jueves, 15 de agosto de 2024

Luis Tejada en la Academia Pereirana de Historia

 

Los tres amigos

Luis Tejada

 

Algunos días después de mi llegada a este rincón provinciano, me refirieron una pequeña historia conmovedora. 

Eran tres amigos en el pueblo. Jóvenes, pobres y melancólicos, vivían poseídos de una inconformidad rabiosa dentro de las cuatro calles solitarias del villorrio. Trabajaban poco, pero imaginaban mucho. Una inquietud lírica y romántica les mantenía el corazón en ascuas; odiaban todo lo circundante, por mezquino, por limitado, por incapaz. Deseaban salir fuera, viajar, ver, saber, luchar, vencer, realizar enormes sueños de arte y de ciencia que germinaban en sus mentes. Por las tardes se les veía pasar ceñudos hacia la salida del pueblo, y es fama que, sentados en piedras disformes, se entregaban durante largas horas a dilucidar sobre sus proyectos locos de liberación espiritual; tiraban cuentas y fraguaban planes inverosímiles; unas veces resolvían irse definitivamente a París, otras pensaban que sería mejor quizá llegar a Nueva York, dando la vuelta por el Japón misterioso.

Y como todo lo que se desea ardientemente se cumple, aunque sea en parte, nuestros jóvenes amigos salieron al fin, un día, de los solares paternos y se entregaron con sublime valor a nuestra señora La Aventura. Es claro que no alcanzaron hasta donde su imaginación incontinente ambicionaba, pero sí es cierto que una noche –quién sabe cómo– se vieron descargados, con las maletas demasiado desprovistas y los bolsillos literalmente ralos, en la gran ciudad racional, alta y alucinante, a donde convergen todos los anhelos de gloria de los buenos muchachos provincianos. ¡Vedlos allá, ya, a los insignes y misérrimos caballeros de una quimera, cómo ambulan por las calles radiantes, sobre el asfalto sin corazón que no se conduele de los pobres zapatos de los soñadores, entre las filas de palacios miríficos que no se abren al solo impulso de una excelente intención! ¿Qué decir de los días de bohemia dolorosa que se sucedieron después? ¡Ay!, en las ciudades monstruosas, el buen Dios no siempre da a los jóvenes poetas el pan de cada día y por eso hay que ayunar con insistencia desesperante; además, todas las mañanas amanecen un poco más raídas las solapas y engrasados los sombreros en una forma irremediable; sucede también con frecuencia que el casero, utilitarista hasta un grado feroz, lo coloca a uno de patitas en la calle para que duerma al raso, bajo las estrellas heladas y al alcance de todos los cierzos asesinos caen sobre las pálidas carnes, armados de neumonías y de tisis. ¡Ah, valerosos muchachos bohemios, sublimes vagamente, yo imagino lo que sufristeis, lo que soportasteis en forma de miseria y dolor a trueque de llevar siempre encendido vuestro ideal de gloria, como una llama tutelar!

Sin embargo, un día –porque todo ha de tener un término– uno de ellos dijo: ¿sueños para qué? ¡Hay necesidad de trabajar!, y entró, en una casa, como ayudante, o cosa así, del administrador; y el otro dijo: ¿libertad para qué? ¡Hay necesidad de trabajar!, y lo nombraron empleado público, y fue destinado a las regiones ardientes de la Costa; pero el último persistió hasta que se hizo aprendiz de periodista, que dizque era lo que él buscaba, como el otro deseaba hacerse médico y el otro literato.

Los tres amigos se perdieron de vista y pasaron los años. Al cabo de ellos regresó al pueblo natal el ayudante, que ya era administrador; venía hecho un oscuro burgués, pero estaba gordo y rico, o poco menos; trajo suntuosos regalos y se paseaba por esas calles con el aire satisfecho de un capitalista, de un hombre para quien el porvenir está dejando de ser tremenda incógnita; luego regresó el empleado; había prosperado en su carrera, combinándola con negocios de índole comercial, de suerte que ya poseía una pequeña fortuna, a juzgar por los trajes flamantes y por las vistosas joyas de sus manos. Al cabo, ¿cómo no había de suceder?, regresó también el periodista. Es verdad que los clarines de la fama, en forma de telegramas, dirigidos al semanario local, lo habían precedido un poco; pero no es menos verdad que llegó pobre como un santo y flaco como una escoba; se asegura que trajo mucho menos camisas y pantalones de los que llevó, y que, en cuanto al dinero sonante, venía limpio de él desde más allá de la mitad del camino; en las exhaustas alforjas, sólo papeles en blanco o en negro, pero papeles todos; por único capital, enseñó algunos recortes de periódicos que decían más o menos así: “Hoy ha salido a pasar unos días con su familia, el distinguido escritor y compañero nuestro don Fulano, quien, como se sabe, ha logrado alcanzar renombre nacional, etcétera”.

¡Menguada fortuna! ¿No es verdad?, concluyó el que me contaba esta pequeña historia.

El Espectador, Bogotá, 1° de abril de 1921.

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