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Luis Tejada
He resuelto dejarme la barba. Dentro del nuevo proyecto de fisonomía que estoy meditando cuidadosamente para este año, incluiré la barba, como un atributo indispensable al hombre digno y bueno.
La
barba imprime a la fisonomía general del individuo un aire dulce y humano;
suaviza la expresión dura de los ojos y oculta esa odiosa protuberancia de la
mandíbula que hace del ciudadano moderno un animal de presa, triturante,
amenazador.
Además,
la barba no es solo el vestido decoroso de la cara; es también, en cierto modo,
la cobija del corazón, la felpuda cubierta que arropa y calienta el corazón,
reteniendo y concentrando su radioactividad, su efusión íntima. Yo no sé por
qué he creído siempre que el hombre rasurado es un ser de corazón frío, de
corazón frío y fugitivo como una espada.
¿Es
capaz de amar mucho y de sufrir mucho el hombre rasurado? No. El tipo clásico
del apóstol sensible, crucificado Yo me dejo la barba por amor, ha sido
perennemente ese joven grave, de florida barba. Parece que la barba acaparara
la energía espiritual y cordial, impidiendo su huida invisible, conservándola
dentro de los límites sutiles de la personalidad. Parece que la barba hiciera
al hombre más fuerte y más bueno.
Rasurarse
es como colocarse una máscara acerada, como calzarse en el rostro una armadura
rutilante, agresiva e impenetrable que oscurece o extermina las virtudes más
bellas, la benevolencia, la sinceridad, la sensibilidad humana. La barba
inspira una inefable confianza, una simpatía previa, una alegría imperceptible,
que nos prepara eficazmente para acoger a ese hombre, probable huésped de
nuestro corazón.
Yo
he soñado siempre con la posesión de una ligera barba penetrante, que oculte la
debilidad incurable de mi alma y que se exhiba como una modesta protesta contra
el mundo moderno poblado de rostros esterilizados infinitamente por el contacto
frío de la navaja.
Tal vez, la crisis espiritual de la civilización tenga secretas e insospechadas afinidades con la desaparición de la barba. En todo caso, es necesario reivindicar para el ciudadano del porvenir el derecho ancestral a la barba, dulce y pode[1]roso atributo que acumula dignidad humana y simboliza la fuerza misteriosa del alma del hombre
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