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Nuestra
Señora de las Nubes de Alberto Sierra (
Víctor Bustamante
A Alberto Sierra hay que reconocerlo por su labor en el teatro, no solo como autor de una obra muy personal, sino como maestro de algunos grupos que ha conformado. A él lo hemos tenido tan cerca que hay algo poco tranquilizador, que lo hacía volver casi invisible en esa labor tan indulgente, como es trasmitir sus experiencias, y ahora, al ir a verlo en plena actividad es como si descubriera aquella persona, amante del teatro, tan significativo para esta labor de artista a veces menoscabada, pero que mirado en su dimensión es cuando nos damos cuenta de la importancia que él adquiere no solo en el manejo de las obras, sino en la preparación de esos grupos de muchachas y muchachos que descubren con él ese aspecto tan diferente en sus vidas, aprender a actuar y adquirir una buena dosis de libertad creativa, ya que él al teatro le da ese toque tan personal, que es esa alegría de saber que cuando uno se sienta a ver sus obras el tiempo se olvida.
En Nuestra Señora de
las Nubes
vemos como existe la reducción ultrajante de un grupo de personas al exilio y
al despoblamiento, lo cual ocurre tan a menudo que uno termina casi aceptando
que este infausto suceso acontece como si fuera un simple titular noticioso. Cuando
vemos a la pareja que aún no pasa el alambrado, símbolo del rechazo, como el legado
menos diciente se nota el sufrimiento debido al desarraigo, pero algo es
cierto, esta pareja, se adecúa a supervivir lejos del mundo arrebatado, como la
espuma de esta obra donde la oscuridad y la desgracia son la expresión más
acabada de la ignominia.
El
segundo sketch se inicia, al otro lado del alambrado, con otra pareja que
parece sacada de una época anterior y eso sí con mucho lujo, previsible en sus
vestidos, en la gorguera del padre y en el collar de las perlas de su hija. La
banalidad a veces se asoma en esos diálogos constantes. Ellos habitan en Nuestra
Señora de las Nubes, un pueblo fantasmal, que parece habitar en la memoria de
sus moradores.
Ya
en el pueblo, aunque no lo hemos visto, sabemos que existe en su
despoblamiento, y en la hija que quiere poblarlo con su amor al padre y en los
otros personajes, otra pareja, la abuela y su nieto medio idiota, Meme, ellos
hablan de las diversas familias y de sus contradicciones. Luego sale el
gobernador y su esposa en papeles bien definidos, parientes entre sí. Por supuesto
Meme con sus consejas se vuelve importante para el gobernador ya que revela un mundo
sórdido como es la historia del pueblo. Pero ese pueblo se me antoja fantasmal,
es como una arcadia que mueve a los actores a estar seguros porque ese pueblo
como ficción existe y los alienta seguir.
Luego
se encadena la escena cuando sale con maletas el gobernador y su esposa, además
la pareja de exiliados ya ha traspasado la valla, entran a escena con gafas,
cámaras de fotografía y guitarras como si habitaran en un paseo sobre su colcha
de cuadros. Entonces aparece en escena el director de orquesta dirigiendo
músicos invisibles, muy contento, que no le hace caso a una chica, su asistente.
El inventor de cosas inventadas en su silla de ruedas con su esposa, tan
desquiciada como él. En otra parte añade la mujer antes vista, el exilio
comienza cuando empezamos a matar las cosas que amamos. Luego, al final, llega
otro cuadro con una frase que involucra, una suerte de delirio final, supongamos
añade cada una de las tres mujeres a gatas sobre el piso en ese diálogo imaginario,
incordio final, como un círculo vicioso que supone lo que no va a ocurrir. La
acción continúa con un actor sentado al borde del escenario dirigiendo al
comienzo unas palabras al espectador y así mismo habla con el pelícano que hace
cosas imposibles, hasta seguir en un monólogo delirante.
Todo
matizado con ese humor que precede y hace patética la desgracia, un humor que
se desliza en el habla así de golpe, así casi sin darse cuenta en esa habla
cotidiana donde esos chispazos de las palabras parecen sacar a estos personajes
de ese momento donde sale la paradoja, que es como un tenue brillo en esa oscuridad
de vidas sin una solución próxima, sino ver como lo cotidiano ha sido destruido
y aun más se debe habitar un suelo extranjero donde la nueva vida apenas se
acomoda. De ahí que ese humor que destila tenue, preciso, pero síntesis de ese
dolor que se percibe lejano que a veces se convierte en ese brillo en la
oscuridad de vidas al desgaire.
¿No
habrá sospechado Alberto Sierra que la aceptación de su obra se debe, a lo
mejor a esa dosis de humor que embarga al público, con el rápido encadenamiento
de las escenas que hacen que el espectador esté pendiente, disfrute y olvide
sus circunstancias cotidianas? ¿Que es
un gran director de actores en formación, que no se nota en ellos la
inseguridad, sino que es notorio su tesón ahí en las tablas y que esta obra da
ese tiquete a cierta felicidad ya que el tiempo ha pasado y sentimos que la
hemos pasado en un oasis? Quizá, ¿se ha planteado la cuestión del equilibrio en
sus diálogos? ¿De la precisión del tiempo en cada una de las escenas? Algo es
cierto, con el transcurrir de los años la experiencia se torna en aquel conocimiento,
en aquella ductilidad para darle confianza y cordura a los actores para adaptar
los textos, construidos entre todos, con esas dosis de dramaturgia precisa.
Escribir
esta nota sobre Alberto es un simple acto de justicia a la parte creativa que
brilla en él, a su tranquilidad de saber todo lo que hace, lo que protagoniza,
lo que dirige, lo que indica con antelación para que la obra de teatro posea su
punto de vista, que sea una comedia en toda la extensión, es decir la
significación de ese teatro formativo que él prohíja. De ahí que luego al conversar
con él se acreciente, y además, que se abra ese abanico, esas páginas de su
memoria que se despliegan con su estilo de dramaturgo para ser aprehendidas en
una conversación que se había aplazado, y que mediante este encuentro adquiere
la solución de ese secreto guardado en él, que es nada menos que su experiencia
que en esos momentos determinados entrega en cuerpo y alma a la consolidación
de su obra, a la confianza y cercanía que le otorga sus alumnos de teatro, con
una actitud simple, con una palabra honesta, hay que educar desde esas vapuleadas
palabras, pero que en él adquiere otro matiz, desde el amor.