Ricardo Aricapa |
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París
Trejos, Memorias de un estafador, de Ricardo Aricapa
(UNAULA 2022).
Víctor Bustamante
La vida de un estafador siempre
busca el equilibrio entre no ser aprehendido infraganti en la trama que ha urdido
para engañar y quitarle algo a alguien; para tal efecto urde un plan tan pormenorizado,
tan elaborado en sus conjeturas y evitar perder, es decir, ser sorprendido por la
víctima, que el estafador deduce en su soberbia y en su clandestinidad que esa
labor de simulación tan específica, para embaucar a una persona, debe llevarla a
terreno fértil para después huir sin dejar rastro. El estafador de entrada miente
cuando ya tiene un cliente escogido, cliente al cual se le ha elaborado una inteligencia
en todos sus hábitos y ámbitos, a qué horas se levanta, a qué horas sale de su casa,
donde, a que restaurante va, si le gusta la música o el cine o permanece
conversando con sus amigos hasta que horas. Es una labor harto difícil ya que
el estafador opera bajo las sombras. El estafador está en el otro límite y casi
siempre, antes de entrar a escena, es decir, a iniciar su labor, prefiere que no se
sepa nada de él, fuera de esas elucubraciones que lo definen como un fuera de
serie. Por esa razón, después de cometer un ilícito, que para él significa su
ganancia, solo le queda explotar con su risa, aquella risa que resalta, aquella
risa que lo motiva a seguir. A él le han bastado
muchos días de espera, mucha paciencia para urdir y finalizar con éxito sus planes,
para él solo ha existido la argucia para embaucar a la persona escogida.
Hay un texto de Thomas de
Quincey que trata del asesinato como una de las bellas artes, no sé si podría
decir lo mismo de la estafa, con una salvedad, en la estafa no se asesina, sino
que se apela a toda clase de artimañas para un logro definitivo, arrebatar al
verdadero dueño sus pertenencias o parte de ellas. A veces es tal la capacidad
del timo, que este debería no ser elevarlo a la categoría de arte sino de argucias.
También Hay un libro no tan célebre de Thomas Mann, Confesiones del estafador Feliz Krull, cruel y, por supuesto, en esta
cultura antioqueña, no podía faltar ese cuento popular, Cuando pase el aserrador, así como aquellos relatos del paisa itinerante,
de los jugadores de cartas, de dados, de las galleras. Todo ese otro ámbito que
produjo nada menos que un personaje cáustico, Cosiaca, o frases como esta:
trabaje con la plata del míster, o el caso del pícaro local que vendió varias
veces el estadio. También hay una película nuestra, El embajador de la India donde la destreza del mentiroso se
aprovecha de la ingenuidad de un pueblo, caso similar al del jeque árabe en
Urabá narrado en este libro.
Pero ahora vamos a hablar de
París Trejos,
Memorias de un estafador de Ricardo Aricapa (UNAULA 2022). Algo es
cierto, el territorio oscuro del mal siempre ha causado curiosidad ya que se
convierte en ese lugar donde una persona violenta la moral con sus reglas, ya
que el estafador idea las suyas, les da su sello; esas reglas las aprendió
París Trejos a lo largo de su existencia y sabiendo eso sí que de ser sorprendido
infraganti o por sospechas luego comprobadas iría directo a la cárcel. De ahí
que el estafador sea una suerte de artesano del mal, y eso sí un verdadero artista
del engaño y del robo.
Aricapa en este libro,
quizá el más personal, no en cuanto a un cumplido, sino debido a la certeza de haber
compilado esas habladurías en Riosucio, seguro escuchó las referencias
sobre París con sus andanzas y sus subterfugios, que luego él mismo corroboró al dialogar con él para terminar reconociendo que había algo en Trejos que es
eso, lo esquivo que muchas veces se pierde en su trasegar y que podría llamarse
algo así como cierta gloria de la banalidad. Esa que París Trejos escribió con
sus propias peripecias, con su ida desde
muy adolescente de su casa y que debió ser buscado por su padre, cuando el
tedio, el brumoso tedio, no daba otra opción. Ya que, arrasado por el deseo de triunfar
a lo antioqueño, debía obtener dinero como una exigencia
silenciosa en cada familia; silencio inmanente como un mandamiento en estos
pueblos, que obligaban a convertirse en un tipo de acción, con ambiciones de apoderarse
del mundo, y así, en lo más íntimo, sospechar que solo le quedaba como iniciativa
irse, huir de su lugar de origen. De ahí, estoy seguro, que a Aricapa no le quedaba otra opción que escudriñar
e investigar para escribir sobre esa vida, ya que, de lo contrario, quedaría deformada
con el tiempo y con esas referencias sobre un personaje, podría decirlo el más emblemático a pesar del desprecio que causa para muchos, ya que
desde su contigüidad el autor ayudaría a preservar esa historia de la cual nunca
lamentará haberla rescatado. Si Riosucio se jacta de realizarle un Festival al
Diablo, como una burla y un trasvase de la moral, pero también como una fiesta
para escapar a lo cotidiano con sus preceptos y códigos, también es cierto que
con este libro ha surgido alguien más real que, a pesar de bordear la
normatividad les ha ganado a todos: París Trejos.
Un personaje como París
Trejos, en apariencia, es rechazado de una conversación habitual ya que
su “legado” no es meritorio; “legado” poco saludable contenido en sus
andanzas; aquellas que lo han ayudado a formarse en esa dura esfera de la vida,
donde no hay preceptos ni normas, sino la experiencia que aparece en cada
momento, y que al ser una chispa inesperada salta sin remedio. En este caso París
debe saber que si no vive esa puerta que se le abre, perderá. De ahí que la ruda
rueda de la fortuna muchas veces lo arrastra, muchas veces debe aprovecharla de
una vez, tomar la decisión en caliente, no pensarla mucho porque en el pensar
se advierte que hay demasiado análisis donde siempre gana el pesimismo al salirse
del circuito de lo normal. Cuando dije que en apariencia es porque no hay nada
más seductor que leer sobre aquellos personajes que se desviaron del camino establecido
y se animaron a vivir su vida, así sea a contrapelo, contrariando lo señalado.
París Trejos es uno de ellos, es uno de esos personajes que seducen por ese
arbitrio que da el rebusque a como dé lugar, como norma de vida, como manera de
“salir adelante”, y de vivir al filo del éxito momentáneo y fugaz o del fracaso
que acecha cada día.
En los diversos oficios, París
Trejos, nunca sufrió por haber arrebatado su propia vida a otro destino común,
sino que él mismo dentro de sus veleidades y circunstancias la consideraba una
obra tan personal que no la asumía como si se viviera en la oscuridad de la destrucción,
sino que él al sobrevivir de todas maneras y por encima de todos nunca hubiera
querido verse derrotado por el fracaso, es decir hundido en sus derrotas. Nunca
en el trascurso de esta novela encontramos que París Trejos se haya sentido
forzado a claudicar, por el contrario, al abandonar un oficio recala en otro con
la misma fruición y valor de quien empieza a conocer el mundo que nunca es enseñado
en ninguna institución, sino que él lo ha aprendido y aprehendido bajo la dura
ley de la calle como nunca lo hubiera presentido si tuviera a la mano un
catálogo de iniquidades. En su carácter se percibe como un ser libre, porque lo
fue, París Trejos solo tuvo cuidado al comienzo para no ser detectado en su
multiplicidad de oficios por su madre, Carmela, aunque después fue sorprendido por un
paisano en Bogotá, disfrazado de hombre primitivo comiendo carne cruda, en un
momento de un desespero absoluto para no dejar que la clientela se le fuera;
había que mantenerla atenta, conmoverla a cualquier precio.
Entre sus oficios, con los cuales vivió en el rebusque y con ganancias no fáciles están: sangrero, jugador de dados, recogedor de café, vendedor de retales. También trabajó con Bruno y su mujer André, franceses elegantes, dueños de una máquina de copiar billetes, así mismo este francés le enseñó su Decálogo del estafador. Luego conoce en Barranquilla al indio Jerónimo que no es de la Amazonía, sino de un pueblo de Antioquia, hasta llegar al exclérigo Arenas más acendrado en sus fechorías. En síntesis, fueron sus primeros maestros, porque hasta en esta actitud París Trejos supo aprovechar, es decir, sustraer la experiencia de estos tutores, y eso sí aprovechar desde otro punto de vista esa maestría ajena, aquella que se aprende solo en la práctica sin manuales o instituciones mediadoras, ya que no está escrita en alguna parte, sino que se debe aprehender de cada uno de esos personajes que la llevan impresa en su piel. París, de esa manera, habría presentido el saqueo constante a sus maestros, ni ellos se dieron cuenta del alumno que tenían al frente al exponer los proyectos de sus travesuras, que son su obra, y que luego quedaban expuestos a ser superados, y es por eso, por su apropiación, que París supo vivir entre esa eterna cáfila de vividores. De tal manera Bruno en su lejanía, en la perseverancia de cierta distinción, debía mantenerse en su apartamiento y huir. En cambio, el indio Jerónimo tenía más contacto con las personas en sus corrillos de las plazuelas ante la llegada de espontáneos que de repente se acuerdan de un mal que los aqueja, muchas veces incurables o que, además, acuden a sus citas médicas en los hoteles de paso donde receta sus específicos, apoyado con sus consejos espurios, sus libros de medicinas vegetales, sus brebajes y oraciones, en ese querer enseñar sus misterios, que son solo ese disfraz personal, y su palabra que nunca zahiere, sino ahíta de conocimiento en esa zona relegada, la homeopatía, con dos preceptos, la autogestión y la fe, y eso sí su culebra también parte fundamental de esa puesta en escena. Con este maestro el indio Jerónimo, Lizandro Vélez, que esconde su nombre viajó a Bogotá, así se abría a la capital y a otro mundo.
Allí París debió plantearse
la cuestión de su oficio al transcurrir años llenos de novedades, ya que en
Bogotá podía hacerse un nombre entre los culebreros. Eso sí nunca le atormentaba
la fama alcanzada entre sus clientes, así como en los productos que vendía. Lo
que si debía preservar era la discreción para poder huir cuando los brebajes y
sus remedios no obraran como hubiera querido, cuando con su labia, en los
corrillos de las plazuelas, ordenaba el mundo a su manera y así daba su
percepción de que podía curar esas enfermedades populares que nadie cura, y que
él había podido desear curar al decir, presuntamente, que poseía la solución con
sus secretos descabellados. Eso sí estaba listo para cuando la clientela dejara
de llegar a sus diversos lugares, nunca al mismo, para poder irse de una vez cuando
aparecieran aquellos pacientes impacientes a quienes las medicinas nunca les sirvieron.
Entonces, ahí surgió su primera creación, un ser de la estatura de ese conocimiento
que era el legado del indio Jerónimo que ya se había ido, su nombre, el profesor
Pachirri, con su producto estrella: la Cosmoglobina. Entonces ya había
perfeccionado su atuendo, así como la escenografía de la Casa del terror, como
la obra más acabada de su estética del rebusque.
París y su hermano Guillermo (1970) |
Para ese instante ya había
trasegado por otros oficios que le abrían el mundo, a otra vida y al vivir de
una manera holgada, traficar con dinero falso que le valió un tiempo en La Picota,
tumbar curas ávidos de oro, o sacar otro personaje, el profesor Juan Bautista, y
mucho más tarde, como una idea solo suya, vestirse de jeque en Urabá. Además, ya
había conocido a su otro maestro: el exclérigo Arenas en Bogotá que se
convertiría, a pesar de sus viajes por el sur del país, en un experto en el
engaño. Luego de un tour del rebusque por Cali y algunas ciudades cercanas,
siempre regresaba a la capital que no solo era la capital del país, sino su
centro de operaciones.
Pero, desde el origen de sus
viajes, de ese ubicar las diversas ciudades en su topografía esencial, entendemos ese ámbito en que París Trejos vivió una vida disoluta con algunas
señas de esplendor. ¿Sufría París Trejos de nostalgia por regresar a Riosucio?
Por supuesto que sí, ya que cuando una persona se va de su lugar de origen
desea regresar cargado de muy buena fama y con sus baúles repletos de la buena
nueva: el dinero. Y sin duda con sus personajes más relevantes para su
escenografía. No la del profesor Pachirri, sino la del político agenciado a la Anapo,
el doctor París Trejos con unas palabras muy del gatopardismo: “cambiar todo
para que nada cambie”, y luego, como si nada, taimado e interesado, regresa por el vil dinero al partido conservador.
En ambos oficios de taumaturgo, por supuesto, brilla Trejos con sus trebejos.
Toda esa experiencia adquirida en el país con esas labores non sanctas le
sirvieron para recalar a la Asamblea de Caldas y luego, aún más demagogo, en el
Concejo Municipal de Riosucio. Además, se consolida como un gallero pertinaz.
Desde los primeros capítulos,
París Trejos, también inicia sus escarceos eróticos en ese tema que es una sensación
y todo un concepto, lo cual da la idea de que no solo busca dinero, sino una
mujer, muchas mujeres que pueblan su trascurso vital, desde Matilde, Margot,
Lucia, Gertrudis, la gitana Soledad, hasta Rosmira la mujer más duradera en su vida. En
cada capítulo una mujer lo acompaña, como si dijera a cada una de ellas, “Más
allá del oficio siempre al borde de ser sorprendido nadie me comprenderá como
cada una de ellas”. Lo cierto es que en cada una de ellas reconoció una parte
de sí mismo como una alegoría de sus triunfos; éxito del cual nunca se
vanaglorió, o de sus derrotas de las que nunca se lamentaba; todo su transcurso
era también a su medida. A su imagen, a su semejanza construye su mundo sin
reservas, pero sí con presteza en sus actuaciones, y que, a pesar de su
posible caída, siempre estaba cercano a su optimismo, a esa certeza improvisada
que resolvía su oficio. Además, es preciso que existieran sus compinches,
sus amigos díscolos, como Antonio Posada, el culebrero, y cantante de música parrandera, amigo de andanzas y de estafas, para que así París superara la
incomodidad de caerse solo; lo cual tampoco le impediría emprender otra tumbada.
Las estafas que realiza en colaboración son un signo de ese destino de solitarios, siempre al margen, entre aquellas personas al borde de los códigos que le huyen a
ese malestar que los compromete en cada acto, en cada concesión con las que temen
ser sorprendidos. Esta colaboración, no
solo con sus maestros, con sus colaboradores, no cesa inmediatamente, sino
que prosigue en el tiempo y en diversas circunstancias y se reanudan de una manera más estrecha a
medida que perfecciona sus artimañas, que nunca se dejan de lado, así sean dudosas, y que sirven como un atajo para seguir
con esos amigos, uno de ellos Luis Betancur, que se ha consagrado con una fe
extraordinaria a la puesta en escena de sus fechorías como un modo de vida en apariencia
de la exclusión, pero que produce su encanto en el actuar en las sombras, con
mentiras y engaños, actitud que sorprende desde la vileza al otro, a la víctima.
Igual ocurre con el más fiel, el siempre presente Ruperto que se desvanece en algunos momentos, pero
que siempre está presto cuando lo llama París Trejos para algún “trabajo”.
Siempre los tangos
reaparecen en las diversas ciudades que visita París Trejos, y no es para menos, en una vida abocada a la desaparición sería injusto — y baladí — decir que hay,
en cada acto de Trejos no una negligencia en huir del bien en la medida que lo hacemos,
sino que en ese enorme tango que es su vida, queda un rincón de música para
regodearse como su oasis personal, así sea como una manera de evadir la agitación
de una vida en la sombras, en constante huida o para reverdecer sus triunfos
que vivió y que luego Aricapa lo saca de la extrañeza de ese cajón de las habladurías
que le entregan una faceta determinada y precisa. Así, hace justicia con ese personaje tan presente en Riosucio que llega a ser una celebridad en un momento preciso
cuando nos entregamos en cuerpo y alma a explorar este hermoso libro, luego que
una noche Luis Fernando González hablara maravillado de esa narración
que leía con perplejidad.
La injusticia consistiría en
olvidar a Trejos, y, por supuesto, ese mérito total pertenece a Ricardo Aricapa que en
su entereza literaria no vaciló ante su indagación para reconstruir el periplo
de este personaje de una manera total en su desparpajo, sin tener en cuenta
esos avatares negativos y así publicar este libro, con la decisión de no destruir
ni relegar esa vida con una negligencia
pertinaz— y en atreverse en contar su historia; esa historia de ese eterno solitario que siempre huye en ese territorio de su discordia, husmeando con sus ingeniosos amigos, sin ninguna responsabilidad, salvo las que están
ligadas a la consecución de sus propósitos. Pero algo es cierto y sorpresivo, París Trejos, muere asesinado en un ajuste de cuentas, y no de una manera afortunada, ya que su
vida y su familia sufren el coletazo primero de las mafias del narcotráfico, siendo esta y la sombra anónima del Guajiro la que puebla los días del Carnaval
del Diablo en 1997, junto a sus amigos íntimamente responsables de cuidar la
supervivencia de su familia, cuyo instigador obstinado ha sido el narcotráfico con sus
ganancias desbordadas. ¿Por qué habrían
cometido este asesinato? ¿Por qué cae Trejos sin trebejos cuando era ya un
hombre mayor casi retirado de sus andanzas como si hubieran querido hacerlo
desaparecer, destruirlo? ¿Por qué fue asesinado tan fácilmente en una novela
llena de tantas andanzas y anécdotas? Uno no hubiera querido que Trejos hubiera
muerto. No creo que haya sido por vanidad literaria, sino para que su autor
expusiera y cerrara su ciclo precisamente en esas zonas sombrías donde se
amontona su catálogo de acechanzas y de tumbadas.
La muerte de París es
igualmente patética y liberadora. En principio, obsesionado por este personaje
admirado en ese territorio de la especulación y de la maldad, Aricapa, hace de
él el héroe de su novela o crónica como prefiere llamarla; liberadora porque en
ese lapso de tiempo, de su vida, París vivió continuas y extrañas metamorfosis,
signo de que se siente ligado por seguridad a un mundo lejano, es decir, el anonimato, es su protección, es su dura ley. Entonces Aricapa emprende la publicación de
una obra de la que durante mucho tiempo fue el único en registrar ese valor insólito
de un triunfador al margen de lo establecido, pero siempre cubierto por la
certeza de su estatus, ser un fuera de serie, un outsider, un señor del engaño,
de la burla, porque esa reacción es la que al final de cuentas produce su actuación,
porque al final lo es, un artista del engaño, todo un estafador. Aricapa en
esta prolijidad y en el detalle que es lo que hace valioso un texto, le es
preciso encontrar testigos, personas, espías, mujeres, entrevistas que sitúan a
París Trejos, bajo muchos aspectos, desde el aventurero pertinaz, pasando por
el proceso de convertirse un estafador de postín, hasta llegar a ser un político
sin prontuario, y eso sí sin zafarlo de su papel de mujeriego contumaz. También,
para esta indagación en tantos años de una vida al desgaire, a su autor le es
preciso reunir textos, grabaciones, papeles, titulares, diarios que no se alejan
ni zafan, para reafirmar su coherencia, así como descubrir en sus actividades
tan dispersas en tantos lugares a lo largo y ancho de un país que permiten
aproximarse a la circunstancia de una existencia llena de matices, a veces
estridentes, otras tan oscuros que estoy casi seguro que esta vida tan
dislocada, pero uncida por su autor, en tan diversos paisajes tanto exteriores como
interiores de París Trejos está ya escudriñada y concluida, que en ella ya poco
se oculta.
Así todos esos fragmentos, algunos
capítulos, se revelan, sin reservas, aunados en lo que Ricardo denomina
temporadas. A veces sorprende con la aparición de detalles como el de los
conjurados contra Mamatoco, pero sobre todo sobrecoge ese trasegar del músico y
culebrero Antonio Posada, del cual había escuchado sus canciones, pero no sabía
de su trasegar y de su talento. De aquí y de allá, de ese fondo oscuro de la
historia de un país cubierto de cenizas y olvidos que no ha sido narrado como
se merece, Aricapa sorprende, a esos lectores aun entretenidos en las mediocres y pésimas novelas sobre el narcotráfico
o en la pornomiseria como rentabilidad. Asi emerge este libro con esa riqueza narrativa por la manera como las entrelaza
Aricapa que le da su peso determinado a lo que podríamos llamar las locaciones
donde París Trejos desempeñó su oficio de taumaturgo, eso sí con una seriedad
que nos reta. De tal manera emergen esos detalles, sacados de la oscuridad de
esas páginas desgajadas del conjunto de esa historia nacional oculta, casi secreta.
Aricapa no abusa de los excesos en la vida de Trejos, menos en la de los otros
personajes, tampoco excluye los eventos sucedidos en el delirio de irse a
buscar una guaca o el más atrevido de aullar en una jaula para que lo la
alimenten. En el fondo es toda una puesta en escena en cada evento donde el
estafador triunfa, pero es como un destello, ya que en el momento en que triunfa
debe estar preparando su huida. En este libro no hay nada insignificante. Eso
sí Aricapa nos da a entender que es lo esencial para mantener su ritmo
narrativo, esencialidad que es apreciable en su trasparencia y claridad en el
contar una historia.
¿Dónde está lo esencial en
Aricapa? Es sencillo y soluble decirlo, en la manera como entrelaza la historia
y el devenir de una persona al margen de la óptica moralista del lector, pero
seguro en la vida del mismo protagonista que entrega sus aires de libertad, eso
sí sumido en la oscuridad para no ser detectado en sus ambiciones. De ahí que a
medida que leemos cada temporada, nunca a lo Netflix, sino del pulso de su
autor, de Aricapa, por supuesto, encontramos
como esa narración se hace poderosa, ya que al auscultar el trascurrir de
este personaje, caemos en cuenta que por ninguna razón París Trejos deba
permanecer inédito, flotando en la mente de los chismes de los patos bravos
de La Cigarra, ya que esta fuerza narrativa ávida, irresistible, va a hurgar en
las profundidades mejor protegidas, y poco a poco sale a flote, y nos trastorna, todo lo que París
Trejos tejió en su vida disoluta. Acaso por ese desparpajo de su existencia,
esa con la cual simpatizamos, cuando reímos por sus ocurrencias, cuando viaja a
lo largo de la geografía de un país casi anodino, cubierto de la mentira de los
titulares de los diarios, aquellos diarios que París siempre leía, a veces para idear una de sus travesuras, entregado
con el mayor desenfado y desorden a una abundancia de proyectos, de estafas
retocadas con maestría, y junto a él, esos compinches igual de despreocupados en apariencia, pero
ahítos de las ganancias fáciles, y eso sí en esas metamorfosis continuas como
seres contradictorios para alegrar sus víctimas con las ganancias posibles. Eso sí, respetuosos y caballeros con los demás mientras les tienden una trampa, y desvergonzados
cuando obtienen el botín, salen despavoridos para que nadie los reconozca. Eso sí manteniendo el colmo de ser obstinados, porque de no serlo fracasarían de
una en el primer intento.
Hay un coro que señala, hay
un coro que habla, hay un coro que fustiga con sus chismes, un coro nunca
simbólico, el de los patos bravos de La Cigarra, donde ejercen un control
social, pero no solo eso, le dan a los cuentos, a los chismes, ese peso que se
merecen como las habladurías que aparecen cada que se encuentran a departir
entre ellos, aceitando sus lenguas viperinas con algunos tragos. Seguro que por
sus consejas y sus lenguas aún más bravas pasó la vida de París Trejos.
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