Este blog, en permanente construcción, hace parte de una revisión de los textos iniciáticos nadaístas con el propósito de mantener nuestra fe intacta en algunos de ellos. Podríamos decir que es una versión remasterizada, con inyecciones letales de cinismo y humor negro, de esta doctrina creada, simultáneamente, en Medellín y Cali.
Mantenemos la fe intacta en la creación libre. Somos icoñoclastas por naturaleza.
neonadaismo@gmail.com
Noche de puro nadaísmo en Otraparte.
Manifiestos, dicterios, reclamos, poesía, sí, mucha poesía, sobre todo, poesía
nadaísta en estos tiempos de la sociedad del entretenimiento donde solo basta
el espectáculo más banal para pensar que la poesía es un decorado y no la
manera más directa de sentir, de comunicarse, de abordar los delirios de la
misma poesía, de la locura, y del suicidio, ante la desesperanza de un
mundo más que gris, negro. Con esas palabras escritas, con estos manifiestos, se
expresa, se dice la dura condición del hombre, pero también se realizan sus
reclamos para no caer en el abismo de la abyección y la pasarela personal llena
de los sombríos poemas escritos sin corazón, sin la pasión que merece el ser
poeta.
Sí, noche de puro nadaísmo donde aún
perduran y resuenan sus manifiestos, es decir toda su presencia. Y es que ellos
fueron capaces de ser contemporáneos y aun los sentimos aquí, en el duro
asfalto, en las calles desoladas, en las paredes grises de nuestros cuartos, en
los parques donde algunos muchachos y muchachas leen su poesía o en las noches
quebradas de esta ciudad, Medellín, que aún mantiene el pulso de la abyección
más temeraria pero que también nos ha devuelto hoy la prístina poesía, la
presencia de ellos en toda su carnadura. Y esa es la razón por la cual los
amamos; su entereza, su capacidad de haber sido contemporáneos.
De no ser por ellos aún les
estaríamos escribiendo a las montañas, o trovando, y a las mustias amantes que
nos abandonan cada día, o a las mujeres muertas con olor a alhucema y a labial
barato, y peor, escondidos tras el folklor con sus hebras de maíz. No, no,
ellos, sí los nadaístas abrieron, tumbaron esas puertas, esos muros, de
una poesía llena de pocas circunstancias.
Sexo, drogas alcohol, o lo uno o lo
otro, de ahí no se tiene escapatoria. Manifiestos, crítica, y sobre todo, humor
y amor para un país luctuoso, alucinado por la violencia, lleno de paraísos
perdidos e inservibles en esta vida que huye como un potro salvaje no se sabe
hacia dónde. No, los nadaístas establecieron la realidad escribiendo sobre la
realidad, dándole a la ciudad, al país, la presencia que se merece, caminando
sus calles, expresándolas, derrumbando los idolillos que campeaban impunemente
desde el pasado, hasta conquistar con poesía los brazos de la mujer que los
acababa de asaltar en sus soledades de humo, hierba sagrada y un poco del
misticismo de eros.
Con el nadaísmos dejamos la minoría
de edad, fuimos capaces de pensar por nosotros mismos, lejos de las
elucubraciones de infiernos llenos de fuego y azufre.
Con el nadaísmo llegamos a la alegría
de la poesía, descubrimos las ciudades. Y que la existencia y su fugacidad
merece ser vivida hasta la última gota del alba. Con el nadaísmo conquistamos
las noches, las vivimos, las padecimos, las deslumbramos con nuestros vinos
negros.
Cómo olvidar esta noche los videos de
Michael Smith redescubriendo la Voz el Nadaísmo, aquel programa de radio que
ellos hicieron donde lanzaron toda clase de diatribas a una ciudad atiborrada
de poesía muerta y de industriales sonrientes sobre los espasmos de las
espaldas ajenas. Cómo no escuchar a Gonzaloarango con su voz serena para
alertarnos de un país congelado en las turbias redes sangrientas del pasado, en
los turbios negocios y en la fatua muerte presente como supremacía.
El nadaísmo es nuestra tradición, el
camino de la poesía. El nadaísmo es nuestra más bella e intensa primavera. Y el
más intenso y fragoroso verano, nunca temido por cierto, vivido hasta el
desespero antes de la aniquilación de la noche, de las noches.
A
Sergio Cabrera le cabe un valioso merito, haber dirigido una de las películas
colombianas de mayor aceptación entre el público. Por qué no decirlo, La
estrategia del caracol, es una gran película donde hay de todo: humor,
escarnio, sobrevivencia, ingenio; en síntesis, buen cine. Donde se identificó
el público que la vio por su temática y elaboración equilibrada. Es tan
colombiana, tan sentida, que uno sale satisfecho de la película luego de
disfrutarla, vivirla, saborearla, porque esas son las palabras que permiten
recordarla. Además, como plus, se abría la posibilidad de seguir realizando un
buen cine colombiano.
Hoy
16 de noviembre, por pura casualidad, en casa de una amiga, supe que Sergio
Cabrera había filmado Todos se van. Y, para
empezar, una cintilla en el DVD añade que es Cine Colombiano. Viendo la
película sabemos que hay aportes del Ministerio de Cultura y de otras empresas
de acá, pero no, esta película no es colombiana, es una realización de un
director del país. El tema, las preocupaciones, no tienen nada que ver con
Colombia. Esta anotación la hago porque entiendo que hay escasos fondos, cuando
no se quiere ayudar a algunos cineastas, para promover el fomento del cine
nacional. O sea que esta película es una coproducción, según entiendo, donde
hay tantos responsables que el director termina por realizar un film donde
queda bien a todo el mundo, no como un guardia rojo sino como un guardia moral.
Sobre todo porque no cuestiona, no indaga, sino que trascribe de un solo lado,
ya que el tema es cruel. Algunos dirán que fue fiel a la novela. Y así olvida nada menos que
la causa de quienes se fueron de la isla, aún está vivo en la memoria. Otra
cosa es ver allí como
Cabrera maxfactoriza su versión de los que se fueron, se van y se seguirán
yendo, mientras la burocracia de un solo partido, sin prensa libre, y sin
elecciones de la única dinastía familiar en América Latina mantenga la
postración de la bella Cuba.
Pero
bueno, antes de que nos digan que somos provincianos, antes de que nos digan
que en otros países hacen coproducciones y que los directores pueden filmar en
cualquier parte del mundo en ese caos creativo, y de marketing que se impone. O
el coro griego que no tiene autocritica, afirme que se cometieron errores en
ese caso; crueles por cierto, digamos que me sorprende que Cabrera filme una
película cubana, porque lo es, teniendo en cuenta un tema tan álgido y de una
vez sea incapaz de poner el dedo en la llaga, y de no decir lo que en realidad
pasó porque el título del film, Todos se van, basado en la
novela de la cauta Wendy Guerra, no entrega ni un asomo de lo que en verdad
ocurrió. Nunca supimos en este film por qué se fueron los cubanos, o si lo
sabemos de una manera superficial con los estereotipos necesarios para dar la
impresión de que fue algo fugaz y no un malestar general ante ese agobio de la
burocracia castrista para el pueblo de Cuba, que obligó a que unos ciento
veinte mil cubanos se fueran, en ese momento, tratados como escoria.
La
historia es sencilla. Una niña, Nieves Guerra, vive con su madre, pero la madre
es separada y convive con un sueco algo disoluto. El maltrato moral y la mala
fama endilgada a su mujer por parte de Manuel, su esposo, hacen tomar partido
del espectador por esa mujer cuidadosa que vive su otro amor, ya que rehace su
vida. Manuel es un escritor nunca crítico, más bohemio de estereotipo que otra
cosa, y quien, con ayuda de funcionarios, se les entrega en cuerpo y alma.
Y, en ese amancebamiento, entre un escritor frágil y funcionarios le permiten
la custodia de Nieves, su hija. Pero Manuel prosigue en su eterna rumba,
irresponsable, y con sus mujeres. Vive en una casa donde todo falta, con un
cuarto secreto donde, ingenuo y perseverante, con su santería de plástico,
mantiene una esfinge que representa a su mujer. La punza con agujas con tan
mala suerte que esta nunca regresa a su lado, como si esa suerte de brujería
diera un efecto contrario, y ella se apegara más al sueco bondadoso, siempre al
margen, siempre sirviendo de espejo de lo que debe ser un hombre, más que todo
un padre. Este personaje, Manuel, que pudo haberle dado grandeza a la película
se disuelve en sí mismo como un istmo, y así se deja de lado el verdadero peso
de la historia, al no darle el carácter de ser un disidente con todo el riesgo
que ello implica en un país sin libertad de prensa.
Luego el drama se asocia más a
Manuel, que al comienzo era una persona recataba para luego convertirse en un
borracho, -esa es la versión de Wendy y Sergio de los disidentes-, y ya el
espectador pierde el cariño que sentía hacia el escritor, ya que revela su
verdadera personalidad: es mal padre, y lo más grave, se va de la isla. Nieves,
su hija, es devuelta al hogar materno luego de los desmanes y abandono de su
padre. Poco a poco se plantea el estatus de Manuel como disidente sin
aura al entrar a la fuerza en la embajada del Perú. Y es aquí cuando el
tono rosa de la película se trasgrede a un tono rosa pálido, blando e
insignificante, digno de la frivolidad de una telenovela, porque se olvida que
Manuel ya estaba siendo preparado para ser una persona de pésimo carácter, que
agrava su situación. Lo de disidente, -allá les dirán gusanos-, nos sorprende
después, ya que de él no sabemos si participó en alguna actividad
clandestina, como leer en una noche cerrada en una casa al escondido,
junto a sus amigos escritores, poemas en contra del régimen, de la dictadura
mejor, para luego quemarlos debido al miedo, ya que en público era impensable.
O si dirigió una revista de escasos ejemplares, escrita a mano para mantener la
llama viva de la poesía.
Wendy,
nunca en guerra, sino algo frívola dice en una entrevista aparecida en el Miami
Herald, durante el festival de cine, que en Cuba no quiere que se
filmen películas donde se tocan ese tipo de heridas. Es un lenguaje taimado. ¿Herida?,
puro maquillaje de una ligereza cruel. Debió haber dicho catástrofe social, y
mal gobierno, porque quienes se fueron no lo hicieron por gusto sino
presionados por quienes crearon el socialismo de la pobreza, porque si fueran
disidentes serían llevados a la prisión del Castillo. Si eran homosexuales a
los únicos campos de concentración de América Latina, UMAP. Y si querían huir
de allá, como los balseritos, serían ejecutados.
Hay
un libro de cuentos de Reinaldo Arenas, Termina el desfile, ese sí
toca la brutalidad de ese estado de cosas, con el vigor que se merece, donde se
narra desde adentro esa crisis social y plantea el tema de la embajada de Perú,
donde se hacinaron diez mil cubanos. Y luego vendría no la herida, como añade
la cándida escritora, sino el aniquilamiento social de esas personas que
debieron huir a Miami. Fueron ciento veinte mil, que el mismo Arenas luego nos
contará en otro de sus libros. Por eso la nueva generación de escritores,
cubanos falsean la historia, y así ese tipo de películas coayuda a suavizar la
imagen de un régimen que se cae a pedazos, que no sabe cómo el comunismo con
tinte estalinista es el mayor fracaso de la reciente historia política en
América Latina.
Por
eso en esa dosis de liviandad, la chica que dibuja, Nieves, lleva a donde vaya
un monigote que se presenta en la película, como su dulce compañía. Nunca un
Ángel de la guarda sino un demonio, con la imagen del Che, el ex guerrillero
heroico, a quien los hechos verdaderos resquebrajan su imagen. Es como si
Nieves en otro contexto llevara en su desidia de adolescente un muñeco con el
rostro de Hitler o de Rasputín.
En
esa misma línea se dirige el español que filmó una película del Che, ese icono
chic de las rebeliones, que igual sufre un menoscabo cuando se comienza a
revelar su verdadero corazón negro y lleno de odio con sus opositores. Ordenó
ejecuciones sin sumario y hay unos ciento cincuenta casos descritos
en la red, sin contar los asesinatos de su propia mano.
Falsear
la historia es fácil en el cine, ocultarla es mal síntoma. No sé si Cabrera,
sin cabrearse, habrá leído a Reinaldo Arenas que fue el gran escritor que se
educó y padeció durante la Revolución cubana, el disidente nato, que cuestionó
desde adentro, y sufrió todo tipo de vejámenes, de humillaciones, incluso
cuando estuvo encarcelado, así algunas escritoras como Wendy Guerra, con su
novela escamoteen ese tipo de cosas que sucedieron y que el tiempo histórico
parece y perece, histriónico, en ella y en Sergio Cabrera. Por esa razón
recuerdo Termina el desfile de Arenas. Hay allí un relato sobre el
asalto a de la embajada del Perú, inesperado por la turba insatisfecha, lejos
de los discursos del Caballo y de la masa pasiva de los noticiarios. Luego, en
varios de sus libros, contará lo que padece un escritor disidente de verdad que
toca puntos álgidos, no un caprichoso como Manuel, sino un valiente como
Reinaldo Arenas.
Todos se van parece
una telenovela de un tonillo rosa pálido que tiene como trasfondo un momento
histórico sin precedente: la catástrofe de refugiados que huyeron, como fuera
de la isla, convertida no en el territorio libre de América sino en prisión y síntesis
de la utopía cubana, que oculta una realidad exasperante por lo cruel, pero que
aquí, en la película, se centra más en una historia de amor.
Esa
reelaboración histórica o mejor falsificación histórica da sus frutos. Padura
en la Feria del libro de Guadalajara, en una entrevista, no quiso hablar de
política. Ya sabemos lo que le espera en la isla si critica. En las últimas
películas sobre el Che lo evidencian mostrándolo como un poeta o como un
luchador por la causa social, dejando de lado su estalinismo y crueldad.
Algunos intelectuales alienados y alineados con los Castro se silencian, son genuflexos
con esa dictadura, con tentáculos en todo el mundo, inaugurando la nueva clase
de intelectuales cubanos adictos al régimen que así, cómplices y silenciados,
los deja salir y entrar, mientras las cárceles están llenas de disidentes.
Así
la historia de ese país pasó a ser tergiversada por las nuevas generaciones de
escritores. Aún recuerdo el silencio a que fue sometido el gran Lezama Lima. La
traición de sus mismos compañeros de ruta a Carlos Franqui. El olvido total a
Virgilio Piñera. El exilio de Heberto Padilla. La humillación a Reinaldo
Arenas. El valor, el temple, la honestidad intelectual de Cabrera Infante. Y
una pregunta, además, ¿Por qué se fueron de la isla, Norberto Fuentes, Raúl
Rivero y Zoé Valdés? Es decir, todos ellos, la literatura valiosa de Cuba.
En
esta suerte de apología al régimen, en Todos se van, espero que
Wendy Guerra salga de su urna de cristal y Sergio Cabrera, antes de su
desplome, ponga los pies en la tierra, pero no en la isla, sino en su cine, y
lea a algunos de los escritores que lucharon por la democracia y la libertad en
Cuba y fueron apresados o debieron marcharse.
.Como
colofón podría decir que también Antonioni fracasó al filmar en Estados Unidos, Zabriskie
Point, sobre un tema que él nunca fue capaz de captar en su esencia.
En la noche del 18 enero, en todas
partes, se llama en voz alta y se escucha al profeta capricorniano, poeta
Gonzalo Arango. Revista Innombrable, Non Colectivo y Corporación Otraparte lo
invitan a una velada de invocación, a 40 años de su muerte.
Nos
acompañaran poetas de trayectoria en la ciudad y cercanos al movimiento como Víctor
Bustamante, Víctor Raúl Jaramillo, Fernando Cuartas y Juan Fernando Uribe.
Además de
contar con la participación de la excelente banda de Steven Anderson y la banda
clásica.
Hoy más
que nunca el nadaísmo no ha muerto y vive en los jóvenes, late en esta ciudad
de calles sombrías. Hoy más que nunca la poesía y el arte deben ser resistencia
y explosión, temblor y tormenta, contra la estupidez y los discursos del poder.
“Todas las familias felices son más o menos distintas; todas
las familias desgraciadas son más o menos iguales”. Estas palabras, escritas
por Tolstoi al comienzo de Ana Karenina,
impresionaron tanto a Nabokov que las retomaría en Ada o elardor cuando decide
escribir sobre otra de sus lolitas más refinadas. De tal manera establece su
árbol genealógico con una prolijidad despiadada que hace perder la frescura, el
desenfado y la poesía que había logrado en Lolita.
Por esa razón, cuando terminé de leer, Familia de Jairo Osorio, de inmediato las recordé. Si me adhiriera
a estas palabras del escritor ruso, especulativas, de todas maneras, la familia
Osorio podría situarla en la primera, en algunos casos, cuando la fortuna y el buen
viento soplaba por sus linderos y en sus familiares más avezados no existían
malos presagios ni la amargura del vacío de esas soledades que desalojan la
falta de triunfo en su trasiego. Por el contrario, uno de ellos, Alfredo Gómez,
fue un príncipe, a su manera, un príncipe oscuro, para luego caer en desgracia,
traicionado por sus adláteres. Pero también está la otra cara de la moneda, el
rostro oscuro de la desgracia, reflejado en la vida disoluta de su hermano
Darío. Igualmente permanece el tesón de su padre, jugador empedernido, que triunfó
con su constancia en una tierra de nadie, al llegar a Medellín.
Familia son muchas historias que se entrelazan, muchos personajes
que van y vienen; sobre todo sus progenitores, su círculo familiar. Desde el
inicio hay una huella memorable e inmoral de Caramanta. De Caramanta solo
sabíamos el peso de su Normal, o sea poco. En el origen, su pueblo, sitúa su
relato, indaga sobre esa historia perdida, así como los gonfalones que dan
presencia a sus apellidos, para centrarse, luego, en la fundación mítica del pueblo
y como se consolidan poco a poco las diversas familias, así como los extranjeros,
que le otorgan ese matiz de exuberancia. Es notorio ese deseo de situar un
pueblo con sus circunstancias más espectrales y perennes. En esta parte, el
comienzo, hay más historia. Osorio la rescata con la meticulosidad de una
reconstrucción para no dejar esa historia, que de no realizarla se perdería.
Pero si el autor quiere relatar el pasado de su pueblo y así mismo el momento
de su infancia, también está la desmesura de la propia narración al querer
abarcar en ese universo, su propia experiencia, ya en Medellín, donde se abren
sus vivencias, que complementan su descubrimiento de la ciudad, como si necesitara
contarlo todo de una vez.
Afirmo lo anterior porque hay muchas aristas que dejan al lector
en la incertidumbre, muchos cabos sueltos de la reciente historia de Medellín;
ese Medellín secreto del cual se habla y se habla pero que Jairo ha conectado
en la parte subterránea, lo que fue vox populi aquí se revela en la definición
más abyecta: el contubernio entre los políticos, la mafia, con un solo ideal:
el dinero. Nada menos que Osorio regresa al mundo que le fascina a muchos escritores
de la ciudad, y del país, y que nunca fueron capaces de captar, porque se
deslizaron hacia lo más a la mano el sicariato y sus muertes. Osorio devela
este momento siniestro con sus éxitos y sus traiciones y el master de faltonería,
al cual ha dedicado sus mejores páginas en este libro por las conexiones que
aparecen. No en vano un personaje como Alfredo Gómez muy mencionado entre el
ámbito de quienes admiran a los mafiosos lo consideraban con respeto, una suerte
de Padrino a lo paisa, negociante a morir, traficante a morir. Una de las respuestas
que da el libro es acerca del contrabando que entraba por Turbo. Recuerdo lo de
los camiones cargados con Marlboro que inundaron la cuidad, pero que nadie vio, a pesar de pasar por los diversos retenes y puestos de control. Así es Medellín.
Innovadora siempre. Mafiosa toda la vida. De ahí que, en este sentido, Familia cuestione el statu quo de donde
no se escapa la prensa, sobre todo los periódicos que ingenuos, en apariencia,
ocultaron la verdad de los hechos narrados.
Familia comienza con un flash back que ha golpeado a su autor: la
muerte de su padre, ese padre que aparecerá durante toda la novela. A veces se
olvida pero luego reaparece para contarnos su valor, su tesón, su capacidad de
imponerse a la adversidad de su vida en Caramanta hasta llegar a Medellín y levantarse
de la mano de don Gabriel Mejía, el dueño de Café Don Quijote, la empresa, que
le ha ayudado, pero paradójicamente, más tarde, Darío, su hermano díscolo, es asesinado
por el administrador del café Don Quijote ahí en Boyacá con Bolívar, aparejando
la vida y las circunstancias en dos eventos trascendentales para el autor. El
azar y la muerte llegan de la mano. De ahí, de la lectura, la admiración por el
padre que nos deja perplejos, su adaptación en Medellín, su carrera como dueño
de bares, desde el Buen tinto, el Industrial, el Bola Bola, hasta el definitivo
San Cristóbal. Hago referencia a los bares, porque esa memoria se ha ido
perdiendo de una manera letal.
La saga de la
familia Osorio, con sus nombres, me recuerda un álbum familiar. Es más, el autor
menciona algunas fotografías, casi desvaídas, desde comienzos del siglo
antepasado; esas fotografías familiares que al paso del tiempo, no solo pierden
su brillo en el papel, sino que desde ese momento hablan a quien las mira, su
familia, pero con el transcurso de los años esos personajes caen al territorio
de la anonimidad cuando hayan muerto y las otras generaciones no los reconozcan.
No solo la fotografía le sirve a Jairo para auscultar a su familia, sino, lo más
eficaz, el poder de invocación de sus recuerdos, de sus indagaciones. Padres, hermanos,
tíos, primos y primas, con un mismo árbol genealógico se dividen, y su autor pregunta,
persevera por sus oficios, por sus lugares, sobre todo por su destino el cual
se conjura con la muerte, como un tema que subyace a través de sus páginas.
Los capítulos, las páginas,
correspondientes a Guayaquil, aunque este lugar siempre estará presente en el
libro, son sentidos, poseen el color local de quien lo ha vivido. Allí apreciamos
el estremecimiento de esas vidas en ese lugar que no ha sido narrado en la
ciudad como se merece. Creo que Jairo tiene capacidad de realizarlo, y se ha
acercado; lo cuenta desde adentro. No en vano vivió experiencias que debería
retomar con más prolijidad. Hay una apreciación de él que es justa y recobra
ese sitio que fue calcinado y calumniado por las malas leyendas de quienes se asomaron
allí y salieron corriendo, Guayaquil no era solo un lugar de maleantes, de violencias
y vilezas, no, Jairo lo demuestra en su narración. El trabajo era la norma de
esos ciudadanos que madrugaban y trasnochaban allá y también vivían así, al
borde del abismo, como aquellas mujeres sencillas, llenas de vida, y aquellos tipos desolados que debían
supervivir diariamente.
Hay tantos temas,
que van y vuelven, la familia, la muerte, -sobre todo la muerte con sus fechas precisas-,
el fracaso, el éxito, la mafia con sus similares, los políticos de baja estofa.
El narrador queda oculto entre ese montón de temas que se entrecruzan que van y
vuelven, que se reinician, cuando un recuerdo lo conmueve. Entonces no queda más
que juntar esos cabos sueltos, a veces narrados de una manera puntillosa; otras,
pasando de largo o blasfemando a la manera de su amado Fernando Vallejo. Creo
que en esta persistencia e intento de hablar de todo, es lo que hace que la
novela, a veces, se disuelva en ella misma porque su autor quiere contar todo,
todo lo que vive y que él ha visto; la premura lo obsede. Pero él olvida hablarnos
de él, olvida moralista, peor que Morelli, no nos habla más de su experiencia
sino de lo que podríamos llamar la vida de los otros. Así guarda silencio, el
golpeado yo queda de lado, a lo mejor nunca lo auscultaremos. Y, ¿por qué lo
digo? Queda un gran enigma: la amante M, la única persona que cuenta para él,
luego que él ha hablado de toda su familia, de sus amigos cercanos. A ella le
dedica un capítulo afanado, de rápidas menciones, de una urgencia; su urgencia
por mencionarla, como si ella, y esa historia de amor oculto durante treinta y
seis años no mereciera una escritura más detallada, pero él tenía que
recordarla, hacerla presente aquí; homenajearla en su ocultamiento.
Sí, a ella la sitúa,
y se divierte con su paso ambulatorio de voyeur, relatando las folladas felices
en los diversos moteles de la cuidad, en los lugares inhóspitos por los cuales
el autor pasa rápido. Claro que, en el edificio azul, el primero construido por
la mafia, si se detiene a contar su perseverancia erótica y su mansedumbre detrás
de esa dama, que era la esposa de uno del M-19; aquel fallido partido de izquierda
que pactó con la mafia, cuyos dirigentes terminaron en el poder, igualados con
los partidos que tanto criticaron.
Algo es cierto, el
narrador no dice casi nada sobre su vida, o sí, pocas cosas: Nació en Caramanta,
estudió en la Porfirio Barba Jacob de Campo Valdés, trabajó con su padre en los
cafés. Las putas cuando estudiaba ya en la universidad lo recordaban con ese
nombre que le gustó: Don Jairo. Cuando le pide trabajo su tío Alfredo se lo
niega. También sabemos que dese su infancia mostraba su afán de soberbia, por
eso le decían Calígula; así su amiga que lo rebautizó así no se equivocaría con
ese presagio. De otro lado nos cuenta que el tío lo va pelar y él se esconde
por los lados de la iglesia del Calvario. Lo golpea duro de la muerte del padre
y la madre, pero sobre todo, narra hacia afuera, cuenta lo de los demás y no se
adentra en otros aspectos. O sí, que era un niño de cuatro y otras de ocho
añitos. Pero no es problema, cada uno cuenta lo que quiere contar y de la
manera que desee. La observación la hago porque es un texto autográfico.
Luego el autor nos sorprende: le ha escrito apreciaciones sentimentales
a María Dolores Pradera; aquella de, “devuélveme el rosario de mi madre”. Prosigue
con las sempiternas canciones de las serenatas, lo conmueven, así como otro
tema, El guayabo de la Y, lo
enternece. De él no nos cuenta, no sé la razón, por qué estuvo en Ancón, sus
mismas fotos lo enseñan, dando la impresión de que fue allí a pasear y no a participar
de esa rebelión juvenil. Aquí Osorio olvidó la buena música pero sí nos revela
su inesperado carácter romántico.
Víctima de su propio
rol como editor, muy arrogante, ni que fuera Gallimard, Osorio ha decidido pensar
que un novelista tiene un límite en paginaje de un libro, debe recapacitar ya
que el escritor no escribe de esa manera. De ahí que, víctima de su propia
autocensura, haya esbozado muchas historias, muchos caminos posibles en un solo
texto. Sabemos que poco a poco los deslindará en libros autónomos y así sus
historias tendrán respuestas más profundas.
Pero al final Osorio,
a quien nadie le ha preguntado, afirma,
sin ruborizarse, que la mejor novela escrita en Medellín es Casablanca la bella, de aquel último Vallejo
que ya no disfruta la escritura, que ya ha perdido el vigor de las tres
primeras novelas. ¿Es la mejor?, je, je, je. Ahí, en ese instante, cuando lo
afirma tajante, sabemos que Osorio no lee escritores antioqueños, solo los de
galardones impuestos por editoriales, y a su cofrade Vallejo, el rebelde de sacristía
con pulpito propio, que ávido de santidad, aun pelea con los curas, ama los
perros, y le encanta los escándalos cuando no tiene tema. Y así, Osorio, le
realiza su homenaje, —iba a decir genuflexión—, al ingenuo Vallejo de los
sermones.
Familia, no es amoral, como señala el
subtítulo, pero si es verdadera y grande porque es atrevida y precede a los
límites más oscuros de la presencia de la mafia, en esa ciudad de emblemas, o
sea de engaños, desde La Tacita de Plata, a la Más Innovadora. Aquí subyace ese
sustrato del ser paisa, donde cohabitan la degradación por encima de los
ideales, y la catástrofe continua. La novela conserva un sentido subterráneo e
inalterable de la lucidez humana, sus sueños, sus dicterios, sus afectos y sus
valores, aunque al final, de cada una de esas vidas, persiste la muerte, a veces,
lejos de la concordia. Sus personajes, ávidos de sueños y riqueza, sucumben a la
traición, al desorden del decoro, y a sí mismos. Y, en esta redefinición de
valores, los vemos en una caída lisa y perfecta, como un destello negro y sucio,
pero febril, dentro de esa ciudad, Medellín, donde una familia trasiega, lucha
con un altísimo significado, extremo e irreductible de la vida, en esa selva
sangrienta donde el auri sacra fames
es lo único que interesa como ambivalente código de lealtad.
Familia de Jairo
Osoriose lee con fruición, es apasionante. En ella emergen personajes apasionados, frágiles,
soñadores; otros, a veces, inasequibles, siniestros en toda su carnadura con su condición humana llena de
oscuridad y falsedad. Por eso los sucesos los cuenta -con enorme lealtad- un
narrador consentido como siempre, contundente cuando quiere, para evidenciar
con soltura ese tránsito desde Caramanta hasta Medellín. Donde la familia,
peregrina de una manera, prístina de otra, violenta e indefensa en otro
sentido, expresa un momento de nuestra historia reciente; sucio a veces, de
esa ciudad contradictoria, dulce y perenne, Medellín.