SIN CRÍTICA
Darío Ruiz Gómez
¿Qué sucede en una
sociedad donde la crítica no existe? Que la obra se produce pero no ocupa el
lugar que proyectan sus distintas insinuaciones, de manera que el asedio de la
ignorancia – y la publicidad propaga la mayor de las ignorancias- termina por
abandonarla en la indiferencia cultural. ¿Existe algún trabajo
literario donde se muestre lo que supuso el interregno de los años 50 en
Medellín cuando la sociedad pasó a ser gobernada por los comerciantes y las
obras de la generación de Carrasquilla, Efe, Sanín Cano, de Greiff, Fernando
González entran deliberadamente en el olvido oficial y aquella o aquel que
escribe son mirados con desprecio? ¿Quién se ha dado cuenta que Carrasquilla
sigue y seguirá aquí en medio de nosotros sin que nadie lo escuche? ¿Quién se
ha dado cuenta de que Sanín Cano debió marcharse para que no lo anulase nuestra
agresiva ignorancia de la literatura? ¿No continúa solo Fernando González? León
de Greiff tuvo el arresto de contar con un arma mortífera como su ironía para
burlarse de una sociedad de mercachifles. De Barba trajeron sus cenizas, de las
cenizas de Uribe Piedraíta nada se sabe. Es conocida la expresión “hombres
póstumos con que Cacciari denominó en la Viena soporífera “fin du siècle”
aquella muerte en vida que debieron enfrentar Otto Wagner, Adolf Loos, Freud, Schnitzlers,
Musil, Roth a quienes nunca se les brindó reconocimiento y fueron agredidos con
esa oscura tenacidad propia de la imbecilidad generalizada de los adoradores
del becerro de oro. ¿No se hizo lo mismo con Thomas Bernhard y se hace hoy con
Peter Handke permanentes desterrados? La obtusidad es característica de ese
conformismo donde el sentimiento religioso o populista se confunde con los
trasfondos de la más azarosa noche de los puñales de una sociedad que por odio
a la inteligencia ha sido capaz de justificar las peores irracionalidades
políticas, levantar fácilmente el brazo o apretar el puño para saludar al
tirano de turno. De esa indolencia social se deriva fácilmente el eludir la
responsabilidad que supone lograr una tarea crítica sin caer en la injuria y la
malevolencia, en el chiste malsano, respuestas propias de grupúsculos de
intelectuales municipales que rehúyen el diálogo inteligente para caer en las
bromas pesadas, en los exabruptos de la patota. ¿Quién ha estudiado la obra de Gonzalo
Cadavid, de Rocío Vélez, Olga Elena Mattei, Dolly Mejía, de María Helena Uribe
en sus planteamientos narrativos donde se evidencia una concepción del ser
completamente diferente a la del neocostumbrismo? ¿A qué se dedican entonces,
como preguntaría Saúl Bellow, los cientos de profesores de literatura? O han
llegado a confundir la vida intelectual con el lumpen de la llamada vida
bohemia en Medellín ¿Cómo a un escritor bajo la impía consideración de que es
un escritor “reaccionario” se le trata de aislar? Todavía el estajanovismo
impuesto por algunos camaradas disfrazados de teóricos de la revolución ha
logrado colonizar el cerebro de escritores y de profesores predispuestos a
aceptar el lema de que “solamente lo nacional debe contar” eliminando de este
modo el conocimiento de la literatura universal y la necesaria cotejación con
sus obras canónicas. Agreguemos a esto el fenómeno del marketing fabricando escritores
comerciales que son aceptados de inmediato ya que no existe una crítica que
sirva de cedazo. De manera que entre el maniqueísmo impuesto por los activistas
políticos y los modelos del marketing impuestos por la industria editorial
debemos agregar esos subproductos nacidos de los talleres literarios repletos
de desocupados, de ciertos negligentes diplomados universitarios y que hoy en
esta ciudad se han convertido en un verdadero ejército de amateurs, de
escritores de fin de semana en las sombras.
¿Dónde está el espacio
crítico que debe acompañar toda propuesta narrativa, todo espacio cultural que
debe crearse para cotejarse con las obras que han establecido un diálogo que
nuestro provincianismo exacerbado ha impedido? Por no referirme en extenso a la
parálisis creadora que en las almas tibias causa la soporífera vida académica
donde el pensamiento vive marginado por los fabricantes de monografías o
consideran, como cierta profesora, que la literatura es una “ciencia exacta”. Enseñar filosofía es algo muy
distinto a ser filósofo. Todo esto que podría ser tomado como los bostezos y
las flatulencias de nuestro tedio provinciano no lo es porque como en muchas
ocasiones con relativa sorpresa nos hemos dado cuenta que la barbarie ha sido implícitamente aprobada con el silencio de
mediocres profesores bajo la farisea justificación de responder a una causa
histórica. De manera que la mediocridad brota en nuestro caso de la ausencia
deliberada de los raseros estéticos que abren vía a la crítica para no seguirnos
creyendo que leer literatura extranjera es “perder nuestra identidad”. Es ese fenómeno
tan español del ombliguismo o sea de permanecer mirándonos la barriga
insensibles frente a todo lo que suceda en el mundo y que como decía Marta
Traba hace que en todo momento siga rugiendo en nuestra realidad cultural, el
provincianismo más desaforado.
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