domingo, 4 de noviembre de 2018

Horacio Marino Rodríguez en el Museo Cementerio de San Pedro


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70. Medellín: Patrimonio recuperado
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Horacio Marino Rodríguez en el Museo Cementerio de San Pedro

Víctor Bustamante

Tarde de domingo 28 de octubre en el Cementerio Museo de San Pedro para persistir en la búsqueda de las huellas de Horacio Marino Rodríguez. Con certeza sabemos que él estuvo aquí y aun, con más certeza, sabemos que ya está aquí en definitiva. No voy a decir, descansa, porque esa palabra imbricada de derrota nunca se la mereció él en ese largo periplo de su vida, porque lo fue, ya que él la vivió al máximo y, además, por ese motivo asistimos a esta cita  para descubrir una parte de ese eslabón, de esa creatividad, su talento, que ha legado y aquí se haya en su inicio.

El día es soleado, el día trae sus aciertos, y aquí a las dos de la tarde un puñado de personas, así como algunos familiares iniciamos un recorrido. Sí, uno de esos recorridos por la ciudad. Medellín aquí abre una de las páginas de ese libro secreto, a veces indescifrable, atiborrado de preguntas, en que se convierten sus espacios entrañables; otras, ya perdidos. En esta tarde en compañía de los expositores se abrirán esas páginas aquí en el cementerio, esas  que perviven aquí al sol y al agua ante la mirada muchas veces atónita; las más, tristes, y desprevenida de sus visitantes. De hecho el cementerio guarda sus secretos y este puñado de investigadores lo sacan a la superficie. El primero de ellos es saber que una lápida, que es la carta de identificación, con el tiempo se convierte en la representación de quien ha muerto, ya que con el paso de los años, esas personas se consideran en personajes, y de ahí, el nombre inscrito en esas lápidas, remite a una serie de datos que perviven en la esfera de sus deudos. De sí una lápida no solo por su elaboración en mármol, el mármol duro y frío de la muerte, se asocia a grandes gestas, sino que también es la piedra noble que permite escribir su nombre y las dos fechas fatales al decir de Borges, pero igual en estas lápidas reside un secreto, las iniciales de su ejecutor. En este caso también buscamos las huellas de Francisco Antonio Cano, las de Melitón y, sobre todo, las iniciales de HMR, su monograma, como una manera de saber que él había participado en este negocio familiar que ofrecía sus servicios de pompas fúnebres como una manera de despedida, como una manera de saber que el muerto merecía una homenaje con todas las de ley. De ahí la proximidad de esta familia con la elaboración de lápidas, y con el servicio de honras fúnebres, hasta llegar al punto de que uno se pregunta si esta cercanía con la ceremonia de la muerte no habría llevado a que ellos, los Rodríguez, ubicados de tal manera en esta profesión, también quisieran saber por las noticias de esa zona oscura, especulativa, indescifrable, que nadie ha visitado, el más allá, donde habitan los espíritus.

Para ellos hay un enlace, una persona muy conocida, sobrina de la esposa de Melitón, Carmen Luisa, que trabajó con ellos retocando fotografías. Me refiero a María Ramona Antonia de Jesús, la Rurra, también hermana de María Cano, que era conocida como médium de peso en esa Medellín silenciosa en las noches, pero que en algunas casas se alegraban en la búsqueda de esos espíritus que, especulativos, nunca tenían por qué regresar a contar lo que no existía y menos en esa zona de exclusión del más allá.


Aquí, en el cementerio,  entramos a lo que fue parte laica, muy determinante en anteriores momentos de exclusión, hoy, ya integrada al cuerpo total del camposanto, donde existió el mausoleo de Horacio Marino Rodríguez, de la familia de María Cano y, además, de los extranjeros, de otras legiones, de los señeros suicidas que yacen aquí ante la persistencia de quienes los buscamos y hemos admirado en esa Medellín que posee su historia en esta página de este su gran libro, no como letra menuda, nunca como una apostilla o la llamada de atención  de algún historiador atónito sino como una certeza. Aquí después de este periplo por las diversas salas con las exposiciones en la ciudad, descubro y me asombró de su oficio de tallador de lápidas donde es visible su monograma, aquí estamos buscando una de esas historias de vida de uno de los medellinenses ilustres que ni la muerte fue capaz de sumir en el olvido.

La educación práctica nunca sentimental, el trabajo inicial a los diez y seis años, imbricaba a HMR en el taller de su padre, junto a sus hermanos, ahí en Palacé con la Avenida Primero de Mayo, centro de sus labores, que luego se fraguó como la Fotografía de Melitón y la Oficina de arquitectura de HMR. Aquí miramos de la mano de sus expositores: Juan Diego Torres, Maribel Tabares, Juan Carlos Buriticá y Jorge Andrés Suarez, como en este espacio dedicado a guardar la memoria y a la muerte, existían personas que vivían de ese oficio, no como carroñeros, sino con la mansedumbre y la fraternidad tan característica de los espiritistas, que más teosofistas  que cualquier otra cosa, dedicaron su vida a mantener la persistencia y la memoria de las personas fallecidas.

Muy cierto, cada uno de estos pasos por las diversas alas y pasillos nos conducen hacia un camino generoso, encontrar las huellas de los Rodríguez que escribieron para esa memoria que buscamos, la de ellos, las lápidas talladas con su caligrafía precisa a golpes de buril y de cincel en el mármol añorado como festón por Borges cuando visitaba La Recoleta lugar de sus mayores.



El Museo Cementerio de San Pedro es un canto, mejor una elegía misma a esos mayores de diverso estrato que aquí exhiben su memoria en las edificación como la llama Luis Fernando González, de su arquitectura religiosa no de la muerte sino de la celebración de una permanencia, pero también con la presencia de nombres contundentes como el del Indio Uribe, de la familia Cano, de los Rodríguez, de Carlos Arturo Longas e Isaacs que conmueven, y mucho. Todos aquí, los poderosos con su llamado de mármol, sus epitafios y sus decorados y sus momentos yacen junto a quienes pasaron por una vida heroica, pero ya nada de eso interesa, en esta Medellín más promocionada a la cultura del espectáculo donde el turismo es el filón de una ciudad que da entretenimiento y servicios a los turistas perplejos que caminan por el Centro. Pero aquí en este lugar escapamos a todo ese tipo de veleidades porque la  muerte con sus galas negras lleva al territorio de las sombras. Aquí en el silencio ruidoso por el recuerdo en el Museo Cementerio de San Pedro  pienso en la La antología de Spoon River, cuando Edgar Lee Master nos refiere a los sepultados en la colina del cementerio cercano. Habla el fotógrafo: Penniwit: “Me quedé sin clientela en Spoon River / tratando de meterle espíritu a la cámara / para captar el alma de la gente". Y también el tallador Richard Bone dice: "Solía traerme un epitafio y dar vueltas / por el taller mientras tallaba / diciendo “Era tan bueno,” “Era maravilloso,” “La más dulce entre las mujeres,” / “Un verdadero cristiano.” Yo lo decía todo con mi cincel, sin saber si fuera verdad". O cuando habla alguien sin nombre: El desconocido: "Escuchen, ambiciosos, la historia de un desconocido que yace / aquí, sin lápida que indique el lugar. / De un muchacho, temerario y travieso, vagando, / fusil en mano, por el bosque cercano a la finca / de Aaron Hartfield, disparé a un halcón posado / en la copa de un árbol seco"./

Cierto, exquisiteces, poesía, diálogo entre dos ciudades lejanas, una en la imaginación, y otra, Medellín, aquí en este domingo cubierto de pasos, abriendo las páginas secretas, casi escondidas, pero nunca olvidadas de su libro, es decir, ese gran libro que es Medellín y que caminamos en sus páginas cada día.

Mientras Maribel Tabares hace referencia, frente al mausoleo de los Rodríguez, pasa un pequeño cortejo fúnebre liderado por un auto blanco con líneas muy estilizadas, lejos de los autos mortuorios y miedosos, lejos del séquito vestido de negro liderado por el cura con sus ornamentos ceremoniales en ese rito sin rociar agua bendita ni decir un réquiem, “Quien cree en ti Señor no morirá para siempre“, sin la sed por otra vida que fustiga. No, aquí pasa la misma ceremonia con los dolientes de vestidos vistosos, y una canción, Al otro lado del silencio de los Ángeles del Infierno, y deja la estela de su música. Este último evento hubiera sido impensable hace algunos años. Ahora en plena sociedad donde el espectáculo es lo que mueve a las personas, así como a los turistas despabilados que sonámbulos viajan a ver rápidamente una ciudad, caemos en cuenta que lo sagrado en la manera que lo habíamos vivido, ha perdido su razón y su valor.

En un cementerio la mitad de la vida está escrita en los libros cuando ya no se aprende de los sabios ni de los tontos, y ya el reloj y las autopistas se han detenido, pero aquí, en este instante se abre otra página de algo que no sabíamos, y aprender estimula: sí, completamos el rostro de HMR.

Al otro lado del silencio se hunde hacia allá, en voz baja, hacia el horno crematorio, con los deudos impávidos. Sabemos que Horacio Marino ha muerto hace muchos años, pero como paradoja su espíritu flota, pervive en el hálito de sus manos de tallador de lápidas, también cuando accionó el obturador de su cámara fotográfica para plasmar en blanco y negro algunas personas, o cuando en la solidez de su búsqueda continuó en leer para aprender diversas artes, y pasó y repasó las páginas de esos libros que le revelan conocimiento,  así como cuando sus manos elaboraron los planos de su arquitectura, y así Medellín bosquejaba su paisaje, esa silueta tan personal, tan de ciudad, y así dejar sus huellas, esas que seguimos en este instante, imperecederas, nunca frágiles de Horacio Marino.




Fotos de Luisa Vergara

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