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Alfabeto de Ilusiones, Memorias de un maestro
Efraín Alzate
Víctor
Bustamante
¿Sabemos toda la
deuda social que le debemos a los profesores y, más aún, a la enseñanza? No
creo, y lo que sabemos, lo sabemos mal. Y eso precisamente lo pensamos, pero
callamos. Los profesores poco muestran sus logros, simplemente sabemos que están
ahí, que aportan muchísimo en la esfera social, tanto en los colegios como a las
familias. Sabemos que el medio donde se
desenvuelven está pendiente de ellos, pero en la parte que los agravia a la
espera de que fallen en algo. Tres estamentos lo miran, lo escrutan, lo
revierten: las familias, los directivos y los mismos alumnos. Así el maestro es
una suerte de catalizador. Pocos le reconocen su valor y su aporte a la
sociedad; incluso existe un premio que se otorga en ese errado concepto disque al
mejor maestro en un medio cultural que desmerece esa estructura de improvisaciones
en el campo educativo con este ingenuo e insustancial reconocimiento. ¿Y dónde
queda el resto de profesores? ¿Los que no ganan premios ni reconocimientos ni menciones?
Los cómodos burócratas hablarán de que
al darle un premio a un maestro representa a los demás en la Sociedad del
espectáculo. Pura boutade.
Además, cuando se
siente agradecimiento hacia los maestros, desde la lejanía, es con ese desdén
que la sociedad de burócratas, los ejecutivos del Estado, les han entregado,
pero que olvidan como ellos asumen valientemente esta incertidumbre que es la
tarea de educar, de enseñar al otro. Incluso, a los mismos alumnos, si se les
saluda pasados los años, es para no reconocerlos como a maestros, sino como alguien
incómodo, con esa incomodidad que da a una persona de que alguien lo haya
iniciado en un proceso de Ilustración y lo haya sacado de la oscuridad de los
mismos principios que como acertijos rondan a la mayoría. Muchos de sus
exalumnos lo ven desde lejos y no recuerdan ni de una manera fugaz como fue la
escala inicial para al procedimiento de enseñanza. De ahí que la labor de
muchos maestros quede oculta, incluso dentro del mismo sindicato, ADIDA, porque
allí son relevantes los agregados en su militancia, pero los demás maestros están
más ocultos y dejados de lado, como si siguieran las mismas pautas del Estado
intransigente. De tal manera muchos maestros que son tan necesarios, no se les
reconoce su abnegación y son desechados de nuestra cultura, una cultura que nunca
ha cristalizado una manera de darles el lugar que se merecen, por el contrario,
cada que se puede les envilece.
De ahí que, al leer
el libro de Efraín Alzate, Alfabeto de Ilusiones,
Memorias de un maestro, nos lleva a
recapturar y a repensar la vida de un maestro desde sus inicios. Solo desde esa
experiencia es factible referir ese oficio. Aquí en este texto ellos son
narrados discretamente, sumidos en su oficio. El autor hace un recuento de su
infancia y la de sus profesoras más cercanas, y de esa presencia notable en su
vida y de como un buen maestro o maestra deja una huella que subsiste. De ahí
que después de tanto trasiego, como esa experiencia letal en Segovia, al lado de
tanto conflicto político, de los mineros y de las putillas en los bares, y de
esa firmeza, sobre todo, en querer enseñar para cambiar de mentalidad a esos estudiantes,
y familias, nuestro reconocimiento se convierte en deuda, pero permanece
silencioso, un poco desdeñoso, desde luego por respeto, pues no estamos en
condiciones de estarles agradecidos a quienes ocuparon un lugar en nuestras
vidas. Y es que la presencia de Efraín en Segovia se da de una manera un poco
curiosa, ya que él, indiscreto y ávido de experiencias, frecuenta los bares de
la zona donde comienza a cambiar no solo de aspecto sino de mentalidad. Aquí hay
un quiebre al adentrarse en la Antioquia profunda, ese territorio donde la vida
está signada por la alteridad, por la lejanía del concepto que se mide y señala
en un pueblo al recién llegado de una forma diferente en solo varias cuadras
adelante. De ser maestro y bebedor por esos pagos aprende lo que es la vida con
su otra significación. Así, en Segovia, Efraín ha adquirido lo que sería y
vendría después: su temple.
También en esa
formación lejos del nido, es decir de Granada, Efraín tiene encuentros propicios,
comprometidos eso sí, y a veces discursivos en lo político con varios gamonales
donde los enjuicia con valor a pesar de ser un forastero. Y es que, en efecto, Efraín
no es un político taciturno, sino alguien preocupado por el bienestar de las
personas y, a más de eso, un luchador nato por la asunción del Estatuto Docente.
En ese momento álgido de esa confrontación entre el gremio de maestros y el Estado,
estuvo Efraín presente y aún es notoria su persistencia y compromiso ante las
dudas que generan ese tipo de acuerdos que a veces se convierten en una suerte
de panacea trivial.
Esa militancia no ha
impedido a Efraín escribir poemas, y al mismo tiempo, ser en todo el sentido de
la palabra un maestro; maestro que lleva en sí no solo el interés en ser creativo
e inspirado en esa labor filosófica, narrativa, ensayística como lo indican sus
libros y, además, teniendo una idea fundamental en la nitidez de su norma de
vida que sabe cómo y cuándo se educa, y se llega al momento indicado y preciso
para ilustrar lo que serán alumnos útiles y esforzados. Es plausible su interés
en no dejar desplazar su carácter de maestro desde el fondo, desde su sentir, y
que en adelante parece estar bajo la dirección del sindicato, ADIDA, pero es en
apariencia porque él mantiene su sentido común, su independencia. Eso sí
teniendo en cuenta como se esfuerza, al restituir el papel del maestro en la
sociedad, en la cual sufre un menoscabo, pero que en Efraín es notorio su papel
por la dignificación de esta labor en contraposición y el dominio inmerso en
una comunidad que infiere, en situar al maestro como la antena que capta todos
los males, y al cual se le cobra, por supuesto, cualquier movimiento que lo
aparte de lo ya fundado y de lo considerado casi una verdad intransitable que
lo lleve a diferir del conjunto en cuanto a sus opiniones. Queda una etapa, y
quizá la más sorprendente, cuando el maestro debe coincidir con la ausencia de
todo relevo en un medio cubierto de hostilidades que ha sido discrepante desde
sus comienzos, ya que su labor es mirada con recelo o con un exceso de
admiración a veces llena de fatuidades.
Efraín recuerda la vida
de algunos alumnos y de personas que lo han sacudido, que le han llegado. En él
su profesión se ha convertido en una suerte de reto de vida, ya que en cada
maestro descansa la idea de un mejor futuro de cada generación. De ahí que en
su escritura es posible tener presente no solo su trascurso vital, sino también
la necesidad de instituciones fuertes, así como la exaltación de los buenos
maestros, y eso sí de fustigar a los rectores ociosos y de bajo calado, también
él cuestiona los métodos formativos, al exponer sus pensamientos, sus
sentimientos en torno a lo educativo. Así leyéndolo con cuidado nos da a
entender que todo lo que concierne a un maestro se ha vuelto digno de ser
revisado, a veces por esos eventos inhabituales, otras veces temporales, inesperados,
transitorios, es decir en esta actividad todo se siente precario debido a que
la pedagogía a veces es insuficiente y es necesario el sentido común, lejos del
autoritarismo, ya que en ese perpetuo movimiento que se vive en una institución
educativa sucede lo inesperado que es cercano a la enseñanza misma, como el
carácter episódico en la vida de cada alumno y de los mismos maestros, como si
algunos eventos accidentales sorprendieran más de la cuenta, pero si bien en
muchos de esos casos son accidentales no quiere decir que lleven la impronta de
la insignificancia, sino que en diversas ocasiones son más significativos de lo
que pensamos.
Muchas veces en esa
sucesión de eventos que, parecen episódicos, es previsible la diversidad de actitudes
que se deben llevar a cabo y que el maestro soluciona con mucha prudencia y
cuidado. De tal manera Efraín nos dice en su libro como esos eventos que parecen
diversos e inesperados llegan cargados de significación en la vida no solo de esas
personas, los alumnos, sino también de los maestros, que permanecen juntos durante
un día la mitad de su tiempo. De ahí que esa profesión que más se acerca a una
vocación, la de ser maestro, cada vez a pesar de la irrupción de los medios de
comunicación y de las redes sociales se le da más significación, a medida que
estos medios alejan el contacto entre alumnos y su realidad más cercana. Por esa razón Alfabeto de ilusiones, es más significativo de lo que creemos no
solo porque su autor devela su trascurso en esa profesión que es toda una disposición,
que es la experiencia en su quehacer que no aparece en ningún manual de
pedagogía ni en ningún tratado, sino que esa experiencia se adquiere a medida
que el maestro en el salón no olvida que le da clases a personas que están en
formación y que en ese trato diario ambos se enriquecen, el maestro con su
amistad, comprensión con su sentido de la tolerancia y de su inteligencia, y
los alumnos como personas que serán guiadas por ese maestro lleno de fervor y
de significación.
Vemos claramente,
cómo al leerlo, él ofrece diversos puntos de contacto en esa experiencia de
vida, además matizada por su arrojo y criterio existencial, como si nos
advirtiera: cada momento en la vida de un maestro lo puede realizar, pero
realizar con dedicación y mucha tenacidad. Quizá sea lo propio de cada uno de
los maestros, enseñar las verdades que la experiencia araña a momentos inesperados,
paro instruir y compartirlos con profundidad, esa profundidad que entregan los
gestos en apariencia más rutinarios antes que las enseñanzas pedagógicas y
frías que se asumen como doctrina.
Estos relatos, estas vivencias
de Efraín están llenas de esa sabiduría que da la experiencia. Una de ellas, su
encuentro con el estudiante minero que le enseña al profesor recién llegado a buscar
oro, pero también del profesor amenazado que debe cambiar de colegio, ya en
Medellín, como una de las soluciones más estériles y, a más de eso, con la
humillación más indigna. Y, además, el caso de Brisa Marcela, la alumna díscola
que amaba la poesía.
Alfabeto
de ilusiones, Memorias de un maestro, da indicios y claras señales de lo
que es haber sido profesor, y eso sí, haberse inmiscuido de una manera profunda
en esa labor. Efraín, desde su llegada no ha cesado de enseñar a sus alumnos la
necesidad de ser prácticos, y acceder a su sabiduría, apartándose de ese
concepto, La letra con sangre entra. Él ha ideado otros caminos, otros
conceptos dando a entender que cada maestro o continúa una tradición que ya no
le pertenece, o idea e impone la suya en su tiempo donde no se pierde esa relación con la piedad e incluso aporta rasgos
nuevos que con los días se particularizan, dándole su tono que deberíamos acoger como su característica, lo representativo
en él, el toque que lo hizo llegar a esos discípulos ahora casi perdidos en su
memoria y que pertenecieron a su tiempo, y que ya mayores, con una fisonomía
irreconocible, aún recuerdan a su profe en su estoicismo.
Esta historia,
contada por Efraín, puede aparecer también como un inicio de un proceso de Ilustración
derivado de algunos textos que hablan de esa labor de los maestros en diversas
épocas, dentro de un país que poco lee y al no leer no tiene memoria. Un
ejemplo de ello podría ser Dimitas Arias
de Tomás Carrasquilla, donde se refiere a aquel maestro tullido y deforme, y
que su autor define: “No fue Maestro atrabiliario ni de viarazas: si chuzaba y
daba azotes a la indómita chusma, obedecía a la consigna del superior, a la ley
de su tiempo, en que era un axioma aquello de "la letra con sangre entra y
la labor con dolor". En esas
escrituras que abordan el tema de quien enseña también podría citar El maestro de escuela de Fernando
González, donde hacen cara presencia el infortunio, la pobreza suprema de Manjarrez,
profesor viudo que hace de su experiencia como si fuera un grande hombre
incomprendido. Las cuatro edades del maestro
de Aldemar Tapias con más reflexión y propuestas, más una obra con carácter
pedagógico; libros que, desde diversas ópticas, dan cuenta de esa labor donde
se entrecruzan relaciones muy diversas entre las pedagogías de su momento y el
concepto de los profesores; entre el autoritarismo y la religión, que siempre
se cuela en las aulas; entre la política y el quehacer diario en un salón de
clases; entre el aspecto crítico tan difícil de dilucidar en el bachillerato, donde
solo la mística del profesor que está absolutamente solo frente a ellos, sus alumnos,
es el responsable y portador de un mensaje, su mensaje, la enseñanza, lejos de
cualquier ayuda externa. Así el verdadero maestro se atreve a proseguir su
labor con escasos recursos, abandonado, privado, pero entregado de sí mismo, cargado
con la ilusión de abrir un futuro de una manera sublime que, ante la indiferencia,
es capaz de convocar las fuerzas necesarias; y así logra casi todo, al sacar
del oscurantismo a los jóvenes, porque ese todo es una idea que su estoicismo elige
para sacar partido; eso sí, como si cada maestro debiera guardar silencio y soportar
la particularidad de cada alumno.
El proceso educativo,
tan personal y eficiente, prefigurado en este libro, tiene como principal
objeto de reflexión alcanzar instancias y objetivos de gran calado que se asocian
a la disciplina de la enseñanza y del aprendizaje. En toda circunstancia, honroso
y plausible, para poder desentrañar la contradicción que se da en ese instante,
en que se logra abarcar los medios propicios para suspender esta incompatibilidad
entre alumnos y profesores. Para ese efecto con mucho afecto Efraín añade: “La
filosofía y la ética deben enseñarse todos los días a pesar de que se perciba
como tiempo perdido. Los discursos morales y éticos algo dejan y algo tomamos”.
Así Efraín Alzate.