Miguel Agudelo, letrista de Antioqueñita |
Pelón Santamarta, compuso la música de Antioqueñita. |
La Curva del Bosque y 100 años de Antioqueñita
/ 74 Patrimonio Medellín
Víctor Bustamante
El Jardín Botánico, Joaquín
Antonio Uribe, luce esa arquitectura que le ha sido impuesta desde los años de
Fajardo que, con su discurso pretencioso de refundación de la ciudad, escamoteó el paisajismo de Narciso Groos para cambiar y llenar de edificios el interior
del jardín, además le mordió algunas partes de su territorio interior. Pero no
vamos a hablar del interior, ya habrá más tiempo de referirme a ese maquillaje
cultural, sino de las afueras, es decir, de lo que ha quedado de las afueras
donde la vida de la ciudad ha bullido y ha pasado de una manera, además, de
afectiva, hundida en la vox populi de esos secretos: haber sido la zona erótica
que celebra esa permanencia de la vida pero que se le excluye. Mientras
monseñor Caicedo, y, luego, su sucesor monseñor Salazar y Herrera dictaban
pastorales con prohibiciones, mientras se trataba de reglamentar la vida de los
burdeles en esta zona por parte de las autoridades del municipio, este suburbio
vivía su esplendor; o sea, los diversos comerciantes e industriales, los
diversos políticos y sus estafetas, así como los poetas y escritores, los
intelectuales y los estudiantes con utopías en sazón no olvidaban que el placer
era uno de los objetivos del hombre, y por aquí al caer la noche ya se
encontraban, díscolos y ávidos, en la búsqueda no del santo grial sino de lo
más secreto y presente, un cuerpo femenino en su esplendor. Por eso el
pesimismo del pecado y de la mentira, la simbiosis entre el placer y la
prohibición, coinciden y conducen de una manera formal sin repelerse, siempre
juntos, siempre confundidos unos a otros hacia esos lugares vedados,
discriminados y vejados desde diversas esferas.
Aquí, en las escalas que
suben hacia el metro por Carabobo con la calle Daniel Botero, quedaba un lugar
mítico, el Bar Chapinero, donde León Franco (Pelón Santamarta) administraba en
1919 este sitio destinado para escuchar para cantar, tocar guitarra, tiple y
bandola; allí se apareció una noche de ese año Miguel Agudelo Zuluaga con la
letra de Antioqueñita para que Pelón le pusiera música. Al Chapinero también
asistían el Negro Jesús María Agudelo, sastre y cantante, más tarde padre de
Alba del Castillo, junto a músicos de trayectoria como Antonio Ríos la Silga,
Manuel Ruiz, Blumen, y el Chino Trespalacios.
Aquí en esta esquina Hugo Bustillo comienza su relato, debido a que sale a la memoria uno de los músicos más míticos de Medellín, Pelón Santamarta, que después de su periplo por Centroamérica, México y Estados Unidos con el Dueto Pelón y Marín; de haber recogido unos pesos y haberlos perdido en la quiebra del Banco Nacional de El Salvador y, además, sabiendo que Adolfo Marín, su compañero de viaje, había decidido quedarse en México no le quedó sino la posibilidad de regresar. Pelón, más que pelado, volvió a Medellín, pobre y decepcionado, pero con rumbo como consolación y gracias al mecenazgo de sus paisanos Raúl y Luciano Restrepo que le obsequiaron el pasaje; ya establecido aquí, otro amigo, José María “El Chato” Velásquez, le dio trabajo como administrador del tertuliadero Chapinero, frente a lo que hoy es El Jardín Botánico (antes Curva del Bosque de la Independencia), sobre la carrera Carabobo. El Chato, en realidad era un hombre de mundo, derrochador y aguardientero, que le daba altas propinas a los músicos, así fuera conservador y fiestero. El Chato en los suburbios era otro, lujurioso y procaz, mujeriego y rezandero, se había enamorado de una de las putillas de más presencia en la casa de Pola Vanegas, Marcia Uribe, pero como esta no soportaba sus groserías, que le besara en público la hernia en su ombligo, lo abofeteó, y a la dueña del burdel no le quedó más remedio que echar a Marcía por infringir las normas: no ser tierna con ese cliente admirado y adinerado. El Chato en sus rumbas ataviaba su auto lujoso, y salía acompañado de sus damas en la banca de atrás, mientras en la banca de adelante, junto al chófer, todo ojos y oídos, disfrutaba a Pelón, al Chino Trespalacios, a Blumen y a Tartarín que cantaban bambucos y pasillos, y se lo bebían.
Partitura de Antioqueñita |
Aquí en esta esquina Hugo Bustillo comienza su relato, debido a que sale a la memoria uno de los músicos más míticos de Medellín, Pelón Santamarta, que después de su periplo por Centroamérica, México y Estados Unidos con el Dueto Pelón y Marín; de haber recogido unos pesos y haberlos perdido en la quiebra del Banco Nacional de El Salvador y, además, sabiendo que Adolfo Marín, su compañero de viaje, había decidido quedarse en México no le quedó sino la posibilidad de regresar. Pelón, más que pelado, volvió a Medellín, pobre y decepcionado, pero con rumbo como consolación y gracias al mecenazgo de sus paisanos Raúl y Luciano Restrepo que le obsequiaron el pasaje; ya establecido aquí, otro amigo, José María “El Chato” Velásquez, le dio trabajo como administrador del tertuliadero Chapinero, frente a lo que hoy es El Jardín Botánico (antes Curva del Bosque de la Independencia), sobre la carrera Carabobo. El Chato, en realidad era un hombre de mundo, derrochador y aguardientero, que le daba altas propinas a los músicos, así fuera conservador y fiestero. El Chato en los suburbios era otro, lujurioso y procaz, mujeriego y rezandero, se había enamorado de una de las putillas de más presencia en la casa de Pola Vanegas, Marcia Uribe, pero como esta no soportaba sus groserías, que le besara en público la hernia en su ombligo, lo abofeteó, y a la dueña del burdel no le quedó más remedio que echar a Marcía por infringir las normas: no ser tierna con ese cliente admirado y adinerado. El Chato en sus rumbas ataviaba su auto lujoso, y salía acompañado de sus damas en la banca de atrás, mientras en la banca de adelante, junto al chófer, todo ojos y oídos, disfrutaba a Pelón, al Chino Trespalacios, a Blumen y a Tartarín que cantaban bambucos y pasillos, y se lo bebían.
Precisamente desde la
iglesia de Jesús Nazareno comenzaba por esa calle, por Carabobo al norte o el
Carretero que era el nombre popular, lo que llamaban el Putarral, pero, para
otros, poseía una definición de un tono más acorde, el Trocadero, por la misma
calle hacia el Bosque de la Independencia, que eran prácticamente los suburbios
de Medellín.
Pero ahora en este 2019, en
esta esquina por donde pasa el metro, da su sombra y su paso raudo que se ha
llevado el lugar donde era el Chapinero, es entonces que caemos en cuenta que
aquí llegó el poeta y bohemio Miguel Ángel Agudelo Zuluaga, y le entregó los
versos de Antioqueñita a Pelón para que este les pusiera música. Agudelo
participaba en las tertulias de la Bastilla con Carrasquilla, Efe Gómez su
cuñado, con Luis Tejada pero en algunas noches se iba a conjurar contra el
sistema a la casa de María Cano, donde esperaba Ignacio Gómez Giraldo.
A la noche siguiente Pelón
mandó a llamar al poeta Agudelo para que escuchara la música que le compuso y
su sorpresa: un agraciado bambuco donde confluyen dos talentos, que luego sería
considerado como el segundo himno paisa y una de las composiciones antológicas
del pentagrama colombiano: Antioqueñita. Este bambuco lo estrenarían en una
casa de la Alhambra que era residencial; lo cantaría Pelón con Enrique
Gutiérrez, Cabecitas, por vez primera el día 1 de mayo de 1919, o sea hace cien
años.
Estas dos personas
perdurarían en las noches de la ciudad, al otorgarle ese nombre a un bambuco
que sitúa la admiración hacia una mujer. Miguel Agudelo Zuluaga, poseía un
seudónimo: David Guerrero. Había nacido en Medellín, en 1883 y fallecería en la
misma ciudad en 1954. Otra de sus
composiciones es el pasillo Invierno, así como un libro titulado Momentos de mi
vida, en 1911, con prólogo de Carlos E. Restrepo, y de un folleto, Los Tigres.
Pedro león Franco, era el
nombre de Pelón Santamarta, había nacido en Medellín, en 1867. Moriría en 1952.
Compositor y cantante. Formó parte de varios duetos, entre ellos el de Pelón y
Marín, a quienes se les atribuye haber grabado en disco, el primer bambuco, El
enterrador, con la firma Discos Colombia, en 1910.
Pero también a estos nombres
tan significativos, en la conjunción poesía y música, es necesario agregar y
hacer una referencia y una deferencia a Daniel Botero Echeverri, connotado líder cívico, que debido a su interés y remordimiento, ya qeu no sabía qué hacer con tanto dinero, arborizó el Parque de Bolívar bajo su cuidado y cuenta, así como varias calles
de la ciudad, además perteneció a la Academia Antioqueña de Historia. Su nombre, hoy olvidado, cuando el civismo ha dejado de ser un valor en los actuales
anales políticos, paradójicamente, con los años se asoció a los lupanares
festivos de esta calle, la 73. Daniel Botero Echeverri vivía en Maracaibo con
El Palo, era banquero y accionista del Banco de Medellín, terrateniente; junto
a Enrique Echavarría y a Udislao Vásquez iniciarían la construcción del Circo
teatro España cuyo arquitecto fue Horacio Marino Rodríguez.
En la esquina del flamante
centro comercial Bosque Plaza, al frente de lo que fue el Chapinero, quedaba la
casa, como se le llamaba a los prostíbulos, debido a su enternecedor encanto de
acoger, como en casa, Hogar Dulce hogar, es decir en la perenne luna de miel
del libertino paisa, a sus clientes serios, pero, en realidad era un burdel de
renombre, la casa de Eva Arango, llamada el Colegio, debido a que sus clientes
solicitaban nada menos que la presencia de lolitas vestidas con uniformes de
los centros educativos más afamados, y como al paisa cazurro hay que darle
gusto, Eva Arango, matrona y celestina cordial, salida de su paraíso del mundo
más fascinante de entonces, el de la putería, de inmediato les daba el mayor de
los gustos a estos señores que dejaban su seriedad de comerciantes. Si andaban muy depresivos los alegraba con una pupila vestida con el uniforme de la Presentación. Si se las daba de sediento los aligeraba con una chica usando el uniforme del Cefa. Si estaba peleado con su mujer, una lolita vestida con el uniforme del Marymount, les acallaba su pena. Otros
abandonaban las promesas de ser políticos, es decir, la representación de sí
mismos para hojear y ojear el diverso catálogo de pupilas. Eva, sin serpientes,
reclutaba las jovencitas llegadas de los pueblos, a quienes, luego de un curso
acelerado de glamour, les entregaba vestidos para estrenar, les indicaba cómo
debían maquilarse, y una consigna de hierro, no enamorarse de sus clientes, ya
que estos debían regresar a sus casas muy cansados luego de “arduas reuniones
de negocios”. Asimismo les indicaba como debían comportarse con los diversos
señores de alto coturno y las cejas alzadas que llegaban desde las 7 de la
noche hasta las 2 de la mañana. Entre sus pupilas destacadas podemos citar
tres: María Misas, Zoila Montoya y Gabriela Soto, ya perdidas, y solo en la
memoria de sus amantes o en algunas fotografías desvaídas durante algún paseo,
ya que el dios Eros ha claudicado ante el apaciguamiento y la muerte. Luego, el
Colegio, cambiaría su nombre por el de Noches de París, también cambió la
arquitectura, pero no de objeto social ni sexual. Había a la entrada un
hombre alto y musculoso, el portero con kepis de color morado, pantalón rojo con
la infaltable cinta blanca al costado como si fuera un director de orquesta de
circo, eso sí con un aditamento nuevo: sombrilla en tiempos de invierno,
imitación del portero del Hotel Nutibara, hasta en sus guantes blancos. Pero
por cosas de la magia del buen servicio, el portero, como buen anfitrión, en
cualquier circunstancia de la noche, en pleno verano, recibía a sus clientes,
les abría la portezuela, y al bajarse de sus autos lujosos, los saludaba en
inglés; solo sabía unas diez palabras. Era tan solícito con los clientes
enfundados en la seriedad de quien asiste a una cita financiera, porque sabía
que le darían una buena propina, además de guiñarles el ojo derecho en señal de
complicidad, y decirles a todos esos montañeros elegantes unas palabras mágicas,
¿cómo está doctor?, hasta luego doctor, eso sí exornados sus saludos son este
abrebocas: hay personal nuevo. Muchos años más tarde, por ahí en la década de
los 70, la inagotable fuerza amorosa del antioqueño, solapado y fiestero, que
iba a visitar a su “tía”, proseguía matizados en otra generación más liberada
para buscar las damas de la noche, pero ya había otro nombre: Modas Francia, y, por supuesto,, otras pupilas y otros hábitos eróticos que rebasan esta crónica.
Además la palabra moda ya se asociaba a este oficio de lo plural y de lo
pasajero.
Por esta calle, en plena
noche, las casas de citas exhibían su invitación con un bombillo rojo, indicando que ahí
era el sitio buscado por los libertinos ávidos de carne extraña; solo bastaba
esa luz encendida del color del sexo como señal luminosa, semáforo para el
placer. Una de esas casas pertenecía a Jacinto Benavidez que, pretencioso, la
había llamado, para ganarles a todos, publicista de momento, Estrella roja.
Pero en esta tarde de mayo florido, guiados por Hugo Bustillo, nuestro cicerone
por ese bulevar del amor al decir del mismo Bustillo, que nos indica que sigue
otra de esas casas nada menos que El Acoso de otra matrona perdida en la
anécdota del tiempo, Ana María Ortiz, donde el acoso se realizaba con dinero y
licor. Nunca, ninguna de estas mujeres, se quejó de ningún hombre debido a sus
requiebros ya que el dinero sella los labios de una manera dulce. Luego sigue la
casa de Queta, no la de Montecristo, sino la casa de Enriqueta Mejía, y ya
llegando al crucero de Bolívar con la Daniel Botero, la Mansión de Honoria
Osorio. En esta calle aun dedicada al negocio del sexo, lo que eran esas casas
de citas administradas por matronas, ha virado a los amoblados que han
reemplazado estas casas, donde no esperan mujeres para conversar, bailar,
escuchar música y, por supuesto, follar, sino que el cliente lleva su pareja. Los
Colores, la Gruta de Hierro, los Coches, y Jardín, demarcan y definen dentro de
esa nueva perspectiva y discreción, esta calle donde aún el erotismo continúa su
marcha con otras fachadas pero con las mismas costumbres.
Por esa misma calle, Daniel
Botero, en la mitad de dos cuadras, del Fundungo no ha quedado nada, ni la
nostalgia, ni las promesas ardorosas del deseo sino dos esquinas vacuas donde
algunas bodegas escriben el otro uso del suelo en estos años, lejos de la casa
que Cefa Cadavid o Josefina, por su verdadero nombre, que había abierto con un
nombre idílico: Noches eternas.
Ya en la esquina de Bolívar
que languidece por la calle Daniel Botero, mientras Lovaina extendía sus brazos
amorosos, ramifica sus aceras, y esta zona se volvía en la primera Zona Rosa de
la ciudad, cuando ese nombre se instalaba y era copiado de otras ciudades.
Medellín, Medeyín, Metrallín, Mede-hollín, ya vivía el espasmo de ser una ciudad de mundo
donde las casas de citas, los burdeles, los lupanares, las casa de lenocinio, abrían sus puertas para esa clientela que venía del Centro, de los barrios, del
exterior para encontrar el solaz de las muchachas en flor.
Ya en el cruce de Bolívar
con la Daniel Botero, ahí en la circunstancia de un nuevo nombre dentro de la
topografía citadina se rinde un homenaje. Este nuevo sitio, la Esquina de las
mujeres, donde se solicita públicamente la reivindicación por el papel relegado
de la mujer.
Por supuesto, que antes de
este homenaje a las mujeres, en su esquina, hay en una vitrina la imagen de
María Auxiliadora con su mirada serena que escudriña a los moteles y en la
cual, en su base, hay diversas placas donde el deudo agradece el favor
recibido. A lo mejor también la presencia de esa imagen religiosa es como una
manera de exorcizar este lugar dedicado a la putería y al erotismo.
La imagen principal para el homenaje a las mujeres, a su papel en el discurrir de esta historia de la ciudad, comienza con una escultura de Olga Inés Arango donde tres mujeres coloreadas, parece por muchachos de preescolar, con su rostro vociferante se levantan no en armas sino en almas para reclamar el injusto relegamiento, y además miran hacia los moteles, pero hay algo en esa escultura, esas mujeres sin dignidad se parecen más, debido a sus vinilos baratos, a las mujeres que oficiaban de putas en su momento por estas calles. También han sido dispuestos varios bustos, me refiero a la representación artística de ellas, de catorce mujeres. Las escogidas por esa junta en tiempos de Fajardo, fueron la Cacica Dabeiba, la Cacica Agrazaba y María Centeno, de las cuales se inventaron los rostros, o sea, falsificaron la vilipendiada iconografía histórica. ¿Será verdad tanto valor? ¿Tanto arrojó? ¿Será una falsificación histórica? Luego sigue Simona Duque que tuvo su nicho en lo que más tarde sería el Parque del Periodista. Allí la reemplazó y luce su indecencia y su mediocridad el cubano Manuel del Socorro Rodríguez. Como la alcaldía de Medellín, en su momento, no le interesaban los homenajes a este tipo de periodistas, ideó algo fuera de tono, al busto que perduraba ahí de Simona Duque, tras unos arreglos, maquillaje en bronce, lo adecuaron, le dispusieron gafas redondas y quedó convertido por arte de las manos del escultor disoluto en Manuel del Socorro Rodríguez que no era periodista sino un soba chaquetas de la Colonia.
La imagen principal para el homenaje a las mujeres, a su papel en el discurrir de esta historia de la ciudad, comienza con una escultura de Olga Inés Arango donde tres mujeres coloreadas, parece por muchachos de preescolar, con su rostro vociferante se levantan no en armas sino en almas para reclamar el injusto relegamiento, y además miran hacia los moteles, pero hay algo en esa escultura, esas mujeres sin dignidad se parecen más, debido a sus vinilos baratos, a las mujeres que oficiaban de putas en su momento por estas calles. También han sido dispuestos varios bustos, me refiero a la representación artística de ellas, de catorce mujeres. Las escogidas por esa junta en tiempos de Fajardo, fueron la Cacica Dabeiba, la Cacica Agrazaba y María Centeno, de las cuales se inventaron los rostros, o sea, falsificaron la vilipendiada iconografía histórica. ¿Será verdad tanto valor? ¿Tanto arrojó? ¿Será una falsificación histórica? Luego sigue Simona Duque que tuvo su nicho en lo que más tarde sería el Parque del Periodista. Allí la reemplazó y luce su indecencia y su mediocridad el cubano Manuel del Socorro Rodríguez. Como la alcaldía de Medellín, en su momento, no le interesaban los homenajes a este tipo de periodistas, ideó algo fuera de tono, al busto que perduraba ahí de Simona Duque, tras unos arreglos, maquillaje en bronce, lo adecuaron, le dispusieron gafas redondas y quedó convertido por arte de las manos del escultor disoluto en Manuel del Socorro Rodríguez que no era periodista sino un soba chaquetas de la Colonia.
Esquina de las mujeres, crucero Bolívar con Daniel Botero |
Luego siguen las otras
damas, es decir sus bustos en bronce. Inicialmente fueron situadas en un
terraplén, seguro para que hubiera interacción con ellas por parte del público,
para que las vieran a ellas cercanas en este presente que las había olvidado,
pero luego los bustos de estas mujeres, a lo mejor para evitar jerarquías
fueron dispuestos y erigidos sobre bases cada una dejando el terraplén,
igualándolas a las otras para evitar maledicencias con las autoridades de
algunas ONGs y con el feminismo radical. Siguen en esa esquina, nunca del
movimiento, María Martínez de Nisser, María Cano, la Madre Laura, Blanca Isaza de
Jaramillo Meza, Jesusita Vallejo de Mora Vásquez, Débora Arango Pérez, Luz
Castro de Gutiérrez, Benedikta Zur Nieden de Echevarría, Rosita Turizo de
Trujillo y Luzmila Acosta de Ochoa.
Por supuesto, no se menciona
por ninguna parte a Sofía Ospina de Navarro, más representativa que muchas de
las anteriores, a lo mejor por ser conservadora o a Pilar Moreno de Ángel una
historiadora relevante. Además, con este criterio selectivo, y poco democrático
se dejó de lado un verdadero icono de las noches y del placer en Medellín, y
que precisamente en los últimos años de su vida, ya mayor, ya gastada por los
abusos de la putería, por ser la amante provisional de tantos hombres que la
visitaron y entraron a su casa y a su cuerpo. Ya que en esta misma esquina de
Bolívar con la calle 73 (Daniel Botero) N.51d-14, donde se homenajea a otras
mujeres, algunas talentosas, otras haciendo bulto, otras llenas de civismo y
entusiasmo, tratando de configurar un relato apresurado, se olvidó a las damas
de las noches, aquellas que vivían, y ejercían aquí mismo. Y ella, María Duque,
que vivió en esta esquina, desde su casa
pobre, enferma y masacrada por sus amantes y sus abusos, aquella que era morena
y troza. María Duque que, desde aquí, le solicitó a Fernando Botero,
que le ayudara, ya que andaba muy mal mientras le bailaban ambas cajas de
dientes en su boca. Pero Botero ya transitaba en otros países y lamía las
mieles de la gloria en vida, mientras los marchantes ubicaban su talento y su
obra en las ciudades más reconocidas del mundo, desde Oriente hasta Occidente,
pasando por Europa y los Estados Unidos. No podía creer que su amante, ya una
anciana, lo recordara y le dijera una tarde de 1993, en un programa de RCN, que
era aún mi pipiolo. Solo en un cuento Danilo Kiss, en otros países y otras
latitudes, les hace un homenaje a esas amadas mujeres de muchos y de nadie.
Ella, por la moralidad de
nuevo cuño, no podía estar inscrita en la lista de esas mujeres; sería el colmo.
Ella nunca tuvo el prestigio de las Ibáñez, y menos, alguien que le escribiera
un reconocimiento sobre su misión en la vida, porque ser puta no solo es
degradante sino un oficio de mucho valor, al ser abordadas por ese personal
masculino, esa caterva, esa fila de caballeros que solo tienen dinero para
acostarse con estas damas menospreciadas ahora y siempre. Nadie la recordó.
Ella tampoco era Manuelita Sáenz que tuvo a su Libertador.
Ya desde esta esquina Bolívar más hacia el norte aparece La Curva del Bosque propiamente dicha. En la actualidad el pasaje, la calle que languidece, no ofrece ninguna circunstancia que llame la atención, ya que se trata de casas comunes, de negocios y de arreglos de carros. Pero aquí en Bolívar con la 77 había dos negocios, el Caribe y el Rayito de sol que eran dos cantinas para los bebedores nocturnos; ahora uno es un restaurante y en la otra esquina, otro negocio, Son Diésel, para reparar autos. Ya frente a la casa de Mariana Gómez, en Bolívar con la 78, Bustillo, nuestro guía, olvida que Simón Bolívar hubiera pasado muy bien por esos pagos. En el primer piso quedaba el restaurante y en el segundo los aposentos de las mujeres. Se dispuso rejas a las ventanas del segundo piso, ya que no hay nadie más renuente que un tipo satisfecho, no quiere pagar su importe a la dama, y era frecuente que los clientes, sí, ellos que antes eran el colmo de la amabilidad, les halaran las orejas a estas chicas, es decir, en lenguaje popular las conejiaran, y se volaran sin pagar, brincando desde el segundo piso a la calle. Mariana Gómez, además, ideó una fina atención al disponer dos autos para llevar a sus buenos clientes bien cómodos y satisfechos a sus casas. De ahí, y con los días nació, una empresa de trasporte, Tax Milancito. Mucho más tarde la vendió a un médico que la convirtió en Tax San Pedro. La casa de Mariana Gómez no la resquebrajó ningún terremoto ni el temblor de las parejas; luce aun sus paredes en cemento y sus puertas y ventanas de color café y en plena esquina hay un grafiti ponzoñoso sobre la esquina cariada.
Casa de Mariana Gómez |
Ya desde esta esquina Bolívar más hacia el norte aparece La Curva del Bosque propiamente dicha. En la actualidad el pasaje, la calle que languidece, no ofrece ninguna circunstancia que llame la atención, ya que se trata de casas comunes, de negocios y de arreglos de carros. Pero aquí en Bolívar con la 77 había dos negocios, el Caribe y el Rayito de sol que eran dos cantinas para los bebedores nocturnos; ahora uno es un restaurante y en la otra esquina, otro negocio, Son Diésel, para reparar autos. Ya frente a la casa de Mariana Gómez, en Bolívar con la 78, Bustillo, nuestro guía, olvida que Simón Bolívar hubiera pasado muy bien por esos pagos. En el primer piso quedaba el restaurante y en el segundo los aposentos de las mujeres. Se dispuso rejas a las ventanas del segundo piso, ya que no hay nadie más renuente que un tipo satisfecho, no quiere pagar su importe a la dama, y era frecuente que los clientes, sí, ellos que antes eran el colmo de la amabilidad, les halaran las orejas a estas chicas, es decir, en lenguaje popular las conejiaran, y se volaran sin pagar, brincando desde el segundo piso a la calle. Mariana Gómez, además, ideó una fina atención al disponer dos autos para llevar a sus buenos clientes bien cómodos y satisfechos a sus casas. De ahí, y con los días nació, una empresa de trasporte, Tax Milancito. Mucho más tarde la vendió a un médico que la convirtió en Tax San Pedro. La casa de Mariana Gómez no la resquebrajó ningún terremoto ni el temblor de las parejas; luce aun sus paredes en cemento y sus puertas y ventanas de color café y en plena esquina hay un grafiti ponzoñoso sobre la esquina cariada.
Por aquí pasaba la quebrada
el Molino y por aquí mismo Paulina Castaño poseía un lugar donde había abierto
los baños. Por supuesto que ya las quebradas como la Bermejala, antes el
Zancudo, la Cimitarra, la San Francisco, la del Ahorcado, han sido tapadas ante
el avance de las urbanizaciones.
Ya por la calle 78 quedaban
situados el Berna y La Cueva, conocidos lugares de diversión masculina,
prostíbulos de renombre; ahora lucen, casi inocentes, otro oficio como el Centro infantil, Explorador de sueños y en seguida, el Banco de prueba para chasis y camber y caster. El tiempo y el desalojo ocupan
su lugar.
Luego de estos baños, a la
subida para Bermejal; o sea para, Aranjuez quedaban los baños de Amito, Cipriano
Álvarez, que era más pequeño que el Edén pero tenía buena clientela debido a
que allí vendían tamales, longanizas y empanadas. Una de las costumbres en ese
Medellín era ir a caballo los domingos en la mañana a bañarse donde Cipriano y
a tomarse unos buenos tragos de anisado en las tardes como fachada.
Contrastaba con los baños de
Tano, situado cerca de la estación del tren, más abajo, que les daba el baño
gratis solo para de esa manera vender comestibles. Según Ricardo Olano, el
municipio compró varias casas, entre ellas la de Baños el Edén, que tenía
billares, cantina, restaurante, baños de agua limpia debido a que aún no se
habían poblado las cercanías. Además, dos casas que había en los límites del
Bosque se destruyeron porque estaban dedicadas a la prostitución. Los Baños del
Edén, perdurarían hasta 1913, cuando serían absorbidos por un nuevo lugar, el
Bosque de la Independencia de Antioquia como
sería nombrado en 1921. Luego en, 1961, sería conocido como el Jardín Botánico
Joaquín Antonio Uribe.
Ya en el Carretero, la calle
de las Pizas, la calle del Prado, la carrera 7; o sea,
Carabobo, estaba el Café Palermo que también era hotel en el segundo piso donde
oficiaba María Duque, la amante de Botero, y además amante municipal de muchos
medellinenses que venían a su casa ensordecidos por su belleza y amabilidad.
Ella decía que su cama en madera de comino crespo era para aguantar los más
duros embates de esos guerreros paisas. Pero algo es cierto, no sé si por
pudor, hacia el llamado, El oficio más viejo del mundo, o por dejar de lado la
sexualidad en el momento en que mayor ha sido agredida; se
dejó de lado a esta mujer valerosa que le dio a tantos hombres la calma
necesaria y la felicidad de unos minutos al escapar de casa con alguna soltura
o más simple como Fernando Botero, aun un aprendiz, que se debatía entre ser
torero o pintor, que sin un centavo venía por estos pagos a buscarla.
Casa de María Duque |
Aquí en el Bar Palermo, donde
había cantina y burdel en el segundo piso, oficiaba María Duque. María Duque era
la auxiliadora de estudiantes, era alta, morena, bohemia y troza. Solía salir a
caminar y a bailar con Botero. A ella le gustaban los estudiantes. Desvirgarlos
era su destino, su pasión. María Duque había llegado de Yarumal ya viuda a los
22 años y se fue a Guayaquil a la pensión Patria, pero ella, que era apátrida,
recaló en Lovaina en la casa de Lola, la Polla, y, debido a su condición de
agraciada mujer, fue considerada y codiciada por los libertinos paisas y fue
considerada por un tiempo la reina de Lovaina. Botero la buscaba en la casa de
Ana Molina, y luego en su propia casa por Carabobo, frente al Bosque, aquí en el
segundo piso del Bar Palermo. El pintor iba con algún libro, ya que leía
románticos franceses y a Vargas Vila. Ana Molina lo recordaría como un muchacho
tímido y muy sencillo con un libro como compañía. A María Duque le gustaban los
estudiante que le recitaban Las dádivas de Porfirio Barba Jacob; y ella,
conmovida, suspiraba y se enternecía hasta el punto de llevarlos a su cama, a
esa cama maciza, grande, que ninguno de sus amantes logró hacer tambalear. El
poema es largo pero lujurioso y conmovedor, he aquí un fragmento; “¡Mujeres de un tiempo florido y lejano! /
¡Mujeres de un tiempo duro, tempestuoso! Las que ofrendan cándidas, el beso
temprano, / las que dan, malignas, vino peligroso... / las que piden bellos
madrigales/ y dardos ocultos en las breves glosas/ que van a adularlas... /
¡Mujeres que ponen su soplo en las rosas/ para deshojarlas! /.
Allí Fernando Botero, con un
libro debajo del brazo, iba a visitarla, muy circunspecto el hombre, muy serio,
no a buscar el ambiente de estos lugares para bocetearlos sino halado por las
peripecias amorosas de María Duque. Hay un antecedente lejano en el tiempo.
Nada menos que Tolouse Lautrec que en las noches pernoctaba en los diversos
burdeles de París para aprovisionarse de detalles y pintar esos paisajes
nocturnos de Montmartre, en el Moulin Rouge, sobre todo, y en el Mirlinton.
Tolouse Lautrec buscó esos temas en las zonas oscuras donde los faroles
callejeros se apagan porque ahuyentan la perseverancia de la moral como manera
de hurgar la vida. Pintó en su etapa madura carteles de esos cabarets, a los
bebedores de absenta, a las prostitutas, Jane Avril, su musa, los circos y,
sobre todo, saber cómo las luces del Moulin Rouge, lo abarcaban en su dimensión
creativa.
Fernando Botero lo haría más
tarde, no al instante como lo hizo Tolouse Lautrec, sino que aguardaría muchos
años, unos treinta más o menos, para hurgar en su memoria y para pensar que
debía contar lo que él mismo había vivido y disfrutado. A lo mejor sabía el
destino y el silencio sobre Débora Arango que había pintado a las putas de
Guayaquil, en Maturín, cuando iba a cobrar el arrendamiento de los locales de su
padre, y, por supuesto, en Medellín, las putas no eran dignas de aparecer en
obras de arte. Entonces, Botero, sacó a relucir cuando ya tenía una forma de
contar, es decir, de pintar ese momento placentero, ya convertido en oasis, en
reminiscencia, y es por esa razón que realiza esa referencia a su continua ida
hasta la Curva del Bosque donde las sílfides paisas, mujeres de la noche, que
estuvieron a su lado, que le abrieron no solo más tarde su estro creativo sino
que le abrieron las puertas para que entrara a jugar con ellas. Noches lascivas
y de contenidos llenos de placer para el joven pintor que nunca sabremos si les
decía poemas de algún romántico francés o le leía algún texto escabroso de
Vargas Vila, a cambio de sexo, o entraba
serio, imparcial e impoluto, alelado y alegrado por los cuerpos de esas mujeres
que lo cuidaron para que no saliera de su ensoñación sino para tratarlo como un
joven príncipe de la pintura. De ahí que Botero desde los años 70 les realiza un
homenaje idílico y amoroso a esas mujeres que lo acogieron cuando a las once de
la noche muchos medellinenses abandonaban el Centro y se iban para la Curva del
Bosque a seguir la bohemia con el condimento del placer y a no leer las
pastorales de los curas. De ahí sus pinturas como homenaje: La casa de María Duque, La casa de Ana Molina (1972), La casa de las mellizas Arias, (1973), La
casa de Raquel Vega (1975). Amanda (1982), La casa de Amanda Ramírez (1988),
Amparo (1979), Teresita (1970), Maruja (1979), Adela (1971), Delfina (1972),
Aurora (1972), Rosita (1970), Pequeña prostituta (1982), Rosaura (1986).
Casa de María Duque, Fernando Botero, 1970 |
Aquí, al frente de esa casa
de color amarillo apagado, santuario de la putería de los años 40, de dos pisos
con arcos en sus puertas de color caoba, que salen al balcón y con dos visillos al extremo, da la impresión de que allí no vive nadie como si lo vivido en épocas
anteriores hubiera bastado. En el primer piso se lee un aviso, Materiales para
construcción. Carabobo se adecuó al cambio y nadie sabe que esa casa posee una
historia lubrica y lujosa.
Para algunas personas que
visitaban el Bosque de la Independencia, siempre existirá la presencia del lago
con sus barquitas los domingos. Iban elegantísimos, los hombres de traje y
corbata y las mujeres parecía que iban para un cóctel y los niños divinos, como
decían, con pinta dominguera, a montar en burrito y a comer delicioso. El bosque
hasta los 60 era abierto y sin muros. Los domingos en la mañana había Retreta, luego la rueda de Chicago, como atracción y los burritos, para los jinetes como consolación. Todo un entretenimiento familiar y muy
casero. Muchos adolescentes iban de pesca a sacar pececitos de colores y
buchonas, pero detrás de esa diversión idílica en familia, los domingos por la
tarde el Bosque se convertía en un parrandiadero donde, los policías y
soldados, buscaban las chicas del servicio, y, por supuesto en la noche persistía,
rodeado de casas de prostitución donde se divertían las personas mayores con su
juguete placentero.
El sexo y el licor, la conversación y el baile, a partir de la caída de la tarde, emergía con el otro rostro de la ciudad junto a los animales nocturnos y, por supuesto, junto a esa cáfila DE matronas, pupilas, amantes ocasionales, jíbaros, porteros que abrían las puertas de la ciudad al placer como manera de expoliación y de presencia.
El sexo y el licor, la conversación y el baile, a partir de la caída de la tarde, emergía con el otro rostro de la ciudad junto a los animales nocturnos y, por supuesto, junto a esa cáfila DE matronas, pupilas, amantes ocasionales, jíbaros, porteros que abrían las puertas de la ciudad al placer como manera de expoliación y de presencia.
Esta tarde Hugo Bustillo,
junto A Luis Fernando Cuartas y A Carlos Vásquez, nos ha revelado uno de los
rostros perdidos de Medellín.
Bibliografía.
-Orozco Guarín Carlos
Andrés. Inicio, esplendor y ocaso de la prostitución en Lovaina (Medellín), 1925-1955.
-Londoño Vélez, Santiago. Botero, La invención de una estética. Villegas Editores, Bogotá, 2003.