domingo, 25 de junio de 2017

MERIDIANO DE SANGRE / Darío Ruiz Gómez




MERIDIANO DE SANGRE

Darío Ruiz Gómez

Repasar de nuevo la prodigiosa novela de Cormac  Mccarthy es sentirse  implicado en un vértigo de desaforada violencia, ubicados  en esos territorios donde no es que la ley haya desaparecido si no que al ser borrada, la ausencia de autoridad permite que salga de las entrañas del llamado ser humano  el rostro de la maldad  absoluta. Matar por matar, asesinar y violar a una niña de diez años, bailar y tocar el violín, hablar  muchos idiomas y estar al tanto de lo que sucede en la  sociedad civilizada podrían indicarnos la presencia  de un ciudadano consciente de sus derechos y deberes, pero no, lo que el protagonista, el juez Holden representa, es lo contrario: la cuchillada que cercena la cabellera de un indio escuálido, el disparo que asesina sin cesar a cientos de campesinos, niños, mujeres  en una conmocionante  demostración de insania, el terror  resumido en una figura que intenta,  a través de las matanzas, abolir hasta la más intangible  presencia de los valores  sociales. El juez con una cabeza monda sin cabello, sin cejas ni bigote, recorre los territorios fronterizos de México y Texas en compañía de su banda de asesinos, el llamado Grupo Glandon, dedicado a matar por matar, a pasar a cuchillo a todos aquellos a quienes consideran   aptos para el sacrificio por su inferioridad. Para Holden convertido  en un remplazo de Dios en la tierra hay dos actividades que lo satisfacen, tocar el violín y bailar.  El territorio determinado por sus sangrientas  andanzas se constituye en una  selva sin leyes  ni justicia ni Dios. Lo importante  es la manera como Mccarthy  logra dotar de  una perspectiva  moral a la caída en el abismo de este personaje o sea a la manera como la  violencia  vaciada de  sentido logra  convertirlo en un monstruo que desconoce cualquier  límite, cualquier tipo de  escrúpulo. Solamente  un gran narrador  de ficción  puede llevar  a la culminación estética esta alucinante visión de lo que significan la violencia y el violento,  gracias a su soberbia capacidad de convertir en simbólico lo que los llamados historiadores reducen a cifras acomodaticias.

Los soldados que después de la Guerra de los Mil días” se negaron a una paz pactada convirtiéndose en cuadrillas de bandoleros, señalan un proceso de desadaptación  de terribles consecuencias  cuyas secuelas se prolongan hasta hoy. Marx diferenció con claridad al revolucionario que lucha por lo que considera una causa justa, del forajido que hace de la tropelía su único objetivo. ¿Cuál es la diferencia entre la barbarie de los Paramilitares y la de las Farc? ¿Cuál es la diferencia entre la locura religiosa asesina de Isis y el mesianismo criminal del Eln?  Lo importante en este caso para la justicia consistiría en señalar el momento en que abandonan la “causa política” y comienzan a  aniquilar inocentes para enriquecerse. ¿Quiénes podrían emitir un juicio al respecto, los jueces que se amparan en una ley inventada o el clamor no escuchado de los sacrificados cuya venganza será inevitable? La presencia de los degollados, de los desplazados, pone en tela de juicio conceptos como Estado y como Iglesia cuestionados por quienes dejaron de ser ciudadanos, creyentes, o sea abandonados a su suerte. ¿Quién determina entonces la anhelada reconciliación, los políticos y sus intereses o los  asesinados  a nombre de nada? ¿Pueden la matanza y el uso del terror contra la población civil  disfrazarse indefinidamente  en una supuesta causa política?   

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