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70. Medellín: Patrimonio
recuperado
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Horacio Marino Rodríguez
en el Museo Cementerio de San Pedro
Víctor Bustamante
Tarde de domingo 28 de
octubre en el Cementerio Museo de San Pedro para persistir en la búsqueda de las
huellas de Horacio Marino Rodríguez. Con certeza sabemos que él estuvo aquí y aun,
con más certeza, sabemos que ya está aquí en definitiva. No voy a decir,
descansa, porque esa palabra imbricada de derrota nunca se la mereció él en ese
largo periplo de su vida, porque lo fue, ya que él la vivió al máximo y, además, por ese motivo
asistimos a esta cita para descubrir una
parte de ese eslabón, de esa creatividad, su talento, que ha legado y aquí se
haya en su inicio.
El día es soleado, el día
trae sus aciertos, y aquí a las dos de la tarde un puñado de personas, así como
algunos familiares iniciamos un recorrido. Sí, uno de esos recorridos por la
ciudad. Medellín aquí abre una de las páginas de ese libro secreto, a veces indescifrable,
atiborrado de preguntas, en que se convierten sus espacios entrañables; otras,
ya perdidos. En esta tarde en compañía de los expositores se abrirán esas páginas
aquí en el cementerio, esas que perviven
aquí al sol y al agua ante la mirada muchas veces atónita; las más, tristes, y
desprevenida de sus visitantes. De hecho el cementerio guarda sus secretos y
este puñado de investigadores lo sacan a la superficie. El primero de ellos es
saber que una lápida, que es la carta de identificación, con el tiempo se convierte en la
representación de quien ha muerto, ya que con el paso de los años, esas personas
se consideran en personajes, y de ahí, el nombre inscrito en esas lápidas, remite a una serie de datos que perviven en la esfera de sus deudos. De sí una lápida
no solo por su elaboración en mármol, el mármol duro y frío de la muerte, se asocia a grandes gestas, sino que también es la piedra noble que permite escribir su nombre y las dos fechas
fatales al decir de Borges, pero igual en estas lápidas reside un secreto, las
iniciales de su ejecutor. En este caso también buscamos las huellas de
Francisco Antonio Cano, las de Melitón y, sobre todo, las iniciales de HMR, su
monograma, como una manera de saber que él había participado en este negocio
familiar que ofrecía sus servicios de pompas fúnebres como una manera de
despedida, como una manera de saber que el muerto merecía una homenaje con
todas las de ley. De ahí la proximidad de esta familia con la elaboración de lápidas,
y con el servicio de honras fúnebres, hasta llegar al punto de que uno se
pregunta si esta cercanía con la ceremonia de la muerte no habría
llevado a que ellos, los Rodríguez, ubicados de tal manera en esta profesión, también
quisieran saber por las noticias de esa zona oscura, especulativa, indescifrable,
que nadie ha visitado, el más allá, donde habitan los espíritus.
Para ellos hay un enlace,
una persona muy conocida, sobrina de la esposa de Melitón, Carmen Luisa, que trabajó
con ellos retocando fotografías. Me refiero a María Ramona Antonia de Jesús, la
Rurra, también hermana de María Cano, que era conocida como médium de peso en esa
Medellín silenciosa en las noches, pero que en algunas casas se alegraban en la
búsqueda de esos espíritus que, especulativos, nunca tenían por qué regresar a
contar lo que no existía y menos en esa zona de exclusión del más allá.
Aquí, en el cementerio, entramos a lo que fue parte laica, muy determinante
en anteriores momentos de exclusión, hoy, ya integrada al cuerpo total del camposanto,
donde existió el mausoleo de Horacio Marino Rodríguez, de la familia de María
Cano y, además, de los extranjeros, de otras legiones, de los señeros suicidas que
yacen aquí ante la persistencia de quienes los buscamos y hemos admirado en esa
Medellín que posee su historia en esta página de este su gran libro, no como
letra menuda, nunca como una apostilla o la llamada de atención de algún historiador
atónito sino como una certeza. Aquí después de este periplo por las diversas salas
con las exposiciones en la ciudad, descubro y me asombró de su oficio de tallador
de lápidas donde es visible su monograma, aquí estamos buscando una de esas
historias de vida de uno de los medellinenses ilustres que ni la muerte fue capaz
de sumir en el olvido.
La educación práctica
nunca sentimental, el trabajo inicial a los diez y seis años, imbricaba a HMR en el taller
de su padre, junto a sus hermanos, ahí en Palacé con la Avenida Primero de Mayo, centro de sus labores, que luego se fraguó como la Fotografía de Melitón y la Oficina
de arquitectura de HMR. Aquí miramos de la mano de sus expositores: Juan Diego Torres,
Maribel Tabares, Juan Carlos Buriticá y Jorge Andrés Suarez, como en este
espacio dedicado a guardar la memoria y a la muerte, existían personas que vivían de ese oficio, no
como carroñeros, sino con la mansedumbre y la fraternidad tan característica de los espiritistas,
que más teosofistas que cualquier otra cosa,
dedicaron su vida a mantener la persistencia y la memoria de las personas
fallecidas.
Muy cierto, cada uno de estos
pasos por las diversas alas y pasillos nos conducen hacia un camino generoso,
encontrar las huellas de los Rodríguez que escribieron para esa memoria que buscamos,
la de ellos, las lápidas talladas con su caligrafía precisa a golpes de buril y
de cincel en el mármol añorado como festón por Borges cuando visitaba La Recoleta
lugar de sus mayores.
El Museo Cementerio de San Pedro
es un canto, mejor una elegía misma a esos mayores de diverso estrato que aquí
exhiben su memoria en las edificación como la llama Luis Fernando González, de
su arquitectura religiosa no de la muerte sino de la celebración de una
permanencia, pero también con la presencia de nombres contundentes como el del Indio
Uribe, de la familia Cano, de los Rodríguez, de Carlos Arturo Longas e Isaacs
que conmueven, y mucho. Todos aquí, los poderosos con su llamado de mármol, sus
epitafios y sus decorados y sus momentos yacen junto a quienes pasaron por una
vida heroica, pero ya nada de eso interesa, en esta Medellín más promocionada a
la cultura del espectáculo donde el turismo es el filón de una ciudad que da
entretenimiento y servicios a los turistas perplejos que caminan por el Centro.
Pero aquí en este lugar escapamos a todo ese tipo de veleidades porque la muerte con sus galas negras lleva al
territorio de las sombras. Aquí en el silencio ruidoso por el recuerdo en el Museo Cementerio
de San Pedro pienso en la La antología de Spoon River, cuando Edgar
Lee Master nos refiere a los sepultados
en la colina del cementerio cercano. Habla el fotógrafo: Penniwit: “Me quedé
sin clientela en Spoon River / tratando de meterle espíritu a la cámara / para
captar el alma de la gente". Y también el tallador Richard Bone dice: "Solía traerme
un epitafio y dar vueltas / por el taller mientras tallaba / diciendo “Era tan
bueno,” “Era maravilloso,” “La más dulce entre las mujeres,” / “Un verdadero
cristiano.” Yo lo decía todo con mi cincel, sin saber si fuera verdad". O cuando
habla alguien sin nombre: El desconocido: "Escuchen, ambiciosos, la historia de
un desconocido que yace / aquí, sin lápida que indique el lugar. / De un
muchacho, temerario y travieso, vagando, / fusil en mano, por el bosque cercano
a la finca / de Aaron Hartfield, disparé a un halcón posado / en la copa de un
árbol seco"./
Cierto, exquisiteces,
poesía, diálogo entre dos ciudades lejanas, una en la imaginación, y otra,
Medellín, aquí en este domingo cubierto de pasos, abriendo las páginas
secretas, casi escondidas, pero nunca olvidadas de su libro, es decir, ese gran
libro que es Medellín y que caminamos en sus páginas cada día.
Mientras Maribel Tabares hace
referencia, frente al mausoleo de los Rodríguez, pasa un pequeño cortejo
fúnebre liderado por un auto blanco con líneas muy estilizadas, lejos de los autos
mortuorios y miedosos, lejos del séquito vestido de negro liderado por el cura
con sus ornamentos ceremoniales en ese rito sin rociar agua bendita ni decir un réquiem, “Quien cree en ti Señor no morirá para siempre“, sin la sed por otra
vida que fustiga. No, aquí pasa la misma ceremonia con los dolientes de
vestidos vistosos, y una canción, Al otro
lado del silencio de los Ángeles del Infierno, y deja la estela de su música.
Este último evento hubiera sido impensable hace algunos años. Ahora en plena
sociedad donde el espectáculo es lo que mueve a las personas, así como a los
turistas despabilados que sonámbulos viajan a ver rápidamente una ciudad,
caemos en cuenta que lo sagrado en la manera que lo habíamos vivido, ha perdido
su razón y su valor.
En un cementerio la mitad
de la vida está escrita en los libros cuando ya no se aprende de los sabios ni
de los tontos, y ya el reloj y las autopistas se han detenido, pero aquí, en
este instante se abre otra página de algo que no sabíamos, y aprender estimula:
sí, completamos el rostro de HMR.
Al otro lado del silencio
se hunde hacia allá, en voz baja, hacia el horno crematorio, con los deudos
impávidos. Sabemos que Horacio Marino ha muerto hace muchos años, pero como
paradoja su espíritu flota, pervive en el hálito de sus manos de tallador de lápidas,
también cuando accionó el obturador de su cámara fotográfica para plasmar en
blanco y negro algunas personas, o cuando en la solidez de su búsqueda continuó
en leer para aprender diversas artes, y pasó y repasó las páginas de esos
libros que le revelan conocimiento, así
como cuando sus manos elaboraron los planos de su arquitectura, y así Medellín
bosquejaba su paisaje, esa silueta tan personal, tan de ciudad, y así dejar sus
huellas, esas que seguimos en este instante, imperecederas, nunca frágiles de
Horacio Marino.
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