En busca de ALEJANDRA de Jacqueline Salazar /
Víctor Bustamante
Para Manuela
Penagos
Hablo ahora de Jacqueline Salazar, es decir
de su obra en marcha, de la cercanía de saber y ver como poco a poco consolida
lo que más le apasiona, dirigir, montar diversas obras teatrales. Cuando asisto
a ver su trabajo a menudo experimento como un interrogante, ese pretexto de ver
su evolución, su paciencia, esa que sucede ensayo tras ensayo en esa febrilidad
de poner a punto una obra para que las cosas salgan bien. Entonces, ya
inmovilizado en el inicio, en primera fila, por sus puestas en escenas; no sólo
cuando se apagan las luces del teatro y quedar a merced de la obra que se
inicia y que a lo mejor se deslizará hacia la causa esencial, y es que aparece ese
destello de que sea vista, observada, mirada, incluso reparada por ella misma
para saber si ya le da ese carácter de acabada
que ella y las actrices se esforzaba en darle en los ensayos su veredicto, y
que ahora ya, cuando los actores están en el proscenio, no hay vuelta atrás, no
hay lugar para corregir algo, porque el vórtice del comienzo ya ha dado su
señal de partida contra todo pronóstico, ya fuera por ese buen inicio o ya
fuera por la tensión que provoca la perfección de ese arranque en el que se funda toda la esperanza y se
deja la espereza de algún tropiezo, de algún error. Ya no hay nada para hacer,
ya los actores comienzan sus movimientos en esos otros diálogos cuando la
palabra aun no llega, ni sus gestos, o si llegan ya no hay retorno, solo su directora
en este caso Jackie, sabe pronto como en
nombre de esta perfección pretende juzgar algo que el público ya disfruta y es
esa sensación de saber que ante sus ojos ahí en la oscuridad del teatro, cuando
se sumerge uno en esa noche, la obra alcanza y atrapa a quien la mire mientras su
directora lo hace con otros ojos.
De tal manera, ya en escena se presenta una
obra, En busca de Alejandra, dedicada
a la poeta Alejandra Pizarnik, esa escritora que tiene algo muy elocuente, su obra
se lee con asiduidad sin tener una publicidad de ninguna editorial, sino que
sus libros van de mano en mano. Porque era casi una obra secreta durante mucho tiempo,
aunque la poesía de Pizarnik guarda una afinidad con ella misma, una relación
con ella misma que puede leerse no solo como obra poética en si sino como casi
la continuidad de su diario eso sí sin ningún rodeo. Que la otra de Alejandra Pizarnik
tenga relación consigo misma, con su decurso vital no es un secreto, y en ese sentido
es posible leer sus diarios, su prosa que significan la continuidad de su escritura
como un sol oscuro que se hace, se deshace a través de diversas ópticas.
Cada uno de sus libros la fragmenta y da esa evidencia de sus testamentos que la presentan, nunca la ocultan siempre la designan, la evidencian en su propia escritura, siempre habla de ella, no nos es extraño que hable de ella misma, de su dolor y la queremos es por esa razón, no necesita intermediario como la tercera persona ya que siempre en toda su escritura se vierte ella misma para descender hasta el fondo de la escritura que la expresa.
Por esa razón Jacqueline ha captado en su
obra, al disponer a Alejandra misma, hablando de ella, las otras tres actrices
que le sirven de contrapunto, pero siempre tan diferente a todas. Ellas indican
su lectura preferida acerca de ella, mientras en un salón que es su ropero y
ellas deciden cambiarse. las mujeres solas, cambian de diálogo acerca de lo trivial
y elevan su conversación sobre una escritora que las conmueve, que la siguen,
que persiguen a través de los diversos momentos en lo que cada una de ellas
designa sobre la Pizarnik, que es una presencia de fuego en ellas mismas, desde
el comienzo, desde esa apreciación de Jacqueline. Nada más soberbio que escuchar
esas murmuraciones sobre una escritora que lo dio todo, lo cual causa nada
menos que esa curiosidad de saber que ella no las escucha, que ella misma está ausente,
pero su presencia es debido a sus amigas, a sus servidoras, a sus partenaires o
como se las quiera llamar. Pero algo es cierto, Alejandra está entre ellas
mismas, Alejandra en el escritorio, no determina que se refieran a ella, ella
esta ensimismada en sus libros y actúa como una amiga presente, visible, que poco
a poco se irá definiendo dibujando su perfil a medida que ella se hace presente
aún más. La obra no solo habla de la escritora, sino que refiere parte de su
vida con esos equilibrios y abismos, es ella misma un libro abierto, ese que
leemos cada que acudimos a ella.
Es más, entonces sabemos que Alejandra es la única
que fuma, que domina con el humo que esparce al aire de esa noche, la única que
calza zapatos de color negro en esa doble significación que la distingue de las
demás y que se sienta en la mesa donde reposan sus libros. Alejandra ahí presente
en su cercanía a ellas, pero también se aleja de las otras mujeres con las
trusa de color negro por una razón sencilla y poderosa, ella es la que escribe,
la que en toda su significación de mujer es quien piensa, que se sienta en la mesa,
su ara de sacrificio, para sacrificarse y escribir como ninguna mujer lo ha
hecho, ser una poeta en intransigencia, en la significación de su dolor, en la tesitura
de sacrificarse y por esa razón, al fundirse en sus palabras, adquiere ese don de
eternidad de ser la poeta de estos tiempos, al no escandalizarse con su melancolía,
con la tristeza y la soledad que la vuelve incandescente.
Es decir, ser una escritora aparte sin necesidad
de buscar otros ámbitos, el tema es ella con ese fuego que arde, que la denota,
que la demuestra en toda su determinación, que ella vive en toda su premura.
Hay una escena, el descendimiento de ella, vestida
de chal rojo y trusa negra casi sangrienta que es llevada por su grupo de amigas
en una suerte de descenso femenino, un cuadro, un paisaje casi mítico en que
ella desgajada y sumida después de tanto trasiego es conducida por ellas a través
del mundo expresado en el proscenio, en las tablas del escenario como si ella
se fugara con las palabras de la presencia, de su dolor, así como se hunde en
la trascendencia y así ser presentada
como el icono, es decir la escritora por excelencia que acoge las palabras con
la pureza de su poesía, y por esa razón ellas, sus sílfides, la llevan en su
significación de éxito, pero también en su caída vesperal y total, a través de
la sala, como si hubiera descendido, lo que en realidad hizo en cada palabra
que escribió con sangre porque Alejandra tenía tatuada en su piel la palabra
poesía, impresa en la carnadura del
desgarramiento insólito como ninguna otra mujer lo ha escrito sin trabas, sin
frenos, sin quien le coja la mano y la obligue a ir por zonas oscuras. Ella
misma es la invasora que se asiló en zonas oscuras, que era la vida misma, letal
y llena de preguntas, que vio hasta el desespero, que persiguió con sus palabras,
tratando de hacerse a la imagen de su dolor como halito de vida y de su poesía
única, en estos tiempos de banalidad poética.
Jacqueline ha captado la esencia de la Pizarnik,
esencia que es saber que, desde el diálogo inicial hasta el descendimiento, al ser
llevada casi en hombros, como si descendiera de la misma manera que un dios
sacrificado por su atrevimiento de salvar lo insalvable, que es su cruz para
ser llevada por sus amadas amigas nunca sus plañideras ni discípulas ni su coto
cercano sino sus seres dolientes, nunca las fugaces admiradoras.
Decía antes que la Pizarnik nunca ha tenido
la publicidad como la que establece esa presencia, a pesar de que la puede falsear
en su grandeza, sino que su palabra es auténtica y letal, que macera su poesía,
que exprime su caída. Este homenaje que era necesario, que la admite y la respeta
que la ubica y la define como la portadora de otras palabas ha sido dirigida
por la mano siempre fresca de Jacqueline que enseña su talento, el momento
preciso para que la obra no se deslice hacia el conformismo, o a la simple habladuría
sino que define con la actuación precisa de Carolina Taborda
tan parecida a Alejandra en su esencia misma, de aquella mujer que cuando decidió
que ser poeta, de escribir poesía, solo tenía su legado personal, queriendo
alhajarse de su palaba, esa palabra dominada por su interior que es puro fuego impune
a su inmanencia. Repito es ella misma, no solo fue su jaula, sino que después
su propia ara de sacrificio, su templo mismo, su amanuense, su discípula y su maestra
para darnos a entender que en su perfecta soledad, en la esfera de su soledad
pascaliana, ella misma padeció y vivió para clausurar y derrumbar todo tipo de
barreras y llegar a ser en su poesía esa autora que denota estos tiempos oscuros,
esos tiempos complejos de la banalidad para expresar con sus palabras en el formato
que fuera lo que en realidad interesa, darle dirección a su poesía, crear su obra, cultivar sus vicios,
sus penas, como una manera de salir a flote, lejos de sus decepciones y a fuego
lento, lentísimo, como una piedra basal crear su escritura de una estirpe única,
que ahora se refiere en esta obra de teatro magnífica que la define en su
espesor, así sus soles sean oscuros más que negros y a veces perversos. Solo queda
decir ahí está Alejandra con su voz tan propia que no se extingue, con su poder
de persuasión que con el paso del tiempo tratamos de apresarla en su obra y en ese
homenaje en su día como una manera de tenerla tan presente.
Jacqueline ha hablado de una performance, a lo
mejor porque poco a poco creará una obra total a lo mejor más amplia, más
contundente ya que la poeta se la merece; pocas veces se ha escenificado, pocas
veces se le devuelve a la presencia que es la vida en el teatro, solo pervive en
su elemento: en ensayos literarios, en elucubraciones filosóficas, en relatos, en
biografías, en escasos escritos que tienen como centro esta mujer maravillosa o
en escenas escogidas intachablemente, para denotar su estado sensible, siempre
en movimiento alrededor de su propia existencia, con ese torrente de experiencia,
en fin , que ha sido la suya, que le perteneció hasta exprimirla, pero tan de
ella en que lejos de experimentarla como propia, como una característica de su
condición única, inalterable, a pesar de todo casi perfecta, y así se merece
esa imagen sucesiva de verla desmadejada, ya bañada por esa luz que esculpe también
a sus disculpas en este cortejo sin llanto, cortejo de líneas sinuosas y así de
simple objetivada con negros y rojos. Podríamos decir cuando la conducen, como
si Jacqueline creara un fresco propio para Alejandra. A lo mejor pienso en el
rostro de Santa Teresa en el Estaxis.
Jacqueline debe su forma a esta reserva creativa
que revela algo esencial que puede afirmarse directamente, no solo en imágenes
como el cortejo, sino cuando Alejandra ataviada de un manto rojo, estrella
total, caminando lentísima, lee el texto en manos de sus amigas como si fuera
el colmo en el momento de tantas atenciones que le obsequian nada menos que las
tres sílfides con el rango de ser las elegidas en este momento que es toda una elegía.
Pero sus cercanas, Manuela Penagos, Isabel Rose y Estefany Ortiz, no se acongojan ni se derriten en lágrimas, sino que cada
una de ellas ejecuta su danza en homenaje a ella, dándonos a entender con esta
frase de Porfirio que por ahí estaba sentado, anónimo en una de las butacas de
su teatro, Contra muerte, coros de alegría.
En esta puesta en escena de En busca de Alejandra hay apenas una
parte de ella procedida con grandes brochazos por parte de Jacqueline que ha
sido certera en encontrarla, eso sí, esos rasgos son fuertes, contundentes y explícitos,
qué es simple decirlo, pero allí están palmarios sus inicios, su tránsito y el decurso
de su caída donde la fusiona con su trasiego. Así registramos con un pronóstico
indiscutible, que esa escritora tan resueltamente delineada, no es más que un personaje,
es decir, la representación ecuánime y poderosa de una de sus máscaras. De ahí
que En busca de Alejandra ha dado su
primera certeza, es decir su primera huella que seguro dará la promesa
perentoria de ahondar en ella, en su escritura, en su actitud ante la vida para
saber en cuál de sus facetas vive, la persona, el personaje, la escritora o la
poeta, la mujer conflictiva o la bohemia, la amada por hombres y mujeres;
tantas facetas de ella para querer aprehenderla en sus diversos planos con una
sola voz que la distingue como una poeta certera que habla con una voz
distinguible, propia, matizada por sus diversos momentos, eso sí inconfundible,
apropiada de diversas maneras según sus lecturas por lectores o lectoras
díscolas, o por miradas llenas de seriedad que a veces la alejan de esa kermese
que ella vivió en sus noches.
Jacqueline Salazar nos ha dado su versión, su
primer paso nada menos que para describir esa poeta que nos habla desde cerca
con una voz que es pura presencia, y es precisamente ahí cuando queremos
quitarle sus disfraces y encontrar su esencia, esa que nos ha entregado son su
lenguaje sencillo, inconfundible, tácito Jacqueline Salazar, Carolina Taborda, Manuela
Penagos, Isabel Rose y Estefany Ortiz. Así Alejandra Pizarnik.
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