jueves, 28 de julio de 2022

AZARES DURANTE EL DESFILE DEL ORGULLO “GAY” / Raúl Mejía

 


AZARES DURANTE EL DESFILE DEL ORGULLO “GAY”

Raúl Mejía

 

Domingo tres de julio, en medio del tercer puente consecutivo. Como insepulto aburrido, me despierto (casi siempre) a eso de las seis de la mañana. Observo celular, sujeto lentes, retiro de mis pies sendos calcetines. Ya en el baño, rápida micción, rostro remarcado por duras líneas de expresión, escasos e hirsutos cabellos entre canas y restantes vellos castaños. He dejado crecer la barba, luzco cual náufrago irremediable. Acude la mascota, preparo café, ingiero cápsula de esomeprazol, vistazo a la parte sur occidental del valle: nubes, silencio, algunos vehículos. Consumo primera taza de café, la mascota aguarda. Al rato salimos, llevo bolsita para sus heces, llaves y con ellas un chip para abrir la pesada puerta del acceso peatonal. Coincidí con vecino del apartamento diestro, tipo hosco que ha salido a lanzar basura y a quien se le ha escapado, momentáneamente, su malparidito perrito agresivo. Corrió hacia nosotros, intentó agredirnos, pero lo espanté con el amago de un puntapié. El idiota vecino sometió de mala gana al bravucón canino. Llega el ascensor, mientras descendemos se allegan habitantes de esta torre 2. “Lo que daría por vivir en una casa, sin inconvenientes sociales de toda unidad cerrada”, pienso. Nos detuvimos entre los pisos cinco al dos, espacios para parqueaderos. Salimos del adminículo, el chip no funciona, re intento y nada. “¡Esta marica puerta!”, murmuro, antes de que uno de los porteros presione no sé qué botón. Afuera, domingo con escasos peatones. Pasamos al frente, local en el que funciona canal televisivo, en ciernes será demolido para dar apertura a otra unidad cerrada. Adelante avanzan hombre y mujer, cada uno llevando amenazantes perros. Les doy ventaja, mi mascota husmea. En estación de gasolina, enorme carrotanque evacúa su contaminante energía. A lo lejos, sobre mediano muro, se regodean varias palomas, corremos y al cabo de segundos la bella hembra les ladra desde su atávico instinto de cazadora. Ninguna tienda abierta, algún distraído vago, heces que recojo. Volvemos, vasto silencio dominical, pronto regresarán de vacaciones miles de chicos. Ascensor, piso diecisiete, abro. Le brindo pasabocas a la mascota, toma agua, se dirige hacia cualquiera de las camas. Desayuno, observo el computador: Facebook, noticias, publicaciones. “Necesitaría colosal bolsa para recoger toda esta mierda”, pienso. Los demás siguen durmiendo; sin embargo, fuerte sonido musical empieza a ser ensayado, para nada distante, en inmediaciones del Estadio. “¿Otro concierto de Reguetón, aeróbicos o qué será?”, farfullo con aspereza. Comienza el sube y baja del volumen, aves pululan y este sector o suburbio despierta a sus inveteradas rutinas.

Preparo oscuro tinto, sé que no debería consumir tanta cafeína; además, acudir al gimnasio, evitar azúcar, harinas, finalizar bomba apocalíptica de mega plutonio, comprar tiquete de avión y lanzarla sobre este planeta ahíto de asquerosos seres, sobre todo poetas. Sonrío: ¿por qué no le dije eso al imbécil de medicina legal?, lo ignoro. He estado pasando poemillas para un libro que se llamará “Persistencias”. Necesito más textos, dinero e incalculables evidencias de que, pese a regalarlo, casi nadie lo leerá. Tinto, pereza, agenda con manuscritos, en pocos días cumpliré cincuenta y nueve años: hermana mayor, quien decidió volverse invisible, arribará a sus sesenta, “¡somos los nuevos viejos!”, concluyo con acidez, ni moscas miopes se nos arriman. Los demás, esposa, chica e hijo se levantan. “¿Qué bulla es esa?”, preguntan. “Desde las seis está sonando”, les digo. ¡Ruido!, vaya novedad. Cuando estamos todos se reducen actividades; lo cual, pese a lo paradójico, no evita mis persistentes acciones domésticas. Hoy, la idea es preparar frisoles, ante lo cual debo comprar componentes pertinentes, amén del suculento aguacate. Aquel descontrolado sonido prosigue horadando paciencias, ni los de la cuarta brigada se atreven a tanto. Mañana espléndida, leve tregua con respecto a seguidilla de meses invernales. Tomo y tomo café, pico allí, pico allá: no cumplo ninguna promesa. Rápidamente le doy sucinto recorrido a la mascota, soy quien más la pasea, ergo, a pasearla de nuevo. Al rato salgo con morral a la espalda, par billetes de alta denominación y heme yendo como ayer, como hace semanas, como lo seguiré haciendo a comprar viandas en supermercados, tiendas cercanas. En “D1”, popular marca de ventas, suelen hacerse a su entrada anciano con dama venezolana, como puedo les ofrezco ayuda. Dicho almacén … ¡Siempre lleno, siempre con un solo cajero! Es extraño, el descrito ruido se atenúa en este espacio y eso que está a menos de dos cuadras de la calle Colombia. En el carrito van potes de leche deslactosada, Coca Cola, parva, libras de tocino, paquete de plátanos verdes …, tengo la sensación de haber olvidado algo, vuelvo a rondar y sí, faltaban unos pañitos húmedos. Hago fila, a medias avanza. A uno por uno les preguntan por su número de cédula, ¡jamás se las digo!, ya tuve encontrón con idiota quien, incluso, se ofuscó: “esto no es la fiscalía”, le dije, de mala gana pasó los productos, pero hoy no está. Si una pelirroja simpática, a quien le pregunto, en son de broma, si venden bolsitas de agua en polvo, caja de aire en cubos o yogur con antidepresivos. Tontos descaches, como los hacía cuando fui docente, terapia para obviar angustias. Me miran aquellos ojos claros, le sonrío. “¿Por qué tanto ruido?”, le pregunto. “¿Cuál?”, responde. Vuelvo a sonreír, tras de mí la fila es enorme. Pago, guardo, les entrego algo a los pedigüeños. Viro en sentido contrario, hace falta el aguacate. Domingo de menos obreros, pero de gamines extra. A menos de dos cuadras he el espacio para tienda de barrio. Siempre están allí dos, tres viejos madrugadores, que los echan a la calle. Suelen dar vueltas, pero la mayor parte del tiempo se sientan a consumir tinto, rara vez cerveza. Me pesa el morral, duele el brazo derecho, estos casi sesenta años evidencian certera decadencia. Hay compradores allí, la atención es caótica. Me detengo ante el umbral, desde el interior, dama teñida de rubio inquiere: “¿qué desea el caballero?” “Un aguacate bien bueno para hoy”, le digo, ante lo cual ella, fastidiada por persistente agobio del hijo, murmura: “ya se lo busco”. A ver, dos asuntos simultáneos: el primero ocurre cuando ella, mujer bajita, todavía joven, sale, se agacha y hurga entre varios uno que cumpla las expectativas. Ya la he visto varias veces, solemos cruzarnos temprano, ella dirigiéndose hacia el gimnasio, yo con la mascota. Si tuviera el talento y paciencia de Flaubert, podría extenderme párrafos e incluso cuartillas describiéndola. No hay tal, insisto, la dama es baja, teñida y con un culo exquisito. “Vale cuatro mil pesos”, avisa. “Bien, lo llevo”, respondo. Cancelo, guardo. Paralelo a este inocuo suceso y como segundo evento, he escuchado tonto diálogo entre los consuetudinarios vejetes, acodados sobre sillas metálicas. Música al interior de aquel negocio, bullicio proveniente de vecina estación de gasolina, retomado escándalo auditivo de algo que todavía desconozco. Se me antoja -al estarlos oyendo- mini coloquio interior en escasas líneas. La verdad, ¿cómo hijueputas Joyce escribió monólogo de cincuenta páginas sin puntuación? ¡Tenaz!, tiempo, talento, paciencia. Veamos:

“Que la vida es una mierda oh sí y con lo que vimos ¿menuda traición? Vale se abrazan solazan y lejos quedan insultos políticos En entredicho quedan como sacacorchos que expulsan solo vino es la política no como cuando éramos jóvenes: el trapo azul el trapo rojo que te santiguas o te vas tal vez sea mejor madrugar para espantar bichos y tórtolas ¡No falta más! El país hecho un mierdero y vos pensando en tonterías Fuera mejor escribirle a El Colombiano, decirle al ex director que prosiga con sus diatribas es inútil hombre como vacilar a adolescentes …” Impotable ejercicio, impotable diálogo e impotable bullaranga del asqueroso reguetón.

Llego a casa, fuerte olor a frisoles, luego sentiremos aromas del chicharrón, patacones. ¡Ah, qué ricos son, pero me caen muy mal!, es por ello que solo “caldito”, Dios … La chica que los prepara, tiene la respuesta correcta al incesante fragor que proviene de inmediaciones del estadio: “es que hoy se celebra la marcha del orgullo gay”, expresa. “¡Oh diablos!”, comento, para luego añadir con homofóbico enfado: “¿tal es la música que alborota a los maricas de hoy? En ese caso, prefiero a los anacrónicos, tenían mejor gusto”. Obviamente nadie me presta atención, ni ustedes que leen, jajaja. Receso para satisfacer el transcurso de rutinas: trapear, bañarse, atender el noticiero de la una de la tarde. Prosigue esa cacofonía monótona. En la sección cultural del noticiero dan paso a escenas del desfile de marras, en pocos segundos se aprecian docenas, cientos de sujetos provocando ominosa adivinanza sobre si son hombres, mujeres o lo que sea. “Vienen para acá”, dictamina la esposa, llamándome a almorzar. Vela la mascota, a hurtadillas le paso trozos de carne. Quedo satisfecho, reflexiono sobre lo que se avecina: no habrá fútbol, el hijo se irá a casa de su novia, la dama que preparó los frisoles tiene turno de noche y mi esposa, como es usual, se arreglará cuantas uñas posea. ¿Y yo? Normalmente, tras darle otra salida a la mascota, suelo disponerme para laxa siesta, rara vez evitada. Empero, ante tamaño escándalo musical e infaltable reflujo tras consumir aquellos alimentos, me instan a …, ir a presenciar la locura orgullosa que se aproxima.

Acudiendo a filosofía barata, en medio de praxis que desnudan hastíos, necesito justificar inusual irrupción en lo que ejecuto tarde tras tarde: esta vez, para efectos narrativos y sin mayores tropiezos, he que me encamino a contemplar ese evento, parapetándome sobre montículo que protege a vetusto arbusto. El cúmulo de personas que crece espantosamente, me impele a esta inquietud: si voy a verlos, ¿es por qué me gusta? No necesariamente, estas dos palabras permiten fácil pretexto, es como insistir en similares inquietudes: si acudiera a corrida de toros, ¿me gusta el maltrato?, aplica para pelea de gallos, de perros. Si eventualmente fuese a misa o a algún culto, ¿soy religioso y/o practicante? ¡ETCÉTERA!, pues no deseo prolongarme. Jocosamente dirán varios que “sí”: “quien vaya a eso tendrá que gustarle”. En tal caso, al verme acompañado de familias, señoras, viejos, niños que hoy, domingo vespertino y siguiente lunes festivo, han venido conmigo a presenciar este gratuito show de … Ellos, ellas y elles. ¿Se sentirán identificados?, ¿los apoyan? “No necesariamente”, otra vez el par de vocablos. El lenguaje es capaz de todo, sin duda.

Estoy ante la calle Colombia, su costado de oriente a occidente se encuentra bloqueado para la circulación de automotores, vías alternas lucen asfixiadas de congestiones. Sol, pero las contaminadas hojas del arbusto alivian fuerte canícula. “Quien quiera marrones, que aguante tirones”, recuerdo la expresión, dado ello, a aguantar el pestilente reguetón, sonando cual náusea creciente. El punto de convergencia se ubica en el encuentro de esta célebre avenida con la carrera setenta y cuatro, en los semáforos. Hacia el sur occidente, el centro comercial Obelisco y al norte, detrás, El Diamante. La cantidad de personas es bestial, hacen su día vendedores ambulantes. Traje bebida hidratante (necesito suspender consumo masivo de gaseosas); los demás, agua, refrescos y miles de celulares, no el mío, que me enoja andar como zombi apegado a ese aparato. Graban, toman fotos, algazaras a diestra y siniestra. “¿Qué hago aquí, me voy?”, empiezo a cuestionarme; sin embargo, ya se allegan al paroxismo, multicolores escenarios ambulantes que representan a las treinta y una formas (hasta ahora) de reconocerse gay. Los precede inverosímil sujeto, tendiéndose sobre el piso, gesticulando como si quisiera penetrar el asfalto o que lo arrollen, vale, con penetrante pasión. Comento en voz baja: “¿es que es huevón?, esta vez, nadie oye.

He, entonces, que vienen aproximándose enormes transportes, sobre sus carrocerías (o reemplazándolas) han instalado algo así como palcos o estrados: en verdad llevo rato, desde que supuse este texto, tratando de averiguar el nombre exacto, el término técnico para dichos montajes, en medio de dificultades semánticas. Para efectos del color local, añado que esta multitud, conjuntada en inmediaciones de la unidad deportiva Atanasio Girardot, se asemeja a la que se allega al observar el paso cansino del desfile de silleteros, durante la histérica feria de las flores. Calor, aplausos, música a todo volumen la cual, por sinergias del voyerismo, por poco pasa a un segundo plano. En verdad y así ocurra linchamiento, me parece fea la bandera de los LGBTIQ, ¿por qué tantos colores? Como sea, “it´s not my bussines”. Debido a mi estatura, nada sorprendente, conservo lugar de privilegio en aras de detallar parte de tan descomunal simbiosis de idioteces multicolores. Ingiero de la bebida, rasco cabeza y, en lo que luego será descontrol de matices, comienzan a pulular cientos, miles de aristas de mirella, empañando lentes. El desplazamiento de dichos palcos móviles es lentísimo, rodeados por decenas de entusiastas, espíritus depredadores del sexo sin …, resquemor, pienso, evitando pretensiones sociológicas. Es denso su desplazamiento; supe después que, al llegar cerca a los machotes alfa de la cuarta brigada, los allí danzantes, actores, actrices y actroces se apeaban, uniéndose al jolgorio. ¡Cunden aplausos, loas, vítores tras la primera estación de la caravana gay! Pareciera que se trata de un extrovertido grupo religiosos, luciendo sedas sucias, medio rapados, expresando no el consabido: “Hare Krishna”, sino: “Ay Cris-tian”. Muy delgados, con tatuajes hasta en las radiografías, brincando como si les hubieran echado escorpiones en la entrepierna. No sé si liberan mariposas o volantes, lo que si penetra es fuerte olor a sándalo. Entre el vocerío, alcanzo a escuchar (o a entender) una pregunta entre ellos, ellas o elles: “¿dónde quedará la iglesia de san Clemente?, es que mi ex se casa ahorita allá”. Ni modo de decirles, se alejan, limpio mis lentes de un pigmento color rojizo. Entre palco y palco (o como se llamen) son muchos los que vienen a pie, esgrimiendo -obvio- su delirante bandera. Otros, otras u otres ofertan su talento de saltimbanquis incomprendidos, felices al exudar gestuales innovadoras. Empiezan a apretujarme, pareciera que se vinieron por completo los residentes de Los Colores. Bullen celulares, consulto la hora: 3.15PM, momento usual de mi siesta. Se incrementan alaridos, ni que la estatua de Maluma -a diferencia del modelo- hubiese adquirido inteligencia y voz, pues el siguiente vehículo trae a influenciadores del Internet: Youtubers, Tiktokers, Instagramers y demás alimañas, dándose besos, abrazos, lanzando confites, condones con su propia marca; uno de ellos, apestoso hiper tatuado, alardeando celular de cien mil dólares. “Cuidado mariconcito, entre locos, locas y loques hay mucho ladrón”, pienso. ¡Caray, qué hijueputa algarabía!, ni que se fuera a acabar el mundo, “¿desde cuándo semejantes orates son tan importantes?”, pregunto a media voz, nadie sigue sin escuchar. Se parecen a los poetastros del Pacto Histórico o tracto escatológico cuando ganó su Mesías, con la diferencia de que entre ellos no veo a ningún negro, ¿vendrán en otra carroza con la de “vivir sabroso”, la estrambótica señora de las malas caras virales? ¡Huy, que por poco se abalanzan sobre esos imbéciles!

Cada vez que salgo con la mascota llevo bolsitas y suficientes servilletas, acudo a estas últimas para volver a limpiar las gafas, esta vez mirella de color … Durante ese intervalo, atrapado en la miopía del mirón, a medias leo pendón que cuelga de la siguiente carroza: “Otraparte”. ¿En serio? ¡No!, que me cuesta imaginar a Pedrito voleando gorra, haciendo “striptease”, leyendo sus barruntos de censurado por Facebook. “¿Habré leído bien?”. Con lentes medio limpios vuelvo a mirar y sí, había visto mal, dice: “Atraparte”. Extraño escalofrío pese al bochorno, el solo suponer a Pedrito, hermana y restante combo rosquero de la casa museo en, bueno, exóticas extroversiones, me conduce a pensar que habría dicho aquel séquito de momias vivientes que adoran al vate de Envigado, mínimo a la tricentenaria Olguita se le habría atorado grasoso buñuelo, volviendo a morir por quinta vez. A todas estas, ¿habrá palco, escenario, carroza o como se le llame con puros, puras o pures poetas? ¡Tiene que haberlo!, hay mucho raro publicando, grabando videos, publicando en cualquier revista de dos pesos. Este de “Atraparte” está constituido por tipos muy acuerpados, cuerpos de gimnasio, algunos tatuados, los demás excesivamente lampiños. Enseñan casi toda su figura, apenas si corto calzoncillo o pantaloneta asaz ceñida les cubre lo que más mueven: bailan, van hacia atrás, hacia adelante, a los lados. Brincan, ejecutan mímicas de movimientos más pornográficos que eróticos. Me percibo incómodo o, mejor, incapaz de describir con eufemismos la mariconada que veo. Hombre, son sujetos “pispitos” como diría mi madre o “atractivos” al decir de la esposa. No han de faltarle mujeres, pero lo que les sobra es machos. No sé, múltiples contradicciones, como la bandera que ondean, asaltan a mi cerebro recalentado. ¡Uf lo que los aplauden, mandan besos a esas personas desopilantes! Prosiguen el ritmo de cancerosos temas reguetoneros, al tiempo que ráfagas de maquillajes asfixian lo circundante. Ya terminé la bebida, presiones de los demás se alían al lento descenso de este sol de julio abrasador. Retomada rutina: como puedo elimino mirella color … Desde esa carroza salta alguien disfrazado del hombre araña, cayendo mal al piso (tal vez así era el salto), luego mueve sus dedos, sale de allí algo semejante a una telaraña. Pronto acude ante él modelo adicional diciendo afectadamente: “la araña me va a picar”. Ríen, yo no, sensación de enojo soborna mi diplomacia, expresándoles: “¡par de malparidos!”. Se quedan mirándome perplejos, sonrío.

Supongo habrá transcurrido media hora desde que consulté, lo cual me lleva a considerar que se tardan unos diez minutos el arribo, hasta donde estoy, de cada cosa esa que se desplaza sobre vehículos. ¿Cuántas faltarán?, si bien dicen que son más de treinta las variantes, la última llegaría hasta pasada la medianoche. Es honesto admitir que, por cansancio, no resistiré sino unas más: tampoco es que sienta urgencia de presenciar o grabar esto como lo hace Víctor Bustamante. Corto receso, suspenden el reguetón, se oye voz de X funcionario del municipio alabando dicho desfile; solicitando, además, que se guarde compostura. “¿Lo dirá por los del show o por nosotros?”, expreso, siendo escuchado por varios a mi alrededor. Se retoma la dinámica, con lentes medio sucios, percibo a distancia de veinte metros el acercamiento de otro espectáculo móvil, a ambos costados del mismo, montones de muchachas y como aquel grupito de los masculosos, ellas -en su mayoría- son lindas, jóvenes, cuasi adolescentes. Al allegarse la carroza, su nominación es fulminantemente tétrica: ¡son las SS Pizarnikianas! … “¡Brujas hijas de puta!”, les grito, al unísono de espeluznante estallido de notas aturdidoras. Convencido estaba de que no me oyeron; empero, que se apea la más abominable, bodrio de grasas tatuadas, aproximándose hacia donde estoy. “¿Quién fue el triple malparido que nos dijo brujas?”, pregunta. Estupor, silencio. Me asalta el pánico del alter ego, perseguido por tan fúnebres maniáticas. “¿No que son muy machitos?”, pregunta con agresividad, mientras esgrime, raspa sobre el piso hostil machete con empuñadura de cobre, marcado con el rostro virulento de su endiosada poetisa. Salvadoramente la llaman de su combo, marchándose con aquella arma, escupiendo como su diosa en éxtasis. “¡Epa pendejo, quédate callado!”, barrunto, afectado por risita nerviosa. Permanecí durante el desfile de tres carrozas más, empezaba a sentir agotamiento, viejo malestar de las várices reaparecía al prolongar mi estadía de pie. Singular grupo de hinchas del Nacional robó la atención por minutos, no los del Independiente Medellín, a quienes silbaron por ordinarios y perdedores.

Antes de ir a casa, reflexionar sobre lo visto, animarme a redactar este texto, cuestiono mi presencia aquí, sintiéndome hipócrita. A medias atento, mis gafas permiten, cual telescopio personal, otear extensa estela de palcos raros, raras o rares en su aquelarre confesional. Abruma tamaña exposición, al día siguiente dirán que cerca de ochenta mil personas participaron. “¿Ochenta mil?”, me pregunto, esa es la menuda. Si aquí no se ha volcado medio Valle de Aburrá, sí -por lo menos- la tercera parte. La antepenúltima carroza presenciada fue la más ancha de las que fisgoneé, extremadamente lenta con respecto a las anteriores. Por su tamaño, fue la menos difusora de mirellas, ante lo cual fijé mi atención con analítica rigurosidad. He pues que, lentamente, se desplazó exhibición de “intelectuales por el cambio”, ecléctica mixtura conformada por vates, philosophos, teólogos, narradores, ensayistas, editores, fotógrafos, periodistas, representantes de festivales poéticos, docentes universitarios, promotores culturales, polímatas, etc. Unos sentados, pocos erguidos, remarcando publicaciones propias, direcciones de sus blogs, correos institucionales; entonando canciones de Mercedes Sonsa, Pablus Buitridos, nueva trova cubana … Lanzaron esquelas, publicidad de recitales, farfullando sobre dioses, el amor, resiliencias, comprensión. Alcancé a tomar divagante papel, en él se veía foto de última ganadora de un supuesto concurso femenino del Museo Rayo, grotesca mediocre, áspera de canas, diciéndonos que “triunfó sobre treinta y seis poetisas”. “¿Poetisas?”, ni harapientas del verso serán, “no faltará el zángano o lambón que le haya dado a tamaña farsante manito o corazón en su página en las redes”, susurro. Los allí presentes intentaron abrazarse en unción espiritual y que se arma pandemónium del putas: resulta que a ciertos doctos se les fueron las manos al rozarle el feo culo de liróforas o expertas, recibiendo de ellas cachetadas, empujones, armándose la de Troya: dicen a agarrarse del cabello (los que tienen), puños van, vienen, coléricos reclamos. Insultos por doquier, calificándose entre sí como espías, envidiosos, maricas de tiempo completo. La mofletuda-peluda, Anna Pachita, se agarra de las barbas del maloliente Afrecho Yardas, aquella sonsa modelito (quien deslumbrará con posterior viaje a la piedra del Peñol) se escondió tras bastidores; saltan chispas del palco, un teólogo lleno de citas eruditas saltó azorado. Urge presencia de algún mecánico, de preferencia celeste, para calmar el estrépito de dichos intelectuales de pacotilla. “Así son esos tarambanas”, digo en voz alta. Tuvieron que bajarse a empujar la carroza los mismos que por poco acaban con ella.

Vaya contraste con el siguiente palco, esta vez breve y silencioso. Resulto ser un homenaje a decenas de esa comunidad muertos de formas violentas, viéndose fotos de aleatorias víctimas. Por un buen rato cesó la horripilante basura de música, dando paso a sentidos loores, expresados por líderes LGBTIQ. La verdad no identifiqué a ninguno, ninguna o ningune, debido a tinturas, maquillajes y vómitos que llaman arte: tatuajes para descerebrados. Tampoco hubo mirella, sí minutos de solidaridad. Vale, por fracciones, como si se hubiesen fusionado universos paralelos, vivimos excepcional tranquilidad. Aproveché para retirar de mis gafas tanto polvillo fastidioso. Un tanto distraído y ya con urgencia de regresar, me aturden vítores alarmantes ante llegada de siguiente comitiva patética: se trata de los, las y les de la tercera edad. “¡Agh, mala peste los coma!”, gluturo. No son cuerpos torneados de varones ni bellezas frescas de muchachas, no, se trata de vejetes sin ton ni son, para quienes (siendo lo único agradable) les han colocado temas decembrinos, salsa de los setentas y clichés de la época disco. No quiero retener en mi memoria a semejantes supérstites de la ramplonería amaricada; sin embargo, es evidente que reciben colosal atención. Desde allí, rarísima señora, ultrajada de arrugas, lanza besos desaforadamente, otros mueven brazos como aspas desvencijadas, giran lo que les queda de traseros, bailando como despojos de títeres obsoletos. ¡Cuánta mirella, cuánto papelillo! Al ritmo de balada de Juan Gabriel, recibo tremendo empujón, no supe de parte de quien, pero (y sin quererlo) me lanza hacia la calle Colombia, atrapado entre la multitud y ese despelote de ancianos enfervorizados. Intento retornar a mi sitio, no lo logro. Aquel gentío, cual río colombiano, le ha devorado espacio al asfalto. No hallo donde atrincherarme, aun así, esto no fue lo peor, mira que se me acerca un tipejo semi calvo, con triple arete en cada oreja, sin camisa, con trusa hiper ceñida, moviéndose al igual que exótico practicante de hula hula, convidándome a bailar con él, diciendo con voz meliflua:

-Ven guapo, vamos a sacudir el polvo.

-¿Qué? ¡Oigan a este!, le respondo, sin dejarme abrazar.

-Mmm … Deje la bobada, libérate, ¿no te gusto?

-¡Ave María!, ni para vaciar inodoros.

-Tan delicado, me dice, sacando la lengua y mirando hacia mi entrepierna, para añadir: apuesto a que te llamas Raúl, ¿cierto amor?

-¿Cómo lo sabes?

-Es que soy la Artemisa del Tarot, discípulo del loquito Andrés y he soñado contigo.

-¿Soñaste?, pues despierte mijo.

-¿No te apetece irnos tras la carroza? Hay algo que te quiero mostrar.

-¡Hombre!, así fuera la máquina del tiempo, con vos ni al cadalso.

-Tan bobito, venga y me da un beso.

Y que se me lanza, ejecutado movimientos (supongo) de samba, como puedo lo aparto. Este maricón hace gestos de sumergirse en el agua, forzando sus caderas con frenesí. Estoy perplejo, no me muevo, pero lo hice cuando reintenta sujetarme cual semental libidinoso. Lo esquivo, el frenético sujeto tropieza con espectadores, entre risas y quejas, noto que se ha abierto un boquete y aprovecho para escabullirme de allí totalmente consternado. “¡Esto me pasa por fisgón!”, grito, tomando vía alterna, la misma que me acerca a la tienda usual, donde siguen los jubilados politizados. La bella mona ha salido a botar basura, quedándose todos pendientes de mí, leyéndoles expresiones de burla. No importa, asciendo corta cuadra, avizorando entrada de la unidad. En escasos metros circulan seres que regresan en variopinta procesión. Sin saber por qué varios me felicitan, otros acuden a mirada escrutadora. Llego a portería, uno de los guardas se queda un tris pasmado: “¿qué me ven todos estos maricas?”, pregunto. Comparto ascensor con cuatro viejos, que ni pueden contener murmullos, risitas. Llego al piso diecisiete, abro, mi mascota ladra, me observa la esposa y exclama: “¿qué tienes en la cabeza, qué te pasó?” Ante primer espejo miro y sí, con razón, es que tengo rostro y escasos cabellos llenos, abultados de mirellas provenientes de esa puta bandera, semejando a un LGBTIQ ambulante. Mientras me echo abundante agua, jabón en la faz y cuero cabelludo, no dejo de pensar en que por instantes lucí como perfecto loco, loca o loque. 

 

 

 

 

 

 

 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gas que tipejo el que escribe, seguro no ha salido del closet