Darío Ruiz Gómez
Repasar de nuevo la
prodigiosa novela de Cormac Mccarthy es
sentirse implicado en un vértigo de desaforada
violencia, ubicados en esos territorios
donde no es que la ley haya desaparecido si no que al ser borrada, la ausencia
de autoridad permite que salga de las entrañas del llamado ser humano el rostro de la maldad absoluta. Matar por matar, asesinar y violar a
una niña de diez años, bailar y tocar el violín, hablar muchos idiomas y estar al tanto de lo que sucede
en la sociedad civilizada podrían
indicarnos la presencia de un ciudadano
consciente de sus derechos y deberes, pero no, lo que el protagonista, el juez
Holden representa, es lo contrario: la cuchillada que cercena la cabellera de
un indio escuálido, el disparo que asesina sin cesar a cientos de campesinos,
niños, mujeres en una conmocionante demostración de insania, el terror resumido en una figura que intenta, a través de las matanzas, abolir hasta la más
intangible presencia de los valores sociales. El juez con una cabeza monda sin
cabello, sin cejas ni bigote, recorre los territorios fronterizos de México y
Texas en compañía de su banda de asesinos, el llamado Grupo Glandon, dedicado a
matar por matar, a pasar a cuchillo a todos aquellos a quienes consideran aptos para
el sacrificio por su inferioridad. Para Holden convertido en un remplazo de Dios en la tierra hay dos
actividades que lo satisfacen, tocar el violín y bailar. El territorio determinado por sus sangrientas andanzas se constituye en una selva sin leyes ni justicia ni Dios. Lo importante es la manera como Mccarthy logra dotar de una perspectiva moral a la caída en el abismo de este personaje
o sea a la manera como la violencia vaciada de sentido logra convertirlo en un monstruo que desconoce
cualquier límite, cualquier tipo de escrúpulo. Solamente un gran narrador de ficción puede llevar a la culminación estética esta alucinante
visión de lo que significan la violencia y el violento, gracias a su soberbia capacidad de convertir
en simbólico lo que los llamados historiadores reducen a cifras acomodaticias.
Los soldados que después
de la Guerra de los Mil días” se negaron a una paz pactada convirtiéndose en
cuadrillas de bandoleros, señalan un proceso de desadaptación de terribles consecuencias cuyas secuelas se prolongan hasta hoy. Marx
diferenció con claridad al revolucionario que lucha por lo que considera una
causa justa, del forajido que hace de la tropelía su único objetivo. ¿Cuál es la
diferencia entre la barbarie de los Paramilitares y la de las Farc? ¿Cuál es la
diferencia entre la locura religiosa asesina de Isis y el mesianismo criminal
del Eln? Lo importante en este caso para
la justicia consistiría en señalar el momento en que abandonan la “causa
política” y comienzan a aniquilar
inocentes para enriquecerse. ¿Quiénes podrían emitir un juicio al respecto, los
jueces que se amparan en una ley inventada o el clamor no escuchado de los
sacrificados cuya venganza será inevitable? La presencia de los degollados, de
los desplazados, pone en tela de juicio conceptos como Estado y como Iglesia
cuestionados por quienes dejaron de ser ciudadanos, creyentes, o sea
abandonados a su suerte. ¿Quién determina entonces la anhelada reconciliación,
los políticos y sus intereses o los
asesinados a nombre de nada?
¿Pueden la matanza y el uso del terror contra la población civil disfrazarse indefinidamente en una supuesta causa política?
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