Gustavo Adolfo Montoya, (Babel, 2020) |
Gustavo Adolfo Montoya,
Fragmentos de Porfirio
Víctor Bustamante
Hay tanta vehemencia en su
actuación, tanto apropiarse del papel que encarna, que se confunde con el
personaje mismo; le da vida, lo hace suyo, le da su matiz y, tanta
perseverancia, que uno termina diciéndose que es el mismo personaje
retrotraído, representado, apropiado a la manera de Gustavo Montoya, que en el
fondo ha terminado en confundirse con el poeta. Y eso lo digo al advertir solo
un personaje que he visto representado en su actuación, a Porfirio digo, a
Porfirio Barba Jacob insisto, a nuestro poeta con mayúsculas, lacerado,
pendenciero, sableador, torcido y mundano, que ha convivido con nosotros desde
siempre. O sea, aquel poeta donde se inscribe toda la poesía del mundo, aquel
poeta donde se confunde vida y poesía, aquel poeta cuya vida es su obra misma,
para utilizar ese lugar común, manoseado muchas veces. Pero que en Porfirio es
certeza y norma de vida.
Pero volvamos a Gustavo, que
es una de las voces del teatro en la ciudad, pero no cualquiera de las voces,
sino una voz muy personal, que ha permanecido casi furtivo, y me refiero a ese
ocultamiento por el silencio sobre él, ya en sus actuaciones, en la manija que
entrega cuando se desborda, en un desbordamiento preciso y precioso, cuando
Porfirio se apodera de él en esa simbiosis de la representación misma entre el actor
y el poeta. Así, el actor al encarnar al poeta es el poeta mismo, es su reencarnación.
La voz de Gustavo es la voz del poeta. Nunca hemos averiguado en nuestra
insolencia como era la voz del poeta, como eran sus ademanes. He buscado alguna
grabación con su voz, con su imagen, pero nada que llega. A lo mejor se ha perdido,
pero tengo la certeza de que algún día la escucharemos. Gustavo nos lleva a la ficción
de saber que ese es Porfirio, un Porfirio hecho, sangre, carnadura misma a la medida
y con la talla de él.
Gustavo posee una voz
portentosa que no se quiebra, una voz recia, indicada para leer, para decir,
para culminar con el habla y volverla a decir de una manera tan recia que
Porfirio se impregna de él, de su habla, de sus gestos. Así es Porfirio en un
día cotidiano, en la actuación nunca vedada que Gustavo le entrega al poeta. Y
es que Gustavo reclama con su voz, nos añade desde lo profundo de su ser mismo
que el poeta con sus palabras, con sus certezas, reclama que la poesía debe
poseer nervio, nunca la casualidad de un puñado de versos decorativos con lo que
no debe estar impregnada, matizada, apropiada del ser mismo. Es decir, del
poeta que lo ha dejado todo, que ha abandonado la tesitura del solipsismo de
pandereta para inmiscuirse en sí mismo. Por eso para Porfirio cada palabra para
poder escribirla la ha vivido, la ha sentido. Cada una de esas palabras han
atravesado su cuerpo, como una saeta, nunca piadosa como en las pinturas de San
Sebastián. No, cada palabra lo ha
partido, no lo ha cesado, otra vez lo ha traspasado. Cada una de esas palabras,
en síntesis, nos ha fulminado. De ahí que Porfirio al revivir en Gustavo nos de
la talla del poeta no solo enigmático, sino profundo, que en su interior no
solo haya brasas personales aun humeantes sino que hay lo más profundo, un ser
que habla, y donde su valerosa voz matizada
de sí mismo, de un yo que el poeta nunca osa esconder, o posar de maldito para refrescar
a los poetas de oficina, a los dolores impostados de algunos que se dicen
modernos cuando no han sido atravesados ni mordidos ni calcinados por la llama
de la poesía.
Porfirio es otro, Porfirio
está en el límite, se explaya en el límite, en la osadía de la palabra que de
nuevo nos fulmina. De ahí que cuando necesitamos leerlo es para decirnos que
cuando escribamos debemos de huir de lo banal, de la torpeza de la
representación misma de nosotros mismos, cuando hay fatuidad y rebajamos la
palabra para cromar un verso como parte de la bisutería personal, sin recordar
que escribir de esa manera las palabras pierden su significación. De ahí que
ser poeta es tan difícil, de ahí que ser poeta no es un refrito, sino una confesión.
De ahí que la mayoría de la poesía, son versitos turbios que pasan bajo el
puente de la vida con sus palabras sin sangre, sin vida sin nervios. De ahí que
ser poeta es uno de los estigmas de quien posee para sí los estigmas de sus
palabras que deben fulminar; de lo contrario seremos vanos estetas aplazando el
ser poético.
Esta tarde de enero ha
llegado Gustavo Montoya al Parque de Bolívar, convertido en ágora poética, a
pesar de los arreglos realizados debido al despilfarro por el ingenuo y pasado
alcalde, vendedor de humo patrimonial. Porfirio, perdón Gustavo, viste camisa
blanca de boleros en la solapa. Sus mangas cerradas hasta el puño, abombadas en
sus codos. Pantalón negro, zapatos negros. En estos dos colores el poeta que no
salió de este par de tonos, ni en sus momentos de fulgor ni en sus momentos de
desesperanza. Porfirio infiel se mantuvo en su postura fiel, eso sí, a sus
imposturas. Un bufan da, tenía que ser roja, tiene, tenía que ser roja completa
su atuendo y le sirve de punto de equilibrio, al actor, ya que le da esa
elegancia momentánea antes y durante el rito de su llegada, debería decir de su
aparición cuando Gustavo se apropia de él y se reencarna en Porfirio, solo en
Porfirio como él saber hacerlo. Nadie más en el país de las salas concertadas,
sino Gustavo que es Porfirio mismo en toda su estatura como actor.
Dice el poeta, Gustavo en
este caso, que actúa y siente, las brasas transitorias, “Mi país teatral es un
país tejido donde dejamos atrás las máscaras, el hielo y la cobardía y nos
damos la mano en la oscuridad”. Nada más cierto, nada más premonitorio y
actual, el verdadero theatrum mundi es el que oficiamos cada día en el lapso
del tiempo que convivimos con los demás, ahí poseemos máscaras de diversa
índole, máscaras arrebatadas, a veces, llenas de furia para avasallar al otro,
máscaras apacibles para el disimulo o máscaras cargadas de intereses personales
para sobreaguar por encima de los demás. De ahí que el actor y poeta al
mencionar las palabras máscaras, hielo y cobardía, significa que, en esas
palabras, en ese tríptico de la representación, cada una de esas puntas
afiladas hieran con su cobardía, por su fatuidad, por escamotear al ser. De ahí
que cuando apela a mencionar la palabra, oscuridad, no ceje en empañarse en
decirnos que ahí vivimos, que estamos confeccionados de esa misma sustancia. Y
es, en esa oscuridad misma, donde el actor se muestra como es, el actor es en sí
mismo, no fragua un personaje, el personaje se ha apoderado de él, para
enseñarnos, decirnos, y llevarnos al territorio donde la oscuridad es el
terreno baldío que habitamos sin tiempo y con mucha desesperanza y en la
mezquindad de la vida que corre, y se transfigura, que huye a cada lado, y muy
cerca de nosotros.
Gustavo no tiembla cuando
actúa, pero sí hace temblar al espectador que sospecha como el actor da todo de
sí mismo cuando sale a las tablas, a escena. Cuando sale ahora al parque como
un vórtice y partido por el rayo que no cesa de sus palabras. Provoca, hiere,
arroja lava volcánica porque él es un volcán mismo cuando actúa y desgaja de su
papel. La actuación, su actuación, no lo sobrelleva, la actuación es un máximo
acto creativo donde él flota sobre sí mismo, ángel exterminador, y con sus
gestos y su palabra trasgrede, hiere con la espada de su voz y nos sacude en nuestra
comodidad.
Klaus Kinski, Bernardo
Ángel, Victorio Gassman y Gustavo Montoya son la palabra hecha carne misma. Es
la presencia de la voz, pero no la voz populi que uniforma y llama a la
entelequia de un dios en el último peldaño, sino hecho personaje, no verbo ni
sustantivo, es la palabra que debe sonar alto para cautivar, para llamar la
atención, para no perder su poder de convocatoria en este tiempo en que la
palabra se haya disuelta en los viejos y perpetuos modales de la cortesía y en
lo banal de los discursos desde la vitrina de la televisión con las alocuciones
de la mentira y de la vanidad. No, en él, en Gustavo, la palabra es el rictus
mismo que fluye por el río del tiempo hacia el espectador que cautivado en ellos,
Porfirio y Gustavo, sale de la obra y sabe que es imposible escapar a la
llenura de sus propias confesiones, ya que un actor lo ha abofeteado para que
salga de la miseria de lo común y sus pretendidas fuerzas inferiores que no
significan sino masacre interior a la banalidad confundida como poesía. Nunca
antes habían existido tantos discursos, tanta palabrería, nunca antes también
debimos asilarnos en las palabras de un poeta que lo dijo todo en tono mayor. Y
que Gustavo no deja que desvanezca.
Cómo no referirme a él, a Gustavo,
cómo callar en estos tiempos de uniformidad, y del silencio más soberbio y atroz,
cómo no decirle del asombro que me causa verlo actuar, por su entereza, por su
entrega. Cómo no tener en cuenta su definición de teatro en esta oscuridad que
habita, y habitamos, y que él nombra no como un adorno o un capricho sino con
esa verdad que lo inmola, que nos inmola, cada que lo escuchamos en su periplo,
porque lo es, y así sospechamos que se haya embrujado en la actuación que lo ha poseído, y él, sabedor de esa reencarnación
y virtud, nos habla, no solo con sus palabras, con sus gestos, con el portento
de su voz, sino en la escena misma de lo cotidiano, en su talento que llama, en
su talante que nos sobrecoge.