LA DECADENCIA DEL AMOR Y OTRAS FICCIONES SENTIMENTALES
The decline of love and other sentimental fictions
A mí ADN Fernández Márquez,
que corre por mis venas entre el día y la noche: Mi madre Rosa, Emma,
Doris, Cande, Sockys, Soanny Andrea, Luna, Andy, Marlon, Alfredo, Ramiro,
Fernando, Eduardo, Rodrigo, Carlos y Lucho, enamorados del infinito saber de la
vida…
Fredy Fernández Márquez[1]
A lo largo de la historia, numerosos escritores han enriquecido el
pensamiento filosófico y literario desde diversos géneros y enfoques. Entre éstos
se encuentran teóricos, intelectuales, académicos, investigadores, filósofos,
novelistas, cuentistas, poetas, mitólogos y mitógrafos. Estos autores, al
narrar épicas y relatos significativos, han alcanzado un reconocimiento global
y han contribuido de manera elocuente a divulgar tanto el pasado como el
presente, incluso el futuro (Isaac Asimov). Son admirados, no sólo por el
contenido de sus obras, sino por la forma en que han transmitido sus
narrativas, ya fuese a través del drama, la comedia o la tragedia. Un ejemplo
destacado es Homero, autor de uno de los poemas más significativos para la
humanidad: La Ilíada (2021), que narra la guerra entre los aqueos
(griegos), miembros de la ciudad-estado de la antigua Grecia, y los troyanos,
habitantes de la ciudad de Troya, situada en Asia Menor.
Gracias al arqueólogo y
comerciante alemán Heinrich Schliemann, quien dedicó su fortuna y su vida a la
búsqueda de Troya, en 1870 se demostró la existencia de esta ciudad, tan
venerada por los griegos. En sus exploraciones de excavación, Schliemann
descubrió el anhelado Tesoro de Príamo en 1873, lo que ratificó la
existencia de la ciudad mencionada por Homero. Las investigaciones
arqueológicas realizadas por Schliemann, han quedado documentadas en obras
como: Ítaca, el Peloponeso, Troya: Investigaciones Arqueológicas (2012)
y El Hombre de Troya (2010). Entre los griegos sobresalían dos lenguas,
una el griego culto y la otra la lengua del común conocida como el Koiné
(Del gr. koivή-común). Homero, escribió su epopeya en griego culto. Ello no permitió
que todos los helenos leyeran esta obra. Además, las variedades del lenguaje griego
estaban presentes como: el jónico, Dórico, Eólico, el Arcado-chipriota, el
griego ático siendo el más acreditado, y el más popular la koiné. Es una
obra escrita de manera poética. Es decir, se debe leer de forma pausada,
frugal, con una línea lectora desde el hexámetro dactílico, con buen café
amargo y negro como el alma de Agamenón. Este épos (Del gr. ἔπος narración o canto épico) es la secuencia pausada
de la agitación entre los griegos para la figuración dominante de los dioses y
el poder de estos en la lírica homérica, parataxis adecuadas cantadas con cada
una de las letras del ciego de Atenas, estíquica continua del destino de los
griegos marcada en la poética de la Ilíada, se nota allí toda la óntica (Del
gr. ὄv, ὄvtoς, ón óntos ‘lo que es’)
heideggeriana.
Se considera que la mejor
traducción literaria al español de La Ilíada, La Odisea y los Himnos
Homéricos (1937) fue realizada por el intelectual colombiano Leopoldo López
Álvarez, nacido en San Juan de Pasto el 6 de mayo de 1891 y fallecido el 7 de
octubre de 1940. Su versión poética de las obras homéricas se caracteriza por
el uso de endecasílabos blancos de inspiración neoclásica, lo que le otorga un
alto valor estético y literario.
Además de su labor con
Homero, López Álvarez, tradujo otras obras
fundamentales de la literatura clásica, como La Eneida, Las Églogas
y Las Geórgicas de Virgilio (1936), así como Las siete tragedias
de Esquilo. Su estilo, erudición y rigurosidad filológica dejaron una
huella profunda en la intelectualidad hispanoamericana. Incluso en sus
ejercicios quijotescos se percibe una impronta única que define su legado
literario e intelectual para el mundo del habla en español. Su propiedad de erudito lo caracterizó por su
puntualidad como traductor afable, convirtiéndose en un dioscuro (o dioscuros)
para Hispanoamérica como sudaca que fue. Sus trabajos son estofas cercanas a
las obras de los autores que tradujo desde lo más fiel, siendo una
determinación natural, cualidad que se convierte en lo que es, ‘ser lo
que es’, como lo dijo Hegel (2017). Su mirada se vinculó a las
estructuras de cada párrafo que dimana gota a gota, conexión entre el texto
original a la producción final de la misma traducción. Los tropiezos que
encontró los convirtió en un objeto de naturaleza dialéctica como objeto de
estudio, advenimiento kinestésico palabra a palabra. Para un traductor como Leopoldo
López Álvarez, en sus ritmos de trabajo de trujamán (Del ár. Hispǧumán, y este del ár. Clá. tur. Turǧmān/intérprete, persona que explica lo dicho en otra
lengua) lo complejo no son los fenómenos de la lengua, más bien, lo complejiza
las cualidades de los héroes de la obra homérica porque son parámetros
cualitativos y cuantitativos de las líneas griegas. Valga decir, es la quimera
fenomenal que testimonia las tragedias como esencia de la vida misma vivida por
los personajes descritos por Homero en su filo-literatura-épica (Del lat. epĭcus,
y este del gr. ἐttkός epikós).
Lamentablemente, las obras
del traductor colombiano Leopoldo López Álvarez fueron relegadas al olvido en
las bibliotecas públicas. Ubicadas en estanterías descuidadas, terminaron
siendo saqueadas debido a la presencia de hongos. Arrojadas a la basura como si
fuesen simples desechos contaminantes, toda esa riqueza cultural desapareció
sin dejar rastro.
Hoy, solo quedan los
recuerdos en la memoria de algunos lectores cultos de Colombia, como el
profesor e intelectual Óscar Hincapié. Él, con compromiso admirable, ha
mantenido viva la obra de López Álvarez a través de sus discursos en salones o
aulas de secciones de curso, congresos y exposiciones. Sin embargo, esa
literatura invaluable se ha vuelto lejana, invisible para la mayoría. Se
perdió, como tantas otras cosas esenciales, en el silencio de la indiferencia. ¿Qué
quedó? Apenas una ilusión, una nostalgia que nace desde la nada. ¡Qué
pérdida para la humanidad! El extravío de estas obras hiere, como un
golpe injusto a la literatura. Y en el alma del profesor Hincapié —y
quizás en la de otros pocos— aún se oculta el eco de aquellas palabras
olvidadas. Mirar hacia atrás es casi imposible, porque nos dejaron sin nada de la
obra de Leopoldo López Álvarez, o respondiéndonos con la frese latina o romana:
‘Vincit qui patitur’, vence quien soporta.
Otra obra que hace referencia
a la existencia de Troya y de Homero fue escrita por Luis Luque Lucas
intitulada: El Ciego Que Nació En Siete Ciudades (2006), narrada por el
mismo Homero. Según sus propias palabras existieron siete (7) Troyas. Por cada
guerra destruían a Troya, encima de una levantaban la otra. Siento el conflicto
entre Príamo y Menelao la más sobresaliente, la que dejó un mayor rasgo de
importancia para la humanidad.
Sobre Troya, se han realizado
cinco (5) filmes o películas, la importancia de la obra denota la trascendencia
que ejerce sobre la Tragedia la filosofía como ordenamiento que obliga a verlas
para encontrar las diferentes miradas de cada uno de sus directores y actores
como lo es la trama y el desarrollo de la épica griega. En 1954 se presenta el
filme Ulises, en el 1956 Helena de Troya, 1961 la guerra de Troya, 2003 la
miniserie Helena de Troya, y Troya, 2004. La escritura de Homero es toda una
écfrasis (Del lat. ecphrasis, y del gr. ἔkφρασις ékphrasis) porque detalla las figuras
de los personajes en relación minuciosa con cada acto, a su vez con los
poderoso dioses, todo un epíteto (Del lat. epithĕton, del gr. ἐttíθεtov; epítheton; propiamente, que se agrega) porque estos determinan el accionar de los
humanos, todo un símil homérico biunívoca, es tan fuerte que provoca en los
lectores o cinéfilos (as) toda una sinestesia.
La narratología del poeta,
eleva los dicentes de quienes leen o ven lo escrito o filmado. Homero, al otro
lado del burladero entre risas, cristaliza en cada acto como se exhiben los
humanos mostrando y demostrando la crueldad que se posee por obtener el poder.
Por ejemplo, el caso colombiano. Homero creó su Poíesis a semejanza de
lo humano, porque el poeta esconde en cada uno de los personajes su prolegómeno,
pero contiene constantemente su ligamen a través de la trivialización. Porque
capítulo por capítulo se denota lo cataléctico.
La guerra entre los griegos
hacía parte de su cotidianidad. La paz y la armonía entre troyanos y espartanos
duró alrededor de 10 años, se logró a través del comercio y el intercambio
cultural. Príamo, el último rey de Troya, envía a sus dos hijos hacer la paz
con los espartanos, los acuerdos entre los dos reyes se generaron: Príamo por
los troyanos y Menelao por los espartanos.
Al regreso a Troya, en el
puente de mando —o de gobierno— se encuentra Héctor. Se le acerca Paris, su
hermano, y le comunica una noticia inesperada: Helena, la esposa del rey
espartano Menelao, está en el barco rumbo a Troya. El asombro del hermano mayor
es evidente. Pareciera preguntarse: ¿En qué momento se produjo este ligamen?
Héctor, comprende de inmediato lo que se avecina. Sabe que los espartanos no
dejarán pasar esta ofensa. El destino así lo ha dispuesto —la voluntad de Zeus,
quizás. Pero detrás de la voluntad del dios griego se mueven otras fuerzas. Hera
y Atenea asisten a los aqueos con celo. La participación de los
dioses es decisiva: cada uno tiene a su favorito. Hera, esposa de Zeus,
distrae a su marido mientras colabora secretamente con los griegos.
La obra de Homero fue
traducida, lamentablemente del griego vulgar o koiné, lo cual ha
generado cuatro (4) imprecisiones para quien escribe. La primera,
es que Helena no fue raptada por Paris: en realidad, ella decide irse por
voluntad propia. Ve en Paris al hombre más hermoso de toda la Hélade y lo
utiliza como pretexto para huir de Esparta, o es posible que Afrodita le
cegara. Su partida se debe al hartazgo por las arbitrariedades y maltratos del
rey espartano contra ella. Paris, se convierte así en el chivo expiatorio, el
catalizador de una guerra que, en el fondo, escondía intereses económicos
relacionados con la posición estratégica de Troya. Supuestamente, el conflicto
estalla por el orgullo: el esposo de Helena es burlado, su honor es mancillado,
y entre los espartanos la noticia se propaga como un incendio. El rey,
entonces, se ve obligado a limpiar su reputación, la venganza. La tan repetida
versión de una guerra iniciada por el honor, a causa de una mujer, es
completamente falsa. Paris, estaba entre los 18 a 19 años. Helena tenía ya los
50 años. En otras palabras, Helena tenía ganas de muchachito o de colágeno lo
cual aprovechó. Supuestamente es por el secuestro o rapto de Helena que se
presenta el pólemos (Del gr. Πόλεμος: guerra, combate o lucha).
La pugna adquiere así principios políticos y divinos. Desafuero a las normas de
la diplomacia y al pundonor, se convierte en el baquetear del destino. Dijo
Esquilo: “…y la Justicia se está afilando para otra acción dañosa en
otras piedras de afilar del destino” (2012).
Helena, pagaría caro sus
atributos femeninos notables como lo fue su magnificencia, la convirtió en toda
una tragedia utilizable para favorecer a otros o a una nación como lo fue
Esparta, más no en una adalid, mucho menos en una vidente, tampoco en una gran
sibila: “Helena será lo que muchas mujeres en la Odisea: una
intermediaria entre dos mundos” (Vidal-Naquet. 2001, p. 69). En la mitad
de dos poderes políticos y bélicos. Homero, es culpable de lo acontecido,
también cayó a los pies de Helena por sus atributos femeninos como si fuera el
sol que resplandece en toda Grecia. Mireaux, lo afirma: “Las mujeres
ocupan un lugar de elección en la obra de Homero. El viejo poeta es
manifiestamente sensible a la belleza y encanto de estas” (1962. p. 201).
La belleza, es la exculpación del joven troyano y de la reina espartana.
Incordio de una sensibilidad por el poder que también lo hace majo, la guerra
así, supera la envidia, el odio, la rabia, la tirria, hasta el rapapolvo, que
se convierten en lo más precioso de los duelos: amar y dar la vida por…
como lo intentó el joven Paris ante el lobo de Menelao.
El conflicto se consume en la
tríada de la belleza: Helena, Paris y Aquiles. ¿raro eso? ¿Por qué los tres
gozan de la misma naturaleza? ¿acaso fue un presagio del poeta invidente? Lo
bello, es mera apariencia, porque es relativa, lo que es para algunos bello,
para otros es la fealdad. Siguiendo a Eco: “La belleza del cosmos no
procede sólo de una unidad en la variedad, sino también de la variedad en la
unidad” (2015. P. 11). El destino reunió lo más bello en una sola
individualidad. Aunque la desgracia sólo culpa a uno solo llamado Patroclo,
¿acaso fue la fealdad? Eco lo define de una manera bastante sutil: “Hay
cosas que resultan agradables a la vista independientemente del deseo que
experimentemos ante ellas” (2004, p. 10). Siendo así, la belleza de
Helena arrastra el desconsuelo, el dolor, el suplicio, la pena y el tormento.
Todo ello reunido en un solo territorio con tiempo y espacio geográfico llamado
Troya, que, a su vez, se convierten en una aflicción entre Paris, Aquiles,
Héctor y Patroclo. El objetivo: una fémina, la discordia para que otros como
Menelao aprovechara la guerra para la búsqueda de las riquezas que poseían los troyanos,
nada balsámicos para quienes padecen de la muerte por la belleza, aún sin ser
culpable de las hostilidades creadas para un enfrentamiento, que finalmente es
la sentencia de dos amantes viriles, más no por una mujer. Helena, cuya
hermosura fuera inigualable, gracia divina, la más resplandeciente de todo el
mundo, sus cabellos dorados como dos yemas de huevos, su piel hecha musicalidad
rítmica al compás de su propio caminar. Belleza que provoca todas las miradas,
pero que, a su vez, la defunción está cerca de ella y de quienes la admiran.
La segunda anfibología
(Del b. lat. amphibologia. Del gr. ἀμφίβολος amphíbolos: ambiguo), la guerra no
estalla de forma inmediata; se desencadena una década después, cuando Menelao
susurra al oído de su hermano, el rey Agamenón, que Esparta se encuentra en
ruina económica. La única vía posible para su recuperación parece ser el
conflicto con Troya. Así, ambos acuerdan reunir el más grande de los ejércitos
griegos con el objetivo de atacar. El verdadero interés no es Helena, sino las
riquezas de la ciudad troyana. Helena, entonces, pasa a un segundo plano,
convirtiéndose en pretexto más que en causa. En palabras de Heráclito, se trata
de la confrontación entre ‘la fuerza de los contrarios’. En
Tróade (del griego Trōjás, Tierra de Troya), se manifiesta una vez más
la lucha por la universalidad del poder. Esta guerra se gestó en apariencia
como un acto de desagravio y honor, con Helena como símbolo de la exculpación;
sin embargo, en el fondo, ella fue tan solo el antifaz de lo bélico con rostro
femenino. Al desenmascararse, el conflicto revela su verdadera naturaleza: lo
masculino se impone como protagonista. Lo viril se enfrenta entonces con la
conciencia de que el “morir por” sólo lo entiende quien lo
padece. Así lo experimenta Aquiles. Esta batalla se transforma en culto
heroico, una epopeya del dolor y la pérdida, al comprender que el amor del
héroe ha dejado de existir, el egregio Héctor asesina —por error— a quien más
amaba. El alma de Aquiles se convierte en un cenotafio (Del lat. tardío cenotaphĭum,
y este del gr. kεvotάφiov kenotáphion; se puede traducir como sepulcro vacío).
La cruzada entre estos dos
colosales Estados, sólo invitaron los guerreros más aventajados, por los
troyanos los hijos de Príamo Deífobo, Heleno y Paris, Eneas hijo de Afrodita,
Sarpedón comandante de las fuerzas Licias y Polidamante valiente guerrero
troyano. Todos ellos bajo el mando de Héctor el más valiente de los troyanos
que enfrenta finalmente a Aquiles. Por los espartanos comandados por Aquiles, a
su lado Patroclo. Seguidos por los 5.000 mirmidones, adjuntos sus jefes de
fila: Menestio, Eudoro, Pisandro, Fénix y Alcimedonte. Agamenón cruzó
invitación a su más importante círculo íntimo de campeadores como Odiseo,
Diomedes, Néstor, Menelao, Eurípilo, Antíloco, de Pilos, Meríones, Podalirio
ejercía como médico, Fénix y los dos Áyax. Sin embargo, todos sabían que
Aquiles no le recibiría órdenes a Agamenón y Menelao. Ambos mandos fueron
considerados como: Aristos achaion (Del gr: Aristos -mejor. Achaion
-genitivo aqueos): excelentes aqueos.
La tercera inexactitud
es que, a Aquiles, no lo contratan, ni Agamenón o Menelao. Ahora bien, entre
Aquiles y los hermanos espartanos existían diferencias. El interés de Aquiles,
es por el honor, la gloria, la fama y la eternidad. Ello, le permitiría un
egoico trascendente donde el destino (fatum, hado, sino) le concediera
transigir (Del lat. transigĕre) y existir más allá de la mortalidad. Era
la oportunidad para él volverse célebre a través de la historia, como ocurrió.
Se acompañó del ejército de los mirmidones, fieros y valientes guerreros,
sobresalían: Menestio, Eudoro, Pisandro, Fénix y Alcimedonte, fieles a las órdenes
del nacido en Ftía, región que se ubica en Tesalia: Grecia. Aquiles, es el vástago
del rey Peleo, teniendo como madre a la ninfa Tetis, el centauro Quirón fue su
valedor, junto a Patroclo que compartió la formación o educación con el hijo de
la Ninfa desde que eran niños.
Los dioses participan en las
decisiones de los troyanos y espartanos. La Moira (μοῖρα: Destino) se hace presente. La riqueza de las
épicas griegas endulza la filosofía, la literatura y las palabras y es así como
las tres Moiras se hacen presente en la obra homérica como lo es la Ilíada.
Hermanas ellas, son las encargadas de urdir los hilos del destino de los
humanos, incluso hasta de los dioses. Cada una ejecuta una tarea en orden
lógico para que, las cosas, se dieran de tal manera que los actos, hechos y
acciones se cumplieran sin delatar a los dioses ante quienes participan en la
guerra.
La encargada de devanar era Cloto,
la que calibra llamada Láquesis y la que poda o cortaba los hilos de la
vida era Átropo. Es decir, hilar, medir y cortar era la función de las
tres. Algo así como tejer la vida de los inmortales y los mortales para
deslindar el destino de los humanos. Estas tejedoras de los destinos eran
estrictas, austeras, rigurosas en sus decisiones.
Las determinaciones de las hermanas de la hilatura,
se convierten en un hipostasiar, valga a decir, como algo abstracto que a su
vez es realidad, un ácrono, intemporal, pero a su tiempo, sin tiempo, pero en
su momento, fuera de lugar, pero en su puesto. ¿Tuvieron las hilanderas
qué ver en las muertes de esta tragedia homérica? Ellas eran las
encargadas de devanar el destino de las vidas en el universo griego. Quien caía
entre sus hilos y agujas estaba sentenciado a la muerte, afinidad negativa que
señalan el camino ya sea el inframundo o al Urano (Ouranos), al
irse al inframundo era algo ctónico (Del gr: χθόνιος- Khtónios/
relativo o perteneciente a la tierra, a sus profundidades). El fallecer
como parte del destino era una norma para la vida, más no un mero castigo, al
morir era por el honor. Morir como un héroe tiene una connotación ético-moral
porque es alcanzar la divinidad de la propia muerte. En la Ilíada, ‘el
destino parece ser la medida de todas las cosas’, es el eîdos (εἶδος) como forma o la esencia ante la mirada atónita de
los mortales, mientras tejen o bordan sus vidas las hermanas del destino, así
como lo hizo la fiel de Penélope a la espera de su Odiseo, Helena devana para
la guerra.
El último anacronismo
que encuentro, presenta a Aquiles y a Patroclo como primos hermanos.
Pero volvamos al principio, la relación (matrimonio) entre Helena y Menelao,
fue legal y opulenta, siendo ella Reina de Esparta. Una alianza para sostener
la grandeza de Lacedemonia (Lacedemon) con sus aliados, aquellos que
respaldaron el desposorio, también lo hicieron al respaldar la guerra contra
Troya. En esta venganza, convierten a Helena en un agente entre dos poderes,
interés de llevar tras sus espaldas la culpa femenina de una guerra que se debe
de auscultar girando la mirada y ver más allá de la mera obra. A ella, la
presentan como una femenil (Del lat. tardío feminīlis) endiosada en su estética,
bella, pera nefasta. Por el cual vale luchar hasta el morir. Homero lo narra
así:
[…] A fe que es justo que los troyanos y los
aqueos de hermosas grebas sufran desde tan largo tiempo tantas penalidades por
semejante mujer, pues su belleza se puede comparar a la de las diosas
inmortales. Pero a pesar de todo, conviene que se vuelva en sus naves y no nos
deje ni a nosotros ni a nuestros hijos, un mal recuerdo de ella (II. III, pp.
156-160).
¿Produce tanta pasión
la hermosa fémina como para desatar toda una guerra? No se puede negar
lo que señala Eco: “hay cosas que resultan agradables a la vista,
independientemente del deseo que experimentemos ante ellas” (2010, p.
10). Ella es el cielo, la luna y las
estrellas; cualquiera se vuelve demente al verla. ¿Por qué no amarla?
Su magnificencia es tan intensa que quema la piel como el fuego de Prometeo.
Toda una teicoscopia, como la de Helena desde lo alto de las murallas de Troya.
Helena es el kalón
(del griego kalón, ‘belleza integral’), el érōs
(del griego érōs, ‘amor pasional’). Su belleza es ofrecida
al mundo como un síntoma de disputa, de crueldad, de vileza, como si esa fuera
su esencia, como si le faltara una nobleza cristalina. Pero no le falta nada:
en ella todo está contenido, todo se desborda. Representa lo que es y lo que
provoca: deja a su paso dolor, deseo, pasiones desmedidas y amores rotos, todo
envuelto en una belleza que, por paradójica, revela lo más oscuro del alma
humana. Para Sócrates es todo lo contrario: el “amor como dios no puede
ser malo” (Platón. 2000, p. 334). Helena es la gesta de la hermosura
hecha lo más execrable (Del lat. exsecrabĭlis) a pesar de su belleza, en
eso la convierten en lo prohibido, pero alcanzable. A ella la separan de la
divinidad física a lo espiritual terrenal. Es como escuchar los cantos líricos
de Estesícoro de Hímera y Safo de Lesbos sin rítmica y falta de musicalidad. Para
qué tanta belleza afroditiana que sólo llegan al desprecio de sí misma: “Si
bello es lo que tantas desdichas me ha causado” (Eurípides. 2010. V. 27)
Dice ella resignada. No la dejaron sentirse la primavera, los besos de su vida,
en lo más divino de su larga cabellera de oro, mucho menos recorrer el universo
que narró Sagan, fuera de todo contexto sin límites y fronteras, se quedó en
sus propios accidentes, su hermosura asustaba, pero atraía, pagó caro el don
que le concedió Afrodita: la belleza.
Por su lado, Aquiles, desde
su niñez gozó de los grandes frutales de las riquezas, tanto terrenales como
divinos, de los cariños y amores incondicionados, protegido por su madre la
ninfa marina Tetis y el Rey mortal Peleo, monarca de los mirmidones. Por ello,
Aquiles fue un semidios. Fue educado por el maestro centauro Quirón, mitad
hombre y mitad caballo. Lo formó para las destrezas de la guerra, la medicina,
la musicalidad, la monta o la equitación. También tuvo como maestro a Fénix, le
complementó en las artes de la guerra, la oratoria, los modales, la diplomacia,
en las prácticas marciales, en los juicios ético-morales, las buenas relaciones
como la empatía, las costumbres, la cultura y la lira. La relación
maestro-discípulo (Fénix-Aquiles) fue cercana, considerada como padre e hijo.
Aquiles aún no era un
adolescente cuando emerge la presencia relacional con Patroclo. Peleo, lo acoge
como desterrado o exiliado. Fue acusado de asesinato. Ambos fueron educados por
los mismos maestros. Entre los dos se gestó toda una ilación muy cercana, íntima,
por cierto. Insoldable desde la lealtad. El hijo de Menecio (Patroclo), no
gozaba de una gran figura física, a pesar de su propia beldad, poca atracción para
los ojos ajenos. La aparición de Patroclo, ante la vista de Aquiles, es una vez
más producto de la moira o el destino. Así como fue su separación tan
fatal. Se conocen en el comedor, donde acudían jóvenes para la educación e
instrucción para lo bélico. Así lo describe el Menoetíades:
Su hermosura refulgía en el salón enorme como una
llama, vívida y deslumbrante, y atraía mi mirada en contra de mi voluntad. Su
boca era un arco carnoso y su nariz, una flecha de rectitud aristocrática. Sus
miembros no se torcían como los míos cuando tomaba asiento, sino que adoptaban
una gracia perfecta, como si los hubiera cincelado un escultor (Miller, 2022. P
33).
Con una fuerza
extraordinaria, veloz en sus maniobras, agresivo en sus determinaciones físicas
y en su carácter, pero también bondadoso. Sobresaliente en las batallas, imponente,
orgulloso de su procedencia y de su educación. De estatura alta, atlético en su
complexión, cuerpo moldeado como si fuera tallado por Miguel Ángel,
hermosamente cincelado golpe a golpe. De cabellos áureos semejantes a trazos
leonados, luengo y salvaje en su extensión. El campeador más hermoso de todo el
Hélade griega y alrededores. Para que nazca otro ser semejante a él, queda poco
tiempo. Su amigo, disfrutaba verlo correr como el viento al amanecer, en sus
ojos brillaba la desnudez de su intrínseca pasión, dejándole sin aliento en la
frescura de sus labios secos por lo que observaba. Desenfrenado al ver lo que
su alma le producía. Le excitaba toda una locura emocional que traspasa toda
ilusión corporal en el umbral más viril, convertida en toda una locura,
entregándose a su propia mirada profunda, todo él, todo ellos. Para él, era su
luna, las estrellas, el universo. No existía espacios para nadie más, sólo los
dos, su apóstrofe.
Patroclo era todo lo
contrario, él mismo se describe así:
Enseguida fui una decepción, pues salí pequeño y
flacucho. No era veloz, ni fuerte, ni tenía buena voz para cantar. Lo mejor que
podía decirse sobre mí era que jamás enfermaba. Los niños sufrían resfriados y
cólicos a esa edad, pero yo nunca. Eso fue lo único que hizo recelar a mi
padre. ¿No sería yo un niño no humano al que habían cambiado por su hijo?
(Miller, 2022. P 7).
En su infancia tan sólo era
un ser con pocos atributos, de bajo peso, de crecimiento regular, su piel de
poco brillo, algo pálido, y de cabellos blondos y rubiales, descuidado un poco
en su aspecto físico. Escaso para los juegos, falto de ánimo, de rápida fatiga,
con desgano constante, aburrido, de poco interés por las cosas a su alrededor.
Era la antítesis de la idea febril de Aquiles. Sin embargo, a medida que
avanzaba la educación física y la didáctica de Aquiles y una buena parte de
Patroclo, su físico cambió a su favor. De tamaño regular en comparación con
Aquiles. Sus cabellos adquirieron un color mucho más áureo, su físico
embarneció, cada parte de su cuerpo se marcó línea a línea, su piel tomó otra
tonalidad blanca adornada por los rayos del sol.
Fue una relación en edad de menor a mayor.
Patroclo era el mayor, es decir, el erestes (ἐpασtσ) que denota ‘amante’. Mientras que
Aquiles era el eromenos el menor (ἐρώμεvoc) que implica ‘el que se ama o es amado’, el deseado
sexualmente. Eso eran ellos: amantes (De amar y-nte; lat. amans,
-antis). En las películas y en las novelas se les presenta como primos o
como amigos, pero los dos vivían inmersos en su propia canícula. Esa moralidad
que busca ocultar la sexualidad como un producto del pecado empuja a las
sociedades al miedo y a las represiones, generando desbordes en los sectores
más tradicionales y conservadores, de manera casi poliorcética. Entre los
griegos, este tipo de relación se consideraban normales, a partir del medioevo
hasta el presente, se ha condenado como un irrespeto afectando supuestamente
las familias, apoyándose en la fe y en las religiones más tradicionales,
consideradas como un pecado que traspasa más allá de los propios infiernos. Se
condena a la máxima expresión y se perdona o se deja pasar la pedofilia que se
practica aún en las religiones actuales.
Patroclo era el mayor —erastes—,
es decir, quien ama; veía en su hombre su amor, su piel, sus sueños nocturnos,
el sudor que salpicaba sus labios cálidos y tiernos. Despierto o dormido, esa
era su realidad, su vínculo, su vida. Aquiles era el —eromenos—,
en cambio, veía en él su manantial, su verdad, el alma que iluminaba su
existencia. Era su cuidado, su embriaguez de cuerpos y sueños, su estrella que
se disolvía en las copas de vino, mezclada con el dulzor de su propio amor.
Eran su sorbo a sorbos. Cronos
fue cobarde, porque nunca pudo, entre los dos, asesinar sus tiempos. Él le
despertaba con un beso bajo las brisas verdes del mar, sin importar si era
primavera, otoño, verano o invierno: todo era divino. Recorría el universo en
su cuerpo, sin límites ni fronteras. Nunca fueron sueños prohibidos; jamás les
dolió el corazón por haber sido. Nunca se negaron amor: confidentes sin
condición, compartían cada escena, ambos sus propios actores naturales. Los dos
fueron sus manzanas mordidas. Una relación entre —erastes—
y —eromenos—, sus vidas en el juego del despertar cada
mañana.
El destino o moira,
aparece entre los dos. Aunque pudo ser que Tetis interviniera, nunca gustó de
Patroclo, menos en la relación que se gestó entre ellos, ella deseaba su
inmortalidad, sin la presencia de su amado adulto. Sin embargo, el Menoetíades
siempre quiso demostrarle al semidios, que también era capaz de ir al combate.
Mientras Aquiles disfrutaba de los dulces y sabores virginales de
doncellas, el —erastes— aprovecha y utiliza los atuendos (armaduras)
de su amado, para luego confrontar al gran guerrero troyano Héctor, su tiempo
estaba contado. Fue un corto combate, Héctor estaba convencido que era Aquiles
a quien enfrentaba. Patroclo muere ante la espada de Héctor. Esté al despojarlo
del yelmo o la gálea ve que no era Aquiles, sino su amado Patroclo. Allí se
inicia de manera definitiva la guerra de Troya.
La muerte de un hombre amado
por otro varón. Ya no podrán beber de sus inocencias salvajes, sus experiencias
primeras no serán embriagadas, nunca más habrá inocencias, porque ambos se
bebieron las suyas, el despertar de la carne se convirtió en una sola relación:
—erastes— —eromenos—. Fallece el amor de un
guerrero por un varón, la cual genera la guerra que ha traspasado todos los
tiempos. Se
quedó sin nada, sin sueños, acompañado de un dolor profundo e hiriente que sólo
lo siente quien lo padece. ¿Para dónde se fue su amor?, se lo llevó
todo, lejos de su alma. Como esconder su partida cuando sólo el alma oculta la
mayor pena por quien se ama. Sintieron lo que nadie imaginó, se besaron hasta
lo imposible, auscultaron sus suspiros más profundos, llegaron a lo infinito de
lo más desconocido, soñaron lo que nunca nadie fue capaz de soñar. Se hicieron
ellos en sus vidas, para luego ‘morir-por’.
Se dice, que sólo existen
tres formas de amar: el de Alcestis (morir-por), Orfeo (amor a
uno mismo) y el de Aquiles (amor apasionado). El primero, se refiere a
la princesa y luego reina Alcestis, ella se consagró al amor de manera
profunda idílica e incondicional a su esposo, el rey Admeto, se inmola
por el querer que siente por él. Su ofrecimiento se dio con el objetivo de
salvar a su amado de la muerte. En su lugar ella se entrega al Hades. Ella
fallece, el inframundo le espera. Es banqueteada por el hombre que ama. Porque Admeto,
rehúsa no morir en lugar de su progenitor. Valientemente Alcestis se
ofrece y toma su lugar. Por este acto tan noble, los dioses premian a la reina.
Permitiéndole volver a la Hélade (tierra), esta escena es conocida como:
‘muerte-por’. Las cosas cambian de episodio, valga decir, el
fallecimiento del amante es resarcido por la del amado. Un cambio en su vida
por otra, abdica a su felicidad, admite el dolor para que otro (el rey) sea
feliz.
Otra forma de amar es la de Orfeo.
Él planea ingresar al Hades para liberar a su esposa fallecida. Sin
embargo, su intento fracasa y regresa sin ella. Los dioses se burlan de su designio:
Le muestran el espectro de su amada, una mera imitación. Orfeo no fue temerario
como Alcestis, quien “muere por él”. Intentó engañar a los
dioses imitando la muerte misma. Las Bacantes se encargan de castigarlo: lo
condenan a la atopía (τόπος: “fuera de un lugar
determinado”, “sin sitio propio”), a un estado ni de vida,
ni de muerte. Este tipo de amor no es verdadero amor, sino el interés
disfrazado de afecto. Es la renuncia al “morir por”, es decir, la
negación del sacrificio genuino. Aquí no se entrega la vida por el otro como
acto de amor puro; más bien, se burla el sentido mismo del amor y de la muerte
de la otra persona que supuestamente se ama.
Por último, el amor de Aquiles.
Su pasión —páthos (πάθος: “sufrir”/ “padecer”)—
por Patroclo lo consume lentamente. Muere por dentro; sin él, la vida no
puede continuar. Es dejar de sentir amor, es extraviar la existencia. No se
encuentra el amor cuando este surge como un capricho de la moira o de Tetis:
despojar al héroe del ser amado se convierte en una trampa de la pasión, una
celada del destino. El amor de Aquiles no es el de Orfeo —una
treta para engañar a los dioses—, ni el de Alcestis, que encarna
el “morir por”. Morir por quien se ama sin medir las
consecuencias. El de Aquiles es más profundo: lo sigue hasta su propia
muerte. Al cruzar las puertas del Hades, algo esencial del semidiós se
extingue; pero también, un fragmento de su alma queda vagando, persiguiendo las
sombras de aquellas noches compartidas bajo las brisas nocturnas, testigo sólo
las estrellas.
Rupturas de los sueños que,
entre ambos, se forjaron, bella obsesión entre ellos. Es la venganza por la
muerte de quien se ama. Héctor asesina a Patroclo, y allí se quiebra el hilo
del destino. Todo gira cuando Aquiles se entera de la pérdida de su amado:
interviene, no por Helena, sino por el amor nacido en su adolescencia, por la
muerte de un hombre a manos de otro hombre. Le desgarraron el alma. Este es un
amor pasional, desenfrenado, que se afirma incluso en la violencia: se sigue,
se acompaña, cuando la justicia se hace con las propias manos. Luchó hasta el
final, enfrentó a la soledad más absoluta. Nunca más se darán besos al
despertar; la muerte se interpuso entre ambos. El amor de Aquiles es seguirlo
hasta la muerte mediante el acto del resarcimiento: dar la vida más allá de
toda medida, más allá de la imaginación. Es imposible detener el tiempo sin Patroclo,
¿Cómo pedirle al amado que no se marche cuando ya se ha ido? Una
pasión insólita, hecha de ausencia, de furia y de eternidad. Muere la noche a
la espera del amor entre ambos, es como si callaran las olas de la mar, se
cruza el puente uno sin el otro, volver a la terneza con sufrimiento por la
ausencia. Su alma se viste de la noche más cruel y fría que ha existido.
Se convirtieron en sus
sombras que persiguen fantasmas; se quedaron sin nada.
¿Dónde está el amor? ¿Hacia dónde se marchó? Amor sin
rencor, su aliento, su café al despertar, su silencio profundo, el desvelarse
de su puerta inconclusa. Para que se digan: ya no existimos. Murió la
ilusión; se alejaron los sentimientos.
Solo quedó su dolor. Se fue la inocencia. ¿Con quién desahogar el
sufrimiento que causa la espada de Héctor al atravesar la vida de quien se ama?
Aquiles quisiera estar en el lugar de Patroclo y Patroclo en el de él. Después
de tanto tiempo juntos como un tatuaje. Estar a su lado, se vuelve un sueño
imposible,
una estrella lejana, como la brisa del mar que llega y se va libremente. Pasión
que atormenta, pero las fuerzas lo abandonan. Late la sangre dentro del
corazón, fuego que se enciende al pensar, sólo, en lo que existió, en el umbral
de lo sublime, llamado amor viril.
Una guerra oculta tras la
belleza de una mujer reveló la furia y la fuerza del poder de quienes la
poseían. La belleza fue utilizada como ‘un medio’, y no como ‘un
fin’ en sí misma, o quizá como ‘un fin que prescinde del medio’.
La fuerza sustituyó a la belleza como el ‘velo de Ariadna’,
donde la razón, la lógica, la gloria, la fama y el amor, aparecían como
posibles salidas ante la vorágine. Se demuestra que lo más hermoso no sólo
provoca miradas, sino también la muerte: una muerte que extravía la
razón de ser entre los vivientes y deja, en su lugar, la tentación. Sin
embargo, incluso desde la propia obra del escritor invidente, las épocas han
pasado y se han transformado social y políticamente. Aun así, resulta imposible
escapar de esta atmósfera poblada de dioses, guerreros valientes, mujeres
hermosas, príncipes, reyes, reinas y semidioses, donde perder la vida por la
fama y la gloria sigue valiendo más que la vida misma.
Para los amantes que nunca
han sido, pero que lo son… aunque lo han pensado… ni lo serán…
pero están… como lo fueron Aquiles y Patroclo, sólo el
tiempo filosófico y literaria lo sabrá. Homero, no veía lo que escribía, pero si sabía lo que pasaría para la
historia.
Referencias Bibliográficas
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Investigaciones arqueológicas. Madrid. Ediciones Akal.
Vidal-Naquet, P. (2001). El mundo de Homero. Buenos
Aires: Fondo de Cultura Económica.
[1]
Filósofo. Historiador. Especialista en Cultura Política. Mg en filosofía Moral.
Ph. D. Doctor. Filosofía contemporánea. Docente
universitario-secundaria. Investigador. Escritor independiente. Critico de
Salsa y jazz. Orcid: 0000-0001-8230-8831. Minciencias:
CvLAC-GrupLAC frecho13@hotmail.com

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