Carlos Palau |
Carlos,
¿Hasta qué punto era importante el cine en el ambiente familiar que viviste
durante tu infancia?
La deliciosa adolescencia la viví en un pueblo pequeño llamado Tuluá, donde hice mi primer largometraje en 1985, recuerdo esa querida etapa durante los años 60. Allí, el papá de un compañerito se hizo con el viejo y bellísimo teatro del pueblo, donde pasaban desde las maravillosas películas de El Santo o El enmascarado de plata hasta las de Buñuel y la Nouvelle Vague.
Claro, para mí, todo ese universo que se me revelaba en estas maravillosas películas influyó un día en mi decisión de abandonar definitivamente mis estudios de derecho, irme a Bogotá y encontrar un papel de extra en una cinta erótica colombo-italiana con Barbara Bouchet y Carmen Bilani, se filmó en Medellin y allí quedé fascinado al ver cómo se hacía una película.
La amistad que hice con el director italiano Mauro Ivaldi hizo que éste me asegurara que si viajaba a Roma me ayudaría convirtiéndome en su asistente de dirección. Mi padre, después de mucho pensarlo, decidió ayudarme a viajar a Italia; pero con una condición: ¡Sólo me daría un billete de ida y 200 dólares!
¿Qué película hizo que decidieras dedicar tu vida al séptimo arte?
Indudablemente, La novia vestida de negro, de François Truffaut, fue fascinante para alguien que se paseaba casi siempre solo por los teatros descubrir esa película, ¡Fue casi lo mismo que sintió San Pablo cuando cayó del caballo rumbo a Damasco!
¿Cuánto crees que queda en ti del niño que se maravillaba ante las historias que se contaban en la gran pantalla?
Aunque los años nos hacen a todos un poco más escépticos y cínicos, afortunadamente, conservamos aún ese deslumbramiento por las cosas simples de la vida, como mis caminadas de cada tarde por la ribera del río Cali, donde los árboles, el agua y el viento me hacen sentir vivo y agradecido de estarlo.
¿Qué te
dijeron en casa cuando les contaste tu decisión de estudiar cine?
Como te decía anteriormente, mi padre cedió, finalmente, e hizo posible el viaje a Italia, que fue todo un fiasco; cuando encontré al director italiano en las afueras de Roma, se extrañó de verme allí y nunca más quiso recibirme.
Aquellos 200 dólares se esfumaron como por encanto y terminé, como buen sudaca, vendiendo periódicos en las calles de Roma, lo que finalmente resultó fascinante, ya que en la Piazza Navona conocí a Richard Burton, que me regaló diez mil liras al pensar que le pedía dinero cuando, asombrado de verle, me acerqué a él; también conocí con mis periódicos a una directora de teatro, Ángela Redini, muy amiga de Rafael Alberti, vecino de ella en el barrio de Trastévere y que estaba montando una obra de un primo de mi madre, Enrique Buenaventura, obra que conocía muy bien.
Así que pasé de vivir en un albergue de inmigrantes africanos, tan pobres como yo, a hacerlo en un ático en vía Arco dei Monti, junto al Campo da Fiori donde, gracias a ella, conocí a Alberti y a algunos maravillosos directores italianos; pero la vida no se terminaba allí, sólo era un trozo del camino y ya sabía que sería duro y largo de recorrer.
¿Por qué elegiste concretamente París para formarte como cineasta?
A París llegué por el fiasco de mi desencuentro con el director Mauro Ivaldi y la claridad de que no podía convertirme en el mantenido de una notable directora de teatro romana; así que una tarde descubrí que la embajada de Francia se encontraba cerca del Campo da Fiori y me animé a entrar. Al preguntar que si en París tenían escuelas donde estudiar cine, me sacaron una lista de cincuenta. ¡Qué paleto y pueblerino era yo en esa época!
¿Cuáles fueron tus primeras impresiones como alumno de cine en Francia? ¿La realidad superó tus expectativas o te defraudó?
Una amiga colombiana, que aún vive en Florencia, me ayudó muchísimo a diseñar la estrategia para que mi padre me ayudara a ir a París, que no sabía ni dónde quedaba... Estando en Florencia, recibí una llamada del consulado de Colombia en Roma en la que me anunciaban que había recibido un giro de mi padre.
Al otro día estaba en Roma recibiendo los 800 dólares enviados por mi viejo y que pedí me dieran en francos franceses, ¡Una fortuna!. Así que, cual brillante paleto, llegué a París con mi inmensa maleta a ver por dónde comenzaba.
Y en la Alianza Francesa, donde alquilaban unas pequeñas habitaciones, me puse a estudiar francés y me matriculé en esa pequeña escuela de cine donde no entendía nada, sólo me enteraba cuando volvía a mi cuarto y traducía todo lo que nos habían enseñado durante el día. Una vez, otro sudaca, como yo, con quien había hecho buena amistad, me dijo que él vivía en un pequeño apartamento no lejos de allí y que me lo dejaba muy barato.
Hasta ahí llegó un día un señor que tocó a la puerta diciendo ser un enviado del Banco de Roma y que el cajero se había equivocado, que no eran 800 dólares los que debí haber recibido, sino 300.
Al ver mi sincero nerviosismo, me dijo que no me preocupara, que su función era encontrarme y cerciorarse de ver si podía recuperar para el banco ese dinero, pero veía que no había por dónde.
Siempre me ha acompañado una mano poderosa salvadora que en los peores momentos llega en mi ayuda, como la de una señora del consulado de Colombia en París; gracias a su bondad, hizo que conociera a un sonidista francés casado con una cartagenera, abriéndome así las puertas de la televisión francesa, donde hice un largo recorrido como aprendiz en programas de variedades hasta llegar a películas filmadas en los estudios de Joinville le Pont.
Tuve la suerte de que Marcel Bruwal, director de una de esas películas, me acogió con gran cariño y me permitió ver cómo hacía una de sus cintas, protagonizada por Michel Piccoli, Daniel Lebrun, François Simon… durante seis meses, no salí de mi asombro. Estaba aprendiendo, ahora sí, cómo se hacía una película; después vendría descubrir la Cinematheque Francesa y a su director, Henry Langlois, a quien seguía en sus cursos sobre el expresionismo alemán.
Por la Cinematheque pasaban todos los grandes cineastas del momento, como Rosselini, Godard o Pasolini, a quienes escuchábamos embelesados; más tarde descubriría que en el Colegio de Francia se podía escuchar, de forma gratuita, a Michel Foucault, Claude Lèvi- Strauss o Roland Barthes y en la universidad de Vincennes, el reino de la anarquía, a Gilles Deleuze y Félix Guatari.
Apasionantes años de formación, festivales de teatro en Nancy, donde conocí a Julio Cortázar, en Cannes, adonde llegaba como Pedro por su casa; aunque sin un duro. De esa época parisina sólo guardo los mejores recuerdos y el privilegio de haberla vivido.
¿Crees que el cine de cada país tiene su propio adn y va dirigido a un público geográfico muy determinado o piensas que sólo hay buen y mal cine, se haga donde se haga?
Sí, cada país tiene su marca cuando de cine se trata. El expresionismo alemán, danés o noruego sólo se pudo cultivar en esos parajes fríos y solitarios, que nos dieron a un irrepetible Ingmar Bergman.
O como la Nouvelle Vague sólo se pudo hacer en Francia, ya que nació de la rebelión de unos jóvenes críticos que no querían más ese cine clásico acartonado que se hacía en aquellos años 30 y 40.
Lo mismo ocurre con el neorrealismo italiano, sólo pudo incubarse en Italia, dadas las condiciones de pobreza durante y después de la II Guerra Mundial. Ahora, ¿Quién sino los hindúes pueden hacer el cine que ellos hacen?
¿Siempre tuviste claro que, tras tu formación académica, ibas a volver a Colombia o en algún momento pensaste quedarte a trabajar en Europa?
En París, descubrí El Viaje de los Comediantes, película de Theo Angelopoulos, quedé tan maravillado con su cine que me fui a buscarlo a Grecia, eso fue amor a primera vista.
Dos años después de ese verano en Grecia, en 1977, se anunció en las carteleras de los cines de París otra película de Angelopoulos, Los Cazadores, grandiosa. Y volví a Grecia, recorriendo el Peloponeso en bus y en una estación donde debía tomar una conexión para bajar más al sur estaba Theo Angelopulos.
Lo vi desde la ventanilla creyendo que alucinaba. Me bajé corriendo, le pregunté si era Theo Angelopoulos y el paleto que llevo a todas partes le dijo que estaba en Grecia gracias a sus películas. Pasé tres memorables días con él y su familia.
Una tarde, mientras navegábamos, me dijo que uno tiene que hacer cine en su país. Fue él quien me reveló lo que años más tarde haría después de mi viaje a India, regresar a Colombia.
¿Qué te atrajo de India, Nepal, Cachemira o Sri Lanka para ubicar allí la acción de tu primer largometraje?
En un viaje por tierra desde París a África del Norte, conocí en Túnez a una joven francesa con quien habría de vivir en París durante varios años. Su padre, Mario Bianchi, trabajaba en ese momento para la AFP, con sede en Nueva Delhi. Tuve siempre en mis recuerdos el poema El sueño de las escalinatas, del poeta colombiano Jorge Zalamea, ambientado en Benarés.
Llegó por fin el día de ir a la India para visitar a mi suegro, pero la relación terminó en medio de ruidos y vacas vagabundas en un país que casi me enloquece. Así que comencé mi propia bajada a los infiernos, saqué mi cámara y comencé a filmar en Benarés El sueño de las escalinatas, que se terminaría llamando En India.
Tu segundo proyecto de larga duración, “A la salida nos vemos”, obtuvo en 1985 un importante respaldo por parte del público e incluso fue premiado en varios festivales internacionales de cine, como el de Cartagena o Valladolid; sin embargo da la impresión de que no supuso el ansiado trampolín hacia la consagración definitiva. ¿Por qué no volviste a rodar hasta 2002, cuando vio la luz “Hábitos sucios”?
Cuando en Cannes vieron A la salida nos vemos, que estaba en proceso de ser seleccionada, me dijeron que la película estaba muy bien, pero que hacía unos años había estado nominada una película francesa parecida a la mía, La Boum, con Sophie Marceau, fue un momento muy triste y doloroso.
Recuerdo ir llorando por las calles de París, con los cinco pesados rollos en una caja de cartón, sin saber a dónde ir con ellos. Durante 17 años, en Colombia nadie pudo volver a hacer cine. Focine, adonde todos llegábamos buscando una limosna con que hacer una película, había cerrado.
Más tarde, en 2006, llegó “El sueño del paraíso”, una deliciosa película sobre la inmigración japonesa hacia el Valle del Cauca, ¿Te atrae especialmente la cultura oriental? ¿Qué crees que podemos aprender de ella los habitantes de Occidente?
Cuando los japoneses llegaron
a Colombia, concretamente a mi tierra, aquí sólo había ganado y una incipiente
industria azucarera; fueron ellos los que condujeron el primer tractor y
enseñaron a sembrar arroz y frijol.
Durante aquellos años del primer cuarto del siglo XX, ejercieron una gran influencia en el crecimiento económico de mi departamento. Por eso, siempre tuve presente, como eje central de la historia, su injusta persecución y confinamiento en aquel hotel-campo de concentración en el que fueron recluidos.
Inicialmente, por pudor, ellos no querían que contara esa parte de su historia, estaban empeñados en que no lo hiciera y yo, al mismo tiempo, les decía que, sin esa parte dramática y vergonzosa que habían sufrido, no haría la película.
Por fin, entraron en razón gracias a una matrona japonesa que los obligó a hacer la película tal y como estaba escrita. Semanas después de terminar el rodaje, esta maravillosa y divertida señora murió ahogada en un lago.
Adoro el cine japonés, especialmente a Kenji Mizoguchi y Yasuhiro Ozu. En Cannes, tuve el honor de sentarme junto a Nagisha Oshima cuando estrenó El Imperio de los sentidos, que causó encendidas polémicas, aunque a mí me hacía gracia ver a tanto critico rasgándose las vestiduras.
Y llegamos a la que, de momento, es tu última obra, “La caravana de Gardel”, una exquisita película que refleja tu gloriosa madurez como ser humano y como cineasta; llama la atención el extremo cuidado puesto en cada matiz de la obra, ya sea relativo al guion, la dirección, el vestuario, la fotografía, la música... es un trabajo realmente sublime, en el que el ritmo no decae ni un solo segundo a lo largo de toda la rocambolesca historia. ¿Cómo ha sido acogida dentro y fuera de Colombia?
Siempre me han tratado muy mal los dueños de las salas de cine, aunque ha habido contadas excepciones; los dos principales exhibidores de mi país, Cine Colombia y Royal Films, no quisieron exhibirla, porque la consideraban muy mala.
Claro, en eso influyó la antigua ministra de Cultura, quien puso a todo el aparato del Estado y a sus críticos a sueldo a desprestigiar la obra; ella me había demandado por injuria y calumnia, así que su venganza fue destruir la película para que no se viera.
Ahora, hemos tenido presentaciones magníficas en eventos culturales a lo largo y ancho de Colombia, me han llenado de satisfacción y han suplido la malparidez de esta gentuza. En 2015, estrenamos la película en una poética premier celebrada en el propio cementerio de San Pedro, donde estuvo enterrado Carlos Gardel, asistieron más de 2 mil personas que se situaron en medio de tumbas y mausoleos, ¡Grandioso, macondiano!
A los espectadores de Argentina y Uruguay les ha encantado la película, han alucinado con ella. Una importante historiadora argentina, Martina Íñiguez, quien -después de profundas investigaciones- sostiene que Carlos Gardel nació en Uruguay, dijo de La caravana que era la página que le faltaba a la historia de Carlos Gardel.
Te imaginarás lo feliz que me siento con esos cines cerrados en Colombia, que pierden miles de millones y que rechazaron con crudeza y humillación nuestra cinta. ¡Que se pudran en los profundos infiernos!
¿El guion de La caravana de Gardel es fiel a la realidad vivida en 1935 o te has permitido incluir ciertas licencias cinematográficas a modo de metáforas estéticas? Me refiero, por ejemplo, a la insinuación explícita de que el cuerpo del Morocho del Abasto fue robado y enterrado en Colombia o al hecho de que en la película el trayecto se realizara íntegramente en coche, cuando (al parecer) se hizo en distintos medios de transporte: Tren, automóvil, mulas, etc.
El guion de La caravana está inspirado libremente en la novela homónima de un amigo, Fernando Cruz Kronfly, quien también, como yo, se tomó algunas licencias poéticas, necesarias para que la historia real fluya sin perder su esencia.
Sólo es una metáfora el que haya enterrado el cadáver de Gardel en las montañas de Medellín; oficialmente, recibió sepultura en el cementerio de La Chacarita, en Buenos Aires; aunque tengo mis dudas al respecto...
Tengo entendido que esta película ha contado con la participación absolutamente desinteresada de gran parte del elenco, supongo que con ese clima de solidaridad profesional se habrán vivido momentos mágicos durante el rodaje.
Todos los actores y actrices se enamoraron del guion y me dijeron que no me cobraban, incluso uno de los actores principales, Alejandro Aguilar, renunció a un contrato millonario para venir a trabajar gratis conmigo. ¡Estamos locos, Teo, de remate!
¿Cuánto ha marcado a Medellín y a sus gentes el hecho de que Gardel muriera allí de forma tan absurda y trágica?
La ha marcado para siempre, cada año por el mes de junio se celebra en Medellín el Festival Internacional de Tango Carlos Gardel. Es maravilloso, vienen orquestas y cantantes de Argentina y Uruguay, que se suman a las que hay aquí y que son muy buenas. Hacen encuentros, simposios, todo alrededor de Gardel.
Salen de sus buhardillas los francesistas y uruguayistas a darse duro, a ver quién tiene razón. El año pasado nos invitaron y ofrecieron 8 funciones de la película. Fue grandiosa la receptividad que ha tenido la cinta, a pesar de la forzada distribución independiente que está teniendo.
Según ingenieros aeronáuticos que han reconstruido el accidente, es imposible que sea cierta la versión oficial de que fue una ráfaga de viento la que hizo chocar al avión de Gardel contra el Manizales y todo apunta a una falta de pericia técnica por parte del piloto, Ernesto Samper. ¿Crees que se ocultan muchas cosas de la verdadera historia acaecida aquel nefasto 24 de junio por defender el honor de la aviación patria colombiana?
En mi humilde opinión, la fatalidad de este absurdo accidente fue fruto de la rivalidad comercial que tenían las dos compañías de aviación, una de ellas alemana y la otra colombiana.
Por una pueril muestra de rivalidad con el avión de la compañía alemana, que estaba en tierra esperando su turno para despegar, colisionaron frontalmente con él y nos mataron a Gardel, que venía para Cali a dar varios conciertos; por eso los caleños, como también los paisas de Medellín, somos huérfanos de Carlos Gardel.
Uno piensa en la historia y se imagina el traslado del cadáver de Gardel con una comitiva formal, con policías, diplomáticos, periodistas... ¿De verdad fueron dos transportistas anónimos, sin medios de seguridad algunos, los que realizaron el viaje?
El viaje del cadáver de Carlos Gardel se hizo en varias etapas por una compañía transportadora que lo llevó por tierra, a lomo de caballo y en tren. Nosotros, por costos de producción, no podíamos darnos el lujo de filmarlo como fue en realidad, así que tomamos la decisión de hacerlo como lo hicimos.
Fuimos carne de cañón para los puristas, que nos atacaron y dijeron que todo ese viaje así como lo habíamos hecho faltaba a la verdad; así que les dije: “Consigan 5 millones de dólares y háganlo como ustedes quieran y a mí me dejan tranquilo”. Hicimos nuestra Caravana con sólo ¡100.000 dólares!
Bueno, intrigas al margen, tratemos asuntos puramente cinematográficos., cuando hiciste la película, ¿Pensaste en que fuera una cinta destinada, exclusivamente, al público colombiano o la veías con cierto recorrido internacional?
Teo, el único afán que tenía era hacer la película. Era tal el estrés que uno no se planteaba la veleidad de llegar a ninguna parte con ella y mucho menos ganar plata y volverse famoso, esos tiempos ya pasaron.
¿Qué tal fue acogida la película en Argentina?
Te contaba que a la gente que la ha visto y que me ha escrito le ha encantado. Teníamos el estreno para este próximo mes de agosto en Buenos Aires y en septiembre una gira por Uruguay; pero se ha aplazado todo para el año que viene.
Tanto la historia en sí como la película que la relata son verdaderamente fascinantes, ¿Has recibido ofertas de Hollywood para hacer una versión en inglés de la misma?
No, no he recibido oferta alguna; pero, al principio, cuando estaba socializando el proyecto, unos argentinos y colombianos con plata, me ofrecieron hacerla, aunque sin que yo la dirigiera… ¡Los mandé al carajo y la hicimos como la hicimos!!!
Dice un viejo refrán que “Nadie es profeta en su tierra”, ¿Qué tal ha tratado Colombia a tu obra?
Como te contaba, hemos tenido una discreta pero intensa distribución independiente en Colombia, donde el cariño del público es nuestra mayor recompensa. Hace dos años nos invitó la Asociación Argentina de Los Ángeles a una preciosa premier, donde fuimos homenajeados por el estado de California y la ciudad de Los Ángeles; también la universidad de La Florida nos hizo otra emotiva presentación.
Tenemos una página en Facebook, bajo el nombre de La caravana de Gardel, en la que mantendremos informados de las novedades que surjan a todos los seguidores de la película.
Cuéntanos qué proyectos profesionales tienes a corto o medio plazo.
Siempre estoy leyendo, mirando, buscando historias que puedan ser susceptibles de llevarse al cine, pero como están las cosas hoy en día, la crisis nos va a llevar a una pausa muy larga, que debo aprovechar para nutrirme con nuevos proyectos para cuando llegue la ocasión.
Carlos, me gustaría darte las más efusivas gracias por concederme esta entrevista y, sobre todo, por haber soportado estoicamente el tercer grado periodístico al que te he sometido con tan interminable cuestionario. Igualmente, aprovecho tu pasión por la filosofía para pedirte que concluyas este apasionante encuentro en torno al cine con una frase de hondo calado intelectual.
To be or not to be,
that’s the
question!
© Teófilo Rodríguez 2020