Darío Ruiz Gómez
Como un pueblo negado a
la agricultura paradójicamente el azadón
se convirtió en símbolo de nuestra identidad regional, una herramienta primitiva
pero eficaz en su tarea de preparar la tierra para sembrar el maíz y mantener la huerta familiar. Las technés de las agriculturas históricas
nos fueron desconocidas incluso en la era moderna donde el tractor fue imposible de asimilar a estas
pronunciadas y áridas laderas. Mientras el tractor era el símbolo del
triunfo del proletariado en la Unión Soviética, en los Estados Unidos de 1930 fue la imagen de
la derrota de los aparceros ante la
tecnificación de la agricultura. Nuestras grandes fábricas de las décadas 40-50-60 fueron insólitas con sus jardines, su inserción natural en la malla urbana. La
idea de progreso si lo hemos de convenir ha sido entre nosotros una idea bastante
frágil tal como lo acabamos de comprobar en el clamoroso fracaso de Hidroituango. ¿Acaso solamente somos aptos para el negocio y el
comercio y no para la racionalización que exigen en la modernidad las tecnologías más complejas y avanzadas? Es cierto que la máquina irrumpe como la imagen de la destrucción, pero las
tecnologías aprendieron a ser respetuosas con el medio
ambiente, lección que nosotros al parecer no hemos tenida en cuenta y por eso estamos asistiendo a
una impactante destrucción del
paisaje construido, que es un patrimonio intocable, con la
irrupción del símbolo del nuevo “progreso”: la volqueta. ¿Por qué no
se redactó un estatuto vial que racionalizara la irrupción de este monstruo que se desplaza a grandes
velocidades poniendo en peligro la vida de los transeúntes, de los vehículos particulares, destruyendo a su paso el asfalto, las calles de las
poblaciones? Al coronar el alto de Las Palmas nos encontramos con el
desusado obstáculo de un restaurante
situado en un simulacro de rotonda
y cuyos empleados levantan continuamente el avisito de “Pare” y “Siga”
para controlar la llegada y salida de sus clientes. La vía que conduce el peaje
es una curva estrecha flanqueada por vehículos aparcados. Después un enredo de mallas de color encarnado que cortan
bruscamente el flujo vehicular y ya después, nos abrimos a la constatación de ver cómo se
destruye la antigua carretera en la
cual hace ya tres larguísimos años un
grupo de trabajadores tiende redes de servicios y cuyo
lentísimo paso ha ido acompañado de la proliferación de tenderetes de comida,
chazas, basura, o sea de una tugurización por la
irresponsabilidad de no aplicar las
normas establecidas sobre el debido retiro de las construcciones. Y es
ya ante la desbordada capacidad de la carretera, donde constatamos la agresiva
presencia de las descomunales
volquetas impidiendo el tránsito de los vehículos particulares – hasta tres se colocan en fila con su paso
lento- lo que nos lleva a preguntarnos. ¿En nombre de qué clase de progreso se
atenta con un tráfico pesado lo que hasta hace poco fue una bella carretera? ¿Prima el interés privado sobre el público?. ¿Qué
entidad debió planificar y prever este brusco
cambio de uso – Naturaleza e Historia, demografía- que ha aumentado el tiempo de desplazamientos en más de una
hora? ¿No se ha tenido en cuenta el
aumento de población que vive ya
en Oriente y necesita contar con una carretera que brinde confianza y seguridad
en los diarios desplazamientos?
Es aquí donde constatamos
la urgente necesidad de que este país
desconocido para legisladores y
políticos necesita de normas acordes con
los cambios sufridos en los
territorios, de recordar los derechos del ciudadano a carreteras confiables, o sea a la calidad en las obras públicas y a
la racionalización del tráfico vehicular para evitar que nos hundamos más y más en la jungla en que vivimos hoy.
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