viernes, 1 de octubre de 2021

JAIME JARAMILLO ESCOBAR X-504 O El grito de la guacamaya / Juan Mares

 


JAIME JARAMILLO ESCOBAR

X-504

O El grito de la guacamaya

 

“Fui lejos, pero allá también me encontré con la poesía.”

 Geraldino Brasil.

 

Por Juan Mares (Colombia)

Se marchó al Olimpo con su original voz para leer sus peroratas salpicadas de historia con el ají pajarito y verdades con humor. Cuando abría sus alas, tenía unos ojos como dos planetoides en busca de luna. Con ocasión de una visita que realicé a Medellín, alguna vez lo abracé  en Otra Parte (la casa del “papá” de los nadaístas, en Envigado) y me pareció un cuerpo celeste, lo más parecido a un ángel: no le sentí carnes, ni huesos, ni cartílagos; lo sentí etéreo, lo más parecido al aire de algodón o nube blanca de sus palabras con las que envolvía los cuchillos de sílex para despresar prejuicios. Sentí sí, su sangre hirviente con el calor suficiente para cocinar sus poemas y la amistad sin contraprestación.

A Jaime lo conocí en la Biblioteca Publica Piloto Para América Latina, en Medellín (La Piloto como le decimos sus “hijos”), con ocasión de una convalecencia tras una severa enfermedad que padecí. Eran los años ochenta. Y bueno, asistí a ese taller durante un año. El que no quería a Jaime, no podía querer a nadie. Jaime era transparente. Sé, y doy fe, de que todos los que lo conocimos lo quisimos.

Desde el Taller de Escritores de Apartadó, en el Urabá, el Caribe antioqueño donde ahora vivo, lo invitamos varias veces. Le ofrecimos pasajes en avión y otras prebendas para su categoría del poeta más importante vivo por esos días,  pero rehuía este sistema de transporte, creo que por ello nunca fue a Europa ni a Estados Unidos. Y tampoco nunca quiso arriesgarse por carretera. Ahí empecé a sospechar que quizá sí tenía huesos y, que con sus años, temía maltratarlos en los derrumbes de la interminable carretera al mar. Y quizá tendría otros ajos más.

En sus talleres utilizaba una metodología sin rimbombancias, leía, nos ponía a leer y luego a conversar sobre lo leído, todos afinábamos el oído a su ritmo de voz. Se tomaban apuntes de sus recomendaciones o cuando se hablaba de algún autor poco conocido por nosotros.

La primera vez que lo leí me prendé de su Mamá Negra, de su libro campeón de peso pesado; me llenó ese libro, Los Poemas de la Ofensa (ganó el premio Cassius Clay, convocado por otros nadaístas), con la certeza de saber que la poesía no era cuestión de métrica ni de rimas, era algo más mágico; eran ritmos de otra galaxia. Ese libro no sé por qué me recordaba pasajes de la biblia y comprendí su anacoretismo. También me hizo evocar pasajes de Walt Whitman y, sobre todo, las peroratas de los culebreros de la zona andina, esa poética ancestral de la que Jaime se nutrió en los pueblos que recorrió escuchando  a los juglares trovadores y otros aderezos con su alto contenido poético. Jaime era observador y sabía escuchar, esto no hay que sustentarlo, es solo leer sus poemas, es ver caer una hoja desprendida de una alta bonga, escuchar el zumbido del aire y el sonido de ella al caer.

Cómo desdeñar ese poema de Palabra  Mágica cuando en  Alrevesino nos canta la copla popular: “Culebra guarda caminos / por qué me querés picar / Sabiendo que sos la contra / de la culebra coral”.  Es típico de esa influencia del paisa que salía a vender menjurjes en plazas y pueblos y -como una sarta de pescados del Cauca- enhebraba su tejido de palabras para recrear el mundo que le había tocado vivir: soñar, padecer y gozar. Esta forma de perorata permea, con toda la gracia de la picaresca paisa, la mayoría de sus trabajos. Agreguemos en ello esa bella Perorata de Sombrero de ahogado, Alheña y azúmbar y Mamá Negra en los Poemas de la ofensa. Nos marcó el camino para pregonar nuestras costumbres con altura y visión poética haciéndonos tirar al basurero del olvido lo que nos diagnosticó el Brujo de Otra parte (Fernando González, a quien algunos consideran el “papá” de los nadaístas): el complejo de hideputa.

Gregorio Gutiérrez Gonzáles abrió una brecha con su Canto al maíz, Epifanio, en su Canto al antioqueño, Barba Jacob con su Canción de la vida profunda, León de Greiff con sus artilugios musicales en cambiar la vida porque de todas formas la llevaba perdida sin remedio, como en el Libro de los Números de la Biblia, uno a uno, en esa cadeneta, fue creando al otro, repito, hasta acabar con el complejo de hideputez con Jaime Jaramillo Escobar. (En la prosa existe otra línea que de igual modo llega a la cúspide con X-504 y Mario Escobar Velásquez). Me perdonan esta digresión, quería decirlo y se me fue. Pues, Colombia es un país de culturas literarias como la de Aurelio Arturo en las montañas del Sur, la de García Márquez en la costa Caribe, la de Jorge Isaacs en el Valle del Río Cauca y el Pacífico y la de Tomás Carrasquilla y Balandú en la zona andina cafetera.

La influencia bíblica en Jaramillo, es tan evidente como la aplicación de sus versículos. Veamos: “Poco después, en un camino, una alambrada de cuchillos detuvo su carrera por una mujer. El pavor del puñal entrando veloz en su pecho como el rayo de Jehová en el becerro de oro que había profanado la virginidad de una hija de Israel”. Pululan las alusiones al libro de libros.

Jaime no aplica la biblia a la manera de los Testigos de Jehová; él escruta la parte mítica, la leyenda y la histórica del texto; para él es la epopeya de un pueblo y sus diferentes épicas. En esa maceración de influjos literarios está en toda su presencia el gran Walt Whitman, ese original narrador poético sin parangón en lengua inglesa y de un humanismo sin igual.

A Jaime solo le faltó estar dentro de una guerra cuidando heridos, pero claro, liberó almas del famoso complejo. Construyó ritmos y demostró habilidades para el soneto, de los que se burló, demostró suficiente tacto para la métrica y sin embargo se pasó más allá de los versos alejandrinos. Jaime escribía leyendo rostros, paisajes, memorias antiguas y los vericuetos de su alma, tan liviana como una lágrima evaporándose de una piedra con un sol trópico-ecuatorial como el de Colombia.

Era abundoso en conocimiento de fauna y flora y de una antropología cartográfica y ancestral del Chocó, de donde sustrajo vetas desde la psicología de las costumbres y la admiración por un pueblo para ser cantado, solo por él y después los otros.

Era igualmente un chamán de las palabras que embrujan: Ruego a Nzamé es una perla de su imaginación. Con los afrodescendientes, a Jaime le pasó lo que a Picasso cuando descubrió la magia de las pinturas rituales y de guerra africanas. Algo lo imantaba al color de borojó maduro, el colorido de los labios de chontaduro de la mujer negra, alta como un cativo, como una bonga, y, brazos fuertes como un choibá y músculos de titanes de los negros de las negras. Magia poderosa ese verso infinito: De allí que pedía “…una palabra antigua para volver a Angbala”, ritual de sacerdote recogiendo las palabras más sabias de los antiguos, la sabiduría popular escalonada generación tras generación. Pulpa de tamarindo y pulpa de coco. Vulva de mujer con ritmo y volcán de zocotroco. Miremos qué mira el niño y canta un pájaro loco. Y no se enojen señores con esto madera toco, que suene al tambor de balso y una marimba de ocho troncos.

Jaime amaba el ritmo y el sentido en cada gimnasia mental como descubriendo y mostrando el entorno por los caminos que anduvo. Enaltece la costumbre ancestral cuando recoge el canto del niño cordobés, heredero de los antiguos zenúes, cuando le guapurreaban (Guapirreo dicen otros para guapirreaban) al viento para alentar las quemas donde iban a sembrar el arroz o el maíz y el  ñame: “¡Harto viento San Lorenzo, viejo barbas de chivo! ¡San Lorenzo, harto viento!” mismo grito para cuando en los amplios patios cordobeses se trataba de pilar el arroz y a falta de balay lo venteaban con totuma sobre totuma y repetían la cantinela. Y era la cascada de arroz de una totuma a la otra y el espumarajo de cisco amarillento, aleluyas al viento. Ese poema, San Lorenzo, es un elogio al niño trabajador y donde pide que lo dejen trabajar porque a los niños no les gusta ser niños, pero que por ese hecho, no los exploten. Y para ajustar, traer a cuento un pueblo asociado al viento: San Bernardo del viento con su La casa de Bob de Sombrero de ahogado.

Jaime fue un gran traductor del portugués y de ello fue bendecido con la izquierda, la derecha y el centro donde están los sesos, del poeta Geraldino Brasil. Tenía mucho magnetismo en eso de transmitir el pensamiento de un poeta a múltiples lectores. Geraldino lo quiso y lo manifestó carteándose con Jaime. Miren esta ofrenda: “Jaime: ésta es sobre mi madre. Ya no está más con nosotros. Se conservó lúcida hasta el fin. Me preguntaba por nuestro amigo de Bogotá. Me besó las manos pocas horas antes.”. ¿A quién se le confían tantas intimidades de familia, tan íntimas? A un amigo poeta.

Para los poetas dejó dos tomos de su Método rápido y fácil para ser poeta. Una serie de segmentos a manera de colección de epígrafes que sustentan toda una normativa donde pone a hablar a los poetas y filósofos que han sido y permanecen para la eternidad de los días. “Ser poeta es, pues, tener un dolor permanente en el costado. Cristo lo ha tenido. Príncipe aporreado de los poetas.”. De sus asuntos con el lenguaje y la academia es bueno recordar las palabras en breve prólogo donde sobre ello dice: “El respeto por el verso obliga a conceder el beneficio de la duda y la objeción académica, y el respeto por la prosa me obliga a aceptar de buen agrado su identidad con ella. Por lo tanto he dispuesto los versos como versículos, modo que adopté para otros libros. En prosa, en versículo, en verso, en semiverso, el poema siempre es el poema.” (Del prólogo a la cuarta edición de Los Poemas de la Ofensa).

La elegancia de sus versos, con historias solemnes, le permitía el malabarismo lingüístico para una sarta de huevos de iguana con camarones y pescados y un racimo de corozos de chontaduro, evocando a una mujer chocoana llena de candongas, pulseras y una batea en la cabeza mientras menea la cadera al caminar.

Uno puede decir como dijeron sus amigos y el propio Gonzalo Arango, al referirse al poeta menos alharaquero de los loros finos de la bandada, para quedarse solo, escuchando el glere-glere de la guacamaya. Guaca de mallas con plumajes tricolores.

                                                                           Epígrafe posterior:

EN EL ADIOS DE X-504 

Sabemos eso:

Un día, cualquier día,

Estiraremos la pata

 

Y ya no pondrá más huevo

¿Elevará el vuelo hacia dónde?

 

O se estrellará contra el suelo,

Como los pelícanos,

Ese suelo lleno de estrellas.

 

Y, como en duelo,

Volará la mariposa negra.

J. M.

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