Los Malditos, Fiesta del Libro, con Néstor López, y Gustavo Zuluaga |
Testimonio de lectura
¿MALDITOS?*
Por: Juan Mares*
Leyendo y leyendo y fisgoneando libros me encontré con uno muy curioso y
lleno de mitos e historias urbanas, vistas desde un anecdotario poco usual y
lleno de verdades que desmitifican y van narrando cómo va pasando la vida. La
vida en una ciudad como “La bella villa”. Leyendo, leyendo y nos llega la
leyenda.
Los Malditos, una crónica novelada que se fajó Víctor Bustamante para
contar sobre los personajes en algún lugar de las noches mil de la bohemia medellinense,
durante los tiempos antes de la pandemia y en pleno auge de la mafia brava, a
la que se enfrentó con la magia del conjuro de las palabras, vino barato e
incienso maldito.
Y aunque la más mencionada no deja de ser ese lugar de la arteria ya pasada
por la yugular de la economía de los despojos por medio de los ensanches de la
economía bendita, se evocan en este caso la Boa, y todo ese triángulo de
triángulos de la plazoleta del periodismo de quienes van allí periódicamente a
tirarse la vida en humo como alcanfores del tiempo, que se disipa en voces y
murmullos con voz pastosa moliendo paja para los solípedos del pajonal.
Los Malditos es un homenaje a un personaje de leyenda que ha vivido
entre una economía del rebusque, la bohemia, las letras, los libros, las
amistades encontradas y otras perdidas, y a la sombra de un poeta como José
Manuel Arango. Pues este hombre ha fungido como el escudero que hace memoria de
ese gran poeta en muchos lugares de la noche.
Víctor, otro nictálope que emerge de las entrañas de la ciudad de la eterna
prima a la vera y veraz experiencia con una amistad como la del que se
bamboleaba en la playa mientras lo vacunaban para un pucho de cualquier
aparecido desde la sombra de los días sin nombre.
Grande homenaje a un hombre de sueños tras el penique que le permitiera
sobrevivir mientras los otros soñaban con el olimpo donde se posa el dios
Cervantes a la diestra de don Quijote Y Sancho. Tres personajes diferentes para
un solo hombre verdadero.
Ese lugar de la noche por donde pasaron mares de libros y conversas, y
salivas y hasta mocos de ilustres damas y damos.
Víctor construye el anecdotario de la ciudad letrada, la ilustrada y la
alebrestada, la empecinada en dejar constancia de prejuicios, derrotas y los
pequeños triunfos ante el dios Baco. Allí donde liban los colibríes nocturnos y
cacarean las salamanquejas tras el camuflaje de la noche. Cada copa bacana es
un brindis entre tinto y tinto de un café lleno de esperas y pérdidas de amores
embrujados, en espera de los malditos que se van yendo como si nada para seguir
nadando en el silencio.
Los Malditos es un libro de historia donde uno de sus mejores adobos es la
ironía, la verdad picante de ají pajarito, del apunte jocoso para reír pensando,
la congraciada para con el amigo en sus derrotas y el aplauso que le da
presencia a un hombre de la noche como estrella lejana que se va apagando: el
Hamaco, el Barbas, el zaihiriente de las noches desnudas y sin pelos en la
lengua, el Gustador de varias noches desveladas y develadas ya al ventisquero
de los poemas sueltos a la bartola de los vientos que pasan por la UDEA, allí
desde su emisora lanzando mandobles y sobando libros.
Páginas de humor con sabor a miriñaque, alcohol y pachulí, a sombras de la
noche, a luces de neón.
Cuando uno lee un libro y luego desea dar constancia de él, uno lo deja
luego, como cuando el gato juega con el ratón después de haberle dado dos o
tres arañadas (anotaciones al margen), y una que otra mordisqueada (seguimiento
al eje conductor) para entumecerle la piel y no dé saltos grandes como para
escabullírsele al descuido del gato bobo.
Ese seguimiento que se le hace de manera normal a una novela para coger
por el pescuezo al ratón y darle materileró. He visto gatos que luego solo se
le comen la cabeza y dejan el resto para otros depredadores del colegio crítico
de las carnes del ratón. Otros se le comen solo el cuerpo y dejan las vísceras,
las patas y la cabeza al albedrío de las circunstancias y pueden terminar en un
basurero donde los carroñeros dan cuenta de todo vestigio orgánico del
mencionado roedor. Sin duda, en cambio, que hay gatos que se comen todo y estos
son los verdaderos enemigos de la familia rodentia, señores ratones de
biblioteca.
En Malditos se encuentra uno con ramalazos de historia literaria, histeria
libertaria y escuelas del que busca de lo mismo y lo distinto. Lo mismo,
autores que han marcado historia, libros geniales que han deslumbrado y siguen
haciéndolo, pero soy en realidad ratón de orejas y no gato maullador. Por lo
demás me vendría bien que se comiera mis orejas una gata de biblioteca.
Me llama la atención la cantidad de epítetos que se cruzan en la obra como
ese eco del que nos habla Harold Bloom sobre los libros homéricos señalado como
el reino de los epítetos. Así como en la obra de García Márquez ondea la
hipérbole, en Borges las paradojas, en Miguel Ángel Asturias las onomatopeyas,
en Octavio Paz las aliteraciones, que los evangelios son la fuente de las
parábolas o de cuentos comparativos a la manera de símil, que la obra del Mago
de todas partes es el reino de las dispersiones, que en el Siglo de Oro se
pavonearon las metáforas con todo su poder meta, supra y plurilingüístico, y,
en fin, que se pueden pesquisar autores para figuras literarias. Cada quien
tiene su tic y apela a lo que más se le pega.
Entre todas estas dispersiones en torno a una lectura de Los Malditos no
pude evitar pensar de lleno en los epítetos como una tradición universal en
mayor o menor grado aplicados en el argot popular y donde la fauna literaria no
puede ir al margen de ello. Recordemos que los arrieros, lo aserradores y luego
los conductores de vehículos hicieron acopio de ellos, por tanto, no se nos
haga raro aquello del título de una obra biográfica de Manuel Mejía Vallejo
sobre “El hombre que parecía un caballo”
Los epítetos los hay de una variada gama y son adjetivos calificativos como figuras retoricas: los hay apreciativos, peyorativos, tipificadores, enfáticos, metafóricos, apositivos, epítetos frase, epítetos visionarios y de ello se infieren los apodos, los sobrenombres, los alias, los seudónimos, los motes, los apelativos, los hipocorísticos y de ahí que aparezcan el careperra, el carepalo, el carepiedra, el careguante, la flaca, como los nombre en la obra de Helí Ramirez, Garganta de lata en Condorito de Pepo, Pichula en Vargas Llosa, en el Mío Cid Campeador abundan y se vienen en los malditos; “el Marqués de Safo y el Caballero del Santo Sepulcro de la Poesía”, el Cosmo Gato, El Poeta Inédito, el Peruano, La hija de Cleopatra, un Shakespeare, el señor del cianuro y no recuerdo cuantos miruses aparecen en la obra donde abundan los epítetos de todo calibre para que sean clasificados por estudiantes universitarios, como tareas de fondo para tener motivos en la pesquisa de leer un libro y desentrañarle misterios más allá de la superficie de los contenidos, bases para narrar la historia ya del personaje, ya del tema. O de los personajes y de los temas.
Cabe decir que disfruté el libro por su historia de un mundo que ocurre por debajo de la estera, el petate o la alfombra de la ciudad; o bien oculto en el mezanine o el zarzo en la época de horizontes del maestro Francisco Antonio Cano.
El texto es todo testimonio de una época llena de ecos y sonajas donde brilla la ironía, la “puya”, el goce de la copa bacana en Copacabana y sus morros entre gatos y gente salida de otros misterios para embrujar ambientes, mientras, en el resto de la ciudad sonaba el epíteto de Metrallo repercutiendo en ese otro espacio del Picacho a la manera de la torre de Castilla como símbolo evocador de las tierras del origen del castellano y Don Quijote.
Se van desgranando los chascarrillos en torno al personaje que transversaliza la obra en su homenaje de cuando estuvo saludando a la pelona y que luego regresó al cielo de su rutina para más tarde emigrar a otros solares donde el destino marque su sino ineludible.
Una página donde la ironía y el humor van de las greñas es: Ah, de esas amigas de los malditos. Pero también llegaban notas fragmentarias de Ciorán. Y nos íbamos para la finca del Cabuyal, a comer sancocho, a tomar vino, a fumar bareta y a hablar de Ciorán. Era una finquita sencilla con cuartos enormes y un frío enorme. Hasta que llegó nada menos que la plena noche, y, en la plena noche, nos la pasamos hablando mal de los malos seguidores e imitadores de Ciorán. Ellos seguro que hacen lo mismo y hable que hable hasta que la novia de Néstor se fue a la cocina y de una salió gritando: ¡me espantaron! ¡Me espantaron! ¡ah, vida pa’hijueputa!, pero cómo a una seguidora de Ciorán la hacen correr como a una vulgar gallina, dije. Nos asustamos. Los espantos se ponían de ruana la casa. Gustavo dijo, se me olvidó cerrar la cocina. Una de dos, o él sabía lo de los espantos o nos jugaba una broma y lo habían cogido por sorpresa.
Así hay varios párrafos donde la ironía se pavonea y haciendo una parodia
de “He tenido una tarde perfecta, pero no era esta.” De Groucho Marx. Podría
perfectamente decir: “he leído un libro perfecto, pero no era este.” Este libro
es en verdad un libro de afectos que es mejor que un libro perfecto. Este
asunto de Los malditos de Víctor Bustamante es en realidad un canto a la
amistad, al Hamaco y a la bohemia de ese lugar de la noche.
*Bustamante Víctor. Los Malditos. Editora Nuevo Mundo. 2017. 181 págs.
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