LA CIUDAD COMO UN NO
LUGAR
Darío Ruiz Gómez
En el confinamiento hemos
sido abocados a compartir una cotidianidad enfrentando a los demás ya que cada miembro de la familia ha creado
su propio uso del tiempo, su
propio uso de los espacios de la casa, los niños que salían temprano al colegio, el padre que regresaba tarde y
apenas fugazmente los fines de semana podía la familia coincidir, intercambiar palabras, dejar de ser
los fantasmas que habían sido, para entrar de nuevo el lunes en la
implacable dominación de un horario inhumano, cerrando los ojos ante lo que puede suceder en una ciudad que se ha precipitado en el caos, y donde nadie está seguro de nada, ni siquiera
de regresar a casa. En un vértigo de accidentes, atracos, hordas de mendigos,
niños perdidos, ruinas de edificios abandonados las imágenes no pueden tener continuidad
alguna, fracturadas, machacadas sólo
permiten que tengamos una visión histérica y transitoria de la ciudad. De esto nos estamos dando cuenta. Como
no hay planeación alguna de los
territorios todo ha quedado en suspenso o listo para ser arrasado por el viento compulsivo de la incesante violencia de todos los
días, de manera que ninguna ley parece oponerse a este asalto de la fealdad,
de la mugre, de los burdeles disfrazados, del licor adulterado ya que este puñetazo visual es la certificación de la destrucción
urbana, del haber llegado a ser una versión más – Tijuana, Sinaloa- del escenario de las Sin City tal como genialmente las describen Frank Miller,
el Nolan del mejor Batman. ¿No estaba
sometida la ciudad a vivir bajo un manto de goteante grisura donde las
mortecinas luces de los barrios en las
laderas de las montañas semejan la niebla de nuestra propia versión de esas urbes en
ruina en las ficciones
de Ballard donde presuntuosos edificios levantados a nombre de un afrentoso despilfarro van a entrar también gracias a una crisis
brutal de la economía en una ruina adelantada? ¿Cuántos cadáveres se recogen en
las calles cada mañana? Entre las tinieblas de las callejuelas se disimulan los más sanguinarios enemigos en una ciudad que ha perdido su Centro, su pasado humano y ahora está sometida a las fuerzas del Mal. La parábola
implícita en esas
distopías brota de la comprobación de que este proceso de degradación urbana donde la delincuencia termina por apoderarse de los escenarios de la ciudad, solamente la ficción puede hacérnosla ver con
sus relatos para que comprendamos en su
verdadera dimensión lo que supone el peligro de abandonar a los ciudadanos
cuando aún es tiempo de reaccionar. ¿Y los llevados a la ruina económica? ¿Y
los que han quedado perturbados mentalmente?
¿Qué sería entonces
de una ciudad donde la violencia y el avance de las ruinas van destruyendo la
topografía de los afectos, la ciudad de los niños, los lugares y los recorridos consagrados ya que
a pesar de este intermedio de
aparente expectativa impuesto por la pandemia la ciudad sigue siendo víctima de las nuevas violencias y está desapareciendo como ciudad, víctima de un conflicto por los nuevos
usos del suelo hasta llegar a ser lo que el antropólogo Marc Augé
llama un No Lugar, es decir uno de esos
espacios sin significado que aparecen en las ciudades modernas: ni en un puente
peatonal, ni en un aeropuerto, ni en un centro comercial, ni en una vía
rápida podrían los ciudadanos(as)
detenerse y crear un lugar de encuentro ya que estos son espacios transitivos y ni siquiera en ellos es posible un saludo fugaz porque la ciudad ha desaparecido.
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