Atardecer en Las Vegas
Víctor Bustamante
Medellín siempre es una extensa pregunta que realizan muchos de sus escritores. No podemos olvidar la presencia de estos escribas y la huella que han dejado, pero sólo mencionaré los contemporáneos para no volver a los de siempre como una excusa y otra vez situar el oneroso pasado de Medellín para de esa manera esquilmar y ocultar la presencia actual, tampoco referiré la ciudad de los sicarios que como un cromo perverso algunos escritores pensaron que esa era Medellín y no la continuación de la escritura como si fuera la pornomiseria para vender la ciudad y no vivirla ni pensarla.
Pero ahí está esa ciudad perenne definida en el Manrique de Jaime Espinel, el Belén de José Libardo Porras, El Salvador y el Centro de Humberto Navarro, el Centro de la ciudad de Gonzalo Arango, la parte alta de Manrique de José Martínez Guayaquil de Mejía Vallejo, el Buenos Aires de Orlando Ramírez, Castilla de Heli Ramírez, Aranjuez de Juan José Hoyos, La Milagrosa de Luis Fernando Macías, Boston de Fernando Vallejo, José Guillermo Ánjel con Prado, y la Estación Villa y el Centro de Darío Ruiz Gómez, sin dejar de lado también el Centro definido desde la óptica de otros escritores. Todo eso para consignar como ese tejido literario de la ciudad sigue completándose con una novela de Iván Darío Upegui: Atardecer en Las Vegas, cuyo lugar el barrio Estadio está presente.
Iván Darío Upegui nos muestra la movilidad de los habitantes de Medellín detrás del espejismo del progreso, desde El Salvador su familia cambia de aires, hacia el barrio Estadio a principios de la década del 60 para buscar otros ámbitos. Situación que es corriente dentro del concepto del cambio de escala social y además ante el deterioro de algunos barrios valiosos, debido a las malas políticas urbanísticas, cuando comienzan a ser abandonados por sus habitantes. Una muestra de ello; Prado.
Este texto crea otra percepción de la ciudad donde el autor narra el trascurso de sus sueños, de sus utopías, su amor inconcluso por Astrid -que es el que queda y quema. Y el inicio de su madurez, así como sus regresos de la región bananera y esa ascesis por el trabajo como es costumbre en cada antioqueño.
Nada más elocuente que darle un espacio principal a la novela que hacerla transcurrir en gran parte desde ese lugar que es la ampliación y extensión de la sala familiar, como es el espacio de un granero o salsamentaria, donde llegan los vecinos que se conocen o no, a mostrar su relevancia y donde se sitúan alrededor de una mesa para contar sin preámbulos lo que es el discurrir de sus vidas. Uno de los conversadores es Gregorio, el eterno nauta de sueños, Abel el lavador de carros, y Diofanor, dueño de la salsamentaria, que se conoce al dedillo la existencia de los habitantes cercanos. A ellos los acompañados el narrador.
Allí en este lugar se da el trasunto del diálogo de una manera total, allí se preguntan de una manera indirecta sabiendo que es todo lo directa posible sobre la vida de los habitantes, de la casa de los secuestradores, de los lugares que habitaron los futbolistas de alto turmequé, de las casas y sus ausencias cuando las derriban para construir un edificio, de las mujeres hermosas que ya no se ven. No en vano esta salsamentaria que también tiene visos de bar, da lugar para beber ese liquido precioso para los diplómanos el ron o el aguardiente. Y es entonces como alrededor de estos cuatro personajes acompañados por los oídos de la chancera se va entrelazando la riqueza de eventos que ocurren en la novela.
Lo contemporáneo está ahí, desde la caminada de estudios hasta el Ferrini, desde la espera a Astrid que salga para la iglesia y así acompañarla de lejos. como testimonia el eterno perseguidor citadino que poco se le ha escrito, hasta el cambio de los amigos convertidos en mafiosos y aquellos que se encuentran ya transformados en otras personas, lejos de aquellos de la barra que estaban en las aceras masticando los mismos sueños.
He mencionado el caminar. Upegui ha caminado el barrio Estadio, lo conoce como a su propia sombra que lo persigue y no sólo eso, ha llegado al Caballo Blanco, zona de exclusión para algunos, los noctámbulos, los que buscan compañía su lugar de inclusión. El narrador cumple una consigna borgiana: la ciudad se conoce al caminarla, así como hace el escritor después de que entra a lo de lis Cafeteros: camina San Juan y Barrio Triste. Esa suerte de investigación sociológica que realiza para saber el color de las cosas, de las calles, de los lugares y de las personas. Él sabe que la ciudad no se puede imaginar para contarla sino vivirla para narrarla.
El autor ha situado un tiempo, ese tiempo tan personal, el que se realiza antes de que se termine una carrera, es decir cuando la adultez que es la mayor adúltera, no quiere dejar pasar ese ser que ha quedado atrás con sus utopías porque cuando se llega a esta edad, la vida se hace monótona, entra un rival: el papel del ascenso social y de esa vida parece que las utopías dejan de ser algo más que una presencia.
Upegui se reciente al regresar a su calle, a su barrio y mirar lo que fue en sus sueños, lo que fue su ámbito tan personal y ahí lo fustiga la inconsecuencia del paso del tiempo. Entonces concluye que estamos hechos de pasado que es lo único real que existe, cuando los recuerdos intentan instarlo desde el mismo lugar Las Vegas dónde ya no estarán los que pasaban por aquí, la mujeres que se asomaban al balcón de sus casas, el tipo que merodeaba en su auto en busca de una mujer. Si, el pasado es lo único que existe, porque tiempo presente se diluye en nuestra presencia y aun no sabemos que quedará de esa residua portátil que vivimos a diario, qué actos, qué mujer se van a quedar en la memoria como una eterna decantación.
Si en estas calles tantas veces caminadas en ese lugar Las vegas ahora recuperado en la memoria por medio de la escritura Iván Darío Upegui nos dice que una calle, una casa, un café o una salsamentaria bastan para que cuatro personas, en un diálogo, recuerden la presencia de su ámbito tan entrañable.
Eso si el tiempo jugador poco a poco ha ido derribando los lugares, las presencias y cuando Iban Darío lo cuenta es porque sabemos que las palabras, la novela, nos trae un testigo que no quiso dejar pasar de lado algo tan sublime como es la ternura que otorga el conocer las calles de su barrio, a la hermosa pero perversa vida cotidiana, que nos arredra y por lo tanto se le trata de ser fiel
El vórtice del tiempo cambia en pocos años el ámbito, y quien regresa, como su autor, a sus calles, debe saber que encuentra otro espacio y otro tiempo diferente ya que cuando se regresa uno ya es un extranjero dentro de sus mismos lugares.
De esa manera la escritura revierte esos instantes que vivió en el barrio Estadio, pero ahora son solo palabras y cenizas presencia del recuerdo, que es lo único que existe bajo esta consigna: aquí estuve y viví para escribir Atardecer en Las Vegas.
1 comentario:
Bien, Víctor. Va un Hurra por tu trabajo que he aprendido a seguir. Y un abrazo de Luis Fernando Macías
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