Prosas /
Raúl Mejía.
CABELLOS
Esa
primera vez que encontró cabellos cortos, negros y menudos, surgió como
ridículo desliz o tonta broma de parte (quizás) de su hermana menor. La segunda
vez si prestó mayor atención: tal masa extraña de cabellos, se tornó morbosa
entre objetos personales, fotos menoscabadas, llaves, monedas… Esta vez el
meticuloso proceso de sacarlos (no arrojarlos), colocarlos sobre alguna mesa y
pensar. Tras minutos de silencio y bloqueo mental, consideró opciones: su
hermana –todavía- como principal sospechosa, pero llevaba ausente días,
compartiendo convivencias religiosas; además, el color profundamente negro de
esos vellos, contrastaba con el rubio artificial del cabello de su
consanguínea. Con poco ánimo para aventurarse en intrincadas investigaciones,
guardó ese segundo asedio capilar, lejos de cosas que sí le importaban.
Más
tarde, mientras se desplazaba en un taxi, bordeando renovadas avenidas de
Medellín, escuchó rápidos sucesos noticiosos: el eterno presidente contando
chistes, precios, resultados deportivos y demás frivolidades. Semáforos,
discusiones entre jóvenes que limpian, agresivamente, vidrios de autos. Guardas
de tránsito, vendedores y parafernalias de una ciudad que se ajusta a su apelativo
de “la más estresada”. Apenas al apearse, recibió insistente “papelito”, en
donde se ofrecen místicos, curativos servicios de cualquier bruja o brujo
procedente de lo que queda de selvas. No leyó, lo tiró al piso, pero en
siguiente esquina, otro sujeto le entregó nuevo volante, más llamativo. Este lo
guardó en el bolsillo posterior de su jean y prosiguió hasta su lugar de
trabajo.
Fresco,
notable se presentaba el día. Entre ocho de la mañana y mediodía, cuatro horas
de rutinas, llamadas, sonrisas y cumplir con los rigores de ser secretaria. Lo
distante del apartamento, la obligaba a almorzar en uno de tantos restaurantes
del centro de Medellín. Normalmente la rutina provoca influjos ambiguos: te
aísla y comes mecánicamente, miras sin ver y no piensas en nada; o bien,
arrastra como mal viento, angustias, recelos y dolorosas evocaciones. En el
caso de ella y gracias a cortesías irreverentes de la juventud, su actitud
tiende a la apatía. Luego de comer, instantes para auscultar su celular,
mensajes o llamadas perdidas. Tenía, esta vez, un mensaje de parte del ex novio
quien, al decir suyo, la sigue amando. Con desdén elimina ese texto. Cerca de
la una de la tarde, tiene apenas tiempo para ir al baño, cepillarse dientes y
renovarse ante el espejo. Hoy recibiría no solo sueldo, sino adicional prima.
Dinero para la casa, gastos suyos y para esa seductora camisa que lleva viendo
desde el pago anterior. Quince minutos después, de regreso a saludos, papeles y
trasuntos del empleo: el azul vespertino cada vez más denso. Muy en punto de
las seis de la tarde sale. Toma el ascensor, muestra el bolso al portero (se
cruzan indiferentes miradas), pero tremenda vergüenza al abrirlo y sentir que
caen de él cientos de cabellos negros, finos, recortados. El vigilante no
pregunta y se asombra de la creciente palidez en ella, recogiéndolos, perpleja
ante el umbral. Leves roces de compañeros, que también salen, la regresan a la
realidad; sale y en consecuentes aceras, con rabia, mientras vocifera varios
“hijos de puta”, se sabe con escaso margen para evitar afugias típicas de
congestiones y públicos caóticos. “¿Es alguien de mi oficina?”, se inquiere a
sí misma. “¿En qué momento?” Pero el dinero cobrado, la seductora camisa que no
dejaría de ver, viandas menudas que ansiosamente consume y chicos bellos por
doquier, la instan a marcharse. Es viernes aún, llega a casa. Alquiló par
películas, podrá verlas a solas. Sonríe pues, al instante de escogerlas, quiso
decidirse por una que denominan triple X; prosigue sonriendo con incipiente
malicia y deja que su piel caiga entre sosiegos y laxos suspiros. Promediando
el primer filme: intrascendentes llamadas, ligeros diálogos con sus padres. Es
una larga noche de viernes.
Sábado y
domingo pasaron veloces. En víspera del lunes, reiteradas escenas para preparar
ropa, escoger zapatos, medias, guardar aquellas películas que debía devolver,
lavarse, secarse el cabello y el bolso. ¡El bolso! De golpe revivió la salida
del viernes anterior. Lo tomó, fue desocupándolo y allí los cabellos, negros,
cortos, finos y abundantes. Silencio. Fueron irrelevantes llamadas a cenar y
manidos murmullos familiares. Los cabellos… Durmió mal, arribó de pésimo humor
a la oficina. Poco observó el reloj y, por supuesto, sus compañeros –suponiendo
uno de “esos días”-, la evitaron. Mediodía para almorzar: feroz lunes en la
agitación de Medellín. Esta vez prestó insólita atención a informativos. Paga,
sale, contempla vitrinas al azar. Desestima a vendedores, transeúntes y algo
autómata recibe cuanto volante le entregan. Llega con tiempo a la oficina,
extiende sobre su escritorio aquellos trozos de papel y lee aleatoriamente:
“Todo tiene solución, hasta lo imposible”, se leía en uno de ellos. Se asombró
de lo próximo del sitio en donde laboraban esos sujetos milagrosos, estaban
-prácticamente- al frente suyo. Notoria flexibilidad de horarios permaneció en
su mente como idea recurrente. “¿Por qué no?”, se dijo, mientras cúmulos de
citas y documentos se allegaban a sus manos. Patética algarabía de autos
asediaba ámbitos enfermizos de calles contaminadas, cansadas de pasos, ruidos y
desorden. Fue excelente poder salir una hora más temprano, inusual generosidad
del jefe. Esta vez no hubo vergüenza al mostrar sus pertenencias al vigilante.
Aprovechó para aproximarse al local donde exhiben la camisa que tanto la ha
obsedido, preguntó por ella, se la entregan y pasa al vestier a medírsela. Le
encanta. Ingresa al reducido espacio, cuelga sobre el perchero el minúsculo
saco que se ha puesto hoy, deja sobre el mueble su bolso y sale para verse (y
seguramente divertirse) en oportunos espejos de ese negocio de ropas. ¡Sí que
le encanta! Vuelve sobre sí, procede a cambiarse, coloca la prenda que ha de
comprar y justo al instante de levantar su bolso, nota que éste pesa más de lo
normal, abre su interior y, de nuevo, otra vez, un paquete conteniendo cabellos
negros, finos, recortados. “¡Qué diablos!”, susurró, “¿cómo es posible?”.
Olvidándose del creciente calor que se percibe al interior del minúsculo vestier,
observa que esta vez hay algo adicional, trozos irregulares de uñas, mezcladas
aparatosamente con los vellos. “Esto está muy raro, me asusta”, se dice en voz
alta. Guarda todo, sale y adquiere la prenda, reservando rictus de contenido
enfado. Sin darse cuenta, se topa con el acceso al edificio donde se ubican
variopintas salas esotéricas. Saca del bolsillo posterior de su pantalón uno de
aquellos volantes y sí, es la dirección correcta. “Infalible parapsicóloga
garantiza remedios y soluciones ante embrujos, mal de ojo y diversas maldades
humanas o diabólicas”. “¿Por qué no?”, se repite. Cuenta con tiempo, no tardará
mucho. Sube por las escalas (la vetusta construcción no cuenta con ascensor),
toca en el número 402, pronto le abren e ingresa. El interior es sencillo,
desprovisto de artificios, salvo por colecciones bizarras de libros y revistas.
No necesita dejar datos, apenas si cruza palabras con el asistente, joven
bastante hermético. Desde puerta adyacente, sale a llamarla la experta en
cuestión: mujer adulta, morena y de complexión gruesa. Quizás por asuntos de
intriga o emoción, le pareció conocida, cual recuerdo atávico o evocación
incongruente de sueños complejos o encuentros esporádicos. Se miran
intensamente, como si pelearan por un mismo hombre. Levemente se saludan y
pasan al consultorio. Silencio y excesiva concentración de la parapsicóloga en
estampas y recetarios extraños. Al solicitarle que le enseñara aquel paquete de
cabellos (la chica no le había dicho que lo traía consigo), cruzaron entre sí
sonrisas nerviosas. La señora explaya sobre el piso aquella estampida capilar,
separa las uñas y ejecuta sensual movimiento de dedos: toma un poco de cada
cosa y se queda callada, enajenada por largos minutos. Su cliente, la chica que
ha comprado bella camisa, respira fatigada. Se olvida de esa presencia que
prosigue en íntimos rituales y fija su atención en cóncavo espejo que se halla
al lado izquierdo. Pareciera que, por primera vez, en días, puede verse
verdaderamente a sí misma, sin afanes y distracciones como comprar prendas,
consumir alimentos, trabajar, lavarse el cuerpo, dientes… Lo visto le provoca
terror y es peor cuando oye –al huir desbocadamente-: “¡Fracasaste, fallaste” –
le gritan desde la venta de ese cuarto piso, mientras camina a prisa, rozando
la superficie esquilmada de su cráneo y dedos…
TROFEOS
El portón se abre a las
seis de la mañana y se cierra a las diez de la noche, siempre. Soy quien permite
salir y entrar, vigía en ambos instantes. Dejé de necesitar reloj o alguna
clase de alarma, mi precisión merece el Nobel de la rutina.
Somos ocho viejos quienes
aquí vivimos. Bien, “vivir” es apenas un sofisma; no, en este antro morimos
ocho ancianos, irremediablemente. Hace días vieron varios jóvenes, dijeron ser
periodistas, cronistas o algo parecido. Me entrevistaron, tomaron fotos y
hablaron de publicar lo visto y escuchado en cierto periódico, cuyo nombre no
recuerdo. Les mostré suficiente, respondí con apatía pues, no descarto, que
sean individuos enviados para evidenciar el abandono de esta casona y promover
así nuestro desalojo. Antes de marcharse, el mayor se interesó por mi abultada
colección de trofeos. Los observó y antes de que dijera algo le respondí que
“sí”, que estaban a la venta. Compró cualquiera, expresó leve interrogación
(¿qué fue?, ¿qué respondí?) y terminaron de irse. La llovizna infaltable de
abril los retuvo minutos bajo el destartalado dintel y, por fin, se alejaron en
dos taxis.
“Mis trofeos” … Cada uno
es seco y doloroso recuerdo: los veo allí, amontonados, oxidándose entre
papeles, basura y ausencias. Hace años los exhibía sobre vitrinas y estantes,
lucían admirables. Han vuelto lluvias tras meses de sequía y calor. La
resequedad del aire absorbe mínimos fluidos de estas paredes, pero el agua es
–a la postre-, peor, con su capacidad de horadar, de mezclar polvo y mugre.
Décadas a la intemperie han derruido toscamente a esos trofeos de antaño. Vendí
esas vitrinas y estantes; vendí placas y medallas que también gané, las ofrecí
como chatarra. Cada mes salgo con algún trofeo escogido al azar, lo limpio y
camino calles escabrosas del centro de Medellín donde se venden desde almas
hasta improperios. Pagan poco, estos objetos suelen estar hechos de minerales
baratos, no contienen cobre, acero (por supuesto nada de oro o plata); sólo
estaño, hojalata y con suerte fragmentos de bronce.
¿Cuáles fueron sus
preguntas, qué contesté? Tendré que esperar a que salga el periódico, lo
compartiré con los otros siete viejos, cómplices en este infierno. Pronto habrá
cupo para uno más, quedará la habitación donde he guardado esos cachivaches que
merecí por distantes triunfos. Ayer reciclador me propuso comprarlos todos, le
dije que viniera pues su peso me vence y no sería capaz de cargarlos, aunque
podría intentarlo.
¡Ah! Ya recuerdo que dijo
aquel periodista antes de guardarse el trofeo que compró: “¿no tienen valor
sentimental para usted?” Y, riendo, le farfullé entre mis desvencijados dientes:
la nostalgia no da de comer.
REGRESIONES
Y EPIFANÍAS
Siempre
he tenido o asumido experiencias solitarias: viajes, escritos, contemplaciones,
visitar cementerios…Nada extraordinarias las primeras y en lo concerniente a
“campos santos”, no creo me convierta en noctámbulo gótico, satánico o ansioso
tras esoterismos baratos. No, si acudo allí, me mueve el interés por epitafios,
especialmente aquellos que contengan algo más que nombres, fechas y retahílas
ocasionales. Ah, debo agregar mi más reciente interés: sesiones de hipnosis, no
para dejar de fumar o actuar cual saltimbanqui hazmerreír: me obsede la idea de
saber si he transitado otras vidas, donde reposan esos restos, qué hice, cómo
fallecí. Resultado de esto y de ambiguas conjeturas del hipnotizador, construyo
relatos. Siento atracción por prosas de suspenso y lo que denominan “novela
negra” (nunca he sabido por qué la llaman así). He finalizado seis breves
historias y en ciernes comenzaré mi primera novela. Es curioso que anexe poco
de lo que he vivido, viajes, música, amores y empleos intrascendentes. Opto,
si, por explayarme frenéticamente en épicas, héroes y sujetos imbuidos en
azares fascinantes. Semejante prolijidad me acude tras sesiones de hipnosis y,
por supuesto, anexando material de epitafios que he ido copiando y
fotografiando a través de diversos recorridos en necrópolis. Es más, he de
confesar que la primera línea de cada uno de mis cuentos, la he tomado de lo
anotado sobre lápidas, vistas por doquier. Recuerdo estas: “Jamás se sabrá lo
que se desprende del silencio”. “Detente una vez cruces el umbral” … Admito que
me inspiran y no veo en ello actitudes decadentes.
La
disposición de epitafios es irregular y carente de gusto. Entre filas de tumbas
es fácil toparse con personajes –ya borrosos- e irrelevante información; acaso
sí marchitas flores generan mínimas distorsiones. Tampoco mausoleos o
“catafalcos vistosos” se aprecian generosos en palabras. Lo son, sin duda, en
efigies y espacio. Difícil es, pues, encontrarse con epitafios ingeniosos que
merezcan ser leídos y fotografiados. ¿Hombre o mujer el muerto? Es indiferente.
Anoto la
clave de mi cuenta en Internet y, sorpresivamente, he tenido (¡por fin!)
comentarios al último relato que subí: vaya que insisto, pero abstinencias de
crítica y análisis son avasallantes. Al parecer les ha gustado a dos, tres contactos.
Abro novísimo mensaje del hipnotizador, habla de adelantar para hoy la cita que
íbamos a tener mañana. No hay problema, es domingo y, en verdad, no tengo qué
hacer. Es lacónico este “gurú” de hipnosis, empero ha prolongado su texto,
sumando al asunto del encuentro, insólita queja con negativos que le dejé para
que revelara (pagándole, por supuesto). Presiono la tecla correspondiente para
ratificar ese “me gusta”, al respecto de avisos turísticos. Apago el
computador, tomo tinto y salgo del apartamento sin apremios, sin afugias.
No está
distante el consultorio, pero de nada sirven rutas de autobuses cercanas. Acudo
en taxi, hay de sobra y entre sones incómodos y displicente cruce de frases,
arribo. Casi al apearme me están esperando, subimos al segundo piso, entramos
y, aceptándole un vaso de agua (es lo único que ofrece), entablamos inicial
diálogo, desprovisto de amistad. Procedemos – parafraseando memorables versos
de Borges-: “lo hemos hecho tantas veces”: esplende esta tarde última del
solsticio de verano.
“No me
explico que pasó - expresa el hipnotizador al médico que levanta acta de
defunción. Recién (prosigue), durante breves instantes, le había dejado
reposar, luego de nuestra usual cita. Lo escuchado fue diferente a otras
sesiones, ya no hablaba –al parecer- de vivencias, nostalgias ancestrales y
siglos pasados. En su tono habían desaparecido matices melancólicos y se le
percibía extraña ansiedad. No dudo (afirma) que esta vez vivió no una regresión
sino ominosa epifanía. Extrañamente despertó antes de darle la orden, me miró
como si fuese perplejo fantasma y pidió que le mostrase las fotos que le había
revelado. Eso es todo, cuando volví lo hallé muerto, no entiendo”, concluye.
El
dictamen apunta a contundente ataque cardíaco, inusual para un hombre joven.
Careciendo éste de familia conocida, el hipnotizador conserva para sí escasas
pertenencias que su difunto paciente llevó aquella tarde. Sin afanes introduce
entre gavetas diversos objetos: portátil, celular, lentes y una bella carpeta
en cuero negro. Al querer cerrarla –puesto que sobresalían diversos documentos
mal guardados-, cayeron al piso las fotos reveladas. Admite que tuvo curiosidad
esa primera vez que las observó, tan compulsiva obsesión por epitafios le lucía
progresivamente enfermiza y así iba a expresárselo. Sin embargo y tras
estudiarlas detenidamente, notó algo diferente, elementos desapercibidos cuando
las vio recién editadas: él, su paciente, se hallaba –ingrávido- al lado de
cada epitafio, con ropas de diferentes épocas, señalando con tristeza hacia el
interior de cada fosa. Y, atónito, identifica en la única foto que éste le tomó
a su consultorio, a ese mismo joven agonizante, pleno de terror mirando las
mismas fotos que ahora deja caer, asustado.