AZARES DURANTE EL DESFILE DEL ORGULLO “GAY”
Raúl Mejía
Domingo
tres de julio, en medio del tercer puente consecutivo. Como insepulto aburrido,
me despierto (casi siempre) a eso de las seis de la mañana. Observo celular,
sujeto lentes, retiro de mis pies sendos calcetines. Ya en el baño, rápida
micción, rostro remarcado por duras líneas de expresión, escasos e hirsutos
cabellos entre canas y restantes vellos castaños. He dejado crecer la barba,
luzco cual náufrago irremediable. Acude la mascota, preparo café, ingiero
cápsula de esomeprazol, vistazo a la parte sur occidental del valle: nubes,
silencio, algunos vehículos. Consumo primera taza de café, la mascota aguarda.
Al rato salimos, llevo bolsita para sus heces, llaves y con ellas un chip para
abrir la pesada puerta del acceso peatonal. Coincidí con vecino del apartamento
diestro, tipo hosco que ha salido a lanzar basura y a quien se le ha escapado,
momentáneamente, su malparidito perrito agresivo. Corrió hacia nosotros,
intentó agredirnos, pero lo espanté con el amago de un puntapié. El idiota
vecino sometió de mala gana al bravucón canino. Llega el ascensor, mientras
descendemos se allegan habitantes de esta torre 2. “Lo que daría por vivir en
una casa, sin inconvenientes sociales de toda unidad cerrada”, pienso. Nos
detuvimos entre los pisos cinco al dos, espacios para parqueaderos. Salimos del
adminículo, el chip no funciona, re intento y nada. “¡Esta marica puerta!”,
murmuro, antes de que uno de los porteros presione no sé qué botón. Afuera,
domingo con escasos peatones. Pasamos al frente, local en el que funciona canal
televisivo, en ciernes será demolido para dar apertura a otra unidad cerrada.
Adelante avanzan hombre y mujer, cada uno llevando amenazantes perros. Les doy
ventaja, mi mascota husmea. En estación de gasolina, enorme carrotanque evacúa
su contaminante energía. A lo lejos, sobre mediano muro, se regodean varias
palomas, corremos y al cabo de segundos la bella hembra les ladra desde su
atávico instinto de cazadora. Ninguna tienda abierta, algún distraído vago,
heces que recojo. Volvemos, vasto silencio dominical, pronto regresarán de
vacaciones miles de chicos. Ascensor, piso diecisiete, abro. Le brindo
pasabocas a la mascota, toma agua, se dirige hacia cualquiera de las camas.
Desayuno, observo el computador: Facebook, noticias, publicaciones.
“Necesitaría colosal bolsa para recoger toda esta mierda”, pienso. Los demás
siguen durmiendo; sin embargo, fuerte sonido musical empieza a ser ensayado,
para nada distante, en inmediaciones del Estadio. “¿Otro concierto de Reguetón,
aeróbicos o qué será?”, farfullo con aspereza. Comienza el sube y baja del
volumen, aves pululan y este sector o suburbio despierta a sus inveteradas
rutinas.
Preparo
oscuro tinto, sé que no debería consumir tanta cafeína; además, acudir al
gimnasio, evitar azúcar, harinas, finalizar bomba apocalíptica de mega
plutonio, comprar tiquete de avión y lanzarla sobre este planeta ahíto de
asquerosos seres, sobre todo poetas. Sonrío: ¿por qué no le dije eso al imbécil
de medicina legal?, lo ignoro. He estado pasando poemillas para un libro que se
llamará “Persistencias”. Necesito más textos, dinero e incalculables evidencias
de que, pese a regalarlo, casi nadie lo leerá. Tinto, pereza, agenda con
manuscritos, en pocos días cumpliré cincuenta y nueve años: hermana mayor,
quien decidió volverse invisible, arribará a sus sesenta, “¡somos los nuevos
viejos!”, concluyo con acidez, ni moscas miopes se nos arriman. Los demás,
esposa, chica e hijo se levantan. “¿Qué bulla es esa?”, preguntan. “Desde las
seis está sonando”, les digo. ¡Ruido!, vaya novedad. Cuando estamos todos se
reducen actividades; lo cual, pese a lo paradójico, no evita mis persistentes
acciones domésticas. Hoy, la idea es preparar frisoles, ante lo cual debo
comprar componentes pertinentes, amén del suculento aguacate. Aquel
descontrolado sonido prosigue horadando paciencias, ni los de la cuarta brigada
se atreven a tanto. Mañana espléndida, leve tregua con respecto a seguidilla de
meses invernales. Tomo y tomo café, pico allí, pico allá: no cumplo ninguna
promesa. Rápidamente le doy sucinto recorrido a la mascota, soy quien más la
pasea, ergo, a pasearla de nuevo. Al rato salgo con morral a la espalda, par
billetes de alta denominación y heme yendo como ayer, como hace semanas, como
lo seguiré haciendo a comprar viandas en supermercados, tiendas cercanas. En
“D1”, popular marca de ventas, suelen hacerse a su entrada anciano con dama
venezolana, como puedo les ofrezco ayuda. Dicho almacén … ¡Siempre lleno,
siempre con un solo cajero! Es extraño, el descrito ruido se atenúa en este
espacio y eso que está a menos de dos cuadras de la calle Colombia. En el
carrito van potes de leche deslactosada, Coca Cola, parva, libras de tocino,
paquete de plátanos verdes …, tengo la sensación de haber olvidado algo, vuelvo
a rondar y sí, faltaban unos pañitos húmedos. Hago fila, a medias avanza. A uno
por uno les preguntan por su número de cédula, ¡jamás se las digo!, ya tuve
encontrón con idiota quien, incluso, se ofuscó: “esto no es la fiscalía”, le
dije, de mala gana pasó los productos, pero hoy no está. Si una pelirroja
simpática, a quien le pregunto, en son de broma, si venden bolsitas de agua en
polvo, caja de aire en cubos o yogur con antidepresivos. Tontos descaches, como
los hacía cuando fui docente, terapia para obviar angustias. Me miran aquellos
ojos claros, le sonrío. “¿Por qué tanto ruido?”, le pregunto. “¿Cuál?”,
responde. Vuelvo a sonreír, tras de mí la fila es enorme. Pago, guardo, les
entrego algo a los pedigüeños. Viro en sentido contrario, hace falta el
aguacate. Domingo de menos obreros, pero de gamines extra. A menos de dos
cuadras he el espacio para tienda de barrio. Siempre están allí dos, tres
viejos madrugadores, que los echan a la calle. Suelen dar vueltas, pero la
mayor parte del tiempo se sientan a consumir tinto, rara vez cerveza. Me pesa
el morral, duele el brazo derecho, estos casi sesenta años evidencian certera
decadencia. Hay compradores allí, la atención es caótica. Me detengo ante el
umbral, desde el interior, dama teñida de rubio inquiere: “¿qué desea el
caballero?” “Un aguacate bien bueno para hoy”, le digo, ante lo cual ella,
fastidiada por persistente agobio del hijo, murmura: “ya se lo busco”. A ver,
dos asuntos simultáneos: el primero ocurre cuando ella, mujer bajita, todavía
joven, sale, se agacha y hurga entre varios uno que cumpla las expectativas. Ya
la he visto varias veces, solemos cruzarnos temprano, ella dirigiéndose hacia
el gimnasio, yo con la mascota. Si tuviera el talento y paciencia de Flaubert,
podría extenderme párrafos e incluso cuartillas describiéndola. No hay tal,
insisto, la dama es baja, teñida y con un culo exquisito. “Vale cuatro mil
pesos”, avisa. “Bien, lo llevo”, respondo. Cancelo, guardo. Paralelo a este
inocuo suceso y como segundo evento, he escuchado tonto diálogo entre los
consuetudinarios vejetes, acodados sobre sillas metálicas. Música al interior
de aquel negocio, bullicio proveniente de vecina estación de gasolina, retomado
escándalo auditivo de algo que todavía desconozco. Se me antoja -al estarlos
oyendo- mini coloquio interior en escasas líneas. La verdad, ¿cómo hijueputas
Joyce escribió monólogo de cincuenta páginas sin puntuación? ¡Tenaz!, tiempo,
talento, paciencia. Veamos:
“Que la
vida es una mierda oh sí y con lo que vimos ¿menuda traición? Vale se abrazan
solazan y lejos quedan insultos políticos En entredicho quedan como sacacorchos
que expulsan solo vino es la política no como cuando éramos jóvenes: el trapo
azul el trapo rojo que te santiguas o te vas tal vez sea mejor madrugar para
espantar bichos y tórtolas ¡No falta más! El país hecho un mierdero y vos
pensando en tonterías Fuera mejor escribirle a El Colombiano, decirle al ex
director que prosiga con sus diatribas es inútil hombre como vacilar a
adolescentes …” Impotable ejercicio, impotable diálogo e impotable bullaranga
del asqueroso reguetón.
Llego a
casa, fuerte olor a frisoles, luego sentiremos aromas del chicharrón,
patacones. ¡Ah, qué ricos son, pero me caen muy mal!, es por ello que solo
“caldito”, Dios … La chica que los prepara, tiene la respuesta correcta al
incesante fragor que proviene de inmediaciones del estadio: “es que hoy se
celebra la marcha del orgullo gay”, expresa. “¡Oh diablos!”, comento, para
luego añadir con homofóbico enfado: “¿tal es la música que alborota a los
maricas de hoy? En ese caso, prefiero a los anacrónicos, tenían mejor gusto”.
Obviamente nadie me presta atención, ni ustedes que leen, jajaja. Receso para
satisfacer el transcurso de rutinas: trapear, bañarse, atender el noticiero de la
una de la tarde. Prosigue esa cacofonía monótona. En la sección cultural del
noticiero dan paso a escenas del desfile de marras, en pocos segundos se
aprecian docenas, cientos de sujetos provocando ominosa adivinanza sobre si son
hombres, mujeres o lo que sea. “Vienen para acá”, dictamina la esposa,
llamándome a almorzar. Vela la mascota, a hurtadillas le paso trozos de carne.
Quedo satisfecho, reflexiono sobre lo que se avecina: no habrá fútbol, el hijo
se irá a casa de su novia, la dama que preparó los frisoles tiene turno de
noche y mi esposa, como es usual, se arreglará cuantas uñas posea. ¿Y yo?
Normalmente, tras darle otra salida a la mascota, suelo disponerme para laxa
siesta, rara vez evitada. Empero, ante tamaño escándalo musical e infaltable
reflujo tras consumir aquellos alimentos, me instan a …, ir a presenciar la
locura orgullosa que se aproxima.
Acudiendo a
filosofía barata, en medio de praxis que desnudan hastíos, necesito justificar
inusual irrupción en lo que ejecuto tarde tras tarde: esta vez, para efectos
narrativos y sin mayores tropiezos, he que me encamino a contemplar ese evento,
parapetándome sobre montículo que protege a vetusto arbusto. El cúmulo de
personas que crece espantosamente, me impele a esta inquietud: si voy a verlos,
¿es por qué me gusta? No necesariamente, estas dos palabras permiten fácil
pretexto, es como insistir en similares inquietudes: si acudiera a corrida de
toros, ¿me gusta el maltrato?, aplica para pelea de gallos, de perros. Si
eventualmente fuese a misa o a algún culto, ¿soy religioso y/o practicante?
¡ETCÉTERA!, pues no deseo prolongarme. Jocosamente dirán varios que “sí”:
“quien vaya a eso tendrá que gustarle”. En tal caso, al verme acompañado de
familias, señoras, viejos, niños que hoy, domingo vespertino y siguiente lunes
festivo, han venido conmigo a presenciar este gratuito show de … Ellos, ellas y
elles. ¿Se sentirán identificados?, ¿los apoyan? “No necesariamente”, otra vez
el par de vocablos. El lenguaje es capaz de todo, sin duda.
Estoy ante
la calle Colombia, su costado de oriente a occidente se encuentra bloqueado
para la circulación de automotores, vías alternas lucen asfixiadas de
congestiones. Sol, pero las contaminadas hojas del arbusto alivian fuerte
canícula. “Quien quiera marrones, que aguante tirones”, recuerdo la expresión,
dado ello, a aguantar el pestilente reguetón, sonando cual náusea creciente. El
punto de convergencia se ubica en el encuentro de esta célebre avenida con la
carrera setenta y cuatro, en los semáforos. Hacia el sur occidente, el centro
comercial Obelisco y al norte, detrás, El Diamante. La cantidad de personas es
bestial, hacen su día vendedores ambulantes. Traje bebida hidratante (necesito
suspender consumo masivo de gaseosas); los demás, agua, refrescos y miles de
celulares, no el mío, que me enoja andar como zombi apegado a ese aparato.
Graban, toman fotos, algazaras a diestra y siniestra. “¿Qué hago aquí, me
voy?”, empiezo a cuestionarme; sin embargo, ya se allegan al paroxismo,
multicolores escenarios ambulantes que representan a las treinta y una formas
(hasta ahora) de reconocerse gay. Los precede inverosímil sujeto, tendiéndose
sobre el piso, gesticulando como si quisiera penetrar el asfalto o que lo
arrollen, vale, con penetrante pasión. Comento en voz baja: “¿es que es
huevón?, esta vez, nadie oye.
He,
entonces, que vienen aproximándose enormes transportes, sobre sus carrocerías
(o reemplazándolas) han instalado algo así como palcos o estrados: en verdad
llevo rato, desde que supuse este texto, tratando de averiguar el nombre
exacto, el término técnico para dichos montajes, en medio de dificultades
semánticas. Para efectos del color local, añado que esta multitud, conjuntada
en inmediaciones de la unidad deportiva Atanasio Girardot, se asemeja a la que
se allega al observar el paso cansino del desfile de silleteros, durante la
histérica feria de las flores. Calor, aplausos, música a todo volumen la cual,
por sinergias del voyerismo, por poco pasa a un segundo plano. En verdad y así
ocurra linchamiento, me parece fea la bandera de los LGBTIQ, ¿por qué tantos
colores? Como sea, “it´s not my bussines”. Debido a mi estatura, nada
sorprendente, conservo lugar de privilegio en aras de detallar parte de tan
descomunal simbiosis de idioteces multicolores. Ingiero de la bebida, rasco
cabeza y, en lo que luego será descontrol de matices, comienzan a pulular
cientos, miles de aristas de mirella, empañando lentes. El desplazamiento de
dichos palcos móviles es lentísimo, rodeados por decenas de entusiastas,
espíritus depredadores del sexo sin …, resquemor, pienso, evitando pretensiones
sociológicas. Es denso su desplazamiento; supe después que, al llegar cerca a
los machotes alfa de la cuarta brigada, los allí danzantes, actores, actrices y
actroces se apeaban, uniéndose al jolgorio. ¡Cunden aplausos, loas, vítores
tras la primera estación de la caravana gay! Pareciera que se trata de un
extrovertido grupo religiosos, luciendo sedas sucias, medio rapados, expresando
no el consabido: “Hare Krishna”, sino: “Ay Cris-tian”. Muy delgados, con
tatuajes hasta en las radiografías, brincando como si les hubieran echado
escorpiones en la entrepierna. No sé si liberan mariposas o volantes, lo que si
penetra es fuerte olor a sándalo. Entre el vocerío, alcanzo a escuchar (o a
entender) una pregunta entre ellos, ellas o elles: “¿dónde quedará la iglesia
de san Clemente?, es que mi ex se casa ahorita allá”. Ni modo de decirles, se
alejan, limpio mis lentes de un pigmento color rojizo. Entre palco y palco (o
como se llamen) son muchos los que vienen a pie, esgrimiendo -obvio- su
delirante bandera. Otros, otras u otres ofertan su talento de saltimbanquis
incomprendidos, felices al exudar gestuales innovadoras. Empiezan a
apretujarme, pareciera que se vinieron por completo los residentes de Los
Colores. Bullen celulares, consulto la hora: 3.15PM, momento usual de mi
siesta. Se incrementan alaridos, ni que la estatua de Maluma -a diferencia del
modelo- hubiese adquirido inteligencia y voz, pues el siguiente vehículo trae a
influenciadores del Internet: Youtubers, Tiktokers, Instagramers y demás
alimañas, dándose besos, abrazos, lanzando confites, condones con su propia
marca; uno de ellos, apestoso hiper tatuado, alardeando celular de cien mil
dólares. “Cuidado mariconcito, entre locos, locas y loques hay mucho ladrón”,
pienso. ¡Caray, qué hijueputa algarabía!, ni que se fuera a acabar el mundo,
“¿desde cuándo semejantes orates son tan importantes?”, pregunto a media voz,
nadie sigue sin escuchar. Se parecen a los poetastros del Pacto Histórico o
tracto escatológico cuando ganó su Mesías, con la diferencia de que entre ellos
no veo a ningún negro, ¿vendrán en otra carroza con la de “vivir sabroso”, la
estrambótica señora de las malas caras virales? ¡Huy, que por poco se abalanzan
sobre esos imbéciles!
Cada vez que
salgo con la mascota llevo bolsitas y suficientes servilletas, acudo a estas
últimas para volver a limpiar las gafas, esta vez mirella de color … Durante
ese intervalo, atrapado en la miopía del mirón, a medias leo pendón que cuelga
de la siguiente carroza: “Otraparte”. ¿En serio? ¡No!, que me cuesta imaginar a
Pedrito voleando gorra, haciendo “striptease”, leyendo sus barruntos de
censurado por Facebook. “¿Habré leído bien?”. Con lentes medio limpios vuelvo a
mirar y sí, había visto mal, dice: “Atraparte”. Extraño escalofrío pese al
bochorno, el solo suponer a Pedrito, hermana y restante combo rosquero de la
casa museo en, bueno, exóticas extroversiones, me conduce a pensar que habría
dicho aquel séquito de momias vivientes que adoran al vate de Envigado, mínimo
a la tricentenaria Olguita se le habría atorado grasoso buñuelo, volviendo a
morir por quinta vez. A todas estas, ¿habrá palco, escenario, carroza o como se
le llame con puros, puras o pures poetas? ¡Tiene que haberlo!, hay mucho raro
publicando, grabando videos, publicando en cualquier revista de dos pesos. Este
de “Atraparte” está constituido por tipos muy acuerpados, cuerpos de gimnasio,
algunos tatuados, los demás excesivamente lampiños. Enseñan casi toda su
figura, apenas si corto calzoncillo o pantaloneta asaz ceñida les cubre lo que
más mueven: bailan, van hacia atrás, hacia adelante, a los lados. Brincan,
ejecutan mímicas de movimientos más pornográficos que eróticos. Me percibo
incómodo o, mejor, incapaz de describir con eufemismos la mariconada que veo.
Hombre, son sujetos “pispitos” como diría mi madre o “atractivos” al decir de
la esposa. No han de faltarle mujeres, pero lo que les sobra es machos. No sé,
múltiples contradicciones, como la bandera que ondean, asaltan a mi cerebro
recalentado. ¡Uf lo que los aplauden, mandan besos a esas personas
desopilantes! Prosiguen el ritmo de cancerosos temas reguetoneros, al tiempo
que ráfagas de maquillajes asfixian lo circundante. Ya terminé la bebida,
presiones de los demás se alían al lento descenso de este sol de julio
abrasador. Retomada rutina: como puedo elimino mirella color … Desde esa
carroza salta alguien disfrazado del hombre araña, cayendo mal al piso (tal vez
así era el salto), luego mueve sus dedos, sale de allí algo semejante a una telaraña.
Pronto acude ante él modelo adicional diciendo afectadamente: “la araña me va a
picar”. Ríen, yo no, sensación de enojo soborna mi diplomacia, expresándoles:
“¡par de malparidos!”. Se quedan mirándome perplejos, sonrío.
Supongo
habrá transcurrido media hora desde que consulté, lo cual me lleva a considerar
que se tardan unos diez minutos el arribo, hasta donde estoy, de cada cosa esa
que se desplaza sobre vehículos. ¿Cuántas faltarán?, si bien dicen que son más
de treinta las variantes, la última llegaría hasta pasada la medianoche. Es
honesto admitir que, por cansancio, no resistiré sino unas más: tampoco es que
sienta urgencia de presenciar o grabar esto como lo hace Víctor Bustamante.
Corto receso, suspenden el reguetón, se oye voz de X funcionario del municipio
alabando dicho desfile; solicitando, además, que se guarde compostura. “¿Lo
dirá por los del show o por nosotros?”, expreso, siendo escuchado por varios a
mi alrededor. Se retoma la dinámica, con lentes medio sucios, percibo a
distancia de veinte metros el acercamiento de otro espectáculo móvil, a ambos
costados del mismo, montones de muchachas y como aquel grupito de los
masculosos, ellas -en su mayoría- son lindas, jóvenes, cuasi adolescentes. Al
allegarse la carroza, su nominación es fulminantemente tétrica: ¡son las SS
Pizarnikianas! … “¡Brujas hijas de puta!”, les grito, al unísono de
espeluznante estallido de notas aturdidoras. Convencido estaba de que no me
oyeron; empero, que se apea la más abominable, bodrio de grasas tatuadas, aproximándose
hacia donde estoy. “¿Quién fue el triple malparido que nos dijo brujas?”,
pregunta. Estupor, silencio. Me asalta el pánico del alter ego, perseguido por
tan fúnebres maniáticas. “¿No que son muy machitos?”, pregunta con agresividad,
mientras esgrime, raspa sobre el piso hostil machete con empuñadura de cobre,
marcado con el rostro virulento de su endiosada poetisa. Salvadoramente la
llaman de su combo, marchándose con aquella arma, escupiendo como su diosa en
éxtasis. “¡Epa pendejo, quédate callado!”, barrunto, afectado por risita
nerviosa. Permanecí durante el desfile de tres carrozas más, empezaba a sentir
agotamiento, viejo malestar de las várices reaparecía al prolongar mi estadía
de pie. Singular grupo de hinchas del Nacional robó la atención por minutos, no
los del Independiente Medellín, a quienes silbaron por ordinarios y perdedores.
Antes de ir
a casa, reflexionar sobre lo visto, animarme a redactar este texto, cuestiono
mi presencia aquí, sintiéndome hipócrita. A medias atento, mis gafas permiten,
cual telescopio personal, otear extensa estela de palcos raros, raras o rares
en su aquelarre confesional. Abruma tamaña exposición, al día siguiente dirán
que cerca de ochenta mil personas participaron. “¿Ochenta mil?”, me pregunto,
esa es la menuda. Si aquí no se ha volcado medio Valle de Aburrá, sí -por lo
menos- la tercera parte. La antepenúltima carroza presenciada fue la más ancha
de las que fisgoneé, extremadamente lenta con respecto a las anteriores. Por su
tamaño, fue la menos difusora de mirellas, ante lo cual fijé mi atención con
analítica rigurosidad. He pues que, lentamente, se desplazó exhibición de
“intelectuales por el cambio”, ecléctica mixtura conformada por vates,
philosophos, teólogos, narradores, ensayistas, editores, fotógrafos,
periodistas, representantes de festivales poéticos, docentes universitarios,
promotores culturales, polímatas, etc. Unos sentados, pocos erguidos,
remarcando publicaciones propias, direcciones de sus blogs, correos
institucionales; entonando canciones de Mercedes Sonsa, Pablus Buitridos, nueva
trova cubana … Lanzaron esquelas, publicidad de recitales, farfullando sobre
dioses, el amor, resiliencias, comprensión. Alcancé a tomar divagante papel, en
él se veía foto de última ganadora de un supuesto concurso femenino del Museo
Rayo, grotesca mediocre, áspera de canas, diciéndonos que “triunfó sobre
treinta y seis poetisas”. “¿Poetisas?”, ni harapientas del verso serán, “no
faltará el zángano o lambón que le haya dado a tamaña farsante manito o corazón
en su página en las redes”, susurro. Los allí presentes intentaron abrazarse en
unción espiritual y que se arma pandemónium del putas: resulta que a ciertos
doctos se les fueron las manos al rozarle el feo culo de liróforas o expertas,
recibiendo de ellas cachetadas, empujones, armándose la de Troya: dicen a
agarrarse del cabello (los que tienen), puños van, vienen, coléricos reclamos.
Insultos por doquier, calificándose entre sí como espías, envidiosos, maricas
de tiempo completo. La mofletuda-peluda, Anna Pachita, se agarra de las barbas
del maloliente Afrecho Yardas, aquella sonsa modelito (quien deslumbrará con
posterior viaje a la piedra del Peñol) se escondió tras bastidores; saltan
chispas del palco, un teólogo lleno de citas eruditas saltó azorado. Urge presencia
de algún mecánico, de preferencia celeste, para calmar el estrépito de dichos
intelectuales de pacotilla. “Así son esos tarambanas”, digo en voz alta.
Tuvieron que bajarse a empujar la carroza los mismos que por poco acaban con
ella.
Vaya
contraste con el siguiente palco, esta vez breve y silencioso. Resulto ser un
homenaje a decenas de esa comunidad muertos de formas violentas, viéndose fotos
de aleatorias víctimas. Por un buen rato cesó la horripilante basura de música,
dando paso a sentidos loores, expresados por líderes LGBTIQ. La verdad no
identifiqué a ninguno, ninguna o ningune, debido a tinturas, maquillajes y
vómitos que llaman arte: tatuajes para descerebrados. Tampoco hubo mirella, sí
minutos de solidaridad. Vale, por fracciones, como si se hubiesen fusionado
universos paralelos, vivimos excepcional tranquilidad. Aproveché para retirar
de mis gafas tanto polvillo fastidioso. Un tanto distraído y ya con urgencia de
regresar, me aturden vítores alarmantes ante llegada de siguiente comitiva patética:
se trata de los, las y les de la tercera edad. “¡Agh, mala peste los coma!”,
gluturo. No son cuerpos torneados de varones ni bellezas frescas de muchachas,
no, se trata de vejetes sin ton ni son, para quienes (siendo lo único
agradable) les han colocado temas decembrinos, salsa de los setentas y clichés
de la época disco. No quiero retener en mi memoria a semejantes supérstites de
la ramplonería amaricada; sin embargo, es evidente que reciben colosal
atención. Desde allí, rarísima señora, ultrajada de arrugas, lanza besos
desaforadamente, otros mueven brazos como aspas desvencijadas, giran lo que les
queda de traseros, bailando como despojos de títeres obsoletos. ¡Cuánta
mirella, cuánto papelillo! Al ritmo de balada de Juan Gabriel, recibo tremendo
empujón, no supe de parte de quien, pero (y sin quererlo) me lanza hacia la
calle Colombia, atrapado entre la multitud y ese despelote de ancianos
enfervorizados. Intento retornar a mi sitio, no lo logro. Aquel gentío, cual
río colombiano, le ha devorado espacio al asfalto. No hallo donde
atrincherarme, aun así, esto no fue lo peor, mira que se me acerca un tipejo
semi calvo, con triple arete en cada oreja, sin camisa, con trusa hiper ceñida,
moviéndose al igual que exótico practicante de hula hula, convidándome a bailar
con él, diciendo con voz meliflua:
-Ven guapo,
vamos a sacudir el polvo.
-¿Qué?
¡Oigan a este!, le respondo, sin dejarme abrazar.
-Mmm … Deje
la bobada, libérate, ¿no te gusto?
-¡Ave
María!, ni para vaciar inodoros.
-Tan
delicado, me dice, sacando la lengua y mirando hacia mi entrepierna, para
añadir: apuesto a que te llamas Raúl, ¿cierto amor?
-¿Cómo lo
sabes?
-Es que soy
la Artemisa del Tarot, discípulo del loquito Andrés y he soñado contigo.
-¿Soñaste?,
pues despierte mijo.
-¿No te
apetece irnos tras la carroza? Hay algo que te quiero mostrar.
-¡Hombre!,
así fuera la máquina del tiempo, con vos ni al cadalso.
-Tan
bobito, venga y me da un beso.
Y que se me
lanza, ejecutado movimientos (supongo) de samba, como puedo lo aparto. Este
maricón hace gestos de sumergirse en el agua, forzando sus caderas con frenesí.
Estoy perplejo, no me muevo, pero lo hice cuando reintenta sujetarme cual
semental libidinoso. Lo esquivo, el frenético sujeto tropieza con espectadores,
entre risas y quejas, noto que se ha abierto un boquete y aprovecho para
escabullirme de allí totalmente consternado. “¡Esto me pasa por fisgón!”,
grito, tomando vía alterna, la misma que me acerca a la tienda usual, donde
siguen los jubilados politizados. La bella mona ha salido a botar basura,
quedándose todos pendientes de mí, leyéndoles expresiones de burla. No importa,
asciendo corta cuadra, avizorando entrada de la unidad. En escasos metros
circulan seres que regresan en variopinta procesión. Sin saber por qué varios
me felicitan, otros acuden a mirada escrutadora. Llego a portería, uno de los
guardas se queda un tris pasmado: “¿qué me ven todos estos maricas?”, pregunto.
Comparto ascensor con cuatro viejos, que ni pueden contener murmullos, risitas.
Llego al piso diecisiete, abro, mi mascota ladra, me observa la esposa y
exclama: “¿qué tienes en la cabeza, qué te pasó?” Ante primer espejo miro y sí,
con razón, es que tengo rostro y escasos cabellos llenos, abultados de mirellas
provenientes de esa puta bandera, semejando a un LGBTIQ ambulante. Mientras me
echo abundante agua, jabón en la faz y cuero cabelludo, no dejo de pensar en
que por instantes lucí como perfecto loco, loca o loque.