martes, 31 de marzo de 2020

Gustavo Adolfo Montoya, Fragmentos de Porfirio

Gustavo Adolfo Montoya, (Babel, 2020)
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Gustavo Adolfo Montoya, Fragmentos de Porfirio

Víctor Bustamante

Hay tanta vehemencia en su actuación, tanto apropiarse del papel que encarna, que se confunde con el personaje mismo; le da vida, lo hace suyo, le da su matiz y, tanta perseverancia, que uno termina diciéndose que es el mismo personaje retrotraído, representado, apropiado a la manera de Gustavo Montoya, que en el fondo ha terminado en confundirse con el poeta. Y eso lo digo al advertir solo un personaje que he visto representado en su actuación, a Porfirio digo, a Porfirio Barba Jacob insisto, a nuestro poeta con mayúsculas, lacerado, pendenciero, sableador, torcido y mundano, que ha convivido con nosotros desde siempre. O sea, aquel poeta donde se inscribe toda la poesía del mundo, aquel poeta donde se confunde vida y poesía, aquel poeta cuya vida es su obra misma, para utilizar ese lugar común, manoseado muchas veces. Pero que en Porfirio es certeza y norma de vida.

Pero volvamos a Gustavo, que es una de las voces del teatro en la ciudad, pero no cualquiera de las voces, sino una voz muy personal, que ha permanecido casi furtivo, y me refiero a ese ocultamiento por el silencio sobre él, ya en sus actuaciones, en la manija que entrega cuando se desborda, en un desbordamiento preciso y precioso, cuando Porfirio se apodera de él en esa simbiosis de la representación misma entre el actor y el poeta. Así, el actor al encarnar al poeta es el poeta mismo, es su reencarnación. La voz de Gustavo es la voz del poeta. Nunca hemos averiguado en nuestra insolencia como era la voz del poeta, como eran sus ademanes. He buscado alguna grabación con su voz, con su imagen, pero nada que llega. A lo mejor se ha perdido, pero tengo la certeza de que algún día la escucharemos. Gustavo nos lleva a la ficción de saber que ese es Porfirio, un Porfirio hecho, sangre, carnadura misma a la medida y con la talla de él.

Gustavo posee una voz portentosa que no se quiebra, una voz recia, indicada para leer, para decir, para culminar con el habla y volverla a decir de una manera tan recia que Porfirio se impregna de él, de su habla, de sus gestos. Así es Porfirio en un día cotidiano, en la actuación nunca vedada que Gustavo le entrega al poeta. Y es que Gustavo reclama con su voz, nos añade desde lo profundo de su ser mismo que el poeta con sus palabras, con sus certezas, reclama que la poesía debe poseer nervio, nunca la casualidad de un puñado de versos decorativos con lo que no debe estar impregnada, matizada, apropiada del ser mismo. Es decir, del poeta que lo ha dejado todo, que ha abandonado la tesitura del solipsismo de pandereta para inmiscuirse en sí mismo. Por eso para Porfirio cada palabra para poder escribirla la ha vivido, la ha sentido. Cada una de esas palabras han atravesado su cuerpo, como una saeta, nunca piadosa como en las pinturas de San Sebastián.  No, cada palabra lo ha partido, no lo ha cesado, otra vez lo ha traspasado. Cada una de esas palabras, en síntesis, nos ha fulminado. De ahí que Porfirio al revivir en Gustavo nos de la talla del poeta no solo enigmático, sino profundo, que en su interior no solo haya brasas personales aun humeantes sino que hay lo más profundo, un ser que habla, y donde su   valerosa voz matizada de sí mismo, de un yo que el poeta nunca osa esconder, o posar de maldito para refrescar a los poetas de oficina, a los dolores impostados de algunos que se dicen modernos cuando no han sido atravesados ni mordidos ni calcinados por la llama de la poesía.

Porfirio es otro, Porfirio está en el límite, se explaya en el límite, en la osadía de la palabra que de nuevo nos fulmina. De ahí que cuando necesitamos leerlo es para decirnos que cuando escribamos debemos de huir de lo banal, de la torpeza de la representación misma de nosotros mismos, cuando hay fatuidad y rebajamos la palabra para cromar un verso como parte de la bisutería personal, sin recordar que escribir de esa manera las palabras pierden su significación. De ahí que ser poeta es tan difícil, de ahí que ser poeta no es un refrito, sino una confesión. De ahí que la mayoría de la poesía, son versitos turbios que pasan bajo el puente de la vida con sus palabras sin sangre, sin vida sin nervios. De ahí que ser poeta es uno de los estigmas de quien posee para sí los estigmas de sus palabras que deben fulminar; de lo contrario seremos vanos estetas aplazando el ser poético.

Esta tarde de enero ha llegado Gustavo Montoya al Parque de Bolívar, convertido en ágora poética, a pesar de los arreglos realizados debido al despilfarro por el ingenuo y pasado alcalde, vendedor de humo patrimonial. Porfirio, perdón Gustavo, viste camisa blanca de boleros en la solapa. Sus mangas cerradas hasta el puño, abombadas en sus codos. Pantalón negro, zapatos negros. En estos dos colores el poeta que no salió de este par de tonos, ni en sus momentos de fulgor ni en sus momentos de desesperanza. Porfirio infiel se mantuvo en su postura fiel, eso sí, a sus imposturas. Un bufan da, tenía que ser roja, tiene, tenía que ser roja completa su atuendo y le sirve de punto de equilibrio, al actor, ya que le da esa elegancia momentánea antes y durante el rito de su llegada, debería decir de su aparición cuando Gustavo se apropia de él y se reencarna en Porfirio, solo en Porfirio como él saber hacerlo. Nadie más en el país de las salas concertadas, sino Gustavo que es Porfirio mismo en toda su estatura como actor.

Dice el poeta, Gustavo en este caso, que actúa y siente, las brasas transitorias, “Mi país teatral es un país tejido donde dejamos atrás las máscaras, el hielo y la cobardía y nos damos la mano en la oscuridad”. Nada más cierto, nada más premonitorio y actual, el verdadero theatrum mundi es el que oficiamos cada día en el lapso del tiempo que convivimos con los demás, ahí poseemos máscaras de diversa índole, máscaras arrebatadas, a veces, llenas de furia para avasallar al otro, máscaras apacibles para el disimulo o máscaras cargadas de intereses personales para sobreaguar por encima de los demás. De ahí que el actor y poeta al mencionar las palabras máscaras, hielo y cobardía, significa que, en esas palabras, en ese tríptico de la representación, cada una de esas puntas afiladas hieran con su cobardía, por su fatuidad, por escamotear al ser. De ahí que cuando apela a mencionar la palabra, oscuridad, no ceje en empañarse en decirnos que ahí vivimos, que estamos confeccionados de esa misma sustancia. Y es, en esa oscuridad misma, donde el actor se muestra como es, el actor es en sí mismo, no fragua un personaje, el personaje se ha apoderado de él, para enseñarnos, decirnos, y llevarnos al territorio donde la oscuridad es el terreno baldío que habitamos sin tiempo y con mucha desesperanza y en la mezquindad de la vida que corre, y se transfigura, que huye a cada lado, y muy cerca de nosotros.

Gustavo no tiembla cuando actúa, pero sí hace temblar al espectador que sospecha como el actor da todo de sí mismo cuando sale a las tablas, a escena. Cuando sale ahora al parque como un vórtice y partido por el rayo que no cesa de sus palabras. Provoca, hiere, arroja lava volcánica porque él es un volcán mismo cuando actúa y desgaja de su papel. La actuación, su actuación, no lo sobrelleva, la actuación es un máximo acto creativo donde él flota sobre sí mismo, ángel exterminador, y con sus gestos y su palabra trasgrede, hiere con la espada de su voz y nos sacude en nuestra comodidad.

Klaus Kinski, Bernardo Ángel, Victorio Gassman y Gustavo Montoya son la palabra hecha carne misma. Es la presencia de la voz, pero no la voz populi que uniforma y llama a la entelequia de un dios en el último peldaño, sino hecho personaje, no verbo ni sustantivo, es la palabra que debe sonar alto para cautivar, para llamar la atención, para no perder su poder de convocatoria en este tiempo en que la palabra se haya disuelta en los viejos y perpetuos modales de la cortesía y en lo banal de los discursos desde la vitrina de la televisión con las alocuciones de la mentira y de la vanidad. No, en él, en Gustavo, la palabra es el rictus mismo que fluye por el río del tiempo hacia el espectador que cautivado en ellos, Porfirio y Gustavo, sale de la obra y sabe que es imposible escapar a la llenura de sus propias confesiones, ya que un actor lo ha abofeteado para que salga de la miseria de lo común y sus pretendidas fuerzas inferiores que no significan sino masacre interior a la banalidad confundida como poesía. Nunca antes habían existido tantos discursos, tanta palabrería, nunca antes también debimos asilarnos en las palabras de un poeta que lo dijo todo en tono mayor. Y que Gustavo no deja que desvanezca.

Cómo no referirme a él, a Gustavo, cómo callar en estos tiempos de uniformidad, y del silencio más soberbio y atroz, cómo no decirle del asombro que me causa verlo actuar, por su entereza, por su entrega. Cómo no tener en cuenta su definición de teatro en esta oscuridad que habita, y habitamos, y que él nombra no como un adorno o un capricho sino con esa verdad que lo inmola, que nos inmola, cada que lo escuchamos en su periplo, porque lo es, y así sospechamos que se haya embrujado en la actuación que lo  ha poseído, y él, sabedor de esa reencarnación y virtud, nos habla, no solo con sus palabras, con sus gestos, con el portento de su voz, sino en la escena misma de lo cotidiano, en su talento que llama, en su talante que nos sobrecoge.






lunes, 30 de marzo de 2020

Lucia Agudelo la Barca de los Locos, Deslices


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Lucia Agudelo la Barca de los Locos, Deslices
Víctor Bustamante

Cómo no tenerla presente si en su acritud que la ha llevado a mantenerse al margen por tanto tiempo, pero no un margen del alejamiento sino otro más preciado, su propia lejanía impuesta y certera para no volverse ávida de halagos, sino que, en la premura de su existencia, saber que ella permanecía, alerta, firme y atrabiliaria para unos, cuando sabíamos que era indispensable ese apartamiento, de la misma manera como, con su cercanía, insuflaba a Bernardo la tranquilidad para ese don de su creatividad, en ese estado de alerta y desconfianza, ante todo, porque Bernardo nos dio una lección de cómo debía ser un artista en tiempos donde la vanidad empobrece cualquier actitud creativa y crítica, desafiante y vigorosa. En ese saber del mismo Bernardo en mantenerse a flote con la égida y la compañía de esta mujer que no solo ha dado todo, no solo por el teatro, para que estuviera alerta y no fuera cooptado por el entretenimiento sino también que creyó en él, que lo acompañó a través de la azarosa vida de un artista; de dos artistas como ellos, que lo dieron todo, y así, en la calle, en su teatro que no necesitaba sedes ni el embargo tribal con la presencia de otros indolentes, fue capaz de mantenerse tantos años ahí en el Parque de Bolívar, donde los espectadores pasan o se quedan o tienen ese encuentro fortuito de dos personas que decidieron llevar, portar el preguntar continuo con esa serie de dudas a esas personas del llamado teatro local. Lejos de aquellos intelectuales de cartilla o de aquellos militantes que ofrecían la placenta de un mundo feliz, mientras ellos dos, a puro pulmón y con lo más cercano a dos personas, el habla, fueron capaces de mantener ese espíritu crítico que no ha dejado que Medellín se mantengan entre lo provinciano y el disimulo o, mejor, la simulación como presencia en el arte y así extensivo a la vida cotidiana tan plagada de zonas rosa. Nunca los acompañaron en lo masivo como presea escolar para la hoja de vida porque ellos debían decir, decirnos, tantas veces a la cara, que el arte, en este caso, el teatro, poseía otro destino sin desatino, la presencia de ellos dos en una ciudad que nunca ha admitido a sus críticos porque los aleja de la manera más disimulada y mentirosa, no mencionarlos. Y los aleja y confina en ese lugar nunca denodado, el olvido como estigma.

Todo en ellos, fue claro con una línea recta marcada por su honestidad donde sabían de antemano qué horizonte acaecía, que su teatro no entregaría el cielo esperado de plastilina y comodidad, sino un camino largo y tortuoso, eso sí lleno de preguntas pesadas, innovadoras, cargadas, forjadas con mucho valor que harían despojar de sus actitudes tranquilas en un mundo intranquilo a quien los escuchara, a quienes los acompañaran cada jueves en sus presentaciones, ya que la claridad, el tono de sus voces llevan a que esas mismas diatribas floten y aun flotarán en el aire de ese parque enrarecido, donde acudíamos a verlos, con la simpleza de su vestimenta, con la  medianía de su comienzo donde el portento de sus voces, de su creatividad nos aislaba en ese mundo, en esa ciudad, donde la simulación y el triunfo campea como norma.

Todo en ellos, y ahora en ella, en Lucia, ha sido muy claro, el teatro ha sido despojado de sus conjeturas de salón, de su actitud pasiva. Nadie como ellos ha asumido esa actitud crítica ni en los momentos más duros cuando se bañaba de sangre la ciudad. En esa contrariedad, ellos permanecían fieles y puros. No con la pureza como extravagancia sino en esa lejanía que otorga quien tiene la urgencia de decir, mientras en el otro extremo, unos aficionados, que se creían poetas de dudosa ortografía pretendieron apropiarse de la ingenuidad de otros bardos, empobrecer la misma poesía mientras salían a flote con la espuma sucia de sus intenciones y de sus babas, hablando en Europa mal del país porque en su interior esos falsos poetas salían a pedir de rodillas lastimosamente limosna para regresar con medallitas de risa, asumiendo este arte como la simulación y como el negocio más espantoso y lleno de descrédito que aún no se recupera. De ahí que la actitud de Bernardo y Lucia siempre nos reconforta, por su sinceridad, por seguir la línea de desconfianza que el Indio Uribe, Tejada, De Greiff, Porfirio, incluso en la primera epifanía Nadaísta, cuando la transparencia de sus criterios eran una norma y no una claudicación.

Bernardo y Lucia nunca tuvieron máscaras para esconderse, todo en ellos fue y ha sido la claridad, la constante de hablar con las palabras precisas, con la aspereza necesaria, y con esa poesía que bulle en las calles cuando la alteridad y la actitud acidular persiste en el mercado persa y avinagrado del teatro. Ellos sabían que su teatro, su forma peculiar de encarar la situación, de decir sus obras siempre estaría en un punto de equilibro en donde sí se miraba desde la cuerda del equilibrista a cualquier lado, no serían aceptados, pero a ellos no les interesaba ese agasajo; eran y seguirán, así de simple, marcando y definiendo una actitud que los mantiene como ese par de personas valientes donde el teatro y la vida se conjugan no como algo teórico sino con la praxis más temible, sentirlo, vivirlo, y hacerlo parte de ellos mismos.

Hay tres mujeres en Medellín que han marcado la pauta, y han pertenecido a la vanguardia, mientras ni los mismos colectivos feministas se dieron cuenta de ello. María Cano con el vértigo de su palabra yendo de ciudad en ciudad, y, además, ser una gran poeta, no sacando los trapitos domésticos a la acerada luna con el hombre como su pretendido enemigo, sino en esas mismas instituciones haciendo pedazos el discurso oficial, y enfrentando con valentía la demagogia de los partidos políticos, incluso de sus mismos compañeros que la degradaron y la dejaron sola en su plenitud como oradora y líder de ese otro país que aún no se define. La otra mujer es Débora Arango que pintó la Violencia y la enfrentó con su arte, lo que ninguno de los pintores del momento fueron capaces de enfrentar. Muchos de ellos se fueron a buscar la manzana no de la discordia sino mordida por los dólares pintando gordas, y mientras el otro, que no quiso ser su maestro, se asiló en el indigenismo. De ahí que Débora supera la lectura, y, por tanto, la herida de una ciudad, de un país. Buscó a las mujeres laceradas por el placer del licor y la pobreza en los bares de Guayaquil. Ella no ingresaba a ninguno de esos sitios, pero sí las espiaba desde la entrada de los bares, y solo le bastaba el rayo de esa iluminación para pintarlas, para mostrarlas como el otro rastro que queda de Medellín. A ella, en muchos momentos, el silencio la rodeó, porque era una artista incómoda en un mundo de hombres y muchos artistas genuflexos y mimados por el botín político. Por supuesto que la otra mujer es Lucia Agudelo, que lo dijo todo con bravura, mientras el mundo cambiaba en apariencia, pero la solidez de la mentira se escondía y reaparecía para afincarse de nuevo. Lucia, sí Lucia, desmintió a las actrices, a los actores de gabinete con muñequitos de plástico o a los seguidores de la comunidad guasca. Lucía una verdadera compañía para un actor. Ella no estuvo a la sombra de Bernardo fue su carne misma fue su alter ego, fue el mismo Bernardo fundido en un mismo acto creativo. Ella no está en las estacas de bronce y altanería en La Playa donde otras mujeres aparecen con su seriedad carcomida por las palomas, no, Lucia es de oro talante, es la palabra viva en el teatro, es la actitud que sacude en tiempos del delirio de las heráldicas y de los reconocimientos de oficina, ella no merece estar allá sino en el nuestro reconocimiento presente como una de las actrices más soberbias en este país de la cultura ligh, liviana y sin nada que decir, eso sí contrahecho con silicona y a codazos.

Acabo de decir que ella, Lucia no estaba a la sombra de Bernardo, sino que me rectifico, ella era Bernardo mismo, quien le sirvió de soporte y apoyo en los momentos de hostilidad, en la simpleza de sus quehaceres diarios, pero también en los más difíciles, pero, sobre todo, en sus actos creativos. Lucia es Bernardo mismo al unísono, son ellos dos mirándose en pleno parque, en plena función cuando desafían a todos y al teatro mismo en la plenitud de sus obras con el vértigo de sus palabras que nos asaetan aun.

Pero ahora no está Bernardo y es cuando precisamente notamos el fuste de Lucia, la férrea voluntad de proseguir, no de amilanarse o fundirse en el silencio que es la otra lejanía y la desvía de lo vital, su actuación. No, ella no existe para este tipo de normas mentales. Ella, Lucia, no está forjada para vanos silencios, para escudarse en la soledad. Sí, ella aún perdura, pero aún más fuerte, por esa razón nos hace falta su voz, las diatribas tan necesarias dentro de la calma hipócrita de la ciudad, su actuación. Ella misma en sus distancias, en la plenitud de su palabra que vibra en la tarde, en cada tarde.










PARA ESTAR EN CASA / Darío Ruiz Gómez



PARA ESTAR EN CASA
Darío Ruiz Gómez

La noción de hogar  es un concepto que nada tiene que ver hoy con un lugar fijo sino que se ubica  dentro de lo que  ha comenzado a ser  nuestro exilio interior:  el hogar  va con nosotros a donde nos traslademos en épocas en que la sociedad líquida, es decir la sociedad sin valores impone también su economía,  su arquitectura, su amor líquido y por lo tanto la lucha de cada uno es por impedir que aquello que nos hace humanos como  son el recuerdo, el afecto, la solidaridad con los otros sea apabullado por la sociedad del simulacro: una  t.v mediocre y  alienante, medios de información instaurando la mentira,  las masas histéricas de los estadios de fútbol, los  rebaños  de turistas  que han dejado de ver, oler, gozar , de estar en el mundo. Fernández Galeano señalaba que en una sociedad de estas características volcada hacia lo exterior para olvidarse de sí misma, al desaparecer el fuego que fue  el elemento que convocaba a la conversación después de las horas de trabajo  se nos ha abocado a vivir en una arquitectura incapaz de convocar a la conversación familiar. Recuérdese que en Inglaterra se llamó hogar a la olla de la comida que reunía a la familia alrededor de la chimenea. Y recordemos que en nuestra casa tradicional la sala convocaba al diálogo donde la sabiduría de la madre, de las viejas criadas rescataba la cultura oral.  En “La poética del espacio” el magistral texto de Gastón Bachelard se nos describe en una prosa sublime cada espacio de la casa y señala la función de los rincones como lugares sin los cuales los niños nunca podrían crear sus imaginarios, incorporar la melancolía a  la realidad de los cielos y  la tierra.  De ahí que para   Lévinas   la casa sea no un espacio egoísta, un objeto lujoso, sino el refugio necesario contra las agresiones de la realidad exterior. ¿En esta situación de encierro que apenas hemos comenzado a vivir qué encontraremos entonces  al  paso de los días, al tener que mirarnos de frente con los otros?  Venimos de una realidad dislocada, sin reposo y allí en casa ¿Quién estará esperándonos? La peste del Medioevo que mató la mitad de la población europea incorporó al arte y a la música, al pensamiento la noción fundamental de  que el ser humano es un ser contingente, abocado como dice Heidegger a la muerte y esta conciencia de nuestra  contingencia  es  la que nos permite responder a esta condición con la palabra que ilumina, la palabra en el tiempo, con el arpegio que recupera el canto del mundo, con la risa que eterniza la alegría, con el sufrimiento que concede valor eterno a la dignidad de aquellos que no tienen voz sino esperanza y que al mirarse confían sin recelos.

Metáforas son éstas de lo que hemos perdido o de lo que los poderes terrenales nos han quitado: la casa, imagen eterna de la confianza humana, ha sido como lo estamos comprobando  una ausencia más, se han  dispersado  la familia y los amigos pues la violencia antes que el virus  ya nos había hecho  encerrar tempranamente. Y la casa no son ni el caricaturesco “apartamento modelo” ni la casa del programa social de vivienda donde las gentes no viven sino que se hacinan: la casa es el entorno de la calle, las voces de los vecinos y amigos o sea aquello “que nos hace mucha falta” Por esto la pregunta es muy sencilla ¿A dónde  vamos  a regresar si ya el espacio de los padres  ha sido borrado  por los imperativos de la arquitectura comercial y la familia fue lanzada a la diáspora?  ¿Dónde queda la esquina que convoca a la amistad? Encerrados en nuestros habitáculos por fuerza mayor comprobaremos que sólo siendo nosotros mismos podremos crear  la intimidad  al llegar a la certidumbre  de  que lo que  nos espera es por fin  la familia, es el mundo y su canto.

viernes, 27 de marzo de 2020

Develando el Misterio de Cerro Tusa / Pablo Aristizábal

Pablo Aristizábal, Babel, (2020)

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Amtioquia: Patrimonio Histórico, 81

Develando el Misterio de Cerro Tusa / Pablo Aristizábal

Víctor Bustamante

Desde hace muchos años, cada que he pasado cerca del Cerro Tusa, de admirar su altura (1850 metros), para arañar el cielo en este verano, su diferencia con respecto a los otros cerros y montañas, así como en su apartamiento del paisaje, y, además, de escuchar las leyendas ocurridas allí, surgen inquietudes. Pero como pasa el bus rápido hacia Jardín, le doy una mirada con esos interrogantes que continuamente aparecen. Eso sí sin saber mucho o nada, solo auscultando su aspecto, y de querer subir hasta el extremo, el vértice, para mirar lo que debe ser una visión única del paisaje, montañas de verdes diseminados en la extensión de su geografía. Iba a remitirme a lo que decía un poeta, el verde de todos los colores, pero ya es un lugar común, mejor imagino los azules siempre tan cambiantes, diseminados a la distancia.

Imaginaba a Schopenhauer subiendo al Chapeau en Suiza (961 metros), al Pilatus en Suiza (2121 metros), o al Schneekoppe en Republica Checa (1603 metros), para alejarse de las púas humanas, como él dice, y mirar desde lo alto, ese mar de nubes, para colmarse de meditaciones que luego eran sus asertos. Surgen estas preguntas, estas curiosidades por algo estimable: nunca me he apropiado de este lugar ni de la zona que lo circunda. Dice Schopenhauer: “Mientras abajo domina la oscuridad, uno ya está en la luz. Debajo de uno se ve el mundo sumido en el caos. Pero arriba todo tiene una lacerante claridad. Y cuando el sol llega por fin al valle, no son hondonadas risueñas y apacibles lo que descubre, sino que se ofrece a la mirada el eterno retorno y la eterna sucesión de montes y valles, bosques y praderas, ciudades y pueblos”.  En la cabaña de la ladera que él visitó dejó su huella en el libro de visitas: ¿Quién puede ascender y callar? Hay, además, un paisaje que siempre se asocia a Schopenhauer pintado por Caspar David Friedrich, Caminante sobre un mar de nubes, 1818. Allí observamos al distinguido caminante al final de la montaña, es decir en su altura máxima, en medio de ese paisaje, y de soledades, alejado de la grey, donde el yo supura no energías, sino pura melancolía. Solo lo acompaña su fiel compañero: un bastón.

Aun miramos el majestuoso Cerro Tusa. Pero quienes no hemos vivido cerca a esa zona, quienes pasamos y siempre admiramos el lugar, preguntamos por ese sitio, ya que quien mitificó la cercanía fue León de Greiff, pero prefirió la llanura y quedarse mascullando palabras sonoras y poesía. Él trabajó en Bolombolo para el ferrocarril, y, además, como una reminiscencia, ya que nunca conoció el mar, ni subió a la montaña cercana, escribió un sentido poema:


Oh Bolombolo, país exótico y no nada utópico
¡En absoluto! Enjalbegado de trópicos
hasta donde no más! Oh Bolombolo de cacofónico
o de ecolálico nombre onomatopéyico y suave y
retumbante oh Bolombolo!

Por aquí se atedia, en éste se atedia por modo
Violento la fantasía: monótono
país de sol sonoro, de excesivas palmeras, de
animalillos zumbadores,
de lagartijas vivaces, de salamandras y camaleones,
cigarras estridulantes, verdinegros sapos rugosos, y
melados escorpiones.
Es más, ni Gonzalo Arango mencionó el Cerro Tusa, ni Jaime Jaramillo Escobar, ni Darío Lemos, ni Amílcar U. A ninguno de ellos les llamó la atención Cerro Tusa. Ellos vivieron y viajaron por estos pagos, pero ávidos de ciudad y de calles, dejaron sus pueblos adormecidos en las montañas como un exlibris mancillado. Nunca mencionaron Cerro Tusa porque no querían ser definidos como montañeros. Y no era para menos, allí en esos pueblos parecía que el tiempo se había detenido y, además, las posturas por juegos intelectuales no le causaban emoción, ni curiosidad a nadie. Ellos querían ser leídos, escuchados, provocar, para eso necesitaban el cuadrivio de la ciudad, la lealtad y la bohemia.

Hay un médico que sí se cuestionó ese paisaje y que es uno de los maestros de Pablo Aristizábal, J. B. Montoya y Flórez que, a lo mejor, siguiendo las huellas de Manuel Uribe Ángel que también era médico, decidió ser más específico con la región y narró la visita y su erudición hacia estos lugares en su libro: Titiribíes y Sinufanaes, 1922. J.B. Montoya y Flórez comienza su libro con estas palabras, que son el motivo de esa felicidad de averiguar y aprehender en el terreno: “En el mes de diciembre próximo pasado realicé una excursión por los alrededores de Titiribí, con el fin de localizar la topografía de las tribus indígenas que ocuparon este territorio en la época de la conquista española”. Esta tautología por el origen que siempre embarga, nos sorprende por su erudición y por la pasión para hurgar en la historia y en ese presente que huye. Y así nos habla de Cerro de Tusa, como él lo nombra y Pueblo Llano, hoy Venecia. No sabemos si él o algunos historiadores subieron a la cima del cerro, lo que sí sabemos es que con unos indígenas buscando oro en las quebradas, con españoles buscando más oro donde fuera, luego con guaqueros buscando oro en los cementerios sagrados, nadie tuviera tiempo de especificar y sentir el ambiente en las cornisas de este lugar. De ahí que Colombia sea un país de buscadores de oro donde sea, nunca de escaladores de montañas para filosofar sobre el ser, pero sí de turistas, impávidos y necios, que menoscaban el paisaje. Eso sí aún tengo presente a la cacica Tota que era “sibarita e inofensiva”.




Todo lo anterior para señalar la última y tácita investigación de Pablo Aristizábal que en, Develando el misterio de Cerro Tusa (2019), ha respondido a quienes habíamos preguntado sobre la significación de este lugar. Para ello Pablo ha debido sorprenderse desde niño, ya que desde los ocho años caminaba con su abuelo Mauro, y visitaba estas cercanías. De tal manera desde su entrada a la Universidad de Antioquia, 1997, y de sus estudios en París, en la Sorbona, fue meditando y analizando y comparando uno a uno los pasos, las certezas, los caminos, las indagaciones en un lugar al que él le dio la jerarquía y la preponderancia que se merece. De tal manera lo que es su origen, su cosmovisión, sus asentamientos, sus labores, sus espacios sagrados, su comercio, su interacción con otras tribus, la fatal llegada de los españoles y hasta hoy su desaparición y el otro uso del suelo, se inscriben en esta investigación donde salen a flote toda una presencia que estuvo oculta muchos años. Debido a su terquedad y tesón los caminos indígenas, las cuevas de Santa catalina, Cerro Tusa, domina desde Bolombolo hasta los petroglifos de la Hacienda La Amalia, desde el Cementerio Olajeros hasta Estación Puente, dando la magnitud y valor de los vestigios hallados en esta exploración acerca de nuestros orígenes y habitantes anteriores a la conquista española, así como a su desalojo posterior con la proliferación de haciendas cafeteras a finales del siglo XIX que no lograron destruir los rastros que el investigador necesitaba.

Ahora, este lugar, ha adquirido la categoría que nunca se le había dado, y así nos damos cuenta del descubrimiento que Pablo ha escrito, buscado, analizado y así haya contribuido para considerar la relevancia en conjunto, de Cerro Tusa, ya que ha cristalizado los conceptos, definiciones y hallazgos así fueran históricos o especulativos de los anteriores maestros, Uribe Ángel, Montoya y Flórez, Cok Arango, y Graciliano Arcila, para que lo motivaran, le dieran huellas y le indicaran un camino al cual él le imprimió su sello y su definición precisa y actual.

La calidad y seriedad en Develando el misterio de Cerro Tusa, aniquila las conjeturas, las leyendas, los espantos, la multitud de interpretaciones calenturientas que asemejan Cerro Tusa a pirámides Mayas o de ser una base para Ovnis. Coayudadas en un programa televisivo: Antioquia Asombrosa, Cerro Tusa: Una pirámide mágica y peligrosa, donde fluyen estas conclusiones de risa, escuchadas al testimonio de una veneciana que refiere como el cacique, que es un negrito, junto al árbol de Chumbimbo sale a la piedra de sacrificio e invita a los niños a jugar con chumbimbas de color negro, que tiznan sus caritas de fabuladores y mentirosillos, y, luego, para justificar su lejanía de casa hasta horas impredecibles de la noche, se muestran con la boca llena de maíz quemado. También se asevera como desde allí pueden mirar a la diosa de cuatro espejos que es la piedra tallada en mitad de la montaña. Otro ingenuo visitante descargó las herramientas y escuchó que la montaña se venía abajo, pero al guarecerse bajo una piedra, resulta que todo estaba igual, además, añade que se refleja el rostro de la diosa en un espejo natural que concentra energía. También se afirma que el 31 de diciembre del año dos mil pasaron luces desde el Cerro Bravo a dar vueltas alrededor de Cerro Tusa. Otros testigos aún más cándidos afirman que Cerro Tusa está conectado magnéticamente con Machu Pichu, ya que experimentan las mismas sensaciones en ambos lugares, así como la paz que sienten al estar en la piedra de lo que ellos llaman de sacrificio. Otro veneciano más práctico añade que allá se siente tanta serenidad que se le olvidan hasta las deudas. Otro dice que los Emberá cada cinco años van en peregrinación a las bases de Cerro Tusa ya que su altura obra como una antena y pasan un mes rezando para adquirir buenas energías y alejar las malas. También añade uno de los especialistas en este lugar, que una vez con sus binóculos observó muy cerca de la punta de Cerro Tusa una esfera plateada, nada menos que una nave extraterrestre. Y que, si fuéramos distintos ellos se acercarían. Para otro experto, esta montaña es un lugar de mucha energía cósmica, una pirámide oculta que posee templos, guardianes, portales dimensionales. Aunque algunos vecinos de otras poblaciones, aun andan pendientes de que Cerro Tusa no se derrumbe y los tape.

Pablo al asumir esta investigación poco a poco ha logrado que estos especialistas en lo sobrenatural se ubiquen y asuman el valor que este libro le da a Cerro Tusa y a la zona aledaña, lejos de tantas supercherías. Además, el mayor beneficio es el de haber logrado que en esta zona se haya creado, en 2019, el Parque Arqueológico y Natural de Cerro Tusa y, además, creado el Área de Reserva Natural e Histórico Cultural. Por lo tanto, esta investigación concluyente y seria, la más precisa y preciada, ha enseñado la capacidad de Pablo para aunar historia y tecnología, investigación y tesón e inteligencia.

A veces atraen, pero también nos perturban las leyendas y especulaciones sobre algunos lugares que se convierten en formas que nos ahogan ya que no quedamos satisfechos con estas vanas aproximaciones. Durante el siglo pasado tres viajeros intentaron buscar la significación de Cerro Tusa y sus alrededores. Ellos solo poseían algunas crónicas que mencionaban este lugar con otros nombres, lo cual se desviaba hacia el misterio. Y el resto era callar o imaginar o tratar de comparar con otros hallazgos. De ahí que este libro de Pablo Aristizábal, someta a un escrutinio riguroso la realidad de esta zona lejos de la camisa de fuerza de nuestra pereza intelectual y de nuestra comodidad. Los resultados fueron el redescubrimiento desde una óptica diferente y con técnicas diferentes, así como otras preguntas acerca de su significación tanto histórica, religiosa, social, como geográfica. En cierto sentido la historia de Colombia y de sus regiones, así como la de cada uno de sus habitantes consiste en una lucha entre las especulaciones y fórmulas en que se pretende definir lo que en apariencia se conoce, mientras detrás de esas formas y fórmulas existen códigos, nociones, conjeturas que no se han analizado.

A estas explosiones de espontaneidad, Pablo ha dado una respuesta contundente, y así, ha vuelto trizas con su rigurosidad las anteriores extralimitaciones, las apariencias transmitidas sobre este lugar. De ahí que, Develando el Misterio de Cerro Tusa, haya sido una creación original, debido al equilibrio aprehendido no a expensas de especulaciones sino gracias a un implacable trabajo que permite establecer su valor arqueológico, lejos de sentar otras bases que solo causan no curiosidad sino desafectos.











sábado, 21 de marzo de 2020

Jardín Salas Cunas Medellín, la Gota de Leche / Víctor Bustamante

Foto: Luisa Vergara O.
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Medellín: Patrimonio Histórico, 8O

Jardín Salas Cunas Medellín, la Gota de Leche
Víctor Bustamante

Un viajero e historiador italo – mexicano Adolfo Dollero, recaló en Medellín en 1930, y escribió una reseña sobre la ciudad, donde, luego de dar un paseo y saludar al alcalde, menciona varios lugares y entre los que le llamó la atención como son los ya conocidos, los parques e iglesias; entre otros, se refiere a algunas instituciones, unas de auxilio social como el Asilo de Mendigos, de Ancianos, el Hospital San Vicente de Paul, así como la Gota de Leche, Salas Cunas o créches, y otras instituciones de asistencia. Además, se queja de la poca atención que las autoridades civiles y religiosas le han prestado a Cultura colombiana, que es su proyecto de visitar países y escribir sobre ellos. Dollero, sin dolor, era vicepresidente de la Sociedad Dante Alighieri, y hacía parte de un núcleo fascista que había llegado a México, en una misión naval en 1924, que buscaba contactar a los italianos residentes en Latinoamérica, así como estrechar vínculos económicos y culturales con su país.

A finales del siglo XIX diversos médicos decidieron la creación de centros de asistencia a las madres que no podían lactar a sus hijos, para esa labor proporcionaron leche humana y animal para ayudar en lo nutritivo en el crecimiento de la población infantil más desamparada. Aún más, con una suerte de previsión y mucha fraternidad, Pierre Budin y Gaston Variot, en París habían montado dispensarios de atención a lactantes nacidos en sus hospitales, pero la obra esencial es la creación en 1894, en la ciudad de Fécamps, Francia, por el doctor León Dufour de una institución dedicada al reparto de leche y control de los niños y las madres de cualquier origen social y geográfico.

Debido a la mortalidad infantil, ya que los infantes jugaban en lugares atiborrados de basura y pescado podrido, así como a la difteria y a la diarrea, debido a la mala alimentación, Dufour concibió así la idea de proteger a estos menores. Dufour bautizó su centro, Gota de Leche, tomando estas palabras de un poema de Alfred de Musset: “Una gota de leche en la bóveda celeste / cae, se dice antiguamente, del firmamento (…)”.  De Musset, cuya musa más que romántica, lo encaminaría por los arduos caminos de ser un poeta maldito, convirtiéndolo en un perfecto dandy, mujeriego y amante de George Sand, así como un caminante por los caminos del alcohol y de las noches; no sospecharía que uno de sus poemas más tiernos mantendría su nombre presente, nunca su Impromptu.

Se abrió una consulta en la que las mamás aprendían los cuidados higiénicos, vigilaban el peso y el desarrollo de los lactantes. La Institución fue apoyada por las religiosas de San Vicente de Paúl y por donaciones de sus habitantes. Así se consiguió descender de una manera decidida la mortalidad infantil. En 1914 ya existían en Francia 100 Gotas de Leche, siendo muy importante la Gota de Leche en Belleville del Dr. Variot. Luego, esta idea se, expandió por Europa, América, Australia y hasta Madagascar.

Agapito Betancur en su libro La Ciudad, 1625-1925, habla de la sociabilidad, pública y benéfica. Y junto a los clubes sociales, culturales, y a las actividades de este tipo, le da relieve a la Gota de Leche, y a otras entidades de beneficencia como el Patronato de Obreras, Hospicio para Niños Desamparados, a la Casa de Mendigos, al Manicomio Departamental, y a la Oficina de Accidentes y a dos hospitales.

Luego, específica: “Gota de Leche y Salas – Cunas. Obra iniciada el 30 de mayo de 1917, en el colegio la Presentación dirigido por las RR. HH. de la Caridad, como obsequio de la Asociación Madres Católicas al Ilmo.SR Don Manuel José Cayzedo, Arzobispo Metropolitano, con motivo de sus Bodas de Plata Episcopales.

Foto: Luisa Vergara O.

Al principio suministraron las Rdas. Hnas. 45 litros diarios de leche esterilizada a los niños pobres, hasta el 7 de agosto de 1918 en que se inauguró, en un local arrendado, situado en la Carrera Girardot, la Casa de las Salas- Cunas, a cargo de las mismas Hermanas, donde, además, de seguir suministrando leche a tales niños se atendía a su asilo, cuidado y enseñanzas en las horas del día, mientras sus madres se ganaban el pan en las fábricas de la ciudad”.

Según la historiadora Beatriz castro Carvajal: “En 1917 en Medellín, por iniciativa del arzobispo y la Asociación de Madres Católicas, bajo la dirección de las Hermanas de la Caridad y con el apoyo del cuerpo médico de la ciudad, se inició el programa para atender a los huérfanos y a los niños de familias pobres, que en 1925 atendía a 100 niños”. En efecto, el 11 de junio de 1917 se reúne la junta directiva de la Gota de leche, en el colegio de San Ignacio con el que sería su Director, el Reverendo Padre Gabriel Lizardi. Este jesuita había nacido en Yurre, Vizcaya, en 1875 y moriría en Medellín en 1856. Él transitaba en la órbita de lo social. El 29 de julio de 1910 el padre Lizardi había publicado en Madrid, la Mutualidad escolar, su naturaleza, su organización, su funcionamiento y medios prácticos, ideas influenciadas por el mutualismo francés, donde se bosquejaba que era una obra de los católicos sociales y, en consecuencia, una empresa de acción social católica que se debía instaurar en colegios públicos y privados, así como en congregaciones, en patronatos y en círculos católicos.

En 1912, Lizardi, había estado en Munich donde escribe, a su mentor, al padre Sisinio Nevares que allí hay congregaciones religiosas exclusivamente dedicadas a fines sociales. Además, le comenta que la mayoría en el Reischtag votará por la abolición de la ley contra los jesuitas. En septiembre de 1912 Nevares dejó la docencia en la Universidad de Deusto y fijó su residencia en Valladolid, para dedicarse a las obras sociales que allí tenían los jesuitas, sobre todo, desde que, en 1915, se inauguró la Casa Social Católica, que reunía toda clase de obras: círculo de obreros, escuelas, patronato de jóvenes, mutualidades, caja de ahorros y créditos, cooperativa, biblioteca y varios sindicatos obreros profesionales, de reciente creación.

Gabriel Lizardi había estudiado los movimientos sociales en Alemania y Bélgica, y, junto a otro jesuita, el padre Francisco Goñi, llevaron sus ideas a Bilbao y a Santander, pero Lizardi choca con las personas influyentes del Círculo Obrero de Santander. Por tal motivo Lizardi abandona Cantabria y viaja para Medellín, Colombia, donde organiza obras sociales y dirige la cátedra de socióloga en el Seminario Diocesano.

Ya en Medellín Lizardi tendría que ver con la Casa de Prevención de la Joven, siguiendo la preocupación que existía entre las comunidades religiosas y el sector médicos que apadrinaba el Dormitorio para niños y pobres fundados por los Salesianos, y los Talleres de San Vicente de Paul; instituciones que buscaban adecuar un mejor nivel de vida para estas personas, así como lograr de ellos una mejor proyección social.

La presidenta de la Gota de Leche era la señora Teresa Wills de Restrepo, esposa del banquero Julio María Restrepo Días-Granados, hijo del reconocido banquero Luciano Restrepo. Además, Teresa Wills Jaramillo era hija del industrial bogotano Ricardo Wills Pontón, que vivía en Medellín desde 1857, y trabajaba en La Fundición y ensaye de metales preciosos de Vicente Restrepo Maya, uno de los precursores de la fotografía en Antioquia con su hermano Pastor, en la firma Wills y Restrepo. Además, Ricardo Wills Pontón, escribía en El Índice y en El Alcance, y se casó con Pastora Jaramillo Latorre. María Teresa Wills de Restrepo nació en 1860 y murió en 1935 en Medellín.

La secretaria era Virginia A. de Calle; o sea, Virginia Arango de Calle, hija del ex - gobernador Dionisio Arango Mejía. Ella se casó con el médico y político Miguel María Calle, rector de la Universidad de Antioquia. También en esta cita para la instauración de la Gota de Leche, aparecen Paulina Vélez de L., directora. Pepa A. de Zuleta que es Josefa Ángel de Zuleta, madre del político, diplomático y escritor, Eduardo Zuleta Ángel. Las subsecretarias y propagandistas fueron: Berta Escobar que es la mujer de Basilio Uribe, abogado, periodista y político, autor de Escritos, 1972, e Inés Restrepo, esposa de Manuel Uribe M.

Foto: Luisa Vergara O.
Como síndico que se le recuerda, debido al tiempo que duró en esa labor desde 1927 y 1956, fue don Pedro Estrada, un personaje tan rico que no había día en que no llegara un religioso a pedirle, dinero para obras benéficas, ya que él vivía en el Parque de Bolívar, casi en la esquina de Bolivia y Ecuador. Pedro Estrada González había nacido en Itagüí. Era un empresario y político antioqueño que llegó a presidir el Concejo Municipal de Medellín, y coayudó a organizar La Plaza de Mercado, Los Tranvías y la Central Hidroeléctrica de Guadalupe. Ocupó en 1920 la gerencia del Banco de Sucre. Fue exportador de café y pieles. Fundó la Urbanizadora del Barrio Sevilla, además, participó en la fundación de la Sociedad de San Vicente de Paúl de Itagüí. Él tenía muy presente, así como las personas adineradas de Medellín, a través de sus esposas, la encíclica Rerum Novarum, presentada por el Papa León XIII en 1891, en cuanto a la justicia social, donde se buscaba un mejor trato a los obreros y a los más desfavorecidos.

Han pasado muchos años desde la fundación de la Gota de Leche, y de su primer lugar, en la Carrera Sucre, pero siempre se ha identificado la Gota de Leche con la amplia casona solariega de la carrera Berrío. He caminado esta calle en las horas de la mañana, en las tardes, pero, sobre todo, en las noches cuando después de salir de la esquina de donde vendían tanques de oxígeno Aga Fano, junto al cafecito de doña Silvia, salíamos, con Juan Guillermo Aguilar y Álvaro Betancur, de vueltón, buscando la alucinación de las noches en esta calle tan tranquila, tan serena, Berrío como homenaje Pedro Justo. A veces con las luces tenues, y eso sí tan encubridora, después de pasar El dorado, el primer Ride In de la ciudad, donde los muchachos el 60 venían a probar la nueva sensación, los perros con mostaza y salsa de tomate, y en las noches el espectro erótico se abría para ciertas parejas que buscaban ese sitio más que dorado, rojo, casi aislado en plena Playa.

Ha pasado tanto tiempo, más de cien años, de la creación de la Gota de Leche. A dos cuadras de esta calle, tan discreta, había sido fundada la poderosa Coltejer, que se pensaba eterna, fue tumbado el puente de Hierro ahí en la Play que daba continuidad a la calle, desapareció la Botica Imperial que era un punto de referencia, hasta que esos puntos de referencia eran dos teatros el Ayacucho y el Colombia, que también fueron demolidos.  La Plaza de Flórez, aún perdura así sea ya convertida con cierta noción de progreso, cuando se construyeron las plazas satélites para acabar con la de Guayaquil y a Guayaquil mismo. Fue pavimentada y encajonada la quebrada Santa Elena, fue construido el teatro Pablo Tobón, en la casa del grupo de teatro El Trueque estuvo la Ex - fanfarria varios años, llegó El Trueque y ambas entidades teatrales se fueron, pero ahí permanece esta institución, la Gota de Leche, en esta casa de muchísimos años. Eso sí, cercada por torres de apartamentos y la piqueta movible que acaba con ciertos lugares serenos de la ciudad.

Foto: Luisa Vergara O.

Dice Hugo Bustillo: “Puente de Miguel Gómez, de Hierro ó José María Escobar: Quedaba en el lugar conocido como Quebrada Arriba (carrera 40 La Ladera). Era de vigas, con barandas de cañabrava. Posteriormente fue reforzado en madera, sobre estribos de piedra pegada con cal y canto y barandas de metal pintadas de rojo”. El nombre del ingeniero José María Escobar que fue rector de la Universidad de Antioquia, dado al puente es porque había montado la segunda planta hidroeléctrica en Medellín en 1895 en la quebrada Santa Elena.

Luis Tejada escribe como por la Placita de Flórez montaban en caballitos de madera, y jugaban caracumbé, y, además, perseguían globos hasta El Poblado o emprendían por la calle Berrío, guerras a pedradas, hasta el camino de Guarne. Carrasquilla narra como cerca a la Placita de Flórez, los muchachos visitaban al Maestro Torres fabricante de santos, que exhibía un autómata, representado por un muñeco flaco y pálido que movía la cabeza y estiraba las manos, pidiendo limosna, que se convertía en la única representación artística de la Villa.

Mientras las células de los comunistas de escritorio y de viajes a su meca con discursos insoportables, y, mientras, los otros partidos hablaban de redención social en tiempos de la siega de votos, ninguno cayó en cuenta que existía en Medellín una entidad de beneficencia que evitó que muchos niños murieran de hambre o, que, con los años terminarán maltratados desde su primera infancia. Ninguno de ellos sospechaba que aquí funcionaba y aun funciona una entidad que es fraterna sin alardes y ha ayudado en la ciudad: La gota de Leche.

He, hemos, entrado a esta casa de la Gota de Leche, hemos traspasado esa fachada detenida en el tiempo como un lejano legado que se resiste a ser destruido, hemos pasado el umbral y hemos mirado el sello de su embaldosado, Eposada y pulido por tantos pasos, y hemos encontrado intacto su esplendor, el de ser un oasis en el tráfago de la ciudad. Así, hemos recordado la solidaridad, y hemos caminado una casa llena de frescura, con zaguanes, salas y vestíbulos, patios sombreados y columnas con artesonados de madera que siempre nos había llenado de preguntas, y así, hemos conocido más de Medellín.







DISEÑO PARA EL ORDEN DE UNA NUEVA CIUDAD / Darío Ruiz Gómez


San Juan, 2020. Babel


DISEÑO PARA EL ORDEN DE UNA NUEVA CIUDAD
Darío Ruiz Gómez
El Consejo de Estado acaba de condenar a la nación a pagar  480 millones a los  deudos  de la víctima mortal de un accidente de tráfico causado por la mala señalización de una carretera. Que esto sirva para sentar un precedente en un país donde la ausencia de la veeduría ciudadana permite que grandes y pequeñas carreteras  se entreguen sin tener los acabados pertinentes, con materiales de tercera, huecos disimulados, desniveles peligrosos en las capas de asfalto, etc. O sea  la inexistencia de una señalización que permita evitar un accidente, que haga del flujo vehicular  la imagen visual  de un recorrido confiable  y no una peligrosa confusión tal como sucede en las carreteras colombiana donde  cualquier cosa terrible puede suceder ya que la función  de la carretera como obra de ingeniería  que,  es la de humanizar  un territorio, conectar una red de caminos vecinales, renovar la  vivienda, crear  un interland  mediante  cabinas  telefónicas,  gasolineras, farmacias, baños públicos estratégicamente ubicados ,  en Colombia no se cumple nunca y al pasajero  una vez  emprende su camino   está abocado  a lo desconocido, al asalto, al puente caído ya que no se ha cumplido con la debida señalización, con la debida iluminación. La paradoja es que quienes incumplen estas condiciones son grandes  empresas transnacionales. Y quienes deliberadamente olvidan estos requisitos son funcionarios  oficiales. La señalización como diseño es parte de una disciplina  que busca renovar el concepto de función a través de un logro estético afirmando la confianza en el desplazamiento vial. En Medellín ha venido sucediendo lo contrario: una vía rápida finalmente es una vía cortada a tramos , sin marcar las salidas ni contar con las bahías necesarias  para buses y taxis y sin ese elemento que incorpora a las vías un ingrediente estético de belleza, el paisajismo ¿Cuántas veces se ha pavimentado Las Palmas? Algo tan grotesco como el trazado de los Balsos ilustra la oficialización de estas chambonadas repetidas una y otra vez en calles y avenidas con salidas que se convierten en una trampa mortal, caso del puente de Punto Cero en el encuentro con la autopista y el Puente de Barranquilla donde cualquiera se  juega  la vida. O Industriales donde caprichosamente se juega con esos feos y temporales separadores marcando divisiones viales imposibles de prevenir en la oscuridad. El desorden visual lleva   al caos vial y es la evidencia de que el  impacto entre la consolidada ciudad tradicional  y  la necesidad de  trazar  una nueva estructura vial debido al aumento de población, a la des-significación de los espacios cívicos, al atropello a los lugares consagrados, al desconsiderado aumento de motos, ha exigido  un reordenamiento la estructura vial  y una resignificación pedagógica de la ciudad en su totalidad. Por esto la señalización de la ciudad debe plantearse desde lo que suponen unos nuevos contenidos culturales y no prolongar  el aumento de accidentes mortales que el municipio deberá pagar tal como lo señala el precedente sentado por el Consejo de Estado.

Un motociclista entra en un deprimido carente de iluminación y se choca con una de esas barreras de plástico que los trabajadores mueven a su antojo, el motociclista y su acompañante  mueren tal como mueren o quedan lisiados  decenas de ellos, decenas de automovilistas  cuando encuentran un hueco, una zanja sin llenar, un desnivel  en la pavimentación, un cuello de botella, errores terribles causados por la mala dirección y retraso de una obra ¿Cuántas de ellas dejó sin terminar la Alcaldía anterior  y hoy  permanecen como una trampa mortal? Llegó la hora de la responsabilidad de los funcionarios ante  estos condenables errores propiciados  por la corrupción, muertes que para una verdadera justicia no pueden seguir en la sombra  de la impunidad.
      

lunes, 16 de marzo de 2020

Diego García –Digar, fotógrafo. / Víctor Bustamante


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Patrimonio Histórico 79

Diego García –Digar, fotógrafo

Víctor Bustamante

El año pasado la editorial de UNAULA publicó, un mini libro con un texto corto sobre el fotógrafo Diego García, lo leí de un tirón y me dije, Diego García, Digar, merece más análisis y divulgación, ya que este libro es apenas un abre bocas sobre su labor fotográfica. Un libro de fotografías cuenta con el aval poderoso de un ensayo pleno y, además, con fotografías de un tamaño posible para apreciarlas mejor. Pero bueno, esta corta presentación hace parte de una investigación de Hamilton Suárez y Johana Piedrahita, que esperamos que culmine con una poderosa y sublime auscultación de la obra de Digar, así como una biografía muy bien cimentada, ya que Diego García, como uno de los grandes fotógrafos de la ciudad, aún en su silencio, merece que sea ubicado en su dimensión, la dimensión de su rescate y presencia. Para sorpresa la Biblioteca Pública Piloto posee el archivo total de la obra de Digar. Por ese motivo este 13 de febrero, ante la presentación de una muestra fotográfica había que asistir, pero, sobre todo, a aprender más sobre este fotógrafo de alguna manera relegado, casi olvidado, a pesar de que sabíamos de su existencia solo por algunas fotografías que Internet desliza de vez en cuando, o debido a la aparición de algún par de reproducciones suyas en algún libro antológico sobre fotografía en Medellín, y nada más, ya que su nombre no era cotejado como debía ser y se perdía entre los otros artistas de la cámara oscura, pero la gran sorpresa es haber podido saludar a las personas que lo tuvieron cerca, y, a más de eso, escucharlos referirse a él. Jorge Alberto García, su hijo, nos dio la cercanía con su padre, sus vivencias, las anécdotas, la preocupación de Digar por su oficio, así como su hija Beatriz y su hermana Gloria.

Todo, aquí en la exposición, es desconocido, ya que poco sabíamos de Diego García, incluso, partiendo de las fotografías sobre él mismo, que no sabemos quién las tomó. En una de ellas no mira a la cámara que repara en él, sino que prefiere mirar la cámara en sí, como si estuviera ensimismado en esa pequeña caja mágica que le permite imprimir sus placas, al capturar imágenes, muchas veces pensadas, muchas veces captadas por su ojo avizor. En otra mira la cámara, se ha detenido un instante para observar a quien lo ha fotografiado, posa en su gabinete de estudio, y muy elegante en su laboratorio vestido de bata blanca, junto a su ampliadora y junto a un microscopio donde seguro ha mirado un posible rayón de algún negativo que de no arreglar le arruinará la placa fotográfica. En otra parece que ha salido a caminar y lleva una pequeña cámara en su mano derecha, una Leica. Hay otra donde él posa sonriente a una cámara ajena mientras sostiene su cámara con el flash de bombilla, que tanto se nota en fotos de reportería. En otra fotografía, ha dispuesto la misma cámara Kodak Graflex sobre el trípode para captar un instante citadino, irrepetible y valioso, parece vestido de safari con su cachucha inusual en esos momentos, y no es para menos, se haya en los límites de la ciudad, donde cazará alguna imagen. He dicho anteriormente que lo veo elegante, sí, siempre en estas fotografías lo veo refinado con la donosura de quien se siente digno en su oficio y, además, orgulloso de su cámara de la cual sabe sus secretos: ser la prolongación del ojo y la memoria de su dueño. También utilizó cámaras de renombre: la Rolleiflex, la Mamiya 645, y también cámaras alemanas de gran formato.

Digar, 1961
Pero, por que razón la insistencia en Digar, en sus fotografías, en su permanencia a través de lo que él vio y por qué decidió imprimir esas placas, que lugares buscó, cuál tema lo ha apasionado, lo digo, por una razón de peso, cada fotógrafo deja la visión de su ciudad, deja la huella no solo de su estética sino de la ciudad que él transitó, de los personajes que vuelven a la vida al mirar sus fotos, de saber cómo él ha dejado un panorama perdurable sobre nosotros. En Digar, en esta muestra escasa de unas 50 fotos, ya que la suma de su archivo es de unas 60.000, hay una Medellín específica, y sobre todo, el instante captado, irrepetible en una de esas fotografías, de 1961, que revela tres niños bañándose en una suerte de pozo; ese pozo remite a la cercanía de Junín con La Playa. Mejor, detrás del teatro Junín. La fotografía es desafiante por el momento cenital, por la alegría de los niños, por la dejadez de las personas que pasan y, sobre todo, por algo de peso, no les importa lo que ocurre afuera de ese pequeño cuadrado que parece una piscina, pero en realidad es una de las eras donde se han sembrado otra de las ceibas, de tantas que se han sembrado, ya que Epifanio sitúo su ceiba ahí mismo en ese lugar y, por esa razón, para hacer perdurable el poema, las ceibas siempre vuelven al  mismo sitio. Pero no, a ellos no les interesa ni las ceibas ni los poemas, y, a lo mejor, nunca se vieron retratados por Digar, porque a ellos solo les resta disfrutar el agua y de ese instante, de este baño, y vivir solo el tiempo, que no cuenta, el de su adolescencia. Este momento citadino refrenda dos momentos, la ciudad ya ordenada y a los chicos que han sido cautivados por este estanque momentáneo, donde el agua, amnio universal, los ha obligado a vencer cualquier normativa. Pero si estos chicos son espontáneos, ahí en la calle, también vemos fotografías del juego, 1961, en el Hipódromo San Fernando donde la ciudad se divierte y escoge entre el fútbol y las carreras de caballos. También espera el automovilista, en su Morris Garaje, MG, calado con sus gafas de piloto, 1967, en plena línea de partida. También, en el templo de la Milagrosa, hay nada menos que una cancha de fútbol y un arenal, 1952, donde deporte y religión se conjugan para distraer del tiempo delator. En otras fotos, 1957, muy del otro Medellín, el del Club el Rodeo, donde los jugadores de golf disfrutan no solo de ese deporte sino de los jardines y de su tranquilidad. Pero también hay una foto con el Estadio Atanasio Girardot al fondo, con la línea de partida de los ciclistas en 1956, como presencia a uno de los deportes más populares en Medellín.

Hay otra fotografía plausible, 1971, con el Banco de Londres, diseñado por Horacio Marino Rodríguez, 1923, antes Banco Republicano, con su arquitectura elegante, con su arco majestuoso, su pórtico y sus dos columnas estilo griego y, a cada lado, arriba, sobre dos ventanas ovaladas, dos águilas dispuestas a alzar el vuelo. Este edificio del Banco de Londres ya contaba sus últimos días, apresado entre dos edificios, terminaría siendo destruido, dándole otra bofetada a los Hermanos Rodríguez. En pleno Parque de Berrío, pude ver, a mediados del 70, este edificio, del Banco de Londres, no solo sitiado por el llamado progreso con su pala destructora, ya Colombia ampliada, sino cariado y destruido su alto arco que le daba esa prestancia, a punto de ser demolido como en realidad ocurrió.

También en esta muestra pequeña, muy pequeña, ante las 60.000 fotos, hay en una fotografía, mejor drama familiar, 1950, donde vemos el contraste de una familia en Belén luego de una inundación. Ellos han sacado un par de cochones a secar a la acera, mientras sus nueve familiares son espiados. En ese momento, mejor mememto mori, de incertidumbre total, dos chicas junto a la cama no sufren la pena de este instante y sonríen a la cámara, y contrasta con los demás que aun andan asombrados de la tragedia cercana. Paradójicamente las otras fotografías con las casas de arquitectura reciente, ubicadas en San Joaquín o en Laureles, se convierten en expresión de la ciudad que ya se ensancha y se asienta en Otrabanda y, así mismo, da la posibilidad para nuevos espacios interiores de las casas, así como nuevas definiciones en sus fachadas, diferentes a los habitados en el Centro y en algunos barrios.

En algunas fotos de almacenes aún no hay rejas, las terribles rejas, que convirtieron a Medellín en una bodega nocturna, infatuada y pobre, cuando antes era digna de un trato diferente, ya que en esas fotos nocturnas observamos las vitrinas con la luz encendida adentro y, tras los cristales de las espaciosas entradas que enseñan el interior, las mercaderías para antojar a los medellinenses de creer que así serían modernos.


Hamilton Suárez, Juan Miguel Villegas, Johana Piedrahíta


Pero la muestra hace hincapié y se centra más en los edificios del 60, diseñados bajo el dominio del ángulo recto, que convirtió a muchos arquitectos en especialistas de la uniformidad que le dan cierto tono de perezosa unidad, en este pequeño segmento al Centro de la ciudad, ya que estos edificios indican un matiz funcional de la arquitectura que contrasta con el concepto anterior al utilizar el ángulo recto como norma creativa. De ahí que edificios como el de General Eléctric, el Tequendama, Casablanca, el Santa Lucia, Residencias Nutibara, el Ródano , le den otro acento y definan a Medellín desde otra perspectiva.

En estas fotografías hay multitudes en la Plaza de Mercado de Guayaquil, en el basurero municipal, en Almacenes Flamingo, en el hipódromo, en las actividades deportivas, y en desfiles. Uno de ellos del Colegio San José con banda de guerra que ejecuta una marcha que acompasa a los estudiantes. Otra multitud se agrupa al lado del desfile de bomberos. Otra se disemina en las marchas de protesta estudiantil por la carrera Bolívar. Ya en el Desfile del 7 de agosto, al frente, caminan las autoridades civiles y militares, encabezados por el alcalde,  que se dirige por pleno Junín hacia el Parque a saludar a Simón Bolívar, y, a lo mejor, habrá un Te Deum en la Metropolitana, sin caer en cuenta que al pasar por este instante detenido en una fotografía, a un costado, queda el Astor, fortín inicial de los Nadaístas, que más tarde darán su golpe de opinión, al disponer en la cola del caballo de Bolívar la corona de flores que le dejarán en pleno parque, luego de la fanfarria y de los discursos. Pero la fotografía de multitudes que aún me llama más la atención es la tomada en la de Plazuela Nutibara, donde algunas personas hacen la fila para la llegada del bus, ya que lejos de la fila, desafiantes, y con los pies subidos sobre la cerca de madera, dos muchachos conversan y  miran en direcciones opuestas como si no les interesara nada, pero si les interesa todo, y por eso auscultan bajo sus dos miradas dispares, nada menos qué ocurre a esa hora, tal vez la del almuerzo, cuando algunas personas regresan a sus casas. Y estos dos personajes saben que pasa Medellín por sus miradas, pero de ahí aun no se irán, se han detenido tal vez a mirar a las muchachas que pasan o, a lo mejor, ya se han apoderado del Centro y no quieren caminar en esta pausa, sosiego de las doce. O quizá no quieran hacer la fila y esperan que los cumplidos transeúntes del comienzo entren para ellos subir después.

También Digar revisitando los límites de la ciudad no solo por San Javier, sino que entrega la perspectiva de la Fábrica de Everfit en Belén o desde una configuración aérea traza y enseña el Medellín aun manejable del 70, sin tanto hacinamiento, así como igualmente capta la destrucción del Centro de la ciudad con el paso breve, pero letal, de la apertura de la Avenida Oriental en uno de los desastres urbanísticos más relevantes que han ocurrido. Lo que diría José Luis Sert al venir en los años 70 de visita a Medellín, ¿a quién se le ocurrió construir una autopista al interior de la ciudad? Como dato curioso Sert mantenía en su oficina, en Boston, Estados Unidos una foto con uno de los planos de Medellín, que no cumplió su plan urbanístico.

Si interrogamos cada una de estas fotografías nos hablan desde su interioridad y expresan la ciudad que Digar escudriñó, los instantes precisos para una fotografía precisa, por eso aún no sabemos al no ver una muestra mayor de las fotografías de Digar, cuál será su punto de vista, su concepción como fotógrafo y, sobre todo, esa palabra, su estética, que se desliza estoica, y lo deja a uno pesando y a los cautos aún más pensado, cómo se podría definir su actividad.

En esta pequeña muestra, yace un paisaje urbano que el vivió y auscultó en su plenitud, un paisaje caro que caminamos por la ciudad y nos sorprende al mirar las fotografías como si fueran el antídoto para un poderoso deja vu que sentimos cuando nos sobrecogemos por alguien, por Digar, que al fotografiarla nos ha dejado un rastro de la Villa, tan amada. De todas maneras, esta exposición, que es una suerte de expiación con respecto a Digar, es un gran paso posible y lleno de simpatía para acceder y conocer el mundo de Diego García. Hamilton y Johana seguro requisarán, revisarán con ahínco ese universo de 60.000 fotografías para sacar a flote la vida que Digar le dedicó a su arte para indagar, buscar, preguntarse por Medellín. Así como nosotros la buscamos a través de nuestras palabras, a través de nuestros poemas, y novelas y a través de crónicas para acompañar, desde la lejanía a Digar en su mundo impreso en sus fotografías, ineludibles, tatuadas como una manera de recobrar bella y perenne esa ciudad que huye ante nuestros ojos, a veces con nostalgia, esa puta del recuerdo, como diría Caín, que nos lleva a preguntar, ¿qué paso aquí? Eso sí con la extrañeza y cercanía, con la certeza y nobleza, de esa ciudad que huye y que cada fotografía de Diego García recobra y retiene desde su lejanía.