lunes, 30 de marzo de 2020

Lucia Agudelo la Barca de los Locos, Deslices


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Lucia Agudelo la Barca de los Locos, Deslices
Víctor Bustamante

Cómo no tenerla presente si en su acritud que la ha llevado a mantenerse al margen por tanto tiempo, pero no un margen del alejamiento sino otro más preciado, su propia lejanía impuesta y certera para no volverse ávida de halagos, sino que, en la premura de su existencia, saber que ella permanecía, alerta, firme y atrabiliaria para unos, cuando sabíamos que era indispensable ese apartamiento, de la misma manera como, con su cercanía, insuflaba a Bernardo la tranquilidad para ese don de su creatividad, en ese estado de alerta y desconfianza, ante todo, porque Bernardo nos dio una lección de cómo debía ser un artista en tiempos donde la vanidad empobrece cualquier actitud creativa y crítica, desafiante y vigorosa. En ese saber del mismo Bernardo en mantenerse a flote con la égida y la compañía de esta mujer que no solo ha dado todo, no solo por el teatro, para que estuviera alerta y no fuera cooptado por el entretenimiento sino también que creyó en él, que lo acompañó a través de la azarosa vida de un artista; de dos artistas como ellos, que lo dieron todo, y así, en la calle, en su teatro que no necesitaba sedes ni el embargo tribal con la presencia de otros indolentes, fue capaz de mantenerse tantos años ahí en el Parque de Bolívar, donde los espectadores pasan o se quedan o tienen ese encuentro fortuito de dos personas que decidieron llevar, portar el preguntar continuo con esa serie de dudas a esas personas del llamado teatro local. Lejos de aquellos intelectuales de cartilla o de aquellos militantes que ofrecían la placenta de un mundo feliz, mientras ellos dos, a puro pulmón y con lo más cercano a dos personas, el habla, fueron capaces de mantener ese espíritu crítico que no ha dejado que Medellín se mantengan entre lo provinciano y el disimulo o, mejor, la simulación como presencia en el arte y así extensivo a la vida cotidiana tan plagada de zonas rosa. Nunca los acompañaron en lo masivo como presea escolar para la hoja de vida porque ellos debían decir, decirnos, tantas veces a la cara, que el arte, en este caso, el teatro, poseía otro destino sin desatino, la presencia de ellos dos en una ciudad que nunca ha admitido a sus críticos porque los aleja de la manera más disimulada y mentirosa, no mencionarlos. Y los aleja y confina en ese lugar nunca denodado, el olvido como estigma.

Todo en ellos, fue claro con una línea recta marcada por su honestidad donde sabían de antemano qué horizonte acaecía, que su teatro no entregaría el cielo esperado de plastilina y comodidad, sino un camino largo y tortuoso, eso sí lleno de preguntas pesadas, innovadoras, cargadas, forjadas con mucho valor que harían despojar de sus actitudes tranquilas en un mundo intranquilo a quien los escuchara, a quienes los acompañaran cada jueves en sus presentaciones, ya que la claridad, el tono de sus voces llevan a que esas mismas diatribas floten y aun flotarán en el aire de ese parque enrarecido, donde acudíamos a verlos, con la simpleza de su vestimenta, con la  medianía de su comienzo donde el portento de sus voces, de su creatividad nos aislaba en ese mundo, en esa ciudad, donde la simulación y el triunfo campea como norma.

Todo en ellos, y ahora en ella, en Lucia, ha sido muy claro, el teatro ha sido despojado de sus conjeturas de salón, de su actitud pasiva. Nadie como ellos ha asumido esa actitud crítica ni en los momentos más duros cuando se bañaba de sangre la ciudad. En esa contrariedad, ellos permanecían fieles y puros. No con la pureza como extravagancia sino en esa lejanía que otorga quien tiene la urgencia de decir, mientras en el otro extremo, unos aficionados, que se creían poetas de dudosa ortografía pretendieron apropiarse de la ingenuidad de otros bardos, empobrecer la misma poesía mientras salían a flote con la espuma sucia de sus intenciones y de sus babas, hablando en Europa mal del país porque en su interior esos falsos poetas salían a pedir de rodillas lastimosamente limosna para regresar con medallitas de risa, asumiendo este arte como la simulación y como el negocio más espantoso y lleno de descrédito que aún no se recupera. De ahí que la actitud de Bernardo y Lucia siempre nos reconforta, por su sinceridad, por seguir la línea de desconfianza que el Indio Uribe, Tejada, De Greiff, Porfirio, incluso en la primera epifanía Nadaísta, cuando la transparencia de sus criterios eran una norma y no una claudicación.

Bernardo y Lucia nunca tuvieron máscaras para esconderse, todo en ellos fue y ha sido la claridad, la constante de hablar con las palabras precisas, con la aspereza necesaria, y con esa poesía que bulle en las calles cuando la alteridad y la actitud acidular persiste en el mercado persa y avinagrado del teatro. Ellos sabían que su teatro, su forma peculiar de encarar la situación, de decir sus obras siempre estaría en un punto de equilibro en donde sí se miraba desde la cuerda del equilibrista a cualquier lado, no serían aceptados, pero a ellos no les interesaba ese agasajo; eran y seguirán, así de simple, marcando y definiendo una actitud que los mantiene como ese par de personas valientes donde el teatro y la vida se conjugan no como algo teórico sino con la praxis más temible, sentirlo, vivirlo, y hacerlo parte de ellos mismos.

Hay tres mujeres en Medellín que han marcado la pauta, y han pertenecido a la vanguardia, mientras ni los mismos colectivos feministas se dieron cuenta de ello. María Cano con el vértigo de su palabra yendo de ciudad en ciudad, y, además, ser una gran poeta, no sacando los trapitos domésticos a la acerada luna con el hombre como su pretendido enemigo, sino en esas mismas instituciones haciendo pedazos el discurso oficial, y enfrentando con valentía la demagogia de los partidos políticos, incluso de sus mismos compañeros que la degradaron y la dejaron sola en su plenitud como oradora y líder de ese otro país que aún no se define. La otra mujer es Débora Arango que pintó la Violencia y la enfrentó con su arte, lo que ninguno de los pintores del momento fueron capaces de enfrentar. Muchos de ellos se fueron a buscar la manzana no de la discordia sino mordida por los dólares pintando gordas, y mientras el otro, que no quiso ser su maestro, se asiló en el indigenismo. De ahí que Débora supera la lectura, y, por tanto, la herida de una ciudad, de un país. Buscó a las mujeres laceradas por el placer del licor y la pobreza en los bares de Guayaquil. Ella no ingresaba a ninguno de esos sitios, pero sí las espiaba desde la entrada de los bares, y solo le bastaba el rayo de esa iluminación para pintarlas, para mostrarlas como el otro rastro que queda de Medellín. A ella, en muchos momentos, el silencio la rodeó, porque era una artista incómoda en un mundo de hombres y muchos artistas genuflexos y mimados por el botín político. Por supuesto que la otra mujer es Lucia Agudelo, que lo dijo todo con bravura, mientras el mundo cambiaba en apariencia, pero la solidez de la mentira se escondía y reaparecía para afincarse de nuevo. Lucia, sí Lucia, desmintió a las actrices, a los actores de gabinete con muñequitos de plástico o a los seguidores de la comunidad guasca. Lucía una verdadera compañía para un actor. Ella no estuvo a la sombra de Bernardo fue su carne misma fue su alter ego, fue el mismo Bernardo fundido en un mismo acto creativo. Ella no está en las estacas de bronce y altanería en La Playa donde otras mujeres aparecen con su seriedad carcomida por las palomas, no, Lucia es de oro talante, es la palabra viva en el teatro, es la actitud que sacude en tiempos del delirio de las heráldicas y de los reconocimientos de oficina, ella no merece estar allá sino en el nuestro reconocimiento presente como una de las actrices más soberbias en este país de la cultura ligh, liviana y sin nada que decir, eso sí contrahecho con silicona y a codazos.

Acabo de decir que ella, Lucia no estaba a la sombra de Bernardo, sino que me rectifico, ella era Bernardo mismo, quien le sirvió de soporte y apoyo en los momentos de hostilidad, en la simpleza de sus quehaceres diarios, pero también en los más difíciles, pero, sobre todo, en sus actos creativos. Lucia es Bernardo mismo al unísono, son ellos dos mirándose en pleno parque, en plena función cuando desafían a todos y al teatro mismo en la plenitud de sus obras con el vértigo de sus palabras que nos asaetan aun.

Pero ahora no está Bernardo y es cuando precisamente notamos el fuste de Lucia, la férrea voluntad de proseguir, no de amilanarse o fundirse en el silencio que es la otra lejanía y la desvía de lo vital, su actuación. No, ella no existe para este tipo de normas mentales. Ella, Lucia, no está forjada para vanos silencios, para escudarse en la soledad. Sí, ella aún perdura, pero aún más fuerte, por esa razón nos hace falta su voz, las diatribas tan necesarias dentro de la calma hipócrita de la ciudad, su actuación. Ella misma en sus distancias, en la plenitud de su palabra que vibra en la tarde, en cada tarde.










1 comentario:

Luis Guillermo Alvarez Alvarez dijo...

Teatro en que actor y espectador son hilillos de la misma trama hablando un lenguaje que interroga, que trastroca y fustiga mostrando la pus en la llaga de la decrépita cultura y sus caducos valores éticos, morales y vivenciales. Teatro de palabra viva desdeñóso de espíritus de momia y embusteros altares empulpitados...cuya fusta es la irreverente palabra en fuego, incendio y combustión emanada como grito del cuerpo en llamas de pasión..y ahí.

Ahí Lucia en la inmanencia de ése rio