Estos
textos sobre la tarea de escribir y sobre el oficio del escritor entresacados
de sus Diarios nos indican la manera en que Thoreau entendió que la escritura que funda una
realidad para legitimarla
históricamente, exige de salida la paciente tarea de adentrarse en ésta, para,
de este modo, ir descubriéndose
hacia el ritmo interior de sus
coordenadas espirituales, hacia el palimpsesto que está disimulado bajo las
apariencias de una realidad avasallada por las palabras del invasor, por
taxonomías ajenas y por lo tanto incapaces de conceder y reconocer la multiplicidad de un mundo nuevo, de una nueva
sociedad que, por lo tanto, frente a
unas formas culturales impuestas,
reacciona, reconociéndose en las
taxonomías y gramáticas, veladas, pero presentes como metáforas en las texturas
de los robles, en las distancias sin medidas de lejanos parajes, en el país de la niebla ,en los desconocidos
colores de una patria por hacer, en una cotidianidad construida bajo nuevas
costumbres.
Escribir
es escribirse al mismo tiempo pues la escritura que se busca debe ser auroral y
a la vez debe convertirse en el hábitat ético para el ciudadano que va a
justificar la nueva democracia. No como una consigna política sino como tarea
espiritual definida a partir de esta tarea de dar nombre a lo que carece de
nombre, a lo que ha sido nombrado impropiamente. El bosque no es en este caso
el símil de un concepto de naturaleza sino la vida como historia personal y en
relación permanente con las voces y murmullos de estos horizontes salvajes, de
estos bosques y lagos sin dueños: no la abstracta Historia hegeliana, no la
botánica de Linneo sino este fluir del ser, del existir en los elementos
primeros de todo significado. Tarea del escritor definiéndose frente al
lenguaje impuesto. Lo salvaje es así este estado de permanente verdesencia, de
convertir, estoicamente, la dificultad en una pregunta que no cesa, de hincarse
sobre la tierra que fue del crudo invierno y vuelve milagrosamente a permitir
el brote de los tallos, de las nuevas palabras:” El poeta debe pisar de vez en
cuando la pista del leñador y el sendero del indio para beber y fortalecerse en
una nueva fuente de las Musas, lejos en el último recoveco de las tierras
salvajes”. Aquello que no se ha dicho es el territorio de la escritura. ¿Descubrir
las imágenes, las metáforas en los lugares de origen no fue acaso la tarea que
hizo posible la revolución de la lírica inglesa de Woodsworth, de Dryden, de
Pope, Burns?
Caricaturizado por desolados hippies, Thoreau replantea la escritura de quien ha convertido la tradición occidental en una opción necesaria pero no hegemónica ante este borbollón de vida que aparece ante sus ojos. Por eso estas consideraciones sobre la escritura son profundamente rigurosas en la medida en que fijan una metodología de conocimiento no con el entusiasmo vacío del patriota sino con la propiedad y la robusta erudición de quien conoce tanto a Voltaire como el estoicismo de los pielrojas”.
Es claro que para Thoreau el describir se debe dar mucho antes que el narrar porque el estilo es el hombre en la medida en que el lenguaje que trata y debe convertirse en escritura necesita pasar primero por el tamiz de la experiencia de la vida que en este caso es nada menos que una realidad que carece de su verdadera gramática ya que es una realidad virgen, o sea, una realidad sin escritura. El concepto de frontera acuñado para describir el proceso de la cultura norteamericana se hace cierto pues Thoreau sabe que debe de salida hacerse a una tradición, creándola, tal como Emerson la crea. Antes de morir dijo “pielroja” y “alce” corroborando la conciencia de estar habitando en una nueva tradición, de morir en una nueva escritura.
Conceptos como naturaleza, como botánica definidas en el cuadro del conocimiento de la cultura europea tal como las describe Foucault, son relativas e insuficientes en el caso de la naturaleza que Thoreau enfrenta y por eso éste nos recuerda que frente a ese obstáculo epistemológico su escritura necesita de “volver a nombrar la flor olvidándose de la botánica”. Nombrar para Thoreau es reconocerse en la historia de ese árbol, del añoso roble del cual brotan ininterrumpidamente asociaciones de imágenes que vienen a ejemplificar la presencia de un pensamiento no escindido entre la vida como premisa y la cultura, de ahí que nombre no para clasificar sino para salvaguardar la inocencia auroral de aquello que lo rodea. El film de Terence Malick “Un mundo nuevo” plantea lo que supone este shock entre las dos miradas, la del indígena y la del invasor, pues de este modo alcanzamos a entender el alcance de aquello que viola el colonizador al no reconocer en el aborigen lo que Todorov llama con justicia el problema del reconocimiento de la identidad del Otro.
La tentación de caer en denominadores gratuitos como panteísmo obedecería a una detestable manía clasificatoria donde quedaría por fuera lo importante para Thoreau: confundirse con aquello que lo rodea, no el vacío sordo del apartado de sí mismo sino el augusto silencio de los bosques huéspedes primeros de la tierra.” En el orden del conocimiento, dice, todos somos hijos de la neblina”. Para el sujeto burgués occidental el extrañamiento de sí mismo comienza por la evidencia de haber sido expulsado, para siempre de la tierra y del mundo. La larga elipse que deben dar Jacob Bhoeme y Angelus Silesius para recuperar la unidad de la vida y del mundo y encontrar de nuevo la imagen de Dios en la planta más humilde es un camino tortuoso que, naturalmente, Thoreau desconoce. ”La explicación más poética de los objetos es, por lo general, la de quienes los observan por primera vez, o la de sus descubridores…”-Ibidem pp 75-
Alberti
en el comienzo del Renacimiento lloraba mirando los dulces y evocativos
crepúsculos ya que estaba descubriendo el nacimiento de su yo a través de algo
desconocido o por lo menos no aceptado aun como una vía legítima de
conocimiento: las emociones. Porque cuando una razón instrumentalizada seca la
emoción, rechaza el derecho de la estética a las lágrimas, para colocar en su
lugar una inteligencia neutra, las poesía se aleja de inmediato de las palabras, de ese horizonte por denominar bajo
la estética de una nueva razón que incorpore, como reconoce Adorno, la fuerza
sublime de la emoción que sacude nuestro ánimo al invitarnos, tal como lo hace
Thoreau a estar en este mundo y ser solidario con él. La mirada desde el
Renacimiento se constituyó en la única vía legítima de conocimiento, de ahí el
distanciamiento moral del creador artístico respecto al mundo, respecto al
orden de las cosas. Pensar en una nueva unidad del alma y el mundo consistiría
entonces en la recuperación de los cinco sentidos. Es la importancia decisiva
que Thoreau concede al olfato en la escritura.
O sea que Thoureau es muy explícito en el momento de aclarar lo que entiende por salvaje en lo que a la literatura se refiere: “Mediocridad no es más que otro nombre para la docilidad. Lo libre e incivilizado, el pensamiento salvaje de “Hamlet” y “La Ilíada…” (pp.99) con lo cual trata de dejar atrás aquello que la opacidad de la Historia y las falsas taxonomías culturales europeas imponen: la palabra en carne viva, el sentimiento trágico pero bajo estas circunstancias a-históricas, las invisibles aporías que corren por la sangre de cada ser sin distinción alguna y lo conducen a buscar una salida propia en medio de un escenario sin nombre. Proceso del abandono consciente de una codificación jurídica, de una identidad con nombre y apellido, para, asumirse como salvaje tal como lo ilustra el J. Johnson de Sydney Pollack.
Asumirse bajo esta condición hace posible que la condición existencial de lo salvaje, el campo no roturado, el barbecho, el risco soberano, la maleza –recordemos el texto de Heidegger al respecto- se conviertan en puntos de partida de un nuevo lenguaje, en inéditas propuestas de escritura, para acceder a lo que es aún lo indecible, lo que espera tener el nombre exacto, lo que constituye la vasta geografía de lo innombrado, resquicio de la palabra para recuperar no el sentido sino las propiedades existenciales del silencio que crece impávido sobre los esteros anochecidos, arropando así las errantes luces de los muertos. Corman Mc Carthy se asoma a este ser bajo las premisas que impone como tiempo y espacio esta innúmera naturaleza, enmarcando el relato en la sin-razón de la violencia, mostrando el contraste entre la fragilidad y lo cruel de lo humano frente el orden mineral y vegetal, orden que exige otra mirada para entender sus normas y leyes propias a través de los cuales se rige. Orden frente cual brota nuestra nostalgia de lo sagrado, nuestra dolorosa constatación de permanecer aún a las puertas del paraíso. La naturaleza como abismo tal como la concibieron los románticos o esta naturaleza y sus costumbres como el encuentro con lo primordial, con el único significado.
“Acaricio también formas vagas y misteriosas, más vagas cuando la nube que contemplo se disipa y no se ven sino las profundidades del cielo” (pp.39). Siempre, Thoreau está insinuando la necesidad del mito, por lo tanto acude prontamente a aclarar el alcance del mito griego en la medida en que entiende que, más allá de lo que mira hay presencias intangibles que se hace necesario tener en cuenta en la escritura, algo irracional que escapa a la bondad del puritano que busca un consenso con la naturaleza como necesaria armonía y no como la desgarradura que identifica al sentimiento trágico occidental como escisión fatal del yo y el mundo.
Escribe algo al respecto asombrosamente premonitorio: “el poeta escribe la historia de su cuerpo” (pp.58). Esta bondad de habitante admitido por los bosques lo llevará a impugnar las leyes impuestas por un Estado abstracto, intolerante, buscando equilibrar el orden de las cosas en la práctica cotidiana con el hálito conmovedor de los argumentos de la naturaleza: “Como todas las cosas son significativas, todas las palabras han de ser significativas” (pp.59).
Vemos aquí que su actitud es inversamente opuesta a la de un Artaud, a la de un Sartre ya que su proceso creativo y existencial no conduce hacia un non-sense sino a buscar y encontrar un sentido de la escritura que sólo puede encontrarse en un vocabulario virgen y esta tarea se cumple no cayendo en la enfermedad, en la paranoia sino gozando de una excelente salud mental, la salud de un trampero, el estoicismo de un indio, de un gambusino. Con la intuición y la clarividencia del poeta instalado en la aurora nos ha dicho: “Parece como si las cosas se dijeran rara vez y por azar. En la medida en que veamos, diremos. Cuando los hechos se ven superficialmente se ven en relación con el azar de cierta institución” (pp.58). Inmediatamente se refiere a la necesidad de expresar este enunciado desde una mayor profundidad, “de manera que el oyente o el lector no los reconocieran ni captaran su significado desde la plataforma de la vida corriente, sino que tengan necesariamente que ser traducidos, o transportados, para poder entenderlos”.
Aclara igualmente el poder de los hechos de los humanos y los bosques como marco de sus imágenes, como “material de la mitología que escribo”. Mitologías que son “hechos perceptibles, pensamientos que el cuerpo ha pensado” (pp.59). A ratos tiene uno la impresión de que Thoureau da vueltas alrededor de una idea fija de la cual no logra desprenderse para entregarse a otro lugar del paisaje, a las incitaciones de otros horizontes, pero la fuerza intuitiva de su estoicismo –genuina disciplina del alma- lo retienen en un espacio casi puritano que, peligrosamente, lo conducen a asumir un tono de predicador.
Pero
finalmente la obsesión en la tarea de construir mentalmente una nueva escritura
le permite escapar de estas tentaciones y regresar como le reclama su
vitalidad, a la condición del verdadero poeta en los vientos que se convierten
en ventiscas, en la garza que levanta el vuelo cerrando el crepúsculo, en los
dibujos que sobre el cielo traza el halcón.
Leer “Pensamientos del paseante solitario” de Rousseau es situarse en
una visión antagónica a la de Thoureau ya que el concepto de naturaleza
constituye en este último un espacio vital legitimado por un argumento que
quiere dejar a un lado la Razón
occidental y no por aquello que trata de recuperar Rousseau: el perplejidad, la
emoción, estadios propios de un propuesta de conocimiento que quiere regresar a
la edad de la inocencia, que quiere escapar de la cárcel de la historia. Rousseau sin embargo no ve la planta, la
clasifica y la inscribe en una taxonomía científica.
A partir del Renacimiento, tal como se ha señalado, el ojo domina y excluye categóricamente los demás sentidos lo que conduce a una mirada que racionaliza la realidad oponiéndose al sentimiento, sobre todo al poder cognitivo del instinto. En Thoreau los que actúan a la vez son los cinco sentidos: “Un hombre no ha visto una cosa si no la ha sentido” (pp.96).
Revisar la mitología en su caso no significa caer en ninguno de esos enfoques de tipo antropológico al cual continúan aferrados tantos escritores latinoamericanos que siguen hablando de la identidad “nacional” y de la “magia”, en Thoureau la tarea es clara: volver a nombrar la flor olvidándose de la botánica. ¿A partir de qué momento podemos hablar entonces de ficción en el proceso de la escritura de Thoureau?
Precisamente porque no cae en la trampa de los llamados géneros literarios es que la escritura de Thoreau lleva en su interior el halo del misterio, la conmovida transparencia de la niebla que conoce a los muertos que vagan por los bosques, por los litorales y los desfiladeros en un infinito diálogo con las cosas. “La realidad es apenas parte de lo que veo”, enunciaba Paul Klee. Thoreau no parte de la literatura, sino que viene de este hálito estremecido que caracteriza a la primera palabra, caligrafía que es imagen de lo visible en lo invisible, de la figura y del espectro que la persigue. Por eso a Thoreau se le puede aplicar aquello que dice Pascal Guinard en su “Retórica especulativa”: “cada hombre no debe ser más que un sentimiento, si es un hombre”.
“Escribir” una antología”. Pretextos. Diciembre del 2007.Traducción de Antonio Casado de Rocha, Javier Alcoriza, Antonio Lastra.
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