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Patrimonio restaurado: Edificios Carré y Vásquez
El Carré y el Vásquez,
Memoria urbana de Medellín en el contexto de
Guayaquil,
2012.
Secretaria
de Cultura Ciudadana
Luis Fernando González
Días de 1975, cada que pasaba
en bus para el Centro, ruta Floresta-Estadio, veo el costillar del edificio Vásquez
pintado burdamente, el segundo piso de un blanco, ya sucio, entre sus
desvencijadas ventanas verdes y de un rojo mate el primer piso, pero qué digo,
si entre la multitud de vendedores del Pedrero, son dos edificios arquitectónicamente
iguales, el otro es el Carré. Luego, con los días, he caminado, visitado,
entrado a los bares del primer piso. Mucho más tarde busqué el rastro de Darío Lemos
en el Hotel Santana inscrito en el Vásquez, poblado de indígenas ecuatorianos
con sus mercaderías: abrigos de lana, bolsos y chanclas. Me gustaba y aún me
gusta el terminado en ladrillo desnudo en las paredes donde no ha sido masacrado
con la pintura de ocasión que lo despojan de su originalidad y esplendor, lejos
de las edificaciones cubiertas toscamente con revoque o con graniplast que ya
se había puesto de moda.
En ese mismo momento, esos
años, la plaza de mercado fue trasladada y de una vez se le asestó un golpe mortal,
lo que afectaría no solo a este par de edificios sino el entorno, ya que comenzó
un silencio oficial, una desidia, señuelo de la destrucción, que dejó que este
lugar, construido por otras generaciones, sufriera un largo e insensible
proceso de deterioro. En esta misma plaza que antes fue centro de interés, el edificio
de la Farmacia Pasteur fue abandonado hasta ser incendiado, la plaza misma fue destruida,
seguiría el Pasaje Sucre, y al frente, la Estación del Ferrocarril también
sufrió este proceso, permaneciendo intacta apenas una mínima parte de ella. Este par de edificios, el Carré y el Vásquez,
subsistieron.
A quienes caminamos la ciudad,
para disfrutarla, para visitarla, para perdernos en ella, con cierto énfasis a
la manera de Benjamín y antes por Baudelaire, buscar la ciudad, caminar sus calles,
es un acto de fe. Lo digo en este sentido, la ciudad cambia, se trasforma. La
ciudad en ebullición de un momento a otro se innova, pero el sedimento que ha
quedado es la pátina del tiempo que aún deja ver, entre edificios recién construidos,
nada menos que algunos otros edificios, o al menos algunas fachadas de ellos,
con los cuales surgen diversas preguntas, por supuesto, relacionadas con su
origen, con su uso; son su presencia.
Nunca he querido pasar al
frente de un edificio sin dejar de preguntarme, ¿quién lo diseñó? ¿Quién lo construyó?
¿En qué momento lo terminaron? ¿Cuál ha sido su uso? ¿Qué materiales se han
utilizado? Debido a que un edificio es la summa de un momento muy específico.
Además es el emblema de un período muchas veces de apoteosis de una actividad
determinada. En él se resumen diversos nombres, los inversionistas díscolos y aviesos,
el arquitecto que lo diseñó, quienes intervinieron en la obra, y, así mismo,
quien lo ha habitado, y de qué manera, qué materiales fueron utilizados. Es
decir, un edificio no es una construcción que ocupa un terreno, ya que desde
ese mismo momento se convierte no solo en una presencia sino en una huella con
toda una significación.
Por esa razón al leer el libro
de Luis Fernando González, El Carré y el Vásquez,
Memoria urbana de Medellín en el contexto de Guayaquil, 2012, su autor ha
respondido esas preguntas que el flaneur se ha preguntado sobre este par de inmuebles,
cuándo en las tardes de domingo, en la década del 75 hasta esta década nunca
prodigiosa del 2017, caminaba, camina, por Carabobo con San Juan buscando los vestigios
de Guayaquil, ya en su caída lisa y perfecta.
Y es que en esta investigación
sale a flote la construcción de Medellín hacia este sector, Guayaquil, cuando también
quería proseguir más allá de esa zona, con una barrera al frente, donde los
pillos de antes se escondían del asedio policial, los terrenos que empantanaban
la creciente del río Medellín, pero había algo tenebroso, los zanjones que eran
verdaderos focos de lodazal y pestilencia.
De ahí que Luis Fernando
lleva al flaneur no solo a través de las páginas de su investigación, como por las
calles, sino también por los diversos momentos y determinadas circunstancias históricas, entregando y diseccionando a través de
archivos notariales, judiciales, periodísticos, revistas, entrevistas,
testimonios, la razón por la cual estos dos edificios fueron erigidos,
planeados para un propósito determinado y hayan padecido los avatares de
diversos usos, así como la pertinencia de algunos incendios, el abandono total,
hasta su recuperación actual.
Dentro de esa topografía
de la ciudad, dentro de ese indagar, un par de nombres sirven para una
pesquisa, para un aprendizaje. Lo digo de una manera sucinta, por estos edificios
denominados, el Carré y el Vásquez, tanto por los inquilinos, tanto por algunos
historiadores y los habitués cercanos del comercio y de sus bares ruidosos. No habían
caído en cuenta que el Vásquez era nombrado en honor al poderoso comerciante,
Eduardo Vásquez Jaramillo, venido desde Fredonia y Venecia a hacer carrera de
millonario a Medellín. Ese nombre ha bastado para sugerir, analizar la huella
del ámbito mercantil y de comercio, junto a un puñado de ciudadanos como Coroliano
Amador, Vicente Villa y Vásquez mismo, hasta de sus ambiciones, hasta de sus capacidades
para combinar dos formas no de lucha sino de enriquecimiento al aprovecharse de
los, en apariencia irrestrictos concejales y políticos, para borrar la frontera
entre lo público y lo privado. En ese solo nombre, Vásquez, se entrelazan todos
esos intereses, todo ese aprovechar del municipio, aquí en la plaza, hasta
saber que Vásquez, refinado, se iría a vivir temporadas a Francia y dejaba encargado
del manejo de sus edificios y negocios entre otros a Pedro Nel Ospina; lazos familiares.
El Carré, es una referencia
a su constructor, Charles Emile Carré, arquitecto francés, que inicia ese
aporte que muchos extranjeros tuvieron con su talento y presencia en la ciudad,
en la forma como fue recomendado por el clero para construir la catedral de
Villanueva, y en los otros edificios que construyó; o sea que él no fue una
simple persona que llegó por estos pagos allende del océano, sino que Luis Fernando
lo ubica y le da toda la dimensión como una de aquellas personas creativas y valiosas,
el arquitecto de moda, que ha dejado una huella en la Villa.
Sí, ahí, en esos dos
edificios, perdura una parte de la ciudad, aquella diseñada por los diversos arquitectos,
aquella que habla desde el momento en que han sido creados, cuando se inscribieron
dentro del ambiente, dentro del paisaje de la ciudad, y que con los años quedaron
como símbolos, expresión de un momento, cuando el comercio se iniciaba con todo
su furor. Desde el esplendor inicial hasta los incendios del Vásquez, el edificio
quemado, como le dijo una generación, así como el uso en sus primeros pisos y
el abuso en las pensiones del segundo piso de ambas edificaciones y de cómo, ante
la necesidad de la ciudadanía, con los años, los fueron convirtiendo en pensiones
miserables, en inquilinatos de baja estofa, a medida que existía el cambio de manos,
ya que Vásquez estaba más interesado en vivir en Francia que en Medellín, y saber
cómo, en el transcurso del tiempo, a los nuevos dueños solo les interesaba la
renta, nunca la preservación y el embellecimiento hasta que el municipio decide
comprarlos.
Había en el segundo piso del
Carré, una suerte de café con billar con un nombre único, Club Demócrata, todo
un oxímoron, porque no hay nada más antidemocrático que un club, al menos en
Medellín donde la palabra, club, poseía esa aureola del Club Unión, donde no se
podía entrar. No sé si este nombre se deba a ese deseo de quebrantar la llamada
exclusividad, desde el punto de vista popular, como se dio con todo el peso de
su significación en este espacio.
En El diablo tiene la vela de Juan Roca Lemus, Rubayata, da una idea
del deterioro, del uso y abuso, del “Pasaje Carret” como lo llamaba: “El barullo
era dominante. Los mercachifles se apelotonaban y las clientelas diversas se
meneaban en los bares, echados sobre las aceras en almacenes, en
barberías, con música que tronaba a
todas horas. A la puerta de aquel tenebroso edificio, una mujer al pie de una
mesa vendía maní, cigarrillos, fósforos y confituras. Judit se acercó en ademan
de compra, solo para entrar todo el poderío de su vista, como una barrena,
hasta la oscura profundidad de aquel primero piso donde zumbaban los mosquitos
del pecado”.
También, en ese universo
medellinense, Gonzalo Arango poseía su guarida secreta. Le gustaba visitar los
bajos de este par de edificios para rememorar, en medio de unas copas de licor,
el camino y fracaso de su padre, de quien no quería seguir sus huellas, ni sus
empleos de acuerdo al partido ganador. En cantinas, cuajadas de aventuras de
este Guayaquil ya inexistente, el nadaísta, sin darse cuenta, escribía sus
pasos, sus visitas, indagaba por su ser sin horarios fijos. Pero también era un
método para huir de sus sitios en otra parte de la ciudad para aislarse mientras
chupaba un cigarrillo y miraba, con prudente descaro, la vida casi inexistente
de los demás.
Al restituir Luis
Fernando, la historia y la presencia del Carré y del Vásquez sabemos que en estos
dos edificios, en su mudez, en su silencio, en este rescate de lo invisible,
existe una historia, pero no aquella que va de boca en boca y se tergiversa, sino
que su autor la ha devuelto desde el mar de la oscuridad, del silencio y del olvido.
La ha situado y le ha dado el valor especifico a este par de edificios que se han
salvado de la rapiña de la destrucción y que aun lucen su nobleza como expresión
de lo que fue ese Guayaquil del comercio, de los inicios de esa ciudad que se devora
así misma.
Cierto, un libro es un
mensaje enviado a un presente como cuando se arroja una botella al mar del
tiempo. Apenas ha llegado a mis manos y lo he leído de un tirón, buscando esas preguntas
que me había hecho desde la década del 70 cuando mis manos pasaban por las paredes
de esos edificios y nada sabía de su origen, mi de la poesía negra de su
decadencia hasta nuestros días cuando el municipio los compró y así, en ese aggionarmento,
se preservaron ambos, cuando en su entorno la Pasteur y el Pasaje Sucre habían sido
destruidos, así como la configuración de la plaza.
En este libro no solo perdura
lo que podía denominar la vida útil del Vásquez y del Carré, su restauración, extraña
con dos arquitectos diferentes, sino que la investigación minuciosa, acertada, le
da presencia al poder de evocación de estos dos edificios que Luis Fernando devuelve
a la presencia, para reintegrar una parte de Guayaquil con el estrépito de su
comercio, de sus gentes, antes de que el inclemente progreso mal planeado acabara
con las otras huellas. Ya se fueron la de los bares que solo han sido registrados
en algunas anécdotas, así como los teatros, así como las distribuidoras de
abarrotes.
Su indagación, la mesura
de su escritura, está impregnada de un compromiso lúcido que se mueve entre los
meandros sinuosos de la historia, donde notamos la exclusión de lo ético en
favor de lo político, entre el concepto de lo popular que redefine los
territorios con su uso del suelo, con su abuso, con su justificación. Ambas
zonas en las cuales se disuelve este concepto de ciudad, que a pesar de todo, es
capaz de renovarse, de regenerarse, de reescribirse, pero también de olvidar.
De ahí la importancia de este libro, que es un aporte extraordinario, creativo,
esclarecedor, documento indeleble, abierto a tantos interrogantes acerca de una
sola pregunta que nunca será respondida, ¿Qué es lo que pasa en la ciudad, que
algún día fue de la eterna primavera, nunca de Praga, por supuesto? Así la
lectura prosigue en este análisis ya nunca archivado, y dispuesto a
reconsiderar con sensible fidelidad los valores, el trasunto de nuestra
idiosincrasia de ideas fijas, de negocios y de cierto énfasis en el triunfo
personal, pero Luis Fernando González, lúcido, atento a la transformación de
Medellín, pone a prueba los conceptos de progreso con esos valores antagónicos cuando
los sucesos de la realidad tergiversan todo tipo de idealización del pasado. Crudo
e inteligente, su autor, ubica y redefine parte de un hito histórico casi
perdido. De tal manera este libro recobra un reciente pasado y evita que se
diluya ya que, como en un palimpsesto, su autor recobra, disecciona, indaga,
escribe, describe, e identifica, ese largo viaje a la memoria perdida para
devolverla al presente.
Este texto escrito sin
especulaciones ni improvisaciones, con unas pulcras imágenes y razonamientos,
acercan al poder de la nostalgia; eso sí, sin trazas de ostentación menos de
esa diletancia que entregan quienes se refieren al pasado como un cúmulo de
anécdotas y desactivan cualquier explicación.
Luis Fernando González es
sinónimo de prudencia, sus investigaciones compensan, aciertan, abren una
pregunta y dan la explicación buscada. Sus investigaciones hay que leerlas sin
afán, de una manera diáfana ya que destilan las convicciones de su fecunda
seriedad para así comprender que dentro de toda esa sensatez, donde se
entrecruzan diversos saberes, acaba explicando esa ardua relación entre lo
moderno como predeterminado por el pasado.
En la ciudad de las
huellas invisibles, este texto posibilita las repuestas sobre el cambio de
paisaje, cómo ha sido transformado de una manera inclemente. También facilita
interrogarlo desde la certeza de una ciudad que se construye y auto destruye con
escasas alternativas de valoración y menos de conservación. Así, desde varias
perspectivas, Luis Fernando, al internarse en la historia, detecta detalles que
han pasado inadvertidos y nos devuelve una justa memoria, fresca y vital, donde
aprendemos, aprehendemos, escudriñamos que estas huellas aún perduran. De tal manera
podemos visitar este par de edificios -ornamentados con la magnificencia del
ladrillo desnudo-, apegados a la memoria recobrada en su libro que nos
sorprende.