Los tres amigos
Luis Tejada
Algunos días después de mi llegada a este rincón provinciano, me refirieron una pequeña historia conmovedora.
Eran tres amigos en el pueblo. Jóvenes, pobres y melancólicos, vivían poseídos de una inconformidad rabiosa dentro de las cuatro calles solitarias del villorrio. Trabajaban poco, pero imaginaban mucho. Una inquietud lírica y romántica les mantenía el corazón en ascuas; odiaban todo lo circundante, por mezquino, por limitado, por incapaz. Deseaban salir fuera, viajar, ver, saber, luchar, vencer, realizar enormes sueños de arte y de ciencia que germinaban en sus mentes. Por las tardes se les veía pasar ceñudos hacia la salida del pueblo, y es fama que, sentados en piedras disformes, se entregaban durante largas horas a dilucidar sobre sus proyectos locos de liberación espiritual; tiraban cuentas y fraguaban planes inverosímiles; unas veces resolvían irse definitivamente a París, otras pensaban que sería mejor quizá llegar a Nueva York, dando la vuelta por el Japón misterioso.
Y
como todo lo que se desea ardientemente se cumple, aunque sea en parte,
nuestros jóvenes amigos salieron al fin, un día, de los solares paternos y se
entregaron con sublime valor a nuestra señora La Aventura. Es claro que no
alcanzaron hasta donde su imaginación incontinente ambicionaba, pero sí es
cierto que una noche –quién sabe cómo– se vieron descargados, con las maletas
demasiado desprovistas y los bolsillos literalmente ralos, en la gran ciudad
racional, alta y alucinante, a donde convergen todos los anhelos de gloria de
los buenos muchachos provincianos. ¡Vedlos allá, ya, a los insignes y
misérrimos caballeros de una quimera, cómo ambulan por las calles radiantes,
sobre el asfalto sin corazón que no se conduele de los pobres zapatos de los soñadores,
entre las filas de palacios miríficos que no se abren al solo impulso de una
excelente intención! ¿Qué decir de los días de bohemia dolorosa que se
sucedieron después? ¡Ay!, en las ciudades monstruosas, el buen Dios no siempre
da a los jóvenes poetas el pan de cada día y por eso hay que ayunar con
insistencia desesperante; además, todas las mañanas amanecen un poco más raídas
las solapas y engrasados los sombreros en una forma irremediable; sucede
también con frecuencia que el casero, utilitarista hasta un grado feroz, lo
coloca a uno de patitas en la calle para que duerma al raso, bajo las estrellas
heladas y al alcance de todos los cierzos asesinos caen sobre las pálidas
carnes, armados de neumonías y de tisis. ¡Ah, valerosos muchachos bohemios,
sublimes vagamente, yo imagino lo que sufristeis, lo que soportasteis en forma
de miseria y dolor a trueque de llevar siempre encendido vuestro ideal de
gloria, como una llama tutelar!
Sin
embargo, un día –porque todo ha de tener un término– uno de ellos dijo: ¿sueños
para qué? ¡Hay necesidad de trabajar!, y entró, en una casa, como ayudante, o
cosa así, del administrador; y el otro dijo: ¿libertad para qué? ¡Hay necesidad
de trabajar!, y lo nombraron empleado público, y fue destinado a las regiones
ardientes de la Costa; pero el último persistió hasta que se hizo aprendiz de
periodista, que dizque era lo que él buscaba, como el otro deseaba hacerse
médico y el otro literato.
Los
tres amigos se perdieron de vista y pasaron los años. Al cabo de ellos regresó
al pueblo natal el ayudante, que ya era administrador; venía hecho un oscuro
burgués, pero estaba gordo y rico, o poco menos; trajo suntuosos regalos y se
paseaba por esas calles con el aire satisfecho de un capitalista, de un hombre
para quien el porvenir está dejando de ser tremenda incógnita; luego regresó el
empleado; había prosperado en su carrera, combinándola con negocios de índole comercial,
de suerte que ya poseía una pequeña fortuna, a juzgar por los trajes flamantes
y por las vistosas joyas de sus manos. Al cabo, ¿cómo no había de suceder?,
regresó también el periodista. Es verdad que los clarines de la fama, en forma
de telegramas, dirigidos al semanario local, lo habían precedido un poco; pero
no es menos verdad que llegó pobre como un santo y flaco como una escoba; se
asegura que trajo mucho menos camisas y pantalones de los que llevó, y que, en
cuanto al dinero sonante, venía limpio de él desde más allá de la mitad del camino;
en las exhaustas alforjas, sólo papeles en blanco o en negro, pero papeles
todos; por único capital, enseñó algunos recortes de periódicos que decían más
o menos así: “Hoy ha salido a pasar unos días con su familia, el distinguido
escritor y compañero nuestro don Fulano, quien, como se sabe, ha logrado
alcanzar renombre nacional, etcétera”.
¡Menguada
fortuna! ¿No es verdad?, concluyó el que me contaba esta pequeña historia.
El Espectador, Bogotá,
1° de abril de 1921.
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