lunes, 23 de septiembre de 2024

Centenario de Luis Tejada, Víctor Bustamante en la Academia Pereirana de Historia.

 


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Yo me dejo la barba.

Luis Tejada

He resuelto dejarme la barba. Dentro del nuevo proyecto de fisonomía que estoy meditando cuidadosamente para este año, incluiré la barba, como un atributo indispensable al hombre digno y bueno.

La barba imprime a la fisonomía general del individuo un aire dulce y humano; suaviza la expresión dura de los ojos y oculta esa odiosa protuberancia de la mandíbula que hace del ciudadano moderno un animal de presa, triturante, amenazador.

Además, la barba no es solo el vestido decoroso de la cara; es también, en cierto modo, la cobija del corazón, la felpuda cubierta que arropa y calienta el corazón, reteniendo y concentrando su radioactividad, su efusión íntima. Yo no sé por qué he creído siempre que el hombre rasurado es un ser de corazón frío, de corazón frío y fugitivo como una espada.

¿Es capaz de amar mucho y de sufrir mucho el hombre rasurado? No. El tipo clásico del apóstol sensible, crucificado Yo me dejo la barba por amor, ha sido perennemente ese joven grave, de florida barba. Parece que la barba acaparara la energía espiritual y cordial, impidiendo su huida invisible, conservándola dentro de los límites sutiles de la personalidad. Parece que la barba hiciera al hombre más fuerte y más bueno.

Rasurarse es como colocarse una máscara acerada, como calzarse en el rostro una armadura rutilante, agresiva e impenetrable que oscurece o extermina las virtudes más bellas, la benevolencia, la sinceridad, la sensibilidad humana. La barba inspira una inefable confianza, una simpatía previa, una alegría imperceptible, que nos prepara eficazmente para acoger a ese hombre, probable huésped de nuestro corazón.

Yo he soñado siempre con la posesión de una ligera barba penetrante, que oculte la debilidad incurable de mi alma y que se exhiba como una modesta protesta contra el mundo moderno poblado de rostros esterilizados infinitamente por el contacto frío de la navaja.

Tal vez, la crisis espiritual de la civilización tenga secretas e insospechadas afinidades con la desaparición de la barba. En todo caso, es necesario reivindicar para el ciudadano del porvenir el derecho ancestral a la barba, dulce y pode[1]roso atributo que acumula dignidad humana y simboliza la fuerza misteriosa del alma del hombre


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