lunes, 2 de octubre de 2023

Era más grande el muerto de Luis Miguel Rivas / Víctor Bustamante

 



Era más grande el muerto de Luis Miguel Rivas

Víctor Bustamante

Es inevitable, por mucho que el escritor haya cambiado los nombres de la topografía citadina, por mucho que haya tratado de mimetizarse él mismo, y sus circunstancias, así como en su excesivo pudor, al hacerlo, y como uno se aferra a los nombres para no quedar en el aire, la novela no deja de ser un texto escrito sobre Medellín. Eso sí, nos gusta mencionarla, vivirla, que es padecerla, buscarla desde diversas ópticas, y caminos, y así mismo con frustraciones, que son aquellas que cada vez que escribimos sobre ella, sabemos que nunca se hará un texto definitivo. Cada uno de sus escritores, al mencionarla, la ubica, la magnifica desde su entelequia y desde su panóptico, y eso sí desde las noches de verano, muchos antes de los años 80, cuando aún persistía ese poema liberador, digno, esa caminada nocturna de Gonzalo Arango, Medellín a solas contigo. Nadie sospechaba lo que vendría después, ese ángel exterminador, el narcotráfico, que convertiría a Medellín en una ciudad sangrienta, que cambió al país; no la guerrilla en su declive moral y ético, no los sacerdotes pastando y pasmados en sus ritos, menos los partidos políticos con sus turiferarios apegados a la nómina oficial, a los contratos, a la corrupción y a predicar que trabajan por las personas. Como para seguirse riendo de estos Mesías oportunistas y falsos, por algo sencillo, quien habla en nombre de los demás es un culebrero. Y ocurrió algo inusitado, el torrente de dinero de la mafia, dólares verdaderos, colmaron a las personas y se desplazó hacia la miseria de los barrios marginados y desde ahí empezó a cambiar el país. Para nadie es un secreto que su economía depende de una planta milagrosa que no solo boicoteó a los políticos consuetudinarios, sino a la guerrilla misma y a los demás sectores del país. Quien se sienta aludido que se dé el primer pase.

Desde ahí, así haya sangre, así haya droga, así haya esa memoria aún se persiste en mirar y redefinir la ciudad a partir de uno de sus sustentos, el narcotráfico y la mafia paisa que la ubicó en el panorama mundial. Lo digo porque en las diversas novelas que se han escrito aquí sobre este tema, siempre ha sido mencionada por su nombre, Salazar, Hoyos, Vallejo, Jaime Espinel, Ruiz Gómez, Porras, Oscar Castro, Jairo Osorio, Víctor Gaviria, y otros apologistas menores que solo ven a Medellín desde esa óptica. Medellín, nunca pronunciaré tu santo nombre en vano.

También hay otras preguntas, las cuales no pude conversar con Luis Miguel Rivas, porque se haya “ocupadísimo”, para realizarle algunas  preguntas sobre el libro, así como algo que me llama la atención, su calidad de vivir en Buenos aires, ya que se afirma de manera rotunda que para escribir sobre la ciudad es interesante hacerlo con perspectiva entre comillas e irse del país unos años, algunos lo probaron con certeza, García Márquez, Mutis, Vallejo,  Luis Fayad, Moreno Durán, Plinio Apuleyo Mendoza, se fueron y cuando regresaron al país de los siete colores, fueron reconocidos doblemente lo cual es algo ingenuo ya que el escritor traza su universo donde se encuentra su material autobiográfico y su materia prima, aquella que ha vivido y padecido y lo arredra: su origen. Los teóricos efímeros afirman que se toma distancia, lo cual no deja de ser una boutade, ya que el escritor en su circunstancia posee algo irredento, su deseo de escribir, así esté en un país lejano o así mismo como Proust encerrado en su casa, escribiendo sobre sus amigos para escribir nada menos que una obra que nos seduce todavía, En busca del tiempo perdido. Otros nos quedamos caminando las calles de esa ciudad que sentimos.

De ahí que, luego de esta suerte de proemio en menor escala, me refiero a Era más grande el muerto de Luis miguel Rivas, (Seix Barral, 2023), que regresa al ámbito de los años 80, para su autor decirnos, yo también estuve ahí.

Manuel se haya encandilado, por los zapatos de Chepe Molina, mejor decirlo de una vez seducido por los zapatos de Chepe Molina, en un puro acto de retifismo, que el libertino Restif de la Bretonne avalaría a un discípulo actual, incluso a Luis Carlos López que también lo afirmaría con su amor a Cartagena y a los zapatos viejos. Esa connotación, abarcaría a la mención y uso de los tenis de marca, junto a la buena mecha, y otra cosa se diría en La vendedora de rosas, “Pa’ qué zapatos si no hay casa“, que algunos apostilleros consideran dizque icónicas.

De ahí que Manuel y su gran amigo, Yovani, llenos de desmadre van a la boutique, junto al cementerio, donde se vende la ropa fina y llamativa, de marca, de los finados, que nunca tuvieron finura, ropa usada que será devuelta a otro uso después de un proceso de lavado y aplanchado y de haber corregido los desperfectos. Y en la otra orilla de esta dicotomía, el mecenazgo de cada uno de esos muchachos de la cuadra que les gusta nada menos que camisetas y jeans y tenis caros; indumentaria que les da nombradía. En ese juego de las apariencias en que se vive.

El fútbol y La música son los elementos distractores de  la vida cotidiana para los personajes de  la novela, pero al mismo tiempo con la posibilidad de juntarse a conversar, más la música que obra no solo como panacea, sino  como una manera de ir a un lugar a compartir. Al inicio los tangos, aquellos que las personas mayores, y respetuosos e intelectuales, y caballerosos como don Humberto escuchan en uno de los bares del marco de la plaza ya sea en El Cielo o en El Pueblo, otras veces son vallenatos, baladas, canciones del despecho que despachan venganzas amorosas. He mencionado a don Humberto que encarna la persona que ha trabajado en el sector de los textiles, Tejicadena, añade el autor, Tejicondor le digo yo,  lo cual da la idea de ese cambio económico en la cuidada donde las textilera pierden mercado, ante la avalancha del contrabando y de la falta de modernización y con el decreto de un expresidente mediocre que enterró y aun entierra al partido liberal, César Gaviria, al decretar la apertura económica a un país que no estaba preparado para ello. Pero sin darse cuenta y arrodillado, con sus Chicago boys, ante aquel que estuvo en la Catedral, burlándose de él, y que no se dio cuenta del advenimiento del maná de la USA con sus torrentes de dólares. 

En Villalinda, en un barrio marginal, se menciona, el alto del Vergel, Santa Gabriela, sus bares El Pueblo, El Cielo, La Tertulia, el Centro Cultural La Nave, la discoteca Solidgold, Las Violetas, parque Doménico, parque La Esperanza, Las Hortensias, Centro Comercial Villaplaza, Los Jazmines, y su autor lo llama pueblo, pero así sea despectivo, o lo llame Angosta con un guiño, a aquel que es su héroe literario, es notorio que estamos en Medellín, la Ciudad de la Eterna Balacera.  Así, para el lector curioso, es inevitable tratar de buscar las señas de identidad de esa topografía que Rivas, taumaturgo, esconde, pero que el lenguaje revela.

El autor se aparta del lenguaje literario y decide dar cierto toque mafiorealista la narración, al referir algunas palabras, muy antioqueñas en su utilización, churrusco, susquiniado, camellando, perratiado, chiviados, chichipato, enfierrados, engorilar, bareta, borondo, cajeteados, cañero, empitados, para solo mencionar algunas. Y eso sí, el lenguaje de las marcas, aquel que arrasa los gustos y presupuestos, apariencias y desequilibrios, e iguala en su definición de la moda como ese embate tan personal que da brillo:  cheviñón, dísel, tesa, ribuk,leclí, renol, guchi, butic, babú, lacós, lancroicer, como si en ese ámbito de lo superficial nos dijera que las marcas son lo que brilla en la oscuridad mental de esas personas que solo se fijan en la moda, como el paisaje más a la mano que es mirado y mimado por sus poseedores.

Todo esto bastaría para hacer de la novela de Rivas un libro diferente dentro de esa saga generacional, y esa diferencia se basa en la perspectiva desde la cual escribe, la desacralización del relato ya que los otros están fijados en la cuasi alegoría y en la deificación del mal, lo cual llevó a los medios a apropiarse de este y a normalizarlo en sus canales  y libros  que conformarían lo que llamarían luego la sicaresca paisa, que luego se exportó al mundo como una manera de definir a la Villa, esa Villalinda que define Rivas, desde, el asombro, que sin darnos cuenta cambió la vida y las costumbres en un parpadeo, eso sí en apariencia porque ese amor al dinero que era la perspectiva oculta, se había aprendido vía pioneros, y la familia que quería tenerlo como único valor ético, si es que no es problemático nombrarlo de esa manera, ya que perdura en Medellín ese canon de interés, ya que “el progreso” en Medellín es solo vía dinero, lo demás no existe.

Hay una caracterización que se da en la fragilidad de Efrem, aquel capo que paga para que lo culturicen, pero que renuncia a ello porque es imposible degustar de una acervo, sino no hay disposición, pero eso sí Rivas lo baja de su pedestal al recibir un budazo de  parte de Lorena Botero White, aquella diva que renuncia a un Mercedes blanco, y además también demuestra como los sicarios titubean ante el Gurbio que aparece en la mente de sus dos asesinos, Chinga y Hermosura, eso sí nunca con remordimiento, eso sí  conducidos por ese miedo que les da, esa desazón de creer que los ha espantado como si el asesino debiera mantener ese flujo de imágenes en su mente al ser el padre de una muerte ajena. Pero resulta que, como Manuel se viste con la ropa de él, sí, del Gurbio, lo confundieron y por poco lo asesinan.

Hay dos personajes que se contraponen a esa desactivación de la ética, Yovani que al final sucumbe y  Manuel Alejandro Mejía, que se mantiene firme, así se haga amigo de Efrem y esnifen cocaína como locos a la manera de Al Pacino en Scarfece, que busca puesto, es decir trabajo en oficios diversos, repartidor de directorios telefónicos, en un consultorio odontológico, vendiendo libros, en un supermercado, además se le ofrece a don Efrem sin ninguna certeza, lejos de su amigos del barrio Chucho Relay, Kalimán, Memo Patiño,  y, además, que se volvieron sicarios.

A pesar de la apariencia, se da esa dicotomía entre los habitantes de un barrio, donde siempre apuntan y sobresalen los profesionales de la faltonería y del crimen, en ese hábitat vive Mejía como un ser digno y bueno pero que no triunfa y recibe empleos sencillos para sobrevivir pero él lleva el peso de su existencia de una manera apartada del mal, lo cual es el reflejo de cada uno de nosotros, en nuestra misma esfera cotidiana, esa que se define en Medellín o en Villalinda. Este personaje, es el que se queda, el distinta a los demás, que ya son predecibles en su destino y en su catadura personal.

Uno de los rasgos que nombra a los personajes que orbitan alrededor del mundo de la droga, es dárselas de desconfiados y traidores, de tal manera ellos no pertenecen a un mundo expresado en lo normal, sino en la quimera que da el exceso y facilidad de tener dinero. Se pertenece a esa suerte de comunidad sabiendo que la muerte acecha desde los hombros dé cada uno, así el concepto de amistad no pertenece al instante en que viven, que se pertenece, sino que por el contrario cada uno se haya en la ubicuidad de ser alguien de paso, así este concepto de la amistad no deja designar a quien lo nombra ni en el eestado puro de la borrachera donde se compadece el habla, sino en la realidad. De ahí un ejemplo Bertulfo Moncada y Efrem Jaramillo, el Gurbio, Chinga y Hermosura es el límite de la decencia en su quiebre. En la mafia no hay amigos sino negocios, quien se salga de ese círculo ya no existirá, no lo salvará ni un golpe de suerte, la muerte es el precio más inmediato a un error.

Narcotráfico, coca, mafia, combos, sicariato es lo que designa a la ciudad y al país, por lo que lo nombra, y lo redefine. Hay tantos campos sembrados de coca, hay tanto dinero y tanto poder de la mafia que son la evidencia de la cual no nos libramos, como si ese fuera el destino signado por la ley de oferta y demanda del mercado. En esa confluencia de destinos hay que ver a un par de amigos, ya capos de la droga, Bertulfo Moncada y Efrem Jaramillo, discutiendo y sacándose los trapitos en la habitación cuando uno desconfía del otro al caerse un cargamento

Allí, al rabiar y amonestarse ambos capos, más Efrem, en nombre de la ira que frecuenta el desplome de un negocio, es cuando caemos en cuenta que la amistad se ha desvanecido ya que los negocios han subido la espuma de su poder por encima de cualquier relación, ya que el dominio logrado por encima de quien se atraviese y se oponga, se ejerce bajo su mismo nombre que ha transformado la esencia misma de ese poder que ha llegado a establecer la palabra como contubernio y diálogo como si ese poder mereciera sopesarse en ese pináculo insulso por encima de la vida misma. Así, ese par de amigos, Bertulfo y Efrem, se declaran la guerra por encima de su amistad.

Como colofón, al estilo sangriento de Tarantino, hay bombas y balaceras, y la mujer más intrigante de la novela, Lorena Botero White, cae asesinada, debido a la rivalidad entre Efrem Jaramillo y Bertulfo Moncada, en esa guerra desarrollada según los medios propios del naciente e inédito poder de la mafia, que no podría sino darse dentro de sus mismas entrañas. En el país han ocurrido muchas guerras de intensidad baja contra el Estado, pero a ahora era entre rivalidades de mucho poder, que alcanzaría con sus tentáculos sinestros al Estado mismo.




En el país han existido conflictos de baja intensidad donde diversos grupos y facciones guerrilleras que son casi teológicas y mesiánicas intentaban cambiar el estado de cosas hasta que conocieron el capital y se amañaron el dinero del narcotráfico, olvidando sus ideales a muerte y con muertos. En la temporalidad del libro de Luis Miguel, estas opciones ya claudicaron, la opción ya no es política ni  seudofilosófica, al contrario, es debido al exceso de dinero que da poder, ese poder de influir en todas las esferas del país, porque ya lo política ha cesado con esa suerte de eslóganes de la izquierda descontrolada, y ya sin filosofía que, además, fueron incapaces de interrogar el nuevo estado de cosas que llegaba de la mano del narcotráfico. Actividad que sorprendió al mismo Estado en su lentitud e intereses creados y sórdidos para callar ante esa avalancha de dólares que ingresaban por la ventilla siniestra para engrosar esas mentes serviles a la impunidad con sus discursos serviles y cobardes.

Ante al advenimiento de un nuevo poder atizado por el dinero sin ningún fundamento, ha cesado todo tipo de interrogación y de teorización sobre lo público como camino a lo social porque, en su lugar, en el lugar que le era propio, se ha instalado y reivindicado la ascensión de un nuevo poder, basado en el negocio per se, en la llegada del descontrol y de la mafia que se afirma con el populismo dando casas, fundando barrios y dando mercados, o cerrando calles almenadas con todos los juguetes en las madrugadas con verbenas en los barrios altos donde en la alegoría de la pólvora, sus alboradas,  estallan los voladores para satisfacción de la llegada de un cargamento a la USA.

 En todo este orden de cosas los únicos que tiene nombre y apellidos son los capos ya que sus secuaces menores, sicarios de la moto y de la pistola, solo poseen su alias que es su distintivo y su chapa y su siniestro destino, como el de Cambalache que creó una rebelión entre los mismos de los combos o facciones, entre Hermosura y Chinga, entre el Gurbio, entre la Monja, entre, el gran amigo de Manuel Mejía, Yovani, que cae entre las balas, pero hay algo noble en la novela, triunfa el bien, triunfa silencioso y sin reconocimiento de la mano de una persona como es Manuel Alejandro Mejía, que nos ha contado el periplo sucio de sus amigos de infancia, de adolescencia y de barrio, porque el desdén hacia sus oficios de poca rentabilidad, así sea vistiendo ropa usada y de muertos, ha sobrevivido a esa lluvia de balas, a ese emporio de las bombas fabricadas por el Irlandés errante, y a ese imperio negacionista de una ética que el narcotráfico golpeó de una manera infame, así como don Humberto aún perdura como sindicalista y queriendo ser escritor, aunque el Gordo Ceballos el cantinero no de Cuba, sino del bar El Cielo, con su bonhomía, también fue golpeado por las bombas.

Pero Lorena, la bella Lorena Botero White, reaparece en un acto de irreverencia, pero de mucho remordimiento de parte de Luis Miguel Rivas, tal vez por hacerla morir de una manera tan fulminante, sí, ella, que no había logrado caer en brazos de ninguna madama y menos en los brazos de Efrem, eso sí ya sintonizada con Manuel Alejando Mejía, su tinieblo, en las tinieblas de ese Medellín. Acto inusitado tal vez como Eurídice, acaso como Remedios la Bella, se le aparece a Manuel, que la sigue en su moto de mensajero, y se esfuma. Lorena que también se le aparece a Efrem para avisarle que se pierda y así sacarle pronto del atentado que llega. Lorena es aquella que su autor, cuando la queríamos, decide hacerla matar. 

Cada vez que leo un libro sobre la mafia siento un vacío donde centellea un instante, el resplandor que producen los atentados de los ejércitos personales, de aquellos capos sedientos de lo absoluto que piensan que les pertenece todo, mientras se les deshace todo. Así se da otra mirada a ese terror que resplandece como las flores eléctricas de la noche, ante la inhóspita presencia de la muerte misma con su temible irrupción. La mafia paisa causa admiración en todos los niveles sociales, pero esa atracción trajo otros dicterios y delirios que llevaron a sufrir hasta el vértigo a sus más cercanos colaboradores y a los lejanos testigos, su repulsión, hasta el horror y el repudio que causan esas muertes diarias con sus ajustes de cuentas. Algo sucede, en esas noches no de los lápices, sino de las bombas y de los fusiles, el sol de la ética no deja mirar de frente a esa sarta de asesinos con su daños laterales y colaterales debido a esa contracultura sucia que irrumpió en el país. En ese instante, todos los estamentos sociales se lavaron las manos, los valores adquiridos y los códigos quedaron desuetos al nadie hacerles caso, así como los caños y cañerías se poblaron de tanta sangre y de tanta indiferencia, lo que es visible en este libro de Luis Miguel.

Perduró la razón fría de los políticos y la razón cortante y asesina de los nuevos apoderados que se afirmaron sobre todo un país al negar a todos su derecho con lo categórico de ese fascismo de tercera que da el exceso de riqueza, sino que lo diga Efrem que compró un libro por cinco millones de dólares que ni leyó, ni lo hojeó. Luis Miguel en su novela no es neutro, sino que escribe y describe a la fija, su novela tiene la nitidez de un thriller escrito lejos del calor de los activistas de los medios que no leen ni analizan, eso sí descifra desde otra óptica el afán de poder que persiste, que nos hace recordar como aún pervive ese señor de la guerra, esos nuevos señores de la guerra en un mundo colombiano aun sin alma.

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