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Víctor Díaz y Sandra Moya |
La noche antes de los bosques de Bernard-Marie Koltès
Sandra Moya,
directora, y Víctor Díaz, actor.
…….
Víctor
Bustamante
La noche antes de los bosques, o sea, que, en su significación, el actor se encuentra a un paso de
regresar a la naturaleza, podría ser desde un punto de vista algo
elemental. Ya sea en su diatriba contra
todo; solo le queda esa opción, es decir, al hallarse pateado en un cuarto
nocturno de hotel, no se sabe que hará después de sus palabras largas,
vitales, de reclamo, poderosas. Lo digo de nuevo solo le queda una opción, vociferar
y de qué manera después de la lluvia, después de esa noche, en ese bautismo de
palabras con su fuego interior que las sopla, las vomita como eructos, como
ofensas; las tira como tufaradas al aire de la noche. Uno piensa que será como
un acto de exorcismo para irse de una vez al bosque profundo, con toda la
significación que ello trae. Es decir, no caminará por sendas perdidas donde el
camino desaparece a cada paso, sino que no hay camino en el bosque solo hay la
encrucijada de árboles y follajes ya que si se entra en él, quedará perdido
al ser emasculado por la misma naturaleza que lo engulliría sin misericordia.
En este largo monólogo, sin tregua, intenso, brillante, a veces siniestro, la voz
de su actor que pervive y profana el camino de una vida común y corriente, y sin
emociones, perdura en medio de la habitación
desnuda, para él desnudarse con sus palabras, pero ya sabe que también es el primer
paso para buscar un refugio, y ese refugio como lo indica el título de la obra
es irse al bosque, ese mismo bosque que no menciona ya que la ofensa que más lo
atraviesa en esa noche corsaria, es la palabra que reclama, la palabra que arde,
que no duda y por el contrario es dura, que merodea y vaga en su cabeza, pensamientos
breves e intensos, pensamientos como armas de fuego, pensamientos como dardos venenosos.
Así él, Víctor Díaz, el actor, quien vive un
presente perene en una noche perfecta, fustigando todo, y ese todo es su irascibilidad de incomprendido para romper
con todo, para romper los cristales de la realidad que lo acecha y lo cerca,
para así volver añicos, no a puñetazos, sino con sus palabras que vomitan su
ser, sus odios, sus rabias, sus reclamos, sus defensores, su desprotección, su
anomalía básica, la falta de amor en una calle de una ciudad llena de putas que
merodean sin destino y desatino por los meandros de su memoria. Así el actor, Víctor Díaz en La
noche antes de los bosques, donde insoslayable hace palpitar su voz, en ese
cuarto anónimo que lo estruja y lo engulle, ya que sus palabras lo delatan a
cada momento en que reclama y las pronuncia, y de qué manera.
Entonces, cuando vocifera el actor sin nombre, el extranjero que se lamenta como
un Job moderno, es que caemos en cuenta que la obra nos ha atrapado, y es cuando
reparamos que estamos en medio de la habitación, en medio de un personaje solitario
a quien le bullen todo los despropósitos del mundo en la cabeza, y solo lo calma una mujer situada
en la pantalla o en una ventana que mejor sería un agujero para ella huir y
mimetizarse, para luego regresar y darle un aire nuevo y direccionar la obra,
ya sea cuando habla, cuando le canta o cuando arenga o cuando saca un fusil arriba
de él en una suerte de púlpito, o cuando jaranea desde la pantalla en puro blanco
y negro, y es que ella trata de calmarlo, conversarle, hablarle en su desosiego
no como un show de media noche, sino como
una samaritana certera que no le da de beber pero si le habla, lo acompaña en
medio de esa sala, en medio de ese camino oscuro de esa vida donde él, precisamente,
el actor, solo debe verla a través de la pantalla como esa mujer que nunca será
suya, ya que solo es palabra e imagen y, además, es un símbolo de lo inicuo nunca
ocurrirá nada con ella, que está a salvo de él, de una fría noche, en la otra orilla
detrás de la pantalla que se erige ante él, pero que en verdad es como la pantalla
del móvil que crea cierto atisbo de compañía cuando no lo es al haber tanta separación
debido a que no se está de frente.
Entonces, vemos que en el escenario a media luz, algo tétrico, algo desolado
no solo se erige como el detritus donde vive el actor sino sus propios derelictos
donde parece que viviera, pero que ante sus quejas no solo es un Job desolado,
un santo inmisericorde que habita un cuarto de hotel en un segundo piso donde
sus murmullos inmisericordes lo hacen ver no solo visiones, sino vivir su propia
misión de ser un solitario en esta noche oscura del alma como diría el
poeta, san Juan de la Cruz. No obstante el escenario, que no se debería perturbar
ante esta angustia es preciso, solo para cinco personas de trapo, cinco muñecas
que, inermes, solo se miran así mismas porque es ahí donde surge esa lapidaria contradicción,
el actor en su monólogo intenso y perspicaz, solo tiene frente a él cinco monigotes,
que no se mueven, no sienten, no escuchan, es decir son la representación de algo,
pero esa es la pura entereza de esa contradicción mientras el actor enseña su vitalidad
con su reclamo que es el monólogo puro. Ya que, esas muñecas, nunca de la mafia, cerca de
él solo atinan a no moverse, a no aplaudir ni a escucharlo ni a mirarlo, es decir
no existen para él; solo son signos de una falsa presencia. Decía que en el escenario el actor debe sentirse
solo orgulloso de su palabra nunca del público que lo acompaña en esa eterna
diatriba, en esa eterna noche donde se refiere sin escrúpulos a los ocupantes
de ese lugar, a lo mejor extranjeros como él, desarraigados como él, ya que,
sin patria, esa palabra, todos somos desarraigados, entonces sé que desde su
caverna también ejerce su diatriba contra ellos. Y eso sí no cumple ese antiguo
precepto, Donde viajes haz lo que vieres, por el contrario, asume una actitud
crítica y llena de desalojos.
A él le han colocado un espejo, y así, nada más ambiguo que un espejo multiplique
su soledad, ya que su voz no queda impresa allí, sino su figura y finura de
santo caído en desgracia en suelo extranjero. Es extraño ese concepto del
espejo en medio de la crueldad donde quien se observa, se ve así mismo y se reacomoda
en sí mismo en un solipsismo cruel de virtualidad y de cuasi acompañamiento.
Quién habla de una manera delirante a veces, otras reflexivo, habita la sinrazón
de un mundo sin nadie cerca, es decir, habita las cloacas del desalojo, por esa razón
recuerda, cada que puede, su carácter, su estatus de extranjero sumido entre una
escenografía de velos, o serán gasas que pueden ser velos entre lo cuales muere
cada noche. Pero esa suerte de clochard inteligente, severo, locuaz, que aún
tiene amor a la vida a pesar de sus rencores salta a cada momento con ideas, a
veces brillantes, a veces contradictorias como cuando es genuflexo con un par de
tacones sobre un atril, los cuales lo mantienen en vilo. A lo mejor en su monólogo,
aparece otra lectura, y es que sospecho que sea adicto a ese fetiche, a la manera
de Sacher Masoch o a Restif de la Bretonne que, cuando escribe, no se aguanta
esa manera de mirar los zapatos femeninos, como si fueran piezas sagradas. Y
eso que escribió en plena Revolución Francesa.
Una utopía lo circunda, crear un Sindicato Internacional, SI. Una idea lo
fustiga, trabajar, ¿quiere redefinir su papel de inmigrante?, solo sabemos que
son ideas tiradas al azar que lo mantienen en vilo para así supurar su propia
existencia cuando recuerda a alguna desconocida,
y entonces es que, en su alegreto contagioso, pero inmerso de tragedia, se acicala
un pasamontañas, así la esfera de su hábitat personal parece cambiar y es
cuando reclama una parte de sí mismo ya que anda buscando habitación, es decir
protegerse.
Lo conmueve la muerte, la vejez, hay música, zonas de pesadumbre. Abraza a
una mujer de seda armada por él mismo en el colmo de su improvisación, ya que se lo come la moral, cuando repite que las putas se enfrían en el cementerio.
En lo de la mujer que él ha elaborado no solo con la imaginación, sino con
las sedas o velos que encuentra en el suelo, que le sirven de mortaja, subyace un
momento inexorable, como ocurre en Casanova cuando el perspicaz de Fellini termina
dando su toque al permitir que Giacomo baile su minué con una muñeca de cuerda.
Así, Sandra Moya embauca a Víctor Díaz, el actor,
sin nombre teatral, ya que su autor seguro pensó que podría ser cualquiera y no
quería arruinarlo, y en esa soledad de una noche de invierno, encerrado en la
noche y lejos de la lluvia, decide que él siga conversando con una mujer, podría
ser una putilla ocasional, que lo acompaña en su encierro, y en el ditirambo de
su creatividad ya que le habla a esa muñeca que se desvanecerá cuando él suelte
el velo. Cosas de esas que suceden en esa infinita saudade del hombre por algo tan insólito,
que es solo una presencia femenina.
Algo es cierto, en este monólogo donde sopesan todo tipo de ideas y diatribas,
seduce esa sentencia griega, Conócete a ti mismo, lo cual él vapulea con sus
palabras, ya que para conocerse así mismo debe ocurrir lo que sucede en este monólogo.
La experiencia y la calle, los tropezones que cualquiera da en la vida, las
altas y bajas de ese pupilo personal, es lo que ayuda a conocerse, como diría
en otras palabras Paul Claudel.
Todo lo anterior se debe a esa puesta en escena, a la dirección de Sandra
Moya, a esa actuación de Víctor Díaz. Y los menciono
en este momento no como Coda, sino como advertencia debido a la admiración que
aparece al ver como Sandra no solo no deja que haya puntos muertos en la obra,
sino que ella no se aguanta sus deseos de enseñar su talento de cantante, sus extravíos como
actriz, ya que al aparecer, ya sea en la pantalla, ya sea arriba en esa suerte
de ventana sirve para que la obra mantenga un aire fresco, que sirve de
contrapunto para que Víctor salga unos instantes del monólogo para ser acompañado, para ser
alguien a quien se le insufla la realidad del diálogo con otra persona, y así
sea en el trascurso de esa noche algo más veraz, dentro de esa realidad que lo
apasiona y aprisiona.
La noche antes de los bosques de Bernard-Marie Koltès, ha sido dirigida por Sandra Moya, y Víctor Diaz es el actor; ambos lo han revivido. No sé qué diría su autor,
pero sospecho que estaría orgulloso.
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