PASAJES
Mario Ángel Quintero
Buscar vivir con la conciencia de
habitar un espacio, y tratar de entender el contacto con los otros que también
lo habitan, puede llevar a abrazos extraños.
El proyecto ha llegado a un punto en
que implica dramaturgias para una ciudad, dramaturgias en que el único actor es
la ciudad misma y las estructuras y procesos que han improvisado sus
habitantes, sin saberlo siquiera. Quedan formas, tensiones, y desenlaces que se
presentan en una función continua. Para nuestras necesidades, es más útil enfocarnos
en instancias particulares porque toda la obra, aunque esté presente en la
realidad de la ciudad en cada momento, es demasiado vasta y compleja para el
espectador. Así que sólo gestos, coreografías fragmentarias, lograrán aislarse
momentáneamente para nuestro deleite. Miraremos a nuestros monstruos
comunitarios uno por uno, y sus movimientos y compulsiones serán nuestras
operas urbanas de sobrevivencia e imaginación.
En este primer caso, empezaremos con
un hueco, un túnel, una travesía, el canal digestivo de un insecto gigante
hecho de nuestras ansias: el pasaje comercial. No nos deberíamos sorprender que
este nos lleve a un momento íntimo e intransferible. Esa es la naturaleza de la
madriguera que llamamos ciudad. También hay algo de trampa en todo esto,
vislumbrar una imagen emblemática de un recuerdo que te habita, esa imagen
colgada ahí, tras un vidrio, de carnada.
La Morfología de un Pasaje Comercial
Aquí se trata del Pasaje Junín, Pasaje Camino
Real, Pasaje Astoria, Pasaje Junín Maracaibo, Pasaje Unión Plaza, y Pasaje
Patio del Unión, un laberinto de pasajes comerciales que es el resultado de más
de treinta años de conexión y elaboración, y que se encuentra en el centro de
la ciudad de Medellín, Colombia, la Tacita de Plata, la Capital de la Montaña,
la Ciudad de la Eterna Primavera. Aunque existen muchos sitios parecidos en la
ciudad, este texto trata es este complejo de pasajes que queda entre Avenida La
Playa y la Calle Caracas en sentido sur-norte, y entre la Avenida Oriental y la
Carrera 50, o sea Palacé, en el sentido oriente-occidente. Su centro es el
pasaje peatonal Junín. Estos pasajes comerciales se encuentran a nivel de la
calle, y son corredores que cruzan una cuadra internamente, con almacenes
pequeños por ambos costados, cielorrasos típicamente bajitos, y entradas y
salidas por lados opuestos de las cuadras. La impresión que dejan es de una
banalidad absoluta. Nunca se ha dicho que uno de estos pasajes comerciales
fuera elegante o pintoresco, o moderno, ni siquiera agradable. Una de las
funciones de su estética es la de ser un lugar insípido casi al punto de la
invisibilidad.
El pasaje comercial surge en un
momento de transición para Medellín de ser una capital de región rural a ser
una ciudad urbana. Ese momento se caracterizó por un movimiento de activos
desde los propietarios hacia inversionistas con una nueva movilidad económica.
Pero mientras esta sociedad entre inversionistas y propietarios continuó, los
resultantes proyectos llevaban la huella de un concepto híbrido. Aunque los
materiales, el diseño, y la estética de estos proyectos ya empezaban a llevar
los rasgos de la cultura de producción masiva, los objetivos de estos proyectos
seguían siendo esencialmente los de proyectos de propiedad raíz. Nace así un
gigante desde el caos de centenares de vendedores pequeños en el momento que
encuentran locales que les proporciona el inversionista como intermediario y
representante del propietario. Más tarde el inversionista convertirá el mercado
en un intercambio entre intermediarios, y no necesitará ni el terrateniente ni
el vendedor pequeño.
Lo barato se repite. Ese aire de los
setenta. El parecido de la palabra “momento” con la palabra “monumento”. ¿Se
podría hablar de algo nuestro en la estética del pasaje comercial? ¿Hasta dónde
son estos pasajes el resultado de la estrategia económica de una voluntad, o al
contrario simplemente la flor de una cultura en su especificidad? El pasaje
comercial como la unión perfecta del contenido y la forma. La posición estética
en toda su espontaneidad. Moldeada por lo nuestro en su momento de
construcción. El pasaje comercial no tiene razón de ser. El pasaje comercial es
algo dicho por alguien a alguien más en un momento. Sus resonancias rebotan por
nuestra realidad.
El pasaje comercial es uno de los
once cañonazos del año. Es una pintura que representa a una adolescente desnuda
de venta en el Parque Lleras. Es un colectivo, es una banana, es unos
pantalones de paño. Es colbón, icopor, y limpiatipos. Es una marca china, que también son buenas.
Es un tintico, una solterita, es un par de tenis con lucecitas. Es un incienso
de todos los sabores, y un afiche del Che. Es una fotocopia gris y un letrero
de neón.
No se le dice centro comercial, sino
pasaje comercial.
Pasaje significa acceso rápido en un
punto donde antes no había acceso siquiera. Desde el nombre ya está establecida
una necesidad de hacer trampa, de una travesía, de llegar más rápido de lo
normal. Se establece como el sitio, o de la ganga, o del objeto particular (Eso
se consigue en…), lo cual forma parte de un código urbano, casi un rito
consagrado y repetido por el devoto. Al comprar la picadura de tabaco en la
relojería, donde es más costosa y menos fresca que donde el sastre con aire
inglés, cometo un pecado contra la sabiduría de la urbe, le he faltado al
respeto y dejo de ser uno de los atentos que participan en los cambios perpetuos
de la ciudad. Pierdo la ventaja que tanto ansiaba, y ya soy casi un turista o
un gringo (el nombre genérico para cualquier extranjero ignorante).
En la evolución del reino de lo
práctico, la idea de calidad al fin resultó muy abstracta y poco confiable en
términos de ventas. En la práctica, los atentos se enfocaron más en precios
bajitos que en la calidad de lo que se vende. Así que la ganga le ha ganado a
lo particular. Esto produce realidades comerciales paradójicas, como el almacén
de música con empleados que odian la música o no saben nada de ella. Ahí
empieza la impresión que los productos comprados en el pasaje empobrecen en vez
de enriquecer.
La seducción del nicho, o será del
segmento, de mercado, que ocurre en el pasaje viene a través de la facilidad y
la supuesta impunidad de la compra que ahí se hace. Es un sitio de paso para
mucha gente, donde no se da recibo, y todo acerca de la transacción está a la
vista, y por eso es supuestamente transparente. Este posicionamiento se
refuerza con una estética de sencillez. Se supone que las cosas son más baratas
en un pasaje comercial porque todo es tan sencillo, tan aparente. Hay una
atmósfera permanente de austeridad económica en estos sitios. Los pasajes
comerciales casi siempre son de un piso, o de un nivel que sube o baja
gradualmente por rampas. No aspiran, no se amontonan. En vez de subir, se
extienden, se riegan.
Dado que hay fondos limitados, sin
posibilidades de desperdicio, se regatea una estética común, lo cual no sólo
dicta el diseño en grandes rasgos del pasaje, sino que también establece que el
adorno o cualquier elemento ornamental sea un costo innecesario que seguramente
se le va cobrar al cliente. (¿Cuanto me valdrá la elegancia de ese sitio?
¿Cuanto me irán a cobrar sólo por la presentación de ese producto?) Por eso el
estilo de vitrinaje resalta claridad y sencillez. Todo está ampliamente
iluminado, y casi siempre los precios están claramente a la vista. Las paredes
las dejan blancas, y gritan una claridad indiscutible. El blanco es la
limpieza, la higiene, el desinfectante, lo institucional. El blanco es el
espacio sin contenido. Es el acierto de tiro al blanco, es el color de la casa
modelo, de telenovelas, del saldo en blanco, de la conciencia después del
límpido. Si las paredes no son blancas son de un marrón muerto o un beige de
lienzo, de fondo. Estos son los colores de la bandera de la aventura insípida.
El cielorraso del pasaje siempre es
bajito. La economía de espacio en términos verticales tiene sus asociaciones en
nuestra cultura. Todas estas asociaciones tienen que ver con la ventaja
secreta. El espacio es bajito porque es mejor que no aparente nada en
especial. Es bajito porque sólo en la
cueva esconde el pirata su tesoro; porque hay que ganarle al laberinto para
tocar el sol; porque se parece a la plaza del mercado, al mercado turco, al
toldo; porque escarbamos y escondemos como roedores, como ratas; porque la
ganga no es para todos; porque negociamos mejor cuando nadie nos ve; porque la
guaca se desentierra; porque nada desmesurado puede ocurrir en un espacio
contenido aunque todos nos vamos a las minas a soñar de riqueza repentina.
Pero se trata es de una herida, de
una urgencia. ¿La sala de urgencias prácticas de la identidad trata de
neutralizar el impacto de sus tratamientos para que el paciente que necesite
salir de compras sin pretensión pueda aprovecharse del acceso directo del
pasaje, aunque cada vez se parece más a un laberinto y menos a una travesía.
Empieza a desaparecer el paso directo que promete llevar al transeúnte a otra
vía, otro referente. Con el despliegue de conexiones, curvas, y posibilidades
de desvío, el transeúnte se da cuenta que, en vez de obtener su objetivo, ha
entrado en un contexto intermediario, con su propio proceso de experiencia. El
vehículo, el transcurso, se ha transformado en un nuevo territorio, y ya es
imposible meterse en él o salirse de él como cuando era un tren o un automóvil.
Su neutralidad de contexto ha sido remplazada por una narrativa. Lo que era
puntuación, se ha vuelto una frase entera. La cita se prolongó en un tratado.
Ya es un tratamiento médico para la ansiedad.
Aunque entró al pasaje sangrando sólo banalidades, el paciente encuentra
que el suero sin sabor de lo que todo el mundo está usando, para esto o
aquello, será sólo la primera medida, la primera dosis, de un largo proceso
para seguir en las mismas. Ya no hay ni entrada ni salida inmediata. Entrar es
adentrarse y salir es ir saliendo.
Ahí en la “Y”, en este preciso
momento, llega el pensamiento que has leído algo igual, o por lo menos muy
parecido, a esto último en otro momento en este texto. ¡Claro que sí! ¿Pero
dónde fue? ¿Hasta dónde te vas a devolver para comprobarlo? ¿Hasta el comienzo?
Y ¿por qué no te devuelves cuando algo similar ocurre en la vida? ¿Sientes que
el texto se está volviendo repetitivo, y que te ha estafado el autor? ¿Será que
en la vida el hábito de la estafa, de que Dios decepciona y que todo seguirá
repitiéndose ya está bastante establecido? De todas maneras este incidente,
este tartamudeo del momento, te ha dejado con menos ánimo para proceder.
Pero no se quede ahí con la boca
abierta. ¡Aprovecha! Siga extendiendo la mano que hay frutas a todos lados. El
jardín es extenso. En nuestra sociedad, donde los senos y las nalgas son
artículos de consumo masivo, es casi obligatorio que la muchacha joven que
atienda (porque será una muchacha joven quien atenderá) luzca una camiseta con
escote y pantalones apretados. Todo pareciera estar ahí a la mano y con un
precio determinado. Vivir es deslizarse. El consumidor bulto se mueve sobre una
correa automática impulsado por su propia insatisfacción, y baja por el
deslizadero de su pereza. La excitación de la caída, del ser vehiculo. El
vértigo, la falta de fricción, la gravedad, elementos de un viaje pasivo, de
dejarse llevar, como al leer un discurso, este texto, se cae por la hoja. Al
lector lo recibe la palabra que sigue, el deseo de completar la sintaxis y
llegar a un significado, al ejemplo que sigue, a la estructura del argumento
que lo canaliza, que lo lleva hacia una conclusión. Pero ¿qué pasa cuando esa
conclusión se desvanece? Sólo hay página blanca al final del discurso. El
lector se devuelve, o vuelve a entrar desde el comienzo, en busca de algo que
se le ha perdido, que no ha entendido, ¿qué se le escapó? Querer llegar, y
permanecer en un discurso lleno de repeticiones se manifiesta como el único
habitar. Lo peor es esa sensación que uno ya había leído esto en otra parte,
quizás dentro del mismo texto, estas palabras, textuales.
Porque el lector se disuelve. El
tratamiento se divide en miles de citas, para que no se vuelva filosofía ni se
vea como ansiedad. El paciente se toma su dosis sin pretensiones. El pasaje se
ajusta a la condición del paciente. ¿Cuales son sus necesidades del momento?
Zapatos prácticos, joyería barata y vistosa, suministros de oficina,
instrumentos musicales para principiantes, perfumes en frascos grandes. Los
transeúntes que entran por las bocas de los pasajes esperan llegar hasta estos
artículos necesarios, la compra ya casi obligatoria, porque la niña le está
faltando esto, y a mi marido se le acabó aquello. Esta necesidad borra, limpia
la connotación de lujo o de artículo de ocio. El hospital de consumo que es el
pasaje trata exclusivamente pacientes que necesitan curar una herida en su
estándar de vida, y no a quienes buscan diversión o extravagancia. Al comienzo
este uso del pasaje para algo tan sutil confundía al público, y el pasaje
Junín- Maracaibo llego a llamarse el túnel de la quiebra en un tiempo. Pero la
sutileza de la atracción del pasaje fue refinada por los mismos usuarios, y
pronto los pasajes se habían extendido por todo el recorrido de la Calle Junín.
¿Será que el deseo, en forma de
ansiedad, sobrevive todos estos intentos de volver el consumo algo práctico? La
boca, hasta del paciente más paciente, se le llena de saliva cuando entra al
pasaje, cuando se detiene frente a una vitrina.
Al entrar al pasaje, nos exploramos a
nosotros mismos. Entramos físicamente al mundo de nuestros deseos, nuestras
necesidades, y nuestras limitaciones. La negociación práctica, aunque no
necesariamente realista, que resulta ser nuestro perfil de consumidor, se puede
definir como la versión ansiosa de nuestra identidad. Alguien es lo que deja,
sólo queda lo que le pertenece.
Pero lo que me pertenece hoy era de
alguien más en otro momento. Su valor eventual como prótesis de identidad se ve
más claramente a través de la membrana de la vitrina. Lejos de mi alcance, el
objeto permanece en su estado puro. No ha resultado ser otro pedazo de basura
todavía. Todavía no parece costoso comparado con lo que ha servido. Sus
debilidades no son mías todavía. Es una posibilidad, y como toda posibilidad es
abstracta. Decidir cuales productos y servicios merecen ser parte de mi vida me
define, y ubicarlos dentro o fuera de mis movimientos es quizás el mayor
beneficio que les sacaré. Una vez que entran a la fraternidad de mis pertenencias,
las cosas sirven sólo en su implementación y pierden su aire de posibilidad. El
uso de cada de mis cosas la disminuye y empobrece su destino.
La arquitectura del pasaje grita uso.
Usar el pasaje para llegar a otra parte. El que habita los pasajes es un amante
de transición. Un vehiculo camina dentro de un vehiculo. Las marcas, tan
distintas a los nombres, hablan en otros idiomas sin significación, con la
única utilidad de hacer soñar en lejanías. Lo descriptivo se reduce a
asociaciones borrosas y efímeras. Al desenfocar lo presente y enfocar lo
lejano, los productos mismos se vuelven vehículos, los peces exóticos tras el
vidrio del acuario.
Nos exploramos a nosotros mismos por
dentro cuando entramos al pasaje. Al entrar en nosotros mismos, nunca saldremos
de nuevo. El cambio de ubicación es tan grande al pasar, que quien sale al otro
lado no es el mismo. Al entrar en nosotros mismos, perdemos toda referencia más
allá del ser, y nos fragmentamos en momentos.
La única identidad rescatable en este
quiebre es el deseo de habitar estas esquirlas de sensación y pensamiento. La
atención pasa de una a otra, alimentada por un sueño de unirlas. Pero lo único
que queda es esa oscilación de presencia ambulante que nunca alcanzará ser una
consciencia, un estar.
La opinión general y popular es que
los pasajes comerciales en el centro de Medellín son una peste que va
infectando cada vez más al viejo centro, volviendo sus adentros más feos y más
insustanciales con cada metro que se toman. ¿Es este desprecio un rechazo a
nuestra verdadera identidad?
2. En busca de una analogía: el tórax
del asunto
Seamos obvios, ¿para qué sirve un
pasaje? Para pasar de un sitio a otro. O sea, para lograr un cambio. ¿Es este
cambio de localidad sólo un cambio de localidad? ¿Será que podríamos hablar,
por ejemplo, de un cambio de posición? Ahí, existiría una relación con algo más
grande, con un contexto. ¿Será posible hablar desde antes de entrar al pasaje,
de un acá y de un allá? Esto presumiría por lo menos una extensión de algo, y a
la larga (si así se puede hablar), de un adentramiento en, o acercamiento a,
algo, y lógicamente de un alejamiento de algo. ¿Será que podríamos hablar de un
cambio de perspectiva? Aquí juega no solamente la necesidad de crear algo más
grande (¿perspectiva sobre qué?), sino también cierto sentido, casi sensación,
de experiencia, de un estado antes de y después de pasar.
Al fin nos queda la concepción de
pasaje como proceso, en que, como extensión perpetua, no termina nunca.
Paradójicamente, lo que se termina es el consumidor. Se termina en términos de
imaginación, en términos de recursos, y en términos de la misma energía que lo
impulsa. El pasaje vuelve el consumidor un ser aún más sencillo de lo que era
antes, le sangra su valor, reduce sus posibilidades. Volver el consumidor algo
más sencillo es digerirlo.
¿Qué, entonces, tiene de
transformativo el pasaje? Volvemos a sentir la insistencia de la imagen de la
digestión, del pasaje como animal, como intestino. Esta sensación que nos dan
nuestros pasajes, una sensación de brutal eficiencia, de caza, sitúa nuestros
pasajes sin duda, en el reino animal. El laberinto de pasajes es una anatomía.
El tubo es el comienzo básico de la estructura del organismo. Pasajes significa
que dan paso por un sector bloqueado u obstaculizado. La única manera de
sobrevivir la presión y la caza de la imaginación que ejerce la travesía que es
el pasaje, es vivir fuera y al fin vivir sobre lo que hubiera sido experiencia
y así abandonar la pulpa que eventualmente será expulsada después de ser
exprimida. El espanto que se despega,
queda atrapado en una extremidad, en una célula de una pata como corredor sin
salida, como algo sellado, falso.
Las superficies que ansiamos tocar se
han convertido en tejidos, se han reproducido en capas. Son el material básico
de la arquitectura de los insectos inmensos que hemos creado con nuestros
deseos, con nuestras ansias. Nuestras ansias perpetuas de pasar al otro lado,
de llegar a un no-aquí. Suturamos nuestra pulpa putrefacta para moldear los
órganos de monstruos. Cadáveres de cucarachas y gusanos gigantes estirados
cuadra tras cuadra con la esperanza frankensteiniana de llenarlos de vida y
utilidad al llenarlos con el jadeo de nuestra compra-compra. Retazos de nuestra
organicidad pegados uno al otro de una manera frenética, a medias, aprovechando
la electricidad del nervio. Ansias que
encalambran, que cubren nuestro firmamento, como una nube oscura de espasmos en
relieve, opaca con actividad.
Y al fin ¿qué te están vendiendo?
¿Qué viniste a comprar? Algo que ya era tuyo, pero que se ha desvanecido con el
tiempo. Un recuerdo, una noche bajo un guayacán, un encuentro con una amada en
un sitio, en un momento particular. Quisieras poseer ese momento, poder sacarlo
a la luz y tenerlo como si lo estuvieras viviendo. Pero los recuerdos no se
dejan poseer. Son sólo los objetos los que se dejan guardar, y sólo de cierta
manera. Así que el valor del momento que ya se ha ido a la corriente del tiempo
se transfiere a la camisa que tenías puesta en ese momento; y luego, de una
manera aún más diluida, a esta camisa que se parece a esa. Estos corredores se
llenan de gente en busca de fetiches. Al escoger entre los objetos que tendrás
a tu alrededor, quizás ya estás escogiendo los momentos que tendrás mañana,
esta Navidad, en un año. La ansiedad por comprar aquí en el pasaje no es más
que el deseo de encontrarse con el otro. Estamos lejos de la vida, si sentimos
que la única manera de llegar a ella, es a través de ritos de evocación. Tratar
de tragarse algo para preservar su sabor.
Tragar es un reflejo. El descuido de
dejarse tragar también es un reflejo. Es inevitable caer a una especificidad.
Pasemos rápido a lo que sigue, aunque lo que sigue sea nosotros mismos.
3. La Anatomía de una Jaula Orgánica
Entonces, si insistimos en no ser
reducidos a caca, a lo evacuado, pobre y gastado en camino a su destino como
deshecho; si insistimos que algo, algún espíritu (¿diríamos “algún valor”?), si
eso se despega y queda, el espanto en la máquina de carne, de insecto; si algo
queda ahí rebotando en las entrañas del insecto, algo que lo alimenta, su
sobrevivencia como nutriente sería de corta duración al ser incorporado
estructuralmente en los tejidos del insecto masivo que nos ha devorado, otro
adobe, más cemento, una baldosa en un ala de una cucaracha. El ánima que bota
esa transformación es insustancial, un exhausto, una emisión, un gas,
momentáneamente atrapado en los adentros del insecto, como una indigestión, el
prefacio de un eructo o un pedo.
Así que nuestro fin es ser un insumo
de construcción y, a la vez, un aire. Se escribirá más tarde de cuál podría ser
la conciencia de cada uno de estos dos restos, uno perpetuamente contenido y el
otro cada vez menos, pero primero miremos el proceso interno del pasaje de
convertirnos en fragmentos.
Se nos pegan sustancias desde el
mismo ambiente, desde una oportunidad mucosa. Como toda venta que valga la
pena, el pasaje nos quiebra, nos ablanda, con encimas. La adición de algo más,
para endulzar la ganga, nos encarta con cosas que no necesitamos porque están
tan baratas, tan útiles, sin que la utilidad sea particularmente nuestra. Estas
gangas, tan atrayentes, se pegan al cuerpo del consumidor, volviéndolo más
grande, más pesado y lento, más necesitado de un sitio donde quedarse un
segundo y descansar. Cumple su función entonces la banca a la entrada del patio
de comidas y al lado de los cajeros electrónicos.
La sintaxis del pasaje, visto desde
el punto de vista hipotaxis/parataxis. Cómo se relacionan los elementos y dónde
se sitúan en el total. No tanto para ser leídos sino para manipular quien
entra. Un ejemplo es la plaza de comidas en todo el centro del complejo. El
hambre lleva al consumidor aún más adentro del organismo que lo está
consumiendo. La analogía es de un insecto que crea la ilusión, para excitar el
imaginario de su próximo bocado, que sus adentros son afueras. Para quien entra
la frase, parece conducir hacia el verbo alimentar, pero antes de llegar a la
acción el sustantivo comensal se convierte en comida y el verbo resulta ser
fragmentar. El sujeto de la oración no se da cuenta hasta donde ha entrado
hasta que ya es muy tarde y quedan sólo pedazos, objetos, para arrepentirse.
Fundamental en el proceso de
debilitar, el órgano de la plaza de comidas es la burbuja que llena con
burbujas. Funciona como un supuesto centro de recarga, pero la recarga tiene un
objetivo implícito, que los micro-organismos vuelvan a circular sin escaparse,
que la maquinaria de estos micro-organismos dentro del insecto se empiece a quemar
bajo el impulso del combustible más barato y más inflamable: sanduche y
papitas, cafeína, dulce y efervescencia.
Ahora vuelves a moverte. Tu ansiedad
te conduce curva tras curva, te incita a escarbar en cada recoveco. Quizás hay
una cita más tarde, esperas a alguien, estás matando el tiempo, como dicen. Al
salir del patio de comidas, el pasaje voltea, sube levemente y baja. No hay
pasaje en que se vea la luz de la salida desde la entrada. Un pasaje tiene que
preservar el misterio de su salida. Todo intestino tiene sus curvas. Allá nos
veremos, porque no todo lo que entra sale. Pregúntale a los primeros que
invirtieron en los pasajes, en el pasaje que se llamaba El Túnel de la Quiebra,
como sus ahorros entraron y no salieron. La idea es que nunca salgas intacto.
Pienso en las curvas estrechas de los mataderos de Temple Grandin, y las
estrategias para calmar al animal antes de.
Piensas que apenas estás entrando,
que entras sólo por un segundo, que todavía estás afuera. De cierta manera, así
es; el intestino es un órgano externo porque lleva lo de afuera en su adentro.
El intestino es un afuera adentro, una membrana, una superficie hecha para
tratar con materia ajena, el pasaje por excelencia. ¿Dónde están entonces los
adentros? ¿Cómo llegar a la pulpa misteriosa que no es superficie sino
sustancia, esa pulpa que es el animal, el insecto en sí mismo, su identidad y
no una de sus funciones? ¿Cómo llegar a lo que no es para el cliente? Sentimos
la ansiedad por saber, y esta curiosidad por ver el proceso de producción, el
inventario, las reservas, nos ayuda a poder someternos a ser fragmentados,
reducidos y tener la oportunidad de pasar al otro lado, de ser digerido, de
lograr una mirada antes de volvernos netamente material de insecto también.
¿Pero qué significa avanzar? Tengo la
sensación que esto ya lo vi. Pero nunca he parado de avanzar. ¿Sera que esto y
eso es lo mismo? Digamos que ambos fueran esto, verbatim. Si esto está acá, ¿será lo mismo cuando está
allá? O ¿será que avanzar es lo opuesto a lo que es? Diga lo que diga, escriba
lo que escriba, aquí tiene que ser allá cuando ocurre allá abajo, pero se
restaurará como aquí apenas llegamos.
El transcurso por el intestino, por
el laberinto de corredores, parece eterno e improvisado. El organismo sólo necesita
estar estrictamente planeado alrededor del nido, del estómago, de la plaza de
comidas y los cajeros electrónicos; el resto es un crecimiento hacia afuera, el
intestino como tentáculos, como exploración y conexión. Tema y variaciones es
una estructura que ocupa tiempo y espacio mientras cada motivo es elaborado ad
nauseum. Pasajes se buscan uno al otro, se conectan, llenan, sobre-determinan,
como ramas que buscan sol, o raíces que buscan agua, se vuelven más densos a
través del tiempo. Es casi mitológica la sensación de expansión interna. Es la
manera que el pasaje se concentra, con particiones, biombos, closets, sótanos,
mansardas, esquinas, y corredores que se dividen.
Divisiones y membranas. El contacto
esencial es a través de una membrana. La membrana del deseo es el vidrio de la
vitrina. Atrae intercambio. Son válvulas vasculares que regulan flujos. Cada
entrada y salida de un almacén registra, al cruzar un umbral fundamental, la
transacción, como una captura.
Aquí se recuerda las artimañas de la
flor para atraer. Aquí, el olor a límpido y el brillo opaco del piso, que dicen
deseable, porque en este contexto de Medellín, Colombia, sólo se quiere tocarla
si está limpia. Madre. Todo lo femenino, todo lo atrayente se concibe como un
sitio desde donde nacer. Estregado hasta que quede limpio, desteñido, sin color
ni sabor. Una defensa contra falta de calidad y riqueza. De pronto no la mejor,
pero si limpia y organizada. Aquí de alguna manera se confunde limpio con
blanco, quizás porque sin color parece ser más sencillo, y sencillo se confunde
con puro, y por eso los pasajes son tan blancos. Blanco significa limpio y sin
pretensiones, honesto y sin complique (hoja en blanco), no perezoso (porque hay
que trabajarle para que quede así) y sin adorno, trabajador y sin lo
innecesario, sacrificado para hacerlo bien, y útil, pensando en el ya como si
fuera un largo plazo y no impulsivo, seguro cobra lo que vale, o sea esta
transacción es deseable. Ahí tenemos un retrato de los miedos del consumidor
como ser social: soy sucio, soy pretencioso, mentiroso y complicado, soy
perezoso y perifollado, nunca trabajo y me mantengo en cosas que no dan frutos,
soy cómodo e inútil, soy caprichoso e intento tumbar al otro, soy alguien
despreciable.
También hay algo del blanco del
inodoro. Sobre blanco el sucio se ve más fácil, y los pasajes son sitios de
tránsito, de uso, donde el mugre y la grasa humana se va pegando a las
superficies. Algo liso siempre será mejor para poder limpiarlo sin problema
después. La estética de lo vacío. Se busca que haya flujo, sólo tiempo para la
decisión comprar o no comprar y luego pasar a la vitrina que sigue. Mientras
menos obstáculos haya, mejor para la circulación, para el transito higiénico,
sin pegotes ni regueros.
Desde este blanco, desde este vacío,
¿qué es lo que se empieza a formar? El pasaje crece como algo vivo, animal, sus
células sin paredes fijas, de nutrición holozoica, con órgano excretorio, y de
movimientos relativamente libres. Pero nuestro imaginario del pasaje se
desarrolla mucho más lento que el fenómeno mismo. Todavía no podemos entender
al pasaje al entrarlo. Es la organización protoplásmica y celular la que hace
que lo vivo sea particular, su diferenciación e integración. El pasaje
establece su membrecía como metazoa y heteraxonia.
Nuestros ojos, los de la presa, los del bocado, sólo ven una blástula, esa
esfera que nos recibe y nos encapsula, nos encierra en su centro vacío. Es sólo
la mirada enfermiza, paranoica, que quizás logra a percibir que se entra es en
una gástrula, ese mecanismo hecho para tragar, digerir, y expulsar. Pero toda
la elaboración intrica del animal completo permanece invisible a todo ojo menos
el de la ficción.
4. La fisiología de exprimir
Tiene varios orificios que sirven
simultáneamente de boca y ano. El proceso de atraer alimento es un coqueteo que
lleva al casquillo. Pareciera que existiera todo un mundo allá adentro. Las
membranas brillan con su limpieza blanca o color piel, el beige muerto de estar
vivo. Al salir, los seres defecados cargan con esa decepción, a veces
prefiriendo entrar de nuevo a tener que admitir su derrota. Hay algo del Juicio
Final en tener que salir, tener que negociar la calle otra vez, anónimo, sin el
poder de la adquisición, de ser quien escoge, quien amontona. La luz de aquel
objetivo desaparecida de sus ojos, los fecalizados son invisibles para quienes
apenas se están tentando, apenas hacen sus primeros cálculos de sus saldos, de
sus cupos. Para aquellos que se van, disminuidos y vaciados dentro de ellos
mismos, la terapia, la atención al cliente, ha terminado.
La “niña” que atiende, sale al
corredor a tomarse un café, a fumarse un cigarrillo, y su manera de vestir, su
postura, dadas la distorsiones quirúrgicas que le ha hecho a su cuerpo para ser
realmente 3D, insinúa no sólo algo casi ilegal o quizás simplemente explicito,
sino también la posibilidad de negociar. Su actitud grita indiferencia, y esto
también es parte del encanto para quien se arrime “sólo para preguntar algo.”
El deseo de conseguir, llevarse,
recoger, pasar por algo específico, diferencia y guía al consumidor/consumido
por ciertos tejidos que se dividen por su cualidad y fisiología de labor. Los
almacenes se dividen en precios y productos,
los restaurantes en las diferentes sustancias que inyectan en el
cliente, los corredores en su anchura o estrechez, los bancos en la extensión
de sus filas y políticas, las agencias de viaje en las fantasías y aspiraciones
en que trafican, y los baños en su limpieza y privacidad. Cada interacción
detiene al cliente dentro del organismo, y le recuerda otras cosas que podría
comprar o averiguar. Se saca de un banco, se llena en un restaurante, se evacua
en un baño, se inspira en una agencia. Órganos encargados del proceso secretan
comidas rápidas, gangas, los clubes de crédito, el carrito de los tintos, el
baño al fondo, las escaleras para salir, y estas hacen que el consumidor se
sienta cada instante más cómodo ahí donde está, adentro. La diferenciación es
importante para una digestión fluida, cada roce unta al cliente con algún
encima.
Somos ebrios. Caminamos torpemente
hacia la boca del pasaje, estamos envenenados. Algo nos ha picado y ahora
vagamos por nuestros sueños, nuestros delirios, nuestros deseos, todos tan
pobres, tan limitados. Avanzamos hacia el encierro por un tubo traslucido.
El paseo por las vísceras medianas
nos lleva al apretón principal: la vitrina. Con sólo capturar mi atención, la
vitrina me empieza a empobrecer. El vidrio es como un sifón que se chupa mi
imaginación y la pasa por el cedazo de objetos diseñados para seducir a una
imaginación colectiva, generalizada. Al entretener las imágenes de estos
objetos en mi mente, empiezo a perder los rasgos particulares de mi propia
imaginación. Estos objetos se establecen como lo que hay, como la realidad,
aunque hayan sido hechos para el uso singular de venderse fácilmente. Así que
detrás de estos objetos se insinúa un uso o una necesidad que se pueda vender
sin dificultad a todos. Al tener contacto con esta seducción masiva, mi
imaginación se asfixia. Una manifestación
del mundo, como es un árbol, un hombre, una piedra, no sólo no tiene una
relación con venderse, sino que tampoco propone un uso desde si mismo. Quienes
discuten este último punto, han dejado que sus imaginaciones únicas se murieran
y ahora confunden la imaginación colectiva que se proyecta, con algo que ellos
mismos hubieran generado.
El organismo gigante sopla su perfume
barato e inhala aspiraciones y sueños por sus túneles principales, mueve gente
en un flujo perpetuo, como el tubo principal de la digestión de un insecto o un
crustáceo. El corredor del pasaje es un vacío, un sin nada que respira
transeúntes, deja pasar y consume con la energía desgastada en movimiento. Los
productos son impurezas que secreta por las aperturas del corredor, las
entradas de los almacenes son también salidas por donde se deshace el organismo
gigante de lo imperfecto, de los gustos de una temporada, de su mierda actual,
el desperdicio de una función, mientras atrae dinero, efectivo principalmente,
ya que dinero plástico es un poco abstracto para este animal primitivo, y un
poco más difícil de absorber. Al respirar y digerir, el organismo gigante junta
y separa.
Alguna cosita. Las comidas rápidas
que se llevan en la mano, el café en vaso de papel, el pastel envuelto en una
servilleta, son un simulacro de alimentación de la misma manera que comprar
algo es una simulación de soñar. Alguna sensación de no haber comido, del
ritual eviscerado. Alguna cosita, cualquier cosita. Vaciar la necesidad con
oportunidades falsas es el reflejo de tragar del pasaje, cuando tragar es ser
tragado. Vaciar en promociones, en liquidaciones, es lo que nos queda. Órganos
en confusión, el ritual de purificación cuando un organismo se alimenta de
vejigas, de rituales de purificación momentánea.
Sólo sabes a lo que sabes, hueles a
lo que puedes oler. Limitaciones gustatorias impuestas desde el momento de
entrar. Estos órganos de sobrevivencia, los que te ayudan a distinguir lo que pruebas
y lo que sientes arrebatados para poder inundarte. Acceso directo como los
computadores, acceso inmediato como en lo sexual. Acceso inmediato al sabor.
Llegar o venirse en un instante. Explosión de sabor en helados, en mecato,
infantil, oral. El túnel que lleva directamente a deshacerse, al placer.
Encimas dosificadas para un efecto progresivo. La salsa de tomate, dulce y
salada a la vez, da más valor agregado en aquietar.
Al mismo tiempo, hay una importancia
que se le da a lo higiénico, lo limpio. Nunca
estamos hablando de lo elegante. Se puede llegar a lo decadente sin
pasar por ahí. Sólo se agrega el adorno necesario para vender. No se habla de
lujos sino de antojos. El almacén de lujo es la provincia del bobo en este
contexto y ensuciaría el brillo de la hojalata de este sueño. No, como avispas,
somos avispados en nuestro avispero. Estas tiendas son el corto circuito, la
travesía que nos lleva, sin pagar más, al placer. Este es el provecho de lo
estrictamente cosmético, la ganancia que se brinca el mundo del poder
adquisitivo.
Por eso, todo aquí es iluminado con
la luz blanca y estregada de lo deseable. La ganga inútil es lo más blanco de
lo blanco. El valor del trabajo para mantener todo limpio, nuevo, más allá del
uso que negrea las cosas, o del descuido que las vuelve mugrientas. Pagar menos
de lo que se debe por eso que brilla blanco es el placer de levitar a alturas
indebidas. Así que la única pintura admisible es la más diluida, la más barata.
Parecer es preferible a ser cuando adquirir se divorcia de usar. Maximizar la
devuelta, las monedas, que pesan más que son más físicas, que billetes, es el
objetivo de este intercambio gástrico donde se entrega plata, tiempo, e
imaginación.
Tan adentro que hay un reflejo
momentáneo de sacudirse, de tratar de despertar, de sentir las heridas y
quemaduras creadas por los ácidos que supuestamente nos lavan. Por un momento,
hay la sensación de haber pasado por aquí antes, del recorrido, de perderse y
volver sobre temas ya tratados. Lo peor es esa sensación que uno ya había leído
esto en otra parte, quizás dentro del mismo texto, estas palabras, textuales.
El flujo de este texto se extiende por un ramaje, por una analogía de arterias
y venas de asociación e implicación al que me lleva el laberinto concreto de
los pasajes. Arterias de asociación nos llevan hacia afuera para involucrar
toda la cultura en el organismo. Venas de implicación nos llevan hacia adentro
y nos muestran al pasaje como el mismo corazón simbólico, o sea al corazón de
todo un organismo social.
A este texto no le interesa
convencerte porque es incesante, perpetuo. Cada palabra que roza repetidamente
sobre tus ojos acaba contigo, célula por célula, como la canción de cuna acaba
con la resistencia del organismo de querer estar consciente. Su propia
inutilidad termina siendo lo más convincente de este texto. Porque al fin, este
texto no habrá tenido propósito. Al cabo, se interpone en el flujo de tiempo en
que se mueve el lector sólo como un nudo, una obstrucción, como un pretexto
para hacer que el lector se quede quieto, para que permanezca un rato más en la actitud del consumidor
consumido, para hacerlo menos de lo que era cuando empezó a leer, para que siga
atrapado en las entrañas de una digestión conceptual que lo confundirá y lo
fragmentará.
Se va el pensamiento. El razonamiento
es imposible en el vacío, y el corredor, el verdadero pasaje del pasaje, es un
deslizadero perpetuo, sin rasgo alguno para uno agarrarse. Toda su
diferenciación esta por fuera del vacío del corredor, en los vasos que son los
almacenes. Todas las funciones por fuera, alrededor de un tubo digestivo
adentro, esa es la estructura que comparte el pasaje con el insecto. Todo lo
duro, lo articulado, lo que procesa, alrededor de un hueco. Sin embargo es el
hueco, como lo es la pulpa misteriosa dentro del exoesqueleto en el insecto,
donde se radica la cosa en si, el ser, la identidad del pasaje. Por eso se
llama pasaje. Su función esencial es pasar. Pensar se vuelve más un sangrar por
el cerebro, como cuando la araña chupa su alimento por algún agujero cefálico
que haya hecho en su presa. Pensar se vuelve ser vaciado.
Al vivir tanta repetición, existe la
tentación de pensar que la mitosis no es más que una versión pobre de la
improvisación con materiales muy limitados. Es trágico que la única manera de
crecer es dividirse. Es así como el pasaje crece, se reproduce arquitectónicamente
al extenderse desde una imaginación genética supremamente homogénea. Clona,
adiciona, divide en compartimentos, anexos que nunca tuvieron la posibilidad de
superar ser sólo la réplica, el eco.
La reproducción como gagueo nos
devuelve a la superficie contra la cual nuestras imaginaciones rebotan como
abejas, esa membrana transparente, la vitrina. La vitrina hace visible la
reducción concreta de lo posible, limita y centra el deseo en objetos que
intentan insinuar lo universal. Esa membrana traslucida que nos separa de las
opciones que nos ofrece el momento las aumenta, trata de generar excitación por
objetos sin sentido al negarnos la posibilidad de tocarlos. Nuestra mirada es
un relieve sobre el vidrio, un residuo de ansiedad que se acumula ahí. Pero a
diferencia de un acuario o una pantalla, donde la sensación liminal es
suficiente, la vitrina nos invita a encontrar maneras de llegar al otro lado,
al superar el obstáculo y llegar al placer abierto de la posesión. Así continúa
la dinámica de entrar para escapar.
El pasaje como modelo perfecto, unión
perfecta de contenido y forma, como posición estética. Este texto mismo es una
especie de pasaje. Incentivará un traslado de referencia, de ángulo de
perspectiva. Sin embargo, en el transcurso pretende estar dotado de vericuetos
y desviaciones merecedores de sus momentos de atención. Eventualmente, este
texto expulsará al lector, pero no antes de tentarlo a quedarse explorando, por
un tiempo corto por lo menos, los giros de ideas de poco valor y variedad. Pero quizás estos giros tendrán mucha
utilidad para el lector, dadas sus particularidades y su necesidad en el
momento.
Diga en la casa que tiene que hacer
algunas vueltas, y explore un viaje que no lleva a ninguna parte, a través de
la propia angustia, un movimiento a punta de abrazos. Hacia el egreso
lentamente, hacia el órgano de expulsión, avanza el lector, más allá del cual
espera esa lucecita, esa misma bulla de la calle que recibe al peatón con sus
vibraciones, su amenaza horizontal, su reguero de direcciones, su afuera que respira, no necesariamente aire
fresco. Entrar para salir, insistir un rato en círculos para volver a circular
y perderse, zafarse y disolverse dentro de la sinfonía de manchas tejidas en el
espacio.
5. La inmortalidad: una alucinación
Hay poca información acerca de cómo
es el anfitrión físicamente por fuera. Su totalidad externa es desconocida. Se
sabe casi nada acerca de su aspecto, sólo conjeturas basadas en lo que sabemos
de sus orificios, y proyecciones hechas de una manera intuitiva que parten de
sensaciones del espacio y la extensión recogidas en exploraciones internas.
Nuestro conocimiento del anfitrión como otro ser es nulo. Nuestra experiencia
más bien nos lleva a concebir del anfitrión como un territorio, como un
contenedor vasto, un laberinto de tiempo y espacio.
Este es el vehículo de nuestra
metáfora, esto es donde hemos llegado. El tenor de nuestras vidas en su
coherencia cotidiana ya es un sonido lejano. Este anfitrión es el lente a
través del cual se descubre la particularidad de un fragmento, de un momento
separado. ¿Representativo? ¿Significativo? Para saberlo. Es lo que hay, es lo
que queda, es lo que están dando en este cine continuo. Los transeúntes ven,
proyectados sobre el vidrio de las vitrinas, escenas de sus vidas, como si la
luz se hubiera convertido en un líquido, liso como las esferas de jabón, y que
la nostalgia se deslizara sobre el vidrio como el beso de dos membranas
transparentes.
Hemos llegado a un punto en el
trayecto donde devolverse sería más largo que seguir, un momento en el proceso
cuando ya no se ve por donde se entró. Aquí y ahora, las direcciones de arriba
y abajo pierden sentido. Sólo se puede seguir o devolverse, y devolverse ¿por
dónde? La topografía de entrar es un asunto de deslizarse por un agujero. El
tiempo me da vueltas en su proceso de digerirme, el cielo abajo y la tierra
arriba, soy una miga en busca de algún equilibrio con que relacionar las
membranas.
Vivíamos ebrios de nuestras múltiples
ventanas sobre el mundo. El delirio de estar vivo era ese respirar dentro de
colores radiantes, pulsantes de luz. Una catedral de perspectivas
sobreimpuestas, la luz se manchaba a través de un abanico de sabores de
recuerdos. Ahora los pasajes siempre adentran y el laberinto se encarga de
desmenuzarlo a uno. Aquí es donde uno se estira, donde uno se imagina, si este
verbo no es muy pretencioso para describir algo que no es más que una
sensación, donde uno siente que está en un tórax, una pasarela del pavor, de la
ansiedad antes del estrujón, antes del abrazo que fragmenta.
La analogía se levanta y extiende sus
patas. Se abre, se encoje, se alimenta y respira. Pero su escala en el espacio
y el tiempo es mayor al nuestro, y la vemos quieta, como si fuera una
edificación. La entramos, creemos que la estamos explorando, pero la verdad es
que ella nos dirige y nos digiere. Ser disminuidos nos parece un asunto de
nuestra propia voluntad. Que cada momento somos menos nos parece un asunto de
malas decisiones, y que en cada instancia contamos con menos energía e
imaginación, es innegable. Quizás esta creencia que persiste acerca de nuestra
propia libertad es un encima que la analogía imperceptiblemente secreta dentro
nuestros cerebros, para ablandar el cráneo y eventualmente los huesos, e insinuarse
en los músculos con que ambulamos, para convertirnos en, molernos hacia, una
masa que tartamudea, que late desesperadamente, y persigue un deseo que ella
misma no entiende. La presión que sentimos al ser exprimidos nos trae recuerdos
reconfortantes de otros abrazos.
No quedan ni siluetas. Sólo se
percibe punticos oscuros dentro del tejido de un ala luminosa, sobre un abdomen
de un color vivo. Ser una manchita de lo no traslucido, una partícula de
conciencia dentro una capsula de vida, de experiencia, de recuerdo. Somos, al
fin, partículas regadas, de carbono quizás, que recuerdan fragmentos de otros
contextos, de una totalidad ya perdida. Ser una marca diminutiva, sin
importancia, que no afecta la impresión general ni le quita esplendor al
diseño.
No tenemos un ejemplo de nosotros, de
nuestros cuerpos, de nuestras conciencias, no tenemos un modelo que exista
fuera del tiempo. Quizás podemos hacerle malabarismos al espacio, y en nuestros
giros imaginarios escapar del donde, pero siempre, repito siempre, es dentro de
un cuando. En vez de pensar que pasamos por el tiempo, deberíamos considerar la
posibilidad que somos hechos de tiempo. Propongo que somos collares de
momentos. Propongo que nacer es el punto donde se empieza a hilar el collar y
que la muerte es el estado en que los momentos ya no están hilados.
Fragmentarse en un momento, quedar dentro de la burbuja de un momento o de
otro, la temporalidad de alguna situación, la conciencia simplemente otro
atributo de esa situación, como el color del cielo, o la textura de una piedra
pequeña.
La alucinación empieza en un sitio
muy transitado de la ciudad. Un río, un flujo, una corriente, de tráfico, de
congestión peatonal es lo común a cualquier hora. El sitio desemboca en varios
huecos, entradas a lo que se llaman pasajes comerciales. La gente entra por
montones, y se va pegando a las vitrinas, se detiene en su paso y entra a los
almacenes, se remolina entre la mercancía. Se deleitan, se dejan seducir por la
oferta, colorida como flores, como banderitas, se les quita el dinero, la única
medida de valor, se devalúan, se desmenuzan, salen con menos, como menos. Gente
entra por un lado y sale por el otro, el pasaje la digiere, absorbe su plata
con una mucosa brillante, la mucosa de tener, de adquirir. La gente se entrega
al pasaje, clama por encimas que ahuecan sus bolsillos. Visto desde alguna
distancia, el pasaje se parece a nada más que a un insecto gigantesco
consumiendo y defecando cuerpos y aspiraciones. Un insecto porque el pasaje
comercial, consumidor de consumidores, se desarrolla fundamentalmente como un
animal de exoesqueleto, sus órganos, sus funciones gástricas y digestivas, su
estructura aparente y exterior. Su adentro parece un afuera. Todo ahí parece
tan sencillo. En teoría, uno podría caminarse todo el pasaje comercial por el
corredor central y nunca entrar a un almacén, nunca comprar. Pero inclusive en
este caso de movimiento directo, de usar el pasaje simplemente como una
travesía, el deseo se ve afectado por la oferta que se ve en las vitrinas.
Además este movimiento directo no es la práctica normal. Si lo fuera, el pasaje
se moriría de hambre. Que sigue vivo es prueba que está digiriendo,
empobreciendo grandes cantidades de peatones cada día.
En este mundo de exprimir, de
excreciones monetarias, ¿qué rasgo queda, qué inmortalidad es posible? Al
quedar cada vez más débiles, cada vez más susceptibles, agrandamos a los
insectos que navegan sobre nuestra podredumbre masiva y nos degradan, y estos
se alimentan de nosotros cada vez más ya que nuestra ansiedad nos ha deshecho y
ablandado lo suficiente.
Pero el sistema es un sistema
cerrado. Es decir, nada se pierde, sólo las combinaciones se simplifican, sus
elementos se trasladan, y en vez de disminuirse, sus alimentos se recogen. Así
que quedan fragmentos nuestros dentro de los insectos que nos han comido. Esa
es la inmortalidad. Un abecedario de fragmentos. ¿Cuál, entonces, es la
perspectiva de un fragmento de gene ajeno, enjaulado dentro de un insecto, ya
sólo un rasgo sobreviviente de esa complejidad antigua? ¿Cómo ve el universo
intra-insecto ese fragmento de potencial perdido, ese fragmento quizás todavía
tóxico, todavía infectado de personalidad? Desde el tórax de algo verde, desde
la mandíbula de un escarabajo de rebajas, desde el ala soñadora de una
libélula, esa miga te manda estas palabras.
Nunca salimos. Lo que queda de
nosotros son fotos, avisos y representaciones sobre las paredes del pasaje,
imágenes sin realidad más allá de ser bocetos, propagandas para la añoranza.
Una vez fragmentados completamente pasamos a otra escala donde todo es asombro.
A través de las membranas de algún insecto, la luz entra como cuando traspasa
un vitral, cada sección, cada división, en un color sutilmente diferente. ¿Será
que esa luz pequeña, distante y opaca, es la luna vista a través de los
adentros del abdomen de un grillo? La cucaracha, como una catedral, está llena
de vitrales, traslúcida, y nos granula para sólo percibir horizontes
interiores. Un desde adentro que separa. Y aquí, más acá, en la fábrica de los
cinco sentidos, sólo se reproduce, sólo llega, el cine continuo de un momento
de vida en loop, incesantemente proyectado y perpetuamente vivido.
Así que quizás la verdad objetiva y
absolutamente inútil acerca del naufragio en el tiempo que llamamos la muerte
es que es múltiple, y extensa, y regada, en vez de fragmentaria y aislada como
quizás se percibe. Las sensaciones subjetivas en que se atrapa la conciencia
deben ser las del tartamudeo eterno de un recuerdo casi instantáneo, sin la
posibilidad de edición ni expansión, ni tampoco de suficiente material para
construir ni una identidad ni una coherencia. Miles de estas instancias deben
permanecer, simultáneamente activadas y regadas en los tejidos de los animales
que consumen nuestros restos, instancias sin la posibilidad de volverse a
encontrar una a la otra y que nunca podrán empezar a sumar para ser una
historia de nuevo.
La diferencia entre una membrana
transparente y una membrana traslucida es que la traslucida filtra, aunque sea
muy sutilmente, interactúa con la luz y da un color, un tono. Nuestras
sensaciones traslucidas. Pero al ser mucho más luz que color, estos tonos se
sienten como presencias, como acordes musicales, algo que llena y sitúa. Cada
recuerdo, dentro del cual está atrapada una partícula conciencia, es así, es
una membrana a través de la cual nos llega una luz, como si existiera un
proyector externo que busca perpetuamente el ángulo perfecto para llegar. El
insecto es un abanico de miradas sobre el mismo instante.
El orden estaba a todos lados. Lo
organizado, lo catalogado y metódico, analítico y lógico nunca fue la voz.
Quise capturar en cambio lo impulsivo, misterioso en sus brincos, en su
reacción perpetua. Esa voz que es un pulso, una corriente que suma miles de
vectores casi eléctricos. Quería dejar rasgos de esa voz que nunca ha logrado
hacer en un universo tan grande, donde la palabra control es un chiste.
Obviamente ese fragmento de mí no
respiraba, aunque químicamente algo parecido podría estar ocurriendo. Lo que
quiero decir es que cualquier posibilidad de respirar tranquilo, de descansar,
no era más que pura fantasía. Es más, no existía ni la posibilidad de ser un
algo completo, mucho menos un alguien entero, quien podría serle sujeto al
verbo que persigue lo que está, lo que sigue estando, sin importar su estado de
fragmentación. Lo diminuto, lo indescifrable, de esta nueva perspectiva,
aseguraba la imposibilidad de semejantes sensaciones amplias. Quizás algo de la
proyección del momento, que este trocito de moléculas había capturado, que este
contenido tuviera algún elemento de conciencia de respirar, no sé. De todas
maneras, había un silbido, como cuando el aire pasa por un anciano, y este
sonido frágil pero agudo, rítmico con el pulso de vivir, y este sonido me daba
consuelo. Luego, si tal estado era posible, me di cuenta que el ruido ese era
parte de los movimientos internos del anfitrión y que no tenía nada que ver
conmigo.
Pero el silbido penetra las
tinieblas. Capas de oscuridad, dermis, tejidos, láminas de actividad mínima,
sin-sitio sobre sin-sitio, adentrarse y perder cada vez más del nombre, como si
la luz se tuviera que arropar de densidad para continuar en su movimiento hacia
y desde dondes anidados en el tiempo. ¿Cuándo se silbó?
Envuelto como un tamal en hojas que
respiran. Disuelto en texturas, en fibras. Esa vez. Esa vez que me reí. Esa vez
que me sentí reír así. Por lo chispeante de tus ojos. Tus ojos. Tú.
Una línea diagonal que parte un
momento no totalmente percibido. Parte un verde sobre el cual algo se
proyectaba. Las palabras para percibir partidas.
Acerca del encierro: Es decepcionante
descubrir que la adicción por la libertad
que había sufrido toda la vida no era más realmente que una adicción por
la sensación de la libertad. Es falta de esta sensación la que me crea ansiedad
ahora. Porque la ausencia de corporalidad hace esa necesidad de libertad, de
salir, ridícula y sin sentido ahora. Pero la ansiedad persiste y crea
aspiraciones de movimiento y de querer reversar la fragmentación. Ser ayer y
querer actuar hoy.
Dentro de la burbuja del momento, dentro
de la burbuja que ha sido el cuerpo de nuestra identidad, la columna vertebral
permanece como el eje. Las sensaciones llegan al eje. Esto hace que el eje se
parezca a una barra de acero en llamas. Una barra eléctrica levanta la flor de
sensaciones. O quizás esta barra ardiente es un gusano, un tejido o un nudo de
estructura reticular que habita el anfitrión del tiempo.
En todo caso aquí. En toda instancia
aquí y ya. Sólo esto, nada más. No poder llegar a las fronteras de esto. Tener
todo el tiempo para este ya y no será suficiente. Abrir todo el espacio para
esto aquí y aún no cabe. Suena todo con este momento después de y hacia nada.
Aquí y ya, solamente.
Un párrafo de palomas aterriza sobre
una manga como las letras de un alfabeto indescifrable. El día es una mandíbula
que me aprieta con la posibilidad de ti.
La letra está rota. Se le caen las
flores, como si fuera un guayacán. Un tapete de caricias susurra color y el
aire se espesa. Tu voz en sus olas.
El eje se disuelve en pétalos como un
aplauso. Tus ojos chisporroteantes. El cielo amarillo se inclina. Golpe de
vertebras, tu risa enhebra el nervio.
La mandíbula es una letra, un pistón
que tartamudea al quemar el brillo. Las flores amarillas, regadas como muelas,
son la puntuación de este momento. Una llamarada de lenguas nos escude del
ramaje de momentos que esperan.
Te me acercas y la partitura es eviscerada
por algo que resplandece. Un alfabeto se esconde en la luz reflejada entre
ondas causadas por algún disturbio en la superficie del agua de un charco. El
pulso atraviesa el tacto, tiembla y aletea. Llegar a tu piel.
Los sentidos riegan una melodía
nueva. Al ser indescifrable, el resplandor deja rasgos, como si fuera el
aliento sobre el parabrisas de un carro, o la explosión cálida de palomas
cuando levantan en bandada. Tu sabor suena y se desvanece.
El círculo encierra un punto de
contacto. Ser y membrana. Ojo y vitrina. Imaginación y recuerdo. Cada pasaje,
cada párrafo, aísla. Cada mostrador, cada palabra, encandila. Todo es un
alejamiento a través del ruido. Todo es un aislamiento a través del asombro.