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El Mono Rivillas, un bandolero muy reconocido
Orlando Ramírez-casas
(Orcasas)
En Medellín la
palabra teatro se aplica no sólo para las salas donde se hacen representaciones
teatrales, sino para los cinematógrafos donde se proyectan películas sobre un
telón. Frecuentemente los auditorios dotados de silletería y escenario se
usaron indistintamente para uno u otro fin.
“Tengo la idea”, me dijo Víctor
Bustamante, “de hacer algo sobre los
viejos teatros de Medellín: el Circo España, el Teatro Bolívar, el Teatro Junín”.
Conozco el estilo de Bustamante de registrar con su cámara las fachadas y
entrevistar a testigos de los acontecimientos, por lo que le dejé ver mi
escepticismo porque las fachadas de esos lugares ya no existen y de los
testigos debe quedar muy poco, si hablamos por ejemplo del Circo España. No caí
en la cuenta en ese momento de que tenía a dos testigos detrás de la oreja,
como se dice.
Contraviniendo las
técnicas de la entrevista, empezaré por transgredirlas hablando de mí vida.
Nací en octubre de
1945. Cuando se casó con Delio Ramírez, mi padre, mi madre Elena Casas era una
joven de 19 años que vivía con su madre Valentina Restrepo y con su hermana
Gabriela. Huérfana de padre, era Elena la menor de la familia, y mi abuela y mi
tía los convencieron de que se quedaran a vivir con ellas. Nueve meses después
nací yo.
Gabriela, nacida en
1918, trabajaba como obrera en la fábrica de textiles Coltejer donde Jesús
Amador “El Mono” Rivillas Muñoz, de
su misma edad, era mecánico de telares. Se hicieron novios, y en 1950 se
casaron. Llevan 66 años de casados y este año están cumpliendo 98 años de vida.
Según parece, van a llegar a los 100.
El Mono Rivillas es
músico. Todavía se reúne con amigos para tocar la lira o bandola él, acompañado
de un tiple y una guitarra. Por los días de mi niñez él pertenecía a la
Estudiantina de Coltejer, y hacían presentaciones en veladas o audiciones que
el Sindicato de Trabajadores celebraba en un salón contiguo al Comisariato o
almacén del barrio Buenos Aires donde la fábrica propiciaba la venta de mercado
a bajo precio para sus trabajadores, y donde la Cooperativa y el Sindicato
programaban eventos para mejorar su calidad de vida. En ese salón se presentó
mi primer contacto con el teatro, cuando me llevaban a las presentaciones de
sainetes en que actuaban algunos de los trabajadores. Hablo de los comienzos de
la década de los años cincuenta.
Puedo decir que mi
contacto con la música ocurrió nueve meses antes de nacer, por la circunstancia
de que la nueva pareja compuesta por mis padres dormía en la primera alcoba de
la casa, y mi abuela y mi tía dormían en la segunda. Cuando se sentían
guitarras templar en la acera de la entrada, y toses, y cuchicheos, el
incipiente feto que yo era ya sabía que venía una serenata. Era un hecho de
común ocurrencia en casa. El Mono Rivillas tenía una canción preferida que era
como el himno de la pareja de novios. Las serenatas siempre empezaban con “Brisas del Pamplonita”, el bambuco con
el que el palmisalazareño Elías Mauricio Soto rendía homenaje a su río del
departamento de Norte de Santander, con la letra de Roberto Irwin: “Ay, ay, ay. Si las ondas del río /remediaran
las penas del corazón; /te contarían, luz de mi vida, /los amargos pesares de
mi pasión…”. Escuchémoslo en la versión del ensamble vocal A Tempo, del
Quindío:
Aunque me gusta la
música y tengo lo que llaman apreciación musical, no soy músico intérprete ni
tengo buena voz para cantar. Dice mi tía Gabriela que la primera canción que me
oyó cantar cuando apenas empezaba a balbucear fue “Ay, ay, ay, quío. Ay, ay, ay, quío”. No hay que hacer un esfuerzo
de la imaginación para saber lo que ese balbuceo representa. A la influencia
del Mono Rivillas debo, pues, mi amor por la música de cuerdas.
Años después, cuando
ya estaban casados y yo era un niño que hacía la primera comunión, el Mono
Rivillas me llevó a presenciar la primera zarzuela en el Teatro Junín. Fue la
zarzuela Los Gavilanes, del maestro Jacinto Guerrero. También me llevó a ver a
Luisa Fernanda, de Federico Moreno Torroba. Desde entonces me viene el amor por
la zarzuela. ¿Cómo olvidar los pesebres que para navidad fabricaba y armaba El
Mono Rivillas, y cómo olvidar los ensayos y presentaciones de las tandas de
villancicos con sus compañeros de estudiantina durante mis años de niñez y
adolescencia?
Los dos
entrevistados vienen a ser entonces no sólo dos testigos de los teatros de
Medellín de mediados de siglo y anteriores, sino dos personas muy de mis
afectos que a sus casi cien años siguen viendo a este hombre de setenta y uno
como si fuera el niño que acompañó sus amores midiseculares. ¡Ah, me olvidaba!
Fue también el Mono Rivillas el que compró la revista de Selecciones del
Readers Digest en español desde su primer número en diciembre de 1940, y quien
aprendió a encuadernar para empastarla en tomos cada seis meses con el lomo
marcado cronológicamente. Tan pronto aprendí a leer, en sus páginas viví paso a
paso los entretelones de la segunda guerra mundial desde el punto de vista de
los Aliados. Y después compró el Mono Rivillas la colección, uno a uno, de los
libros de algo así como la Biblioteca Básica Salvat de Autores Colombianos que
patrocinaba el Ministerio de Cultura de la época. Cada mes esperaba con
ansiedad la publicación del nuevo libro y creo que aunque el Mono los
disfrutaba, más disfrutaba de ver mi propio disfrute. Tal vez fuera consciente
de que estaba moldeando la cultura de un nuevo ser. La lectura es, por lo
tanto, otra de las cosas de mi vida que tienen mucho que agradecer al Mono Rivillas.
Tal vez se hiciera
demasiado largo transcribir la entrevista que le hicimos, y que ustedes podrán
ver en el video donde el Mono Rivillas y mi tía Gabriela rememoran sus
recuerdos de lo que fueron el Circo España, el Teatro Bolívar, y el Teatro Junín.
De cómo se lamenta el Mono de que su hermano Rafael no esté ya vivo “porque él sí que se acordaría de muchas
cosas y tendría mucho que contar”. De cuando me llevó al Teatro Junín a ver
la película “El último cuplé”, con
Sarita Montiel, que fue patrocinada por Coltejer con un bien editado cancionero
con las letras de las interpretaciones en esa película. De cuando estuvo viendo
vitrinas al lado de una dama entrada en años que resultó ser ¡Libertad
Lamarque! De cuando fue al Teatro Granada a ver una película protagonizada por
Pedro Vargas, con programa de variedades en el intermedio que incluía al propio
cantante interpretando alguno de sus temas, y para la segunda parte de la
película el cantante descendió del escenario y se sentó a su lado para verla “porque trabajé en ella, pero no la he visto”.
Para lo que ha vivido en estos casi cien años, son muchas las cosas que el Mono
Rivillas guarda en el corazón y en la cabeza, a pesar de las limitaciones de tratar
de recordar “aquella compañía antioqueña
de óperas, zarzuelas, y operetas que dirigía un italiano que no me he podido
acordar del nombre, pero no era ni Mascheroni ni Matza sino otro. Es que ya la
memoria no me ayuda”.
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