de León Zafir. Pálido, de andar parsimonioso y de hablar pausado y a bajo volumen. Sostenía las bolas de caucho bajo sus carrillos con auténtica maestría”.

Pero la presencia de Tartarín en Aranjuez no solo ocurriría en esta casa, la casa de sus últimos días, sino que desde octubre del 1932, hasta abril de 1933, fue huésped, nunca ilustre, del Hospital Mental, debido a su ansiedad y delirio, a su habla incoherente, a su violencia, lo cual condujo a la necesidad de un diagnóstico preciso, que fuera recluido en el Manicomio. Lo cual fue aprovechado por sus detractores quienes lo acusaban de vulgar y cínico y de que escribía en El Bateo, aunque también escribiría en El Correo y en El Heraldo.

 Si, en esta esquina, de la 98, solo es posible ver una ventana ya desvaída, seguida por los insultantes remiendos realizados de afán con las sobras de ladrillos para evitar que algún despistado entre allí, luego, al doblar la esquina, el mal gusto ha pintado la otra parte de la casa con una ventana tapiada, del color de un ocre desalmado para evitar que se oxiden las varillas de hierro de la memoria, y eso sí, lo previsible, un garaje. Todo aquí sobra hasta las ruinas, así como el mismo personaje, Tartarín quien moriría aquí.

Como ocurre con muchos poetas que perfilan su vida lejos de la reglamentada vida cotidiana, Tartarín prefirió jugársela como poeta, como cronista provocador con otro seudónimo, Dr. Barrabas, y aquí en sus últimos años el destino y la pobreza le cobrarían su saldo, a su libertad, el abandono de sus amigos. Sí, aquí en esta casa moriría a los 59 años, Libardo Parra Toro, con sus dos amanuenses: Tartarín Moreira -el Panida- y el Dr. Barrabas que escribía en el periódico satírico El Bateo, tan provocador, en esa ciudad que se permitía una publicación de ese fuste, cínica y crítica, sin ningún ambage.  En esos días de 1954, una de sus familiares, le preguntó que si le traían a su esposa Margarita, él dijo: aquí no mencionen esa puta. Ella lo había engañado con un cliente y, él también la acusaba de haber dejado morir a su hijo, a quien visitaba en el cementerio de San Pedro. Un poema, Betico, lo recobra y le da su amor de padre. Hay un ademán curioso de Tartarín, en las fotos de su edad adulta, creativa, siempre aparece con su sombrero; aquel sombrero que hacía parte de su indumentaria. Incluso en una de sus crónicas asevera que mejor se queda encerrado si ha perdido el sombrero. No sabría decir si Tartarín pensaba como Spencer en la influencia del sombrero sobre las ideas.

Por supuesto, que esta casa poco a poco fue abandonada, y no podríamos decir, a la manera de Ruskin, que hay que dejar que los edificios sientan el paso del tiempo, que la pátina los cubra con nobleza. No, no, esa casa con los muros cariados y con la contundente presencia del abandono se va con una parte de la historia de Medellín, de esa ciudad que se precia de ser moderna y se embriaga en esa piara de Epicuro del boato mientras en su interior cada día la estolidez y el desenfreno de sus administradores de toda laya pasan de largo por sus calles, por sus aceras, por su barrios, por la ciudad misma.

Esta noche escucho composiciones de Tartarín: Rosario de besos, Amor y dolor, Son de campanas, En la calle, (no en vano é{ es el autor del primer tango en antioqueño), y no solo es allí donde perdura, también es en su estampa, en su talento, la presencia de lo popular como un sentimiento sin consuelo, sino que ahí persiste un Medellín cuyas canciones y textos de Tartarín se convierten en su legado, ante una ciudad que avasalla y tritura su misma historia, y que olvida, entre otros temas, que fue en esos años la ciudad que le dio impulso a la radiodifusión y a la grabación en Colombia, antes de que unos empresarios bogotanos la saquearan y se llevaran esos estudios para la capital.

Cierto, reparamos en lo que fue el frente de la fachada de esta casa donde vivió sus últimos días el poeta. Ya habían pasado aquellos días lejanos de 1915 en que León de Greiff le había dedicado este poema:


Rimas
                                               A Morayma y Moreyra

Lloran mis tristezas por las alegrías
que ya se murieron
por las alegrías
que en lejanos días
sus goces me dieron.

Y pasan los días dolientes y largos
como una cadena
dolientes y largos,
y la vida llena
de vinos amargos…

Y ladran los perros cuando mis dolores
lloro por la senda;
cuando mis dolores
-sin quien los comprenda-
Canto en los alcores…

Canto en los alcores que baña la luna…
Lloran mis tristezas por las alegrías
que goces me dieron!
Y baña la luna
de melancolías
los lejanos días…
por las alegrías
que ya se murieron!








viernes, 11 de noviembre de 2016

El gran Sadini de Gonzalo Mejía / Víctor Bustamante





El Gran Sadini de Gonzalo Mejía

Víctor Bustamante     

Por fin he visto El Gran Sadini de Gonzalo Mejía. No la pude ver en su estreno, y debí buscarla por las calles donde venden películas piratas y en la memoria de algunos amigos cinéfilos que ya la vieron y me decían que les había gustado. Otro amigo extremo, aunque entre cinéfilos no hay amigos porque cada uno posee su verdad, me dijo que le había agradado. Otro, más exigente y soberbio añadió, que tenía problemas de cámara. En fin cada uno con su circunstancia de ser un cinéfilo y a veces creador de películas en potencia, dan su opinión. Pues bien, la solución llegó de una manera inusual una cineclubista de vieja data, una amiga, por fin accedió a que viéramos una copia, su copia. Me dijo, no presto películas porque ocurre lo mismo que al prestar los libros, se pierde el amigo con libro y película. Y aquí en esta mañana de noviembre la comparte.

De Gonzalo Mejía vi Hulleras y Canturrón hace algunos años, y ahora que buscaba verlas de nuevo más las otras películas de Mejía es casi imposible saber dónde se hayan. Pero bueno los amigos ya tendrán su archivo o me regalarán una copia, y hago esta pesquisa por una labor de peso, hay cineastas a los cuales se les pierde la huella. Los medios son injustos debido a multiplicidad de compromisos con la ligereza que otorga el estar en cartelera, oasis fácil y pernicioso del triunfo. No; es necesario buscar aquellos otros cineastas que uno sabe que han filmado para  comprobar lo que sabemos, hay olvidos injustos, hay relegados inoportunos, pero también hay huellas que es necesario mirar.

Pero ahora hablemos de El Gran Sadini (2012). Es una película que refiere un periodo caro, la adolescencia llena de esos cambios y replanteamientos bruscos ante el establecimiento ya sea religioso, familiar o político. Pero estos personajes no pretenden cambiar el mundo sino dejar de lado el ámbito religioso de su educación. No en vano Luciano se luce al hipnotizar a un compañero para que reniegue de Dios en la clase, ante el hermano de pechera blanca, nunca lleno de amor ni de candor sino aferrado a la autoridad. Esta es una de las rebeliones de Luciano, que como una revelación, se atreve a decir palabras interpuestas a otro, que dichas en público ante sus compañeros de clase, ofenden al hermano cristiano. Luciano se emparenta con su tío, un personaje no fuera de la ley sino del ámbito social quien da la impresión de ser medio anarquista, medio rockero, muy ajedrecista él. Pero Luciano es quien se sobrepone, contraría a su madre al ir a una fiesta, sin el permiso de aquella mujer que cree que bajo sus hombros, y sus dicterios,  descansa el mundo y la propuesta de educar una familia bajo su férreo puño de viuda que cree que puntualiza un mandato con sus hijos. Luciano, previsor y eso sí, calmado, pero desafiante, no acepta la derrota de perder un año, al ser expulsado del colegio, y decide irse de casa. Lo cual es una utopía generacional cuando hay una madre como la suya, que no acepta el fracaso de su hijo. Y es aquí donde se despliega la película, el fugitivo quiere conocer el mar como un deseo redentor, pero sobre todo irse de su casa.

Hay, lo que diríamos, un encuentro de gracia, al Luciano llevarle la maleta a un desconocido que no va ligero de equipaje, e irse ambos con nada menos que con su trebejos, en la parte trasera de una jaula. Así el azar,  prepara el devenir de Luciano Velásquez que luego se lucirá con el hipnotismo, no solo como en su colegio sino cuando encuentra, luego de algunos peripecias, a su compañero de viaje, el gran Racso, que inicialmente parece un  ganadero pobre, y no un artista de la miseria, nunca a la manera de Kafka sino un mago itinerante y eso sí muy carretudo y rebuscador. Él ha perdido el aura de sus grandes antecesores, como Houdini guardado en una caja fuerte arrojada al mar donde él sale algunas veces ileso o el mago de Lublin arrojándose desde un edificio,  menos será David Copperfield, cruzando la Muralla china. Racso no es de esa calaña, ¡que no!,  solo tiene pocos trucos, humildes trucos: comer papel y sacar de su boca tiras, por supuesto de papel, pero de colores, es decir su magia ya es tan conocida que solo le quedan los sucesos muy manoseados y se le ve terrestre y rebuscador como cualquier paisa sin sosiego porque necesita vivir, es decir supervivir. Pero si el mago, con su arte de birlibirloque, con su escenografía de risa nos causa hilaridad por situarse al borde de una magia sin sorpresa, demasiado escolar, yendo de pueblo en pueblo, también es cierto que ese mago verdadero, Makandal, es un gran actor, que nos hace recordar con su ingenio del rebusque esos momentos de humor que nos entrega Fellini.  Makandal nada que ver con Franonse el haitiano, líder cimarrón y del vudú, sino un mago de calle, que persiste en su oficio con la tranquilidad pasmosa del fracaso al cual no le hace caso, porque mantiene a flor de piel esos deseos de vida, y así convertirse en el inolvidable personaje de esta película. Por supuesto que Racso, al darse cuenta de las capacidades de hipnotizar de Luciano le cambia de nombre, bautizándolo como el Gran Sadini, luego disfrazado con el vestido de satín, incluida la capa y el turbante que le otorga ese acento falsamente oriental, para presentarlo en las diversas funciones como el hipnotizador más joven del mundo.  

En El Gran Sadini hay un gran sentido de apropiación del paisaje, caro paisaje. Me gustan las películas que aciertan en este sentido, que se note la ciudad, como ver la Normal de Institutores donde Luciano pasa su bachillerato y sus días de hipnotizador, lugar de estudio, así como el Salón Maracaibo de billares, ya ajedrez, además de la casa de Luciano, nunca díscolo en sus clases ni colegio, sino u joven deseoso de vivir, de experimentar de ir a la fiesta donde debe irse al escondido y al regreso subir por el balcón. En su huida, fugitivo en pos del mar, Luciano se hace hombre, nunca un nonchalance, pero al vivir la vida, dura sin nadie conocido que le de la mano, Luciano aprende a vivir. Y es así que merodea por los paisajes de algunos pueblos de la Costa con sus iglesias y cafés y hotelitos coloridos, que nos recuerdan que al huir Luciano no huye de sí mismo sino que se hace una persona de dura ley.

Pero, y este, pero es casi una digresión, cuando El Gran Sadini nos ha atrapado, cuando uno está muy entusiasmado con la historia, sobre todo de ese mago pobre pero lleno de vida, con sus peripecias,  llega la policía y se lleva a Sadini, es decir lo traen para Medellín, a su casa, para soportar la presencia de su madre. Llegué a pensar que Sadini, para evitar ser traído, hipnotizaría  a los policías pero ahí perdió su capacidad de convocatoria cuando fue guardado en una avioneta rumbo a esa ciudad que lo vio nacer, padecer y huir, y, por supuesto, en Medellín, su madre nunca tendría una alegría mayor ante el regreso del Luciano pródigo, sino que continúa con su sarta y su amargura.

 El Gran Sadini logra un acierto, los largos planos secuencia, que hacen dinámica la narración, y lo más valioso, nos saca de ese continuo cine de violencia, que asola y azota la pantalla del país con ese tercermundismo crónico en que el cine nacional se hunde cada vez para mostrar el conflicto del país para conmover a los festivales europeos. O esa otra violencia ya digerida por la tele y algunos cineastas que aun buscan al capo, es decir al asesino mayor, con su rememoración de la  silicona de los cuerpos de las actricillas, sin deseos, ante asesinos que borran su estela de muerte con su dinero y con la aquiescencia de un público estólido. Con El Gran Sadini, regresamos a mirar lo que es una historia llena de poesía, de vitalidad, de un humor que atisba ante la desolación del rebusque y los bríos del mago Racso, nunca Zoroastro. 

El Gran Sadini con su historia llena de vitalidad y presencia nos recobra.




domingo, 6 de noviembre de 2016

Omar Ardila / Luces sobre las piedras



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Luces sobre las piedras / Omar Ardila
Víctor Bustamante

En Luces sobre las piedras, Omar Ardila ausculta un tema muy personal, se decide por la opción del anarquismo. Y no es para menos en un mundo asediado por la miseria, por el desencanto, y sobre todo por la mentira, de quienes están obligados a preservar ciertos valores mininos. Solo le queda al poeta una opción, no decir que es el mensajero de los dioses, o el portador del fuego sagrado, como dicen por ahí algunos ingenuos, sino que es el ser que debe plantear, replantear, adentrarse en su yo para escribir una poesía honesta, lejos de la miríada de quienes van a decir que sus versos son bellos, geniales como una opinión mentirosa que no acercan a nada sino que buscan un brillo falso, de pedrería, que el poeta en su ser de ninguna manera puede acoger. No; Omar se desliza de ese falso concepto y nos dice con sus poemas que algo es cierto, la realidad que vemos es esta y anda determinada por el falso valor de algunas presencias.

Por esa razón Omar no se dirige al ocultamiento del paisaje extremo que lo rodea sino que asume una opción, describir el horror que rodean los paisajes cotidianos con su presencia deleznable, y así el poete decide acudir a la incredulidad, esa que entrega la salida más que digna, el anarquismo, el descreimiento total, solo la poesía se encuentra presente como opción para decir percibir el horror y la maledicencia del silencio.