viernes, 2 de noviembre de 2018

EL AMOR A UNA CIUDAD / Darío Ruiz Gómez




EL AMOR A UNA CIUDAD

Darío Ruiz Gómez

El mero dato de que hasta el momento más de cuatrocientas personas han sido asesinadas en esta ciudad –hasta cincuenta asesinatos en un pequeño barrio-  indica el hecho de que algo muy grave sucede y seguirá sucediendo a pesar de que lo silencien los medios de comunicación y de que los llamados especialistas urbanos  continúen vendiendo la propaganda de que Medellín es una ciudad que sigue dando ejemplo a las ciudades del mundo de sostenibilidad y de  haber reducido la tasa de deserción escolar y de llegar a los índices de homicidio más bajos  en “cuarenta años”  Es la manipulación con  fines ideológicos  que  Fernández Alba denunció  a su tiempo porque el urbanismo – que, lamentablemente algunos confunden con el diseño urbano-  es ante todo una disciplina que trata de enfrentar debidamente las nuevas  o las rezagadas problemáticas que van surgiendo a medida que una ciudad es sometida brutalmente a cambios territoriales, a nuevos usos del espacio o cuando, caso de Medellín, las estructuras criminales ejercen dominio – hay que repetirlo-  sobre más de la mitad de este territorio y el pánico se apodera de las calles y destruye los escenarios de vida social, la presencia necesaria de la fiesta popular. Cuando releo las descripciones terribles del Berlín de la preguerra en la novela de Alfred Doblin, “Berlin Alexzander Platz” o en las crónicas de Joseph Roth no dejo de pensar en mi ciudad  y en los alcances notorios que desde la fractura social va teniendo  el desorden, la desaparición de los valores cívicos  sin los cuales es imposible llegar a imaginar el rescate de una ciudad  que ha perdido su brújula. Y lo que ha significado en el aspecto estético la agresión de la fealdad – porque la fealdad urbana es una bomba de profundidad-   con la destrucción de un orden conseguido históricamente pensando en una ciudad como legado del abuelo al nieto y así sucesivamente: Doblin describe los  infectos  negocios   que proliferan en los zaguanes de los edificios, en las viviendas usurpadas por los vendedores de bisutería y de fritanga. Es la estética subterránea de  lo grotesco  lo  que destruyó la unidad de las fachadas en el Parque de Bolívar, permitiendo  la invasión de lo escatológico como venganza del abandonado a su suerte. Las cloacas  de la ciudad , las cañerías ocultas exhibidas de repente por estos desterrados  invisibles  que dejan un lugar y ocupan otro para demostrar  que la idea de  centralidad  ha desaparecido y el desorden espacial puesto de manifiesto en la proliferación inmisericorde de  invasores es ahora la anarquía de usos y la anarquía visual como  expresiones  propias del vértigo en juego  de los intereses económicos  que subterráneamente dominan el gobierno de la ciudad.

Dejo  desprevenidamente que la insólita luz que baña en esta tarde la ciudad  y desde las nubes peregrinas lanza rayos  bíblicos  de esperanza  sobre los barrios más humildes me rescate anímicamente haciendo surgir una contradicción entre este frío y crudo diagnóstico urbano que acabo de hacer  y lo que alienta poderosamente en la belleza  sorprendente  de la luz y se impone como el razonamiento etéreo de una fuerza invisible que  trae al presente las imágenes de los patios y las tranquilas calles de la niñez asombrada:  imágenes vivas de la ciudad que construí con mis sueños intactos mediante la suma de las ciudades que fui encontrando a través de las lecturas y del cine, esa ciudad desde la cual me habla mamá y mi padre mira desde la esquina a mis hermanos que juegan en la acera.  

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