Luis Fernando González y Pascual Gaviria |
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La
Casa de la Literatura en San Germán
Víctor Bustamante
Leer nos hace
milenarios, añade Lezama Lima, y cada que se abre un sitio para esta actividad,
el de lector, es para recordar a las personas que, cada que esto ocurre, es una
manera de resistencia contra la banalidad. Una forma de conquistar un
territorio y traer el mundo maravilloso, cubierto de la perennidad de los
libros con sus historias, con sus reflexiones, la poesía con sus poemas más
sublimes o trágicos o más cotidianos, así como ese mundo que los libros apresan
y expresan en sus hojas continuas, que van desde las exploraciones por selvas irredentas
hasta el caminante citadino que redescubre los mundos ocultos de su ciudad o aquel
buscador de utopías que quiere viajar a la ilusión de la conquista de los
planetas. O, a lo mejor, buscar el libro de arena de Borges con sus páginas infinitas.
Habitar La Casa de
la Literatura es saber que aquí se viene a buscar esos mundos posibles,
guardados en los libros, es saber que, quien escribe lo ha hecho con el deseo
de dejar una huella, una impresión, la definición de su ser y de esos lugares
que le fueron caros a su memoria y, así, de la manera más casual indica que fue
contemporáneo.
En esta tarde algo
fría, este sábado, hemos visitado La Casa de la Literatura en San Germán. No
sobra decir que Germán viene del latín y significa hermano y, además, el hombre
de este santo, San Germán, nos advierte que es el patrono de los pobres. Pero
aquí, lejos de estas significaciones, San Germán ha sido un barrio antes oculto
con sus casitas de tapias y tejados, perdido en las estribaciones del Cerro del
Volador, ahora avasallado por lo indefinible de las diversas torres de apartamentos.
Esta tarde, algo
fría vine, venimos, para escuchar la conversación de Luis Fernando González y Pascual
Gaviria sobre lo que ha sido este sitio, a través de su historia, que en cada estadio
de nuestra insensatez deja de lado eventos que lo definen. Uno de ellos la
crecida de la Iguaná en 1880, que cambió el rumbo del pequeño poblado de Aná que
quedaba cerca y debió se remontado más arriba. En un tiempo, San German, fue
catalogado como el barrio más tomador de aguardiente de la ciudad, y además se recuerda
al cochero que iba de casa en casa, el Papa le decían para hacer mandados de
toda índole. Por ahí en los años 60 fue abierta la calle que lo cruza para
poder ir los estudiantes desde Colombia, por sus inmediaciones, al Liceo Antioqueño
y a la Universidad Nacional, además aún está presente el pequeño cerro de Blanquizal
que fue mordido hasta ser digerido por las palas mecánicas y la industria de la
construcción. Jorge Alberto Naranjo en La
estrella de cinco picos, narra los diversos sucesos de su estudio en la
Facultad de Minas, además de sus pasos por San Germán.
Lejos ha quedado en
el tiempo las reminiscencias de cómo ha ido creándose el hábito de la literatura
en Medellín, de las primeras bibliotecas, de las primeras librerías, de Medellín.
Jorge Brisson, ingeniero civil francés, en 1891, señala como en algunas librerías
alquilan libros mediante el pago de una módica suma. Como aquí no hay distracciones
de ninguna clase, afirma, ni se adquieren fácilmente relaciones, él busca algo
para leer. Allí hay escritores españoles, traducciones de novelas francesas, así
como autores del país. Algo nos consuela, en la lejanía, Brisson, añade que
estos lugares, las escasa librerías, se mantienen concurridos por diversas
personas. En una fotografía de Melitón Rodríguez a principios de 1900, se ve en
un tercer piso el nombre de una Gabinete de Lectura. También es memorable la Librería
del Negro Cano, ahí en Colombia con Boyacá, donde oficiaba una tertulia, inusitada
en ese Medellín del 1930, y cuando los contertulios salían de allí luego de leer
sus versos, luego de libar, luego de contradecirse, el Negro Cano les decía,
salgan de a uno para que nadie se de cuenta que han estado bebiendo.
Ya en 1948 Guillermo
Salamanca, político y escritor boyacense, visita una librería donde encuentra
al librero muy malhumorado ya que, según su diatriba, nadie compraba libros, ni
de poesía ni novelas, sino manuales técnicos, los mismos que le solicitaba Rimbaud
con ahínco a su madre, desde la ciudad prohibida de Harar, unos años antes para
poder producir mercaderías, aprender a buscar oro y, además, de cómo vender los
colmillos de elefantes, así como aprender diversas maneras de imaginar
transacciones para conseguir dinero, mientras era considerado por sus lectores,
sin él saber, toda una revelación poética. Y aun más tarde, en un país lejano Colombia, y
en una ciudad cercana, Medellín, los dóciles poetas de la ciudad pensar que era
un poeta maldito, y que esa era la línea a seguir mientras mataban moscas detrás
de sus escritores de poetas sin riesgo, sumisos.
Estos casos anteriores,
solo para citar algunos, son para recordar la relación de Medellín con los
libros a partir de diversas instituciones. ¿Qué será de La Casa de la literatura,
un lugar para ser frecuentado por escritores, por lectores, por los poetas, y
por críticos? Esperemos que su funcionamiento cubra esa fractura cultural que posee
este lugar, ¿Tierra firme?, yermo, sin paisaje aun, donde solo hay torres de apartamentos
y más torres de apartamentos, equipos de sonidos, el afán de sus habitantes y
nada de lectura.
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