martes, 1 de enero de 2019

SIN CRÍTICA / Darío Ruiz Gómez




SIN CRÍTICA

Darío Ruiz Gómez

¿Qué sucede en una sociedad donde la crítica no existe? Que la obra se produce pero no ocupa el lugar que proyectan sus distintas insinuaciones, de manera que el asedio de la ignorancia – y la publicidad propaga la mayor de las ignorancias- termina por abandonarla en la indiferencia cultural. ¿Existe algún trabajo literario donde se muestre lo que supuso el interregno de los años 50 en Medellín cuando la sociedad pasó a ser gobernada por los comerciantes y las obras de la generación de Carrasquilla, Efe, Sanín Cano, de Greiff, Fernando González entran deliberadamente en el olvido oficial y aquella o aquel que escribe son mirados con desprecio? ¿Quién se ha dado cuenta que Carrasquilla sigue y seguirá aquí en medio de nosotros sin que nadie lo escuche? ¿Quién se ha dado cuenta de que Sanín Cano debió marcharse para que no lo anulase nuestra agresiva ignorancia de la literatura? ¿No continúa solo Fernando González? León de Greiff tuvo el arresto de contar con un arma mortífera como su ironía para burlarse de una sociedad de mercachifles. De Barba trajeron sus cenizas, de las cenizas de Uribe Piedraíta nada se sabe. Es conocida la expresión “hombres póstumos con que Cacciari denominó en la Viena soporífera “fin du siècle” aquella muerte en vida que debieron enfrentar Otto Wagner, Adolf Loos, Freud, Schnitzlers, Musil, Roth a quienes nunca se les brindó reconocimiento y fueron agredidos con esa oscura tenacidad propia de la imbecilidad generalizada de los adoradores del becerro de oro. ¿No se hizo lo mismo con Thomas Bernhard y se hace hoy con Peter Handke permanentes desterrados? La obtusidad es característica de ese conformismo donde el sentimiento religioso o populista se confunde con los trasfondos de la más azarosa noche de los puñales de una sociedad que por odio a la inteligencia ha sido capaz de justificar las peores irracionalidades políticas, levantar fácilmente el brazo o apretar el puño para saludar al tirano de turno. De esa indolencia social se deriva fácilmente el eludir la responsabilidad que supone lograr una tarea crítica sin caer en la injuria y la malevolencia, en el chiste malsano, respuestas propias de grupúsculos de intelectuales municipales que rehúyen el diálogo inteligente para caer en las bromas pesadas, en los exabruptos de la patota. ¿Quién ha estudiado la obra de Gonzalo Cadavid, de Rocío Vélez, Olga Elena Mattei, Dolly Mejía, de María Helena Uribe en sus planteamientos narrativos donde se evidencia una concepción del ser completamente diferente a la del neocostumbrismo? ¿A qué se dedican entonces, como preguntaría Saúl Bellow, los cientos de profesores de literatura? O han llegado a confundir la vida intelectual con el lumpen de la llamada vida bohemia en Medellín ¿Cómo a un escritor bajo la impía consideración de que es un escritor “reaccionario” se le trata de aislar? Todavía el estajanovismo impuesto por algunos camaradas disfrazados de teóricos de la revolución ha logrado colonizar el cerebro de escritores y de profesores predispuestos a aceptar el lema de que “solamente lo nacional debe contar” eliminando de este modo el conocimiento de la literatura universal y la necesaria cotejación con sus obras canónicas. Agreguemos a esto el fenómeno del marketing fabricando escritores comerciales que son aceptados de inmediato ya que no existe una crítica que sirva de cedazo. De manera que entre el maniqueísmo impuesto por los activistas políticos y los modelos del marketing impuestos por la industria editorial debemos agregar esos subproductos nacidos de los talleres literarios repletos de desocupados, de ciertos negligentes diplomados universitarios y que hoy en esta ciudad se han convertido en un verdadero ejército de amateurs, de escritores de fin de semana en las sombras.

¿Dónde está el espacio crítico que debe acompañar toda propuesta narrativa, todo espacio cultural que debe crearse para cotejarse con las obras que han establecido un diálogo que nuestro provincianismo exacerbado ha impedido? Por no referirme en extenso a la parálisis creadora que en las almas tibias causa la soporífera vida académica donde el pensamiento vive marginado por los fabricantes de monografías o consideran, como cierta profesora, que la literatura es una  “ciencia exacta”. Enseñar filosofía es algo muy distinto a ser filósofo. Todo esto que podría ser tomado como los bostezos y las flatulencias de nuestro tedio provinciano no lo es porque como en muchas ocasiones con relativa sorpresa nos hemos dado cuenta que la barbarie ha sido  implícitamente aprobada con el silencio de mediocres profesores bajo la farisea justificación de responder a una causa histórica. De manera que la mediocridad brota en nuestro caso de la ausencia deliberada de los raseros estéticos que abren vía a la crítica para no seguirnos creyendo que leer literatura extranjera es “perder nuestra identidad”. Es ese fenómeno tan español del ombliguismo o sea de permanecer mirándonos la barriga insensibles frente a todo lo que suceda en el mundo y que como decía Marta Traba hace que en todo momento siga rugiendo en nuestra realidad cultural, el provincianismo más desaforado.

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