Carlos Palau en Medellín
Para Ángela Marken, por su silenciosa devoción al cine.
Víctor Bustamante
Siempre me he preguntado
la razón por la cual Carlos Palau nunca perteneció al grupo de Cali. Me refiero
a esa fábrica nunca de celuloide sino de presencia generacional de aquellos que
pretendían convertir a Cali en un facsímil tropical de Hollywood. Caliwood lo
llamaban, pero de esa imposible factoría de cine, quedaron los deseos de Andrés Caicedo de
viajar a Los Ángeles a buscar a Roger Corman para que le dirigiera un guion
suyo, su amor por el cine, la irrupción de los cineclubes, la mítica revista Ojo al Cine, su literatura; sobre todo
el descubrimiento del mundo adolescente y citadino reflejado en Que viva la música, algún corto donde
aparece vestido de militar, y, además su molestia con todo lo paisa: la burla a
su música, ante la irrupción de la salsa y del rock. Incluso del nadaísmo nuestra
más cercana utopía. Por supuesto Caicedo se suicidaría no por una suerte de élan existencial sino por lo más anodino, según Cioran, por una mujer.
Pero también en el suplemento
de El Pueblo leí, leíamos, la columna
de Luis Ospina; Sunset bulevar de la mano de Norma Desmont, y, sobre todo, ya
en cine vi algunos largometrajes: Sangre de tu sangre, Carne de tu carne, La mansión
de Araucaima, solo para referirme a esa época en que una generación de
colombianos en sus ciudades quedó infectado de cine y del virus caleño hacia
ese arte que en el país no se ha podido consolidar. Por supuesto, que no debo
dejar de lado Agarrando pueblo, de Ospina y Mayolo, ya que en ese corto, se plantea
una manera de hacer cine en el país. Pero sobre todo se critica debido a una
razón: hay una constante en el país, filmar la escoria social, en un tercer mundismo
deprimente para enviar a Europa donde seguro son ganadores. La filantropía
europea disfrazada de arrepentimiento, ama premiar ese tipo de problemática social,
que es la marca del tercer mundo una película donde se exprese el ser
colombiano, nunca será premiada. Ellos quieren ver la problemática social, el despelote
en estos países para después de los festivales apagar las luces de su solidaridad
y entre comillas, preocupaciones sociales. Por esa razón es previsible en el cine
colombiano, ese cine de putillas, de gamines, de sicarios, que expresan apenas
una parte de lo que es el ser colombiano, pero que por la truculencia de ese
carácter que imprime la violencia da como resultado un camino que ha elegido el
cine. Agarrando pueblo por esa razón no solo es un valioso el testamento de los
caleños sino la critica a una propuesta nunca estética sino de naufragio del
cine colombiano al continuar expresando el caso social que conmueve, eso sí a
Europa. En este caso la estética del mal, mejor la estética del mal causa curiosidad
en las salas de cine, mas como denuncia que como cine mismo.
Pero de ese verano
también quedaron algunas fotografías, con cámara en mano por las calles de Cali,
de Ospina y Mayolo ah, y algunas chicas, y era que la foto y el evento se lo merecía,
una cámara de cine era en ese tiempo de baja tecnología un tesoro.
Todo lo anterior para
que continúe abierta esa pregunta sobre por qué Palau no fue compañero de generación
de aquellos: Ospina, Mayolo, y Caicedo, en esa perspectiva de crear un cine
colombiano. No sé, si se debería a diferencia de conceptos, o a caminos
diversos en un cometido de hacer cine de una manera personal. O a que la
cámara, como el balón, tenía su dueño.
Desde su primer filme
Palau ha ido construyendo un cine con su sello personal, algo que es difícil
por la tentación de hundirse en el pantanero de la llamada realidad social, de
la violencia para conmover jurados y público. Palau va por otro camino, su
camino es ese sendero del bosque que se abre y se cierra a su paso. Él indaga
sobre el país desde otra óptica, cada una de sus películas nace y obedece a
preguntas, cada una de sus películas es también una respuesta a esas preguntas.
No como un acto solipsista sino como un ajuste de cuentas consigo mismo. Y,
sobre todo, cada una de ellas, sus realizaciones, son un pedazo de la historia
del país, de ese país encorsetado que niega sus historias, aquellas que dan
lustre y presencia con su cine.
De ahí que A la salida nos vemos (1986) nos da la
idea de un camino que Palau vivió y escoge, y así mismo se aparta de un cine
que vendrá después: el cine como una expresión de sus creadores al decidirse
por la denuncia social y dejar de lado su mundo personal que es al fin de cuentas
ese cine que marca un concepto que le da ese toque valioso a quien lo filme: el
cine de autor.
Y, ¿por qué digo cine
de autor?, porque en sus películas cada una se enlaza con la anterior ya sea
desde un aspecto anecdótico o formal o en alguna detalle. Palau nos muestra
como el prepara y narra cada una de sus película y como las va situando en su filmografía
personal.
En A la salida nos vemos esta todo el mundo de recuerdos de Palau, su
ciudad, idílica, Tuluá, y en ese momento vital de la adolescencia cuando el
bachillerato abre las puertas a otros mundos, a otras percepciones y además
posee el fatum de saber que es un momento en la vida en que algo se va. Es el
momento de las grandes despedidas. De ahí que esta película nos de ese peso específico
de saber que el cine colombiano narra ese hecho, que no es solo un cumulo de anécdotas,
sino que en ese fresco, con su música de bar, con la prostituta generosa, con
la barra de amigos, y sus maldades desafiantes en el colegio que luego se convertirán
en risas y recuerdos, en ese momento
preciso es al mismo tiempo la despedida, el adiós definitivo al mundo de la primera
oración donde la lealtad es una presencia, no una mentira. Y no es un ajuste de
cuentas, sino la narración de ese momento idílico al cual regresamos, con toda
la ternura narrativa de su autor. Por eso esta película hace parte de un testamento
generacional, cuando los estudiantes adolescentes aun poseían humor, clase, y narra
una Colombia muy específica: la de la adolescencia con un fuerte
constreñimiento de lo social, la educación religiosa, y así mismo los bailes en
el patio solariego cuando aún las familias poseían su fuerza, su capacidad de
unir bajo la férula de los padres. Con cierto toque de ingenuidad y de buen
humor como correspondía a una época determinada los años 60 trascurren y ahí
nos vemos reflejados en la memoria contemporánea de un pueblo Tuluá donde la
música arde con esa poder de convocación, en esos momentos felices en el patio
de los sueños perdidos donde aparecen los primeros flirteos amorosos y donde el
bachillerato da ese estatus a los estudiantes, pero de antemano también es ese
camino del ser adolecentes para llegar al terreno taciturno, calculador de la
madurez.
Además esta película
nos muestra y completa otro ámbito de Tuluá, la cotidianidad, lejos del mundanal
y violento universo descrito por Álvarez Gardeazábal en Cóndores no entierran todos los días, luego filmado por Francisco
Norden.
En 2003, Palau filma Hábitos sucios basado en una noticia de
prensa, suceso real por supuesto, el asesinato de una monja en un convento de la
Comunidad de las Adoratrices en Bogotá. Allí Leticia López es acusada de asesinar
a una de sus compañeras, Luz Amparo Granada, y sobre ese leitmotiv gira la trama
de la película. Además Sor Juana Inés de la Cruz es admirada por ellas, así
como la presencia de Foucault ronda por estos pagos. Palau aquí se centra en el
rostro de cada una de las monjas como si nos advirtiera que cada una de ellas
guarda un secreto de sí misma, no solo tras las puertas del convento, tras las
puertas de sus cuartos sino que dentro de ellas mismas algo deambula, algo
sospecha el espectador que debe revertir a la realidad. Palau se detiene en los
rostros, los ausculta, los analiza, merodea como si quisiera darnos a entender
que en esos rostros que son la huella de cada persona algo se esconde desde la más
violenta diatriba hasta el oasis personal pero también las pasiones de alto
cuño.
De esa manera no miramos
el paisaje de las calles de Bogotá, las prostitutas gastadas y su posible reeducación,
las paredes y ventanas coloniales del claustro, los patios bordeados de árboles
y matas con flores sino los rostros que definen a cada persona. Aquí la cámara busca
la expresión aniquiladora y delatora de la cara de cada una de las monjas, quiere
advertirnos que es más importante el paisaje, la mirada, la desazón de cada rostro
que lo exterior. Sabemos que hay un crimen sin explicación, que hay un juez que
indaga, que hay unas monjas que niegan, sabemos que hay una crítica al
establecimiento religioso de una manera abierta como nunca se hizo en ninguna película
en el país, pero también sabemos que en el transcurso de la película se desvanece
la idea de encontrar a la culpable mientras se fortalece la visión de la vida
cotidiana en un convento.
Esta película toca,
como ninguna en el país, el drama que se vive no solo en los conventos, con su
rigidez moral y estrictas normas sino que explora el otro lado, la
culpabilidad, el señalamiento, el secreto, la vida en el claustro con la soberbia
de pensar que hay un Dios presente y un cielo soñado, y esquivo. Pero también
su autor explora no solo la apacibilidad del lugar, la vida monacal donde uno
piensa que no existe la envidia ni el señalamiento, porque él nos lleva poco a
poco a saber cómo en el convento los maitines son la música que acompaña, y las
oraciones se convierten en el apaciguamiento del alma, sino que en las noches
arde la carne con una manera violenta, pero dulce, para regresarnos a decir que
lo divino a veces no es humano y que lo humano, esos cuerpos de las bellas
monjas y novicias, son en realidad lo divino lo que brilla en lo que San Juan
de la cruz diría la noche escura del alma.
En El sueño del Paraíso (2007), la ficción supera toda la ficción, la
realidad supera su propia realidad. Un estudiante japonés, Juzo Takeshima, lee María y se enamora del paisaje del Valle
del Cauca y desea viajar a ese extraño y lejano país, Colombia. Y a partir de
ese evento inaudito, porque lo es, porque María
le da ese poder de ensoñación, de convocatoria para viajar. Cómo una novela que
es solo palabras y una trama y un destino y un paisaje conmueve tanto el alma
de una persona lejana, al otro lado del mundo, un antípoda pertinaz, que emigra
con su familia a un país desconocido.
Pero para sorpresa en esa
calma de ese valle, que también es verde, donde se instalan, aparecen los
hacendados del Valle con sus acusaciones, con su poderío y desacierto a verlos
como rivales. Llegan las sospechas de ser colaboradores de los países
derrotados en la II Guerra Mundial, las detenciones y confinamientos en Fusagasugá
pero también parece el conflicto amoroso en la destinaria de cartas lejanas. Así,
Isabel y Judi, quienes también viven su encuentro, luego sabrán de los presagos
que los cerca.
Encuentro que como contrapunto
es similar a la historia de María ya que esta historia, este romance inconcluso,
llega a su fin cuando Isabel también muere, presagio mendaz. Ya que no solo es
la misma novela, María, que ha
motivado al japonés a viajar sino que el mismo vive drama de un amor inconcluso
bajo una definición diferente, el azar en un mundo ya complejo. Pero también la
película recupera algo que está casi perdido en nuestra historia, los apresamientos
a los alemanes, italianos o japoneses debido a que los absorbe el deseo
contrario de los Aliados y es así que nos damos cuenta y recordamos que en el
país de los olvidos y de la negación, que es Colombia, también existieron
centros de reclusión, pero también, una justicia banal y humana manejada por empresarios
para vilipendiar a los japoneses
valiosos al llegar al Valle con una ética del trabajo y de la vida diferentes a
las del colombiano raso.
Palau filmó un Corazón de mujer, con guion de Darío
Ruiz Gómez, basado en un cuento de Efe Gómez, que no he visto, tampoco un
largometraje suyo En India, basado en
El sueño de las escalinatas de Zalamea Borda, cuando el Gran Burundun le daba
madera a Gonzalo Arango y este le respondía aún más feroz. También Palau tenía,
tiene una anterior relación con el tango, no en vano su corto Lunfardo, que nunca visto, y
así mismo, él adelantaba una idea cercana: filmar un largometraje sobre la
vida de otro poeta, tanquero él, Tartarín Moreira, y otro proyecto sobre Hernando
Tejada, que no se realizaron. Pero Palau continúa con el tango y de ahí sí filma
La caravana de Gardel (2015). Este
hecho luctuoso que aconteció en Medellín y convirtió al Inoxidable en un mito
según algunos, dejando al tango, valioso y elaborado musicalmente, apresado en
un lento e inconcluso funeral, al morir uno de sus iconos más celebrados. Este
hecho fatídico bastó no solo para que Medellín se apropiara del cantante sino
para que lo celebrara cada año, olvidando escribirle un libro de su último
viaje el cual escribió Cruz Kronfly, en el cual se basa la película, y además
que en la tierra de cineastas olvidaran filmar este largo funeral. Por supuesto
que ahí estaba Palau para devolver esa memoria e instalar al mayor cantante de
tangos.
Así es Medellín le gustan
las celebraciones y los onomásticos, le encanta las especulaciones tangueras, le
encantan los millonarios coleccionistas que viajan al sr del contente a buscar grabaciones
costosas y únicas, le encantan lo ensayos sobre tango, le desvela los acontecimientos
y el excesivo conocimiento sobre el tema, pero olvidaron, los cineastas locales,
filmar su versión de Gardel lo que con donosura Palau nos devuelve. Hace poco
cuando salió por fin la película La
caravana de Gardel los especialistas se enojaron porque no era fidedigno,
porque se saltaba algunos momentos, porque se ideaba otros instantes, porque
los actores son muy jóvenes añade una fan del cantor. También hay silencios de
los críticos cítricos, aquellos que no han filmado un fotograma en su vida y se
la pasan urdiendo postales demacradas sobre otros directores lejanos. Pero lo
único cierto es que La caravana de Gardel
ya camina con tranquilidad y aun conduce los restos de Carlitos hacia esa eternidad
de celuloide.
A esta ahora, en esta
noche de octubre Palau en su palacio creativo, en su ánimo y vigor por dar a
conocer el cine, su cine, a lo mejor se encuentra en alguno de los municipios
de este bello país definido a la manera del historiador Samper, presentando su película
sobre Gardel, y desde acá, desde este rincón de Medellín, desde la mansedumbre
de una poco shakesperiana noche de invierno le enviamos nuestro saludo, por
seguir presente en la cinematografía del país de realizadores sin cine, de
salas sin cuota de pantallas, pero sabemos de su tesón, de su talento para narrar
la historia, las historias de este país, que nadie ha narrado. De ahí su toque
personal, su cine de autor como ninguno en el país, que no busca las grandes tragedias
del momento para irse a Europa sino la vida de ese país violento, dulce, amargo
que vivimos cada día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario