Emily
Dickinson
Un
tajo en la mente
Guillermo
Saccomanno
En
1936, Francis Scott Fitzgerald escribía The Crack-Up. En
esa nada autocompasiva confesión admitía que el derrumbe de un ser no se
produce abrupto, de un día para el otro o, mejor dicho, en un instante. Hay una
serie de golpes previos que actúan con precisión subterránea hasta causar eso
que uno, de pronto, asombrado, percibe como el crack up. Ahí, en ese texto, que
Scott escribe tipeando con un dedo roto, resistiéndose al alcoholismo, y
citando el Eclesiastés, dice también que una inteligencia de primera clase es
aquella capaz de albergar dos ideas opuestas al mismo tiempo y seguir
funcionando. La misma idea, hermana de sangre, pudo haberla leído Fitzgerald en
Emily Dickinson (1830-1886). En su poema 99, escrito en 1865, dice Dickinson:
“Derrumbarse no es acto de un instante/ sino pausa fundamental. / Los procesos
de dilapidación/ Son desmoronamientos organizados (…) La ruina es ceremoniosa/
obra del diablo/lenta y constante. /Sucumbir en un instante/ no es un resbalón,
/ es la ley de la quiebra”. La idea, más tarde, retorna en su poema 1123: “Una
gran esperanza cayó/no se oyó ningún ruido/la ruina estaba adentro (…)/ un no
admitir la herida/hasta que aumentó tanto/que toda mi vida entró en ella/ y
había abismos además”. No menos desesperada, pero conservando la calma, también
escribió: “En extremos de angustia/para el ánimo que se tambalea/ hay una duda
de la identidad/que ayuda hasta que se encuentra tierra firme//Una prestada
irrealidad/, un piadoso espejismo/ que hace el vivir posible/ suspendiendo la
vida”. Si bien es lícito preguntarse si Fitzgerald habría leído a Dickinson, es
improbable: su obra póstuma, y toda su obra ha sido póstuma, recién empezó a
divulgarse bastante más tarde y habrían de transcurrir décadas hasta que pasara
de ser una poeta secreta a transformarse en la consagrada en El Canon
Occidental de Harold Bloom. En todo caso, el texto de Fitzgerald debe juzgarse
como una mirada afín de la angustia, la angustia que Dickinson habría de
mencionar una y otra vez, una y otra vez. Que su desgarramiento cautiva, no
cabe duda: “No estoy acostumbrada a la esperanza”, había escrito. Y ese poder
de sufrimiento, puede leerse en el poema 425: “Buenos días, medianoche/ vuelvo
a casa/ el día se cansó de mí”. En efecto, puede conjeturarse que hay un goce
en el sufrimiento. Dickinson no es ingenua y parece admitirlo: “No soltamos el
puñal/ porque amamos la herida/ el puñal conmemora/memorias que morimos”.
Cuestiones existenciales, por cierto, que en su poder cautivante, habrían de
calar fuerte, cruzando tiempo y espacio, en el filósofo rumano Emile Cioran.
Así, en sus cuadernos que van de 1957 a l972, los que comprenden su tránsito
hacia los sesenta años en París, dos son sus escritoras más citadas: una es
Dickinson y la otra es, nada menos, la
mística Simone Weil. Escribe el corrosivo Cioran: “Desde mi antiguo entusiasmo
(muy superado ahora) por Rilke, nunca me había atraído tanto un poeta como
Emily Dickinson. Si hubiera tenido la audacia y la energía para abrazar
completamente mi soledad, su mundo, que me resulta familiar, lo sería aún más.
Pero con demasiada frecuencia he dejado de hacerlo, ya fuera por apatía,
frivolidad o incluso miedo. He escamoteado más de una vez el abismo, por una
combinación de cálculo e instinto de conservación. Pues me falta valor para ser
poeta. ¿Será por haber reflexionado demasiado sobre mis gritos? Mi raciocinio
me ha hecho perder lo mejor de mí”. A confesión de partes, relevo de pruebas,
podría aducirse. Y esta sería la parte de estas consideraciones donde tal vez
convenga detenerse en el silencio.
El silencio y el secreto son dos asuntos
esenciales en la poética de Dickinson. Su poema 1129 puede leerse como la
formulación de su arte, declaración de principios: “Digan toda la verdad, pero
al sesgo/el logro está en un circuito/ demasiado brillante para nuestro goce
enfermizo; / la verdad soberbia sorprende/ como el relámpago a los chicos (…)//
la verdad debe deslumbrar gradualmente/ o todos los hombres se quedarán
ciegos”. Estos versos concentran el modo Dickinson de componer que no está
lejos de otro escritor que también escribirá “al sesgo”: Chejov, otro
integrante de las predilecciones de Cioran. Es evidente, se trata no sólo de la
angustia sino también de cómo aludirla sin levantar la voz y detectar, por una vía en superficie
intrascendente de la cotidianeidad, aquellos rincones y subsuelos en los que el
alma zozobra. También, ni más ni menos, de modo pionero, Dickinson pareciera
anticiparse a las dos ideas contradictorias en apariencia de las que hablaba
Fitzgerald y, no tan distante, narrar al sesgo es lo que propone la teoría del
iceberg de Hemingway. Hasta aquí, se diría, un sistema de sistema de
relaciones, referentes provenientes de la masculinidad.
Pero el arte de componer en silencio, en
secreto, tiene una explicación en Dickinson que no se puede soslayar y adquiere
relevancia si se la vincula con la problemática de “el segundo sexo”. Dickinson
nació, vivió y murió, casi sin salir de su casa, el domicilio patriarcal, donde
encerrada voluntariamente escribió sus casi 2000 poemas que compartiría sólo
con su cuñada Susan Gilbert y su hermana Lavinia (al respecto, vale una leída o
releída a La hermana, la novela de Paola Kaufman, fallecida a los treinta y
siete años). Su humor, siempre afinado, podía ser cruel: cuando una mendiga
llamó por ayuda a su puerta, le dio una dirección, la del cementerio. En vida
publicó apenas unos tres o cuatro poemas gracias al estímulo reticente del
editor Thomas Higginston, un ex militar y pastor, que dirigía The Atlantic
Monthly. La poesía de Dickinson lo inquietaba, reconoció. Le provocaba
interrupciones en su propia escritura. Y a la crítica responde en el poema 108:
“Los cirujanos deben ser muy cuidadosos/ si empuñan un cuchillo./ Bajo sus
finas incisiones/ se agita el culpable: ¡la Vida!”. Dickinson se opone a la
prosa, la considera “prosaica”, le otorgaba un sentido domesticador y, por qué
no, doméstico. Los sentimientos podían expresarse de otra forma, en su poesía
tan caudalosa como contenida, piezas por lo general cortas que visualizan dos
lados de lo cotidiano: lo gótico y el zen.
Descendiente de una dinastía calvinista, hija
de una familia tradicional, puritana y prominente de Amherst, Nueva Inglaterra,
obediente de los mandatos patriarcales, podría inferirse que fue la opresión de
esa atmósfera la que determinó su encierro y reclusión en su “cuarto propio”
como destino. Pero no alcanza como argumento, ya que el encierro, por cierto,
no fue tanto fruto del determinismo como electivo y consistió en el vuelco y consagración
radical a la escritura, estrategia de liberación y ahondamiento en sí misma.
También es verdad: no poco se ha conjeturado acerca de sus idilios con algunos
hombres mayores, por lo general amigos de su padre, Edward Dickinson, abogado y
político prominente, conectado con Emerson, que respondía al unitarismo, la
doctrina del destino manifiesto. Acerca de su madre, Emily Norcross, le
escribiría a Higginston: “Nunca tuve una. Supongo que es la persona a quien una
acude cuando está en problemas”.
Lo real es que su soltería fue voluntaria.
Las dos veces que recibió propuestas matrimoniales las rechazó. Por tanto, en
la prejuiciosa sociedad pueblerina la fama de reclusa le valió también la de
poeta lesbiana. Su relación con Susan no podría entonces, de acuerdo a los
estudios feministas, ser pasada por alto. Y acá se arrima otra clave del
silencio y el secreto, que si se la lee con atención, no son ni tan callados ni
tan íntimos. Entre líneas y no tanto, las causas de la discreción y el pathos
familiar explotan en su poesía. Tanto Emily como su hermana Vinnie habrían sido
víctimas de abusos del padre y el hermano. Hay un poema en el que está
directamente involucrado el primero, el 713: “Me has dejado, Progenitor, dos
legados –/ un Legado de amor/ que bastaría a un padre celestial/ si tuviera Él
la oferta./ / Me has dejado confines de dolor/ espaciosos como el mar/ entre la
eternidad y el tiempo/ tu conciencia y yo”. Y después, el 1742 que compromete a
su hermano: “Yo me encogí – “¡Qué guapa estás!”/ Garra de propiciación –
“¿”Temerosa siseó él/ de mí? – Cordialidad ninguna./ Él me penetró – Después a
un ritmo artero/ Segregó dentro de mí su forma”. Herida que, desde este punto
de vista, no se puede trivializar (y aquí, retomemos, la noción de herida se resignifica),
el trauma no ha permanecido en silencio ni es secreto a la luz de los recientes
estudios de género, feministas y queer, dejan atrás a Adrienne Rich, feminista
pionera, militante de la causa lesbiana, que investigó con obsesión de tábano a
Dickinson en los 70, señalando su confinamiento en la escritura como estrategia
de sobrevivencia y antídoto contra la locura. No faltan al respecto estudios
psi sobre una presunta psicosis de Dickinson. A su vez, la relación de
Dickinson con Susan no puede observarse sin tener en cuenta que le escribió
nada menos que trescientas cartas, número que sorprende si se piensa que su
cuñada vivía en la casa de al lado, separada sólo por una ligustrina.
En
consecuencia, más allá de los elementos de ruptura que destacan su manera de
versificar, un vanguardismo en sincro pero antagónico con Walt Whitman (a quien
Dickinson leyó escandalizada y con vergüenza), y más acá de su lectura
ineludible y su categorización de canónica, la poeta (no la “poetisa”) y su
producción exigen revisionar su contexto y la indagación de los aspectos
biográficos, datos que la arrancan de la calificación tan cómoda como
convencional de “loca en el altillo” y/o “dama blanca” subyugada, aunque lo
estuviera, por los abejorros, los pájaros y la botánica. De lo que se trata, ni
más ni menos, es del cuerpo y su historia. Tal vez así se puedan leer desde una
posición distinta su visión de la naturaleza, el amor, la pasión, la culpa, la
angustia y la puesta en tela de juicio de la existencia de Dios Padre. En
Dickinson está la gracia de su poema 1755: “Para hacer un prado se necesita un
árbol y una abeja, / un trébol y una abeja. /Y ensoñación. / La ensoñación
habrá de bastar / si las abejas son pocas”. Pero estos versos merecen ser
contemplados, en espejo, por ejemplo, con el poema 937: “Sentí un tajo en la
mente/ Como si se me hubiera partido el cerebro. / Traté de unirla, costura con
costura/ pero no pude hacerlo encajar.// Me esforcé por juntar el pensamiento
anterior/ con el pensamiento siguiente/ pero la secuencia se desenhebró, sin
sonido/ como madejas en el piso”.
Una
traducción para Emily
No son pocas las traducciones de Dickinson
que pueden encontrarse en las librerías locales. Rolando Costa Picazo (edición
de la Universidad de Valencia), Delia Pasini (Editorial Losada), Amalia
Rodríguez Monroy (Alianza Editorial), José Manuel Arango (Ediciones Norma) y
Silvina Ocampo (Tusquets editores) son los responsables. En internet pueden
encontrarse, además de diversos estudios de género sobre Dickinson desde la
perspectiva feminista y artículos sobre el incesto, también la traducción de
Milagros Rivera (Sabina Editorial). Es evidente que las selecciones difieren y
también, inexorable, resulta la interpretación de los versos. Podrá verificarse
–y con motivo– que cada una de las traducciones propone una Dickinson personal,
ajustada a los intereses ideológicos de cada quien, lo cual no es grave. Cuando
la traducción es bilingüe, entonces las comparaciones deparan un plus: se
encontrará el modo Dickinson de introducir el corte, de componer con analogías
y oposiciones, imágenes interrumpidas con guiones, lo fragmentario y su
concisión sorprendente. Si bien es cierto que leer poesía traducida, como le
decía el poeta japonés al poeta colectivero yanqui en Paterson, el film de Jim
Jarmush, es como entrar bajo la ducha con impermeable, cabe otra percepción de
lectura: cotejar las diferentes traducciones con un objetivo, vivenciar que las
lecturas permiten un paneo de las posibilidades de entrar en una poesía que
rompe moldes y, con su potencia, es capaz de atravesar las barreras idiomáticas
refiriendo una prodigiosa rebeldía existencial.
06 de mayo de 2018
Cinco
versiones del poema 1129 de Emily Dickinson
1129
Toda la Verdad decidla pero al sesgo —
El Éxito radica en el Rodeo
En Exceso radiante para la debilidad de
nuestro Goce
La sorpresa soberbia que contiene
Como el relámpago a los Niños se suaviza
Con dulce explicación
Traducción:
Amalia Rodríguez Monroy
Di la verdad mas dila oblicua —
El logro está en circuitos
Demasiado brillantes para nuestro endeble
Deleite
La soberbia sorpresa de la Verdad
Como el relámpago a los Niños ha de ser
mitigado
Con bondadosa explicación
La Verdad debe deslumbrar gradualmente
O todos los hombres quedarían ciegos —
Traducción:
Rolando Costa Picazo
Di la verdad entera pero dila sesgada.
El logro está en decirla oblicuamente.
Demasiado brillante para que la gocemos,
Es la verdad alta sorpresa,
Como para el niño el relámpago
Que alguna explicación benévola mitiga.
Que la verdad deslumbre gradualmente,
No sea que quedemos ciegos.
Traducción:
José Manuel Arango
Digan toda la verdad, pero al sesgo,
el éxito descansa en un circuito
demasiado brillante para nuestro gozo
enfermizo;
la verdad soberbia sorprende
como el relámpago a los chicos,
a quienes una buena explicación calma,
la verdad debe deslumbrar de a poco
o cegará a los hombres.
Traducción:
Delia Pasini
Toda la verdad decidla pero al sesgo —
el éxito mora en rodeos
demasiado brillante para nuestro doliente
deleite
la verdad soberbia sorprende
como el relámpago a los niños
que una buena explicación tranquiliza
la verdad tiene que deslumbrar
gradualmente
o todo hombre será ciego —
Traducción:
Silvina Ocampo
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