lunes, 16 de marzo de 2020

Diego García –Digar, fotógrafo. / Víctor Bustamante


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Patrimonio Histórico 79

Diego García –Digar, fotógrafo

Víctor Bustamante

El año pasado la editorial de UNAULA publicó, un mini libro con un texto corto sobre el fotógrafo Diego García, lo leí de un tirón y me dije, Diego García, Digar, merece más análisis y divulgación, ya que este libro es apenas un abre bocas sobre su labor fotográfica. Un libro de fotografías cuenta con el aval poderoso de un ensayo pleno y, además, con fotografías de un tamaño posible para apreciarlas mejor. Pero bueno, esta corta presentación hace parte de una investigación de Hamilton Suárez y Johana Piedrahita, que esperamos que culmine con una poderosa y sublime auscultación de la obra de Digar, así como una biografía muy bien cimentada, ya que Diego García, como uno de los grandes fotógrafos de la ciudad, aún en su silencio, merece que sea ubicado en su dimensión, la dimensión de su rescate y presencia. Para sorpresa la Biblioteca Pública Piloto posee el archivo total de la obra de Digar. Por ese motivo este 13 de febrero, ante la presentación de una muestra fotográfica había que asistir, pero, sobre todo, a aprender más sobre este fotógrafo de alguna manera relegado, casi olvidado, a pesar de que sabíamos de su existencia solo por algunas fotografías que Internet desliza de vez en cuando, o debido a la aparición de algún par de reproducciones suyas en algún libro antológico sobre fotografía en Medellín, y nada más, ya que su nombre no era cotejado como debía ser y se perdía entre los otros artistas de la cámara oscura, pero la gran sorpresa es haber podido saludar a las personas que lo tuvieron cerca, y, a más de eso, escucharlos referirse a él. Jorge Alberto García, su hijo, nos dio la cercanía con su padre, sus vivencias, las anécdotas, la preocupación de Digar por su oficio, así como su hija Beatriz y su hermana Gloria.

Todo, aquí en la exposición, es desconocido, ya que poco sabíamos de Diego García, incluso, partiendo de las fotografías sobre él mismo, que no sabemos quién las tomó. En una de ellas no mira a la cámara que repara en él, sino que prefiere mirar la cámara en sí, como si estuviera ensimismado en esa pequeña caja mágica que le permite imprimir sus placas, al capturar imágenes, muchas veces pensadas, muchas veces captadas por su ojo avizor. En otra mira la cámara, se ha detenido un instante para observar a quien lo ha fotografiado, posa en su gabinete de estudio, y muy elegante en su laboratorio vestido de bata blanca, junto a su ampliadora y junto a un microscopio donde seguro ha mirado un posible rayón de algún negativo que de no arreglar le arruinará la placa fotográfica. En otra parece que ha salido a caminar y lleva una pequeña cámara en su mano derecha, una Leica. Hay otra donde él posa sonriente a una cámara ajena mientras sostiene su cámara con el flash de bombilla, que tanto se nota en fotos de reportería. En otra fotografía, ha dispuesto la misma cámara Kodak Graflex sobre el trípode para captar un instante citadino, irrepetible y valioso, parece vestido de safari con su cachucha inusual en esos momentos, y no es para menos, se haya en los límites de la ciudad, donde cazará alguna imagen. He dicho anteriormente que lo veo elegante, sí, siempre en estas fotografías lo veo refinado con la donosura de quien se siente digno en su oficio y, además, orgulloso de su cámara de la cual sabe sus secretos: ser la prolongación del ojo y la memoria de su dueño. También utilizó cámaras de renombre: la Rolleiflex, la Mamiya 645, y también cámaras alemanas de gran formato.

Digar, 1961
Pero, por que razón la insistencia en Digar, en sus fotografías, en su permanencia a través de lo que él vio y por qué decidió imprimir esas placas, que lugares buscó, cuál tema lo ha apasionado, lo digo, por una razón de peso, cada fotógrafo deja la visión de su ciudad, deja la huella no solo de su estética sino de la ciudad que él transitó, de los personajes que vuelven a la vida al mirar sus fotos, de saber cómo él ha dejado un panorama perdurable sobre nosotros. En Digar, en esta muestra escasa de unas 50 fotos, ya que la suma de su archivo es de unas 60.000, hay una Medellín específica, y sobre todo, el instante captado, irrepetible en una de esas fotografías, de 1961, que revela tres niños bañándose en una suerte de pozo; ese pozo remite a la cercanía de Junín con La Playa. Mejor, detrás del teatro Junín. La fotografía es desafiante por el momento cenital, por la alegría de los niños, por la dejadez de las personas que pasan y, sobre todo, por algo de peso, no les importa lo que ocurre afuera de ese pequeño cuadrado que parece una piscina, pero en realidad es una de las eras donde se han sembrado otra de las ceibas, de tantas que se han sembrado, ya que Epifanio sitúo su ceiba ahí mismo en ese lugar y, por esa razón, para hacer perdurable el poema, las ceibas siempre vuelven al  mismo sitio. Pero no, a ellos no les interesa ni las ceibas ni los poemas, y, a lo mejor, nunca se vieron retratados por Digar, porque a ellos solo les resta disfrutar el agua y de ese instante, de este baño, y vivir solo el tiempo, que no cuenta, el de su adolescencia. Este momento citadino refrenda dos momentos, la ciudad ya ordenada y a los chicos que han sido cautivados por este estanque momentáneo, donde el agua, amnio universal, los ha obligado a vencer cualquier normativa. Pero si estos chicos son espontáneos, ahí en la calle, también vemos fotografías del juego, 1961, en el Hipódromo San Fernando donde la ciudad se divierte y escoge entre el fútbol y las carreras de caballos. También espera el automovilista, en su Morris Garaje, MG, calado con sus gafas de piloto, 1967, en plena línea de partida. También, en el templo de la Milagrosa, hay nada menos que una cancha de fútbol y un arenal, 1952, donde deporte y religión se conjugan para distraer del tiempo delator. En otras fotos, 1957, muy del otro Medellín, el del Club el Rodeo, donde los jugadores de golf disfrutan no solo de ese deporte sino de los jardines y de su tranquilidad. Pero también hay una foto con el Estadio Atanasio Girardot al fondo, con la línea de partida de los ciclistas en 1956, como presencia a uno de los deportes más populares en Medellín.

Hay otra fotografía plausible, 1971, con el Banco de Londres, diseñado por Horacio Marino Rodríguez, 1923, antes Banco Republicano, con su arquitectura elegante, con su arco majestuoso, su pórtico y sus dos columnas estilo griego y, a cada lado, arriba, sobre dos ventanas ovaladas, dos águilas dispuestas a alzar el vuelo. Este edificio del Banco de Londres ya contaba sus últimos días, apresado entre dos edificios, terminaría siendo destruido, dándole otra bofetada a los Hermanos Rodríguez. En pleno Parque de Berrío, pude ver, a mediados del 70, este edificio, del Banco de Londres, no solo sitiado por el llamado progreso con su pala destructora, ya Colombia ampliada, sino cariado y destruido su alto arco que le daba esa prestancia, a punto de ser demolido como en realidad ocurrió.

También en esta muestra pequeña, muy pequeña, ante las 60.000 fotos, hay en una fotografía, mejor drama familiar, 1950, donde vemos el contraste de una familia en Belén luego de una inundación. Ellos han sacado un par de cochones a secar a la acera, mientras sus nueve familiares son espiados. En ese momento, mejor mememto mori, de incertidumbre total, dos chicas junto a la cama no sufren la pena de este instante y sonríen a la cámara, y contrasta con los demás que aun andan asombrados de la tragedia cercana. Paradójicamente las otras fotografías con las casas de arquitectura reciente, ubicadas en San Joaquín o en Laureles, se convierten en expresión de la ciudad que ya se ensancha y se asienta en Otrabanda y, así mismo, da la posibilidad para nuevos espacios interiores de las casas, así como nuevas definiciones en sus fachadas, diferentes a los habitados en el Centro y en algunos barrios.

En algunas fotos de almacenes aún no hay rejas, las terribles rejas, que convirtieron a Medellín en una bodega nocturna, infatuada y pobre, cuando antes era digna de un trato diferente, ya que en esas fotos nocturnas observamos las vitrinas con la luz encendida adentro y, tras los cristales de las espaciosas entradas que enseñan el interior, las mercaderías para antojar a los medellinenses de creer que así serían modernos.


Hamilton Suárez, Juan Miguel Villegas, Johana Piedrahíta


Pero la muestra hace hincapié y se centra más en los edificios del 60, diseñados bajo el dominio del ángulo recto, que convirtió a muchos arquitectos en especialistas de la uniformidad que le dan cierto tono de perezosa unidad, en este pequeño segmento al Centro de la ciudad, ya que estos edificios indican un matiz funcional de la arquitectura que contrasta con el concepto anterior al utilizar el ángulo recto como norma creativa. De ahí que edificios como el de General Eléctric, el Tequendama, Casablanca, el Santa Lucia, Residencias Nutibara, el Ródano , le den otro acento y definan a Medellín desde otra perspectiva.

En estas fotografías hay multitudes en la Plaza de Mercado de Guayaquil, en el basurero municipal, en Almacenes Flamingo, en el hipódromo, en las actividades deportivas, y en desfiles. Uno de ellos del Colegio San José con banda de guerra que ejecuta una marcha que acompasa a los estudiantes. Otra multitud se agrupa al lado del desfile de bomberos. Otra se disemina en las marchas de protesta estudiantil por la carrera Bolívar. Ya en el Desfile del 7 de agosto, al frente, caminan las autoridades civiles y militares, encabezados por el alcalde,  que se dirige por pleno Junín hacia el Parque a saludar a Simón Bolívar, y, a lo mejor, habrá un Te Deum en la Metropolitana, sin caer en cuenta que al pasar por este instante detenido en una fotografía, a un costado, queda el Astor, fortín inicial de los Nadaístas, que más tarde darán su golpe de opinión, al disponer en la cola del caballo de Bolívar la corona de flores que le dejarán en pleno parque, luego de la fanfarria y de los discursos. Pero la fotografía de multitudes que aún me llama más la atención es la tomada en la de Plazuela Nutibara, donde algunas personas hacen la fila para la llegada del bus, ya que lejos de la fila, desafiantes, y con los pies subidos sobre la cerca de madera, dos muchachos conversan y  miran en direcciones opuestas como si no les interesara nada, pero si les interesa todo, y por eso auscultan bajo sus dos miradas dispares, nada menos qué ocurre a esa hora, tal vez la del almuerzo, cuando algunas personas regresan a sus casas. Y estos dos personajes saben que pasa Medellín por sus miradas, pero de ahí aun no se irán, se han detenido tal vez a mirar a las muchachas que pasan o, a lo mejor, ya se han apoderado del Centro y no quieren caminar en esta pausa, sosiego de las doce. O quizá no quieran hacer la fila y esperan que los cumplidos transeúntes del comienzo entren para ellos subir después.

También Digar revisitando los límites de la ciudad no solo por San Javier, sino que entrega la perspectiva de la Fábrica de Everfit en Belén o desde una configuración aérea traza y enseña el Medellín aun manejable del 70, sin tanto hacinamiento, así como igualmente capta la destrucción del Centro de la ciudad con el paso breve, pero letal, de la apertura de la Avenida Oriental en uno de los desastres urbanísticos más relevantes que han ocurrido. Lo que diría José Luis Sert al venir en los años 70 de visita a Medellín, ¿a quién se le ocurrió construir una autopista al interior de la ciudad? Como dato curioso Sert mantenía en su oficina, en Boston, Estados Unidos una foto con uno de los planos de Medellín, que no cumplió su plan urbanístico.

Si interrogamos cada una de estas fotografías nos hablan desde su interioridad y expresan la ciudad que Digar escudriñó, los instantes precisos para una fotografía precisa, por eso aún no sabemos al no ver una muestra mayor de las fotografías de Digar, cuál será su punto de vista, su concepción como fotógrafo y, sobre todo, esa palabra, su estética, que se desliza estoica, y lo deja a uno pesando y a los cautos aún más pensado, cómo se podría definir su actividad.

En esta pequeña muestra, yace un paisaje urbano que el vivió y auscultó en su plenitud, un paisaje caro que caminamos por la ciudad y nos sorprende al mirar las fotografías como si fueran el antídoto para un poderoso deja vu que sentimos cuando nos sobrecogemos por alguien, por Digar, que al fotografiarla nos ha dejado un rastro de la Villa, tan amada. De todas maneras, esta exposición, que es una suerte de expiación con respecto a Digar, es un gran paso posible y lleno de simpatía para acceder y conocer el mundo de Diego García. Hamilton y Johana seguro requisarán, revisarán con ahínco ese universo de 60.000 fotografías para sacar a flote la vida que Digar le dedicó a su arte para indagar, buscar, preguntarse por Medellín. Así como nosotros la buscamos a través de nuestras palabras, a través de nuestros poemas, y novelas y a través de crónicas para acompañar, desde la lejanía a Digar en su mundo impreso en sus fotografías, ineludibles, tatuadas como una manera de recobrar bella y perenne esa ciudad que huye ante nuestros ojos, a veces con nostalgia, esa puta del recuerdo, como diría Caín, que nos lleva a preguntar, ¿qué paso aquí? Eso sí con la extrañeza y cercanía, con la certeza y nobleza, de esa ciudad que huye y que cada fotografía de Diego García recobra y retiene desde su lejanía.




2 comentarios:

Unknown dijo...

Gracias don Víctor por tan sentido e íntimo relato. No se equivoca usted al asegurar que seguiremos auscultando a Digar en sus diversas dimensiones: técnica, ciudad, hombre y obra; que en conjunto, ha sido una de las fuentes más fecundas para dimensionar la memoria de esta ciudad que nos tocó vivir, amar y odiar al mismo tiempo. ¡Un abrazo!

Anónimo dijo...

Gracias don Víctor por este escrito que nos llega al alma. Jorge A. García L.