viernes, 28 de diciembre de 2018

Roma de Alfonso Cuarón / Víctor Bustamante






Roma de Alfonso Cuarón

Víctor Bustamante

La actual beatitud cinematográfica ha llegado al paroxismo generalizado, ese que sorprende con la llegada de una, dizque obra maestra. Por supuesto, esos ademanes de poca pesquisa cinematográfica, matizada de sahumerios y, oh, vaya, mostrar lo que somos, en estos días de final de año, sin ninguna acritud ni deseos críticos sino de una bonhomía total, seducidos por que otra vez una película latinoamericana, mejor una telenovela casera, llega a la servidumbre de optar por el Óscar.

De ahí que, cada vez más el término, obra maestra, se deteriora, cada que lo utilizan algunos llamados críticos tan despistados con respecto a este arte, o, aún más, sin conocimiento de lo que es la exégesis del cine, lo cual lleva a que muchos coincidan en esa  carrera sin obstáculos de presentar esa película en pequeños festivales donde adquieran renombre, a través de premios, crónicas, rechazos, escándalos, para seguir escalando a lo que algunos piensan que es lo más alto, es decir, ganar más premios, cuando ya sabemos que si hablamos de arte en realidad es otra cosa, no esa publicidad timorata, latente, a veces llena de un ruido exterminador. Ese camino ya lo conocemos. Cada año la industria, como la denominan las stars,  se vuelve experta en crear ese batiburrillo de expectativas en pos de la llamada gran obra de cine, que luego de obtener premios y reconocimientos, comienza a  palidecer, a desinflarse de una vez, volviendo a su único lugar, usanza ya prevista en el mundo del márquetin, caer de ese árbol diario de noticias donde la ha situado ese camino de los polígonos de los diarios, las notas de la tele, que palidecen otra vez hasta convertirse en pura hojarasca, simpleza, y esa sensación sin aire, de siempre, hemos sido engañados de nuevo hasta el próximo año cuando la industria cinematográfica reactive las mismas circunstancias y creen de nuevo falsas expectativas para que su aparato publicitario imponga la película elegida a cualquier precio y con cualquier cosa, iba a decir película pero dejémoslo así. Hasta ahí no me alcanzan los términos. De ahí que los fake news merodeen entre nosotros sin haberlos visto.

Todo lo anterior para referirme a Roma de Alfonso Cuarón, (2018), pero antes miremos las tonterías que dice uno que pensé que era un crítico equilibrado, serio, Carlos Boyero de El País, “La cámara de Cuarón —manejada por él mismo— crea un efecto hipnótico desde el primer plano hasta el último. Utiliza un primoroso lenguaje visual para hablar de eso tan simple y tan complejo, tan alegre y tan amenazador, tan luminoso y tan sombrío, tan cotidiano y tan excepcional, tan apacible y tan violento, tan tierno y tan cruel que definimos como vida”. Boyero me deja estupefacto con lo que él define “Efecto hipnótico”, no sé en realidad hasta donde le alcanza esa suerte de arrobamiento, pero Boyero que no es un voyeur, se baja de su torre de celuloide, para evadir otros tópicos del film y luego sumirse en un largo silencio.

El Mundo refiere al nacimiento de una estrella, de Yalitza Aparicio, y le da un tono de mentira total: “Esta cinta de tintes autobiográficos ha colocado a Yalitza de forma fulgurante entre las estrellas de Hollywood, que han quedado perplejas ante la inmensidad de un papel interpretado por una actriz que a priori, no era profesional. Emma Stone o Hugh Jackman son algunos de los actores que han querido conocerla y fotografiarse con ella.”

“¿La inmensidad de un papel?”, hasta donde un medio tan específico y de tanto peso añade eso de la inmensidad. No sé si quien escribe vio la película, o si a lo mejor se la contaron, porque de inmensidad no tiene nada. Es más, si en algo falla esta película es en esa falsa de inmensidad de su actriz, que no le imprime ningún tipo de carácter a su actuación, solo repite las palabras del guion y prosigue en lo que es ya otro lugar común y sin letargo, una actriz de las llamadas naturales a las cuales su director no le exigió una llama de vida, un soplo creativo, sino la mansedumbre total de su inexperiencia. De ahí que cada escena donde Cloe intervenga no se nota, pasa sin ningún riesgo ni atrevimiento, sin ninguna exigencia de parte de su director. La pasividad total la subsume en ese mundo donde solo sabemos de ella que trabaja en una casa con una familia normal, con una esposa algo aletargada, algo ida, ausente, y eso sí, pésima conductora.

Arturo Aguilar nunca un águila con su ojo nunca clínico señala: "Quitándonos cualquier nacionalismo o subjetividad mal entendida, la película de Cuarón tiene elementos suficientes para sostenerse como la mejor del año. Su economía del lenguaje cinematográfico es extraordinaria".  Aguilar, lejos de su nido tampoco, devela nada, sino lo blando, lo de la economía del lenguaje que es otra de las frases del cajón de algunos cinéfilos despistados, que no abordan el cine con una dignidad diferente sino con una complacencia instantánea y de una autosatisfacción nunca memorable.

En Letras libres una chica añade que el paisaje, mejor el pasaje, cuando Cloe ya convertida en mártir por el batiburrillo adolescente, a la entrada al hospital, es señalado como el momento cenital de este film debido a la falta de asistencia médica por ser ella, Cloe, de escasos recursos. Por supuesto que la autora es lo que podríamos llamar una autentica feminista, eso sí muy radical, y de pelo en pecho, pero pésima reseñadora, donde su ensayo y las circunstancias de ese momento que analiza se pierden en el aire de sus conceptos despabilados y en las cifras.

Estas son las señales y señitas que dicen los diarios, algunos críticos, mejor apostilleros desaprensivos, y las notas de los diarios escritas de afán, de relleno, como tantas cosas en este cyber universo de la manada sin criterio donde no se dice nada y se habla de todo.

Pero hablemos de la película, de Roma. Si tiene algo para valorarla es que Cleo, haya sido interpretada por lo que llaman, como gran descubrimiento, actores naturales, término sacado de la misma gaveta mental de quienes lo afirman, y, es debido, a ese mismo carácter de natural, que esa actuación pasa a través de la película de una manera desangelada, sin imprimirle carácter, sin un momento en que uno la vaya a tener presente, como una gran actuación, o en el menor de los casos, pasable, a pesar de  Cuarón, cámara en mano, que posee el poder de enfocar las luces hacia sus protagonistas, y, por supuesto, darle más reconocimiento, a esa pálida actuación apenada y sin gloria. Ya sabemos que el imperio del cine crea sus verdades, y sus postverdades. En ese universo de fantasía, hasta las verdaderas y las flacas actuaciones son mentira. A Cloe, que parece un maniquí, sin carácter ni dignidad no se le escucha una mala palabra, no le da rabia, no hace reclamos, su imagen se construye en una sola dirección: que ella sea impoluta, sacrosanta, que sea engañada  por un machito, amor ocasional, y hasta que salve los niños, heroína domesticada, donde, a lo mejor, Cuarón se lo agradece después de las advertencias de su madre, para que no se internen en el bravo y proceloso mar. De tal manera sacrificio, lealtad, es decir, sumisión y honradez dentro de la pobreza mental, con ese desparpajo y en ese silencio y beatitud, sirven para crear una Cloe de una pasividad total, con tanta masilla en su rostro pétreo que su actuación pasa deslucida, sin carácter, y no es para menos: su actuación no se nota. Su rostro es el mismo, inexpresivo, que uno ve en esos rostros de estatuas mixtecas, sin contundencia. Vacíos.

Por aquí sí encuentro una luz al final del cine. Es Gardeazábal, metódico y categórico, sin  pelos en la lengua ni en las manos:

“Lenta, lentísima. Aburridora y sin gracia, tratando de retratar el afecto por la mucama  desde los mismos repetidos espacios, se le pasa el tiempo sin que uno se interese. Se gasta minutos y minutos dejando chorrear el agua mientras la empleada del servicio, (epicentro de la película),lava y lava lo que después descubrimos que no es el patio interior de la casona de la colonia Roma en el DF mexicano sino el estrecho garaje donde el señor de la casa se gasta otro pocononón de minutos tratando de meter un carro anchísimo de comienzos de 1970.También se gasta largos minutos para mostrarnos al karateka totalmente desnudo mostrando su colgandeja y su presunta habilidad para manejar el bambú pero no haciendo el amor con la mucama y  cuando  saca la película  de la casona y la lleva a clínica o al mar, se vuelve tan sensiblera como una película de María Félix. Véanla. No exagero”

Además, Cuarón todo un cuate, es todo un moralista, no deja hacer el amor a Cloe para no irritar su recuerdo y su amor maternal a aquella que sacrificó su vida en la sombra y en el mar en pos de su cuidado, nunca de su educación sentimental. De ahí que respete esa presencia extra familiar como si fuera su madre misma, como en realidad parece que lo fue su madre sustituta, a quien le dedica este pesado y aburrido film, donde los actores campean sin ningún rigor, sueltos,  y sin cautivarnos, bajo una mirada de los años 70, banal, llena de simplezas. Eso sí Fermín el amante de las artes marciales, desnudo, realiza frente a ella, a Cloe, diversas fintas, y florituras, pases, a lo mejor mágicos con su vara de bambú; gritos de lucha, que recuerdan los gestos de algunas aves, pájaros de verdad, para cautivar a la pareja elegida en esos escarceos de verano y calentura, que más parece un juego de esa vanidad de pasarela que una aproximación a ese claro objeto del deseo, su presa, Cloe, que vestida en la cama lo mira perpleja, a lo mejor, pensando que esa vara de un bambú rígido la traspasara mientras el Fermín en su San Fermín chicanea y, es entonces, que llega un fundido y de esa manera simbólica, sin la estocada final, Cloe queda embarazada y lastimeramente sola, convirtiéndose en la secuencia más charra de una película sin charros donde ese momento erótico es narrado bajo una simbología, nunca de los 70, con su amor libre y descarnado sino a punta de florituras orientales, eso sí sin palomas que anuncien la llegada del primogénito.

Algo si tiene de valioso la película, la mucama o sirvienta, no la realiza una modelo despampanante y de plástico como se acostumbra en muchas telenovelas mexicanas, sino una chica de origen mixteca, como en realidad ocurre, inmersa en ese romanticismo de la pobreza como origen y sin caminos a un futuro, a lo mejor promisorio.

A Roma le falta algo desde el comienzo, el intermedio y hasta el final, ese algo que no se adquiere de la noche a la mañana sino con la pasión que se merece: poesía, es decir, ese toque, ya sea en la actuación o en la fotografía, o en los elementos ocultos, o en los diálogos, en la narración misma; algo que conmueva desde un comienzo o que muchas veces resurge de una manera despiadada a través del desarrollo de la película. El resto es puro márquetin adherido al cine como uno de esos caminos centrales de Hollywood- Netflix que arrasan con el tema que sea para conmover a os cautos desde el sillón de su casa, porque se han untado de un poco de tercermundismo.



1 comentario:

Corporación Babel dijo...

LOS APUNTES DE EDGARITO: Continúan los desperdicios en palabras de muchos críticos que quieren instalar en el inconsciente colectivo unos sucesos tan comunes y cotidianos que no impresionan a nadie, ya lo dijeron Víctor Bustamante y Gardeazabal en sus múltiples visiones tan contundentes como siempre.
falto ese pequeño detalle del avión paseándose desintersadamente por los cielos grises y pálidos como su historia, a merced de las miradas indiferentes, parece ser que en su atribulado viaje todos los caminos conducían a Roma. HOY, DESDE LA OFICINA CENTRAL DEL NEONADAISMO,MAÑANA DESDE CUALQUIER LUGAR DE LA CIUDAD.