sábado, 23 de junio de 2018

Emily Dickinson / Un tajo en la mente / Guillermo Saccomanno







Emily Dickinson


Un tajo en la mente

Guillermo Saccomanno


En 1936, Francis Scott Fitzgerald escribía The Crack-Up. En esa nada autocompasiva confesión admitía que el derrumbe de un ser no se produce abrupto, de un día para el otro o, mejor dicho, en un instante. Hay una serie de golpes previos que actúan con precisión subterránea hasta causar eso que uno, de pronto, asombrado, percibe como el crack up. Ahí, en ese texto, que Scott escribe tipeando con un dedo roto, resistiéndose al alcoholismo, y citando el Eclesiastés, dice también que una inteligencia de primera clase es aquella capaz de albergar dos ideas opuestas al mismo tiempo y seguir funcionando. La misma idea, hermana de sangre, pudo haberla leído Fitzgerald en Emily Dickinson (1830-1886). En su poema 99, escrito en 1865, dice Dickinson: “Derrumbarse no es acto de un instante/ sino pausa fundamental. / Los procesos de dilapidación/ Son desmoronamientos organizados (…) La ruina es ceremoniosa/ obra del diablo/lenta y constante. /Sucumbir en un instante/ no es un resbalón, / es la ley de la quiebra”. La idea, más tarde, retorna en su poema 1123: “Una gran esperanza cayó/no se oyó ningún ruido/la ruina estaba adentro (…)/ un no admitir la herida/hasta que aumentó tanto/que toda mi vida entró en ella/ y había abismos además”. No menos desesperada, pero conservando la calma, también escribió: “En extremos de angustia/para el ánimo que se tambalea/ hay una duda de la identidad/que ayuda hasta que se encuentra tierra firme//Una prestada irrealidad/, un piadoso espejismo/ que hace el vivir posible/ suspendiendo la vida”. Si bien es lícito preguntarse si Fitzgerald habría leído a Dickinson, es improbable: su obra póstuma, y toda su obra ha sido póstuma, recién empezó a divulgarse bastante más tarde y habrían de transcurrir décadas hasta que pasara de ser una poeta secreta a transformarse en la consagrada en El Canon Occidental de Harold Bloom. En todo caso, el texto de Fitzgerald debe juzgarse como una mirada afín de la angustia, la angustia que Dickinson habría de mencionar una y otra vez, una y otra vez. Que su desgarramiento cautiva, no cabe duda: “No estoy acostumbrada a la esperanza”, había escrito. Y ese poder de sufrimiento, puede leerse en el poema 425: “Buenos días, medianoche/ vuelvo a casa/ el día se cansó de mí”. En efecto, puede conjeturarse que hay un goce en el sufrimiento. Dickinson no es ingenua y parece admitirlo: “No soltamos el puñal/ porque amamos la herida/ el puñal conmemora/memorias que morimos”. Cuestiones existenciales, por cierto, que en su poder cautivante, habrían de calar fuerte, cruzando tiempo y espacio, en el filósofo rumano Emile Cioran. Así, en sus cuadernos que van de 1957 a l972, los que comprenden su tránsito hacia los sesenta años en París, dos son sus escritoras más citadas: una es Dickinson y la otra  es, nada menos, la mística Simone Weil. Escribe el corrosivo Cioran: “Desde mi antiguo entusiasmo (muy superado ahora) por Rilke, nunca me había atraído tanto un poeta como Emily Dickinson. Si hubiera tenido la audacia y la energía para abrazar completamente mi soledad, su mundo, que me resulta familiar, lo sería aún más. Pero con demasiada frecuencia he dejado de hacerlo, ya fuera por apatía, frivolidad o incluso miedo. He escamoteado más de una vez el abismo, por una combinación de cálculo e instinto de conservación. Pues me falta valor para ser poeta. ¿Será por haber reflexionado demasiado sobre mis gritos? Mi raciocinio me ha hecho perder lo mejor de mí”. A confesión de partes, relevo de pruebas, podría aducirse. Y esta sería la parte de estas consideraciones donde tal vez convenga detenerse en el silencio.

El silencio y el secreto son dos asuntos esenciales en la poética de Dickinson. Su poema 1129 puede leerse como la formulación de su arte, declaración de principios: “Digan toda la verdad, pero al sesgo/el logro está en un circuito/ demasiado brillante para nuestro goce enfermizo; / la verdad soberbia sorprende/ como el relámpago a los chicos (…)// la verdad debe deslumbrar gradualmente/ o todos los hombres se quedarán ciegos”. Estos versos concentran el modo Dickinson de componer que no está lejos de otro escritor que también escribirá “al sesgo”: Chejov, otro integrante de las predilecciones de Cioran. Es evidente, se trata no sólo de la angustia sino también de cómo aludirla sin levantar la voz  y detectar, por una vía en superficie intrascendente de la cotidianeidad, aquellos rincones y subsuelos en los que el alma zozobra. También, ni más ni menos, de modo pionero, Dickinson pareciera anticiparse a las dos ideas contradictorias en apariencia de las que hablaba Fitzgerald y, no tan distante, narrar al sesgo es lo que propone la teoría del iceberg de Hemingway. Hasta aquí, se diría, un sistema de sistema de relaciones, referentes provenientes de la masculinidad.

 Pero el arte de componer en silencio, en secreto, tiene una explicación en Dickinson que no se puede soslayar y adquiere relevancia si se la vincula con la problemática de “el segundo sexo”. Dickinson nació, vivió y murió, casi sin salir de su casa, el domicilio patriarcal, donde encerrada voluntariamente escribió sus casi 2000 poemas que compartiría sólo con su cuñada Susan Gilbert y su hermana Lavinia (al respecto, vale una leída o releída a La hermana, la novela de Paola Kaufman, fallecida a los treinta y siete años). Su humor, siempre afinado, podía ser cruel: cuando una mendiga llamó por ayuda a su puerta, le dio una dirección, la del cementerio. En vida publicó apenas unos tres o cuatro poemas gracias al estímulo reticente del editor Thomas Higginston, un ex militar y pastor, que dirigía The Atlantic Monthly. La poesía de Dickinson lo inquietaba, reconoció. Le provocaba interrupciones en su propia escritura. Y a la crítica responde en el poema 108: “Los cirujanos deben ser muy cuidadosos/ si empuñan un cuchillo./ Bajo sus finas incisiones/ se agita el culpable: ¡la Vida!”. Dickinson se opone a la prosa, la considera “prosaica”, le otorgaba un sentido domesticador y, por qué no, doméstico. Los sentimientos podían expresarse de otra forma, en su poesía tan caudalosa como contenida, piezas por lo general cortas que visualizan dos lados de lo cotidiano: lo gótico y el zen.

 Descendiente de una dinastía calvinista, hija de una familia tradicional, puritana y prominente de Amherst, Nueva Inglaterra, obediente de los mandatos patriarcales, podría inferirse que fue la opresión de esa atmósfera la que determinó su encierro y reclusión en su “cuarto propio” como destino. Pero no alcanza como argumento, ya que el encierro, por cierto, no fue tanto fruto del determinismo como electivo y consistió en el vuelco y consagración radical a la escritura, estrategia de liberación y ahondamiento en sí misma. También es verdad: no poco se ha conjeturado acerca de sus idilios con algunos hombres mayores, por lo general amigos de su padre, Edward Dickinson, abogado y político prominente, conectado con Emerson, que respondía al unitarismo, la doctrina del destino manifiesto. Acerca de su madre, Emily Norcross, le escribiría a Higginston: “Nunca tuve una. Supongo que es la persona a quien una acude cuando está en problemas”.

Lo real es que su soltería fue voluntaria. Las dos veces que recibió propuestas matrimoniales las rechazó. Por tanto, en la prejuiciosa sociedad pueblerina la fama de reclusa le valió también la de poeta lesbiana. Su relación con Susan no podría entonces, de acuerdo a los estudios feministas, ser pasada por alto. Y acá se arrima otra clave del silencio y el secreto, que si se la lee con atención, no son ni tan callados ni tan íntimos. Entre líneas y no tanto, las causas de la discreción y el pathos familiar explotan en su poesía. Tanto Emily como su hermana Vinnie habrían sido víctimas de abusos del padre y el hermano. Hay un poema en el que está directamente involucrado el primero, el 713: “Me has dejado, Progenitor, dos legados –/ un Legado de amor/ que bastaría a un padre celestial/ si tuviera Él la oferta./ / Me has dejado confines de dolor/ espaciosos como el mar/ entre la eternidad y el tiempo/ tu conciencia y yo”. Y después, el 1742 que compromete a su hermano: “Yo me encogí – “¡Qué guapa estás!”/ Garra de propiciación – “¿”Temerosa siseó él/ de mí? – Cordialidad ninguna./ Él me penetró – Después a un ritmo artero/ Segregó dentro de mí su forma”. Herida que, desde este punto de vista, no se puede trivializar (y aquí, retomemos, la noción de herida se resignifica), el trauma no ha permanecido en silencio ni es secreto a la luz de los recientes estudios de género, feministas y queer, dejan atrás a Adrienne Rich, feminista pionera, militante de la causa lesbiana, que investigó con obsesión de tábano a Dickinson en los 70, señalando su confinamiento en la escritura como estrategia de sobrevivencia y antídoto contra la locura. No faltan al respecto estudios psi sobre una presunta psicosis de Dickinson. A su vez, la relación de Dickinson con Susan no puede observarse sin tener en cuenta que le escribió nada menos que trescientas cartas, número que sorprende si se piensa que su cuñada vivía en la casa de al lado, separada sólo por una ligustrina.

 En consecuencia, más allá de los elementos de ruptura que destacan su manera de versificar, un vanguardismo en sincro pero antagónico con Walt Whitman (a quien Dickinson leyó escandalizada y con vergüenza), y más acá de su lectura ineludible y su categorización de canónica, la poeta (no la “poetisa”) y su producción exigen revisionar su contexto y la indagación de los aspectos biográficos, datos que la arrancan de la calificación tan cómoda como convencional de “loca en el altillo” y/o “dama blanca” subyugada, aunque lo estuviera, por los abejorros, los pájaros y la botánica. De lo que se trata, ni más ni menos, es del cuerpo y su historia. Tal vez así se puedan leer desde una posición distinta su visión de la naturaleza, el amor, la pasión, la culpa, la angustia y la puesta en tela de juicio de la existencia de Dios Padre. En Dickinson está la gracia de su poema 1755: “Para hacer un prado se necesita un árbol y una abeja, / un trébol y una abeja. /Y ensoñación. / La ensoñación habrá de bastar / si las abejas son pocas”. Pero estos versos merecen ser contemplados, en espejo, por ejemplo, con el poema 937: “Sentí un tajo en la mente/ Como si se me hubiera partido el cerebro. / Traté de unirla, costura con costura/ pero no pude hacerlo encajar.// Me esforcé por juntar el pensamiento anterior/ con el pensamiento siguiente/ pero la secuencia se desenhebró, sin sonido/ como madejas en el piso”.


Una traducción para Emily

No son pocas las traducciones de Dickinson que pueden encontrarse en las librerías locales. Rolando Costa Picazo (edición de la Universidad de Valencia), Delia Pasini (Editorial Losada), Amalia Rodríguez Monroy (Alianza Editorial), José Manuel Arango (Ediciones Norma) y Silvina Ocampo (Tusquets editores) son los responsables. En internet pueden encontrarse, además de diversos estudios de género sobre Dickinson desde la perspectiva feminista y artículos sobre el incesto, también la traducción de Milagros Rivera (Sabina Editorial). Es evidente que las selecciones difieren y también, inexorable, resulta la interpretación de los versos. Podrá verificarse –y con motivo– que cada una de las traducciones propone una Dickinson personal, ajustada a los intereses ideológicos de cada quien, lo cual no es grave. Cuando la traducción es bilingüe, entonces las comparaciones deparan un plus: se encontrará el modo Dickinson de introducir el corte, de componer con analogías y oposiciones, imágenes interrumpidas con guiones, lo fragmentario y su concisión sorprendente. Si bien es cierto que leer poesía traducida, como le decía el poeta japonés al poeta colectivero yanqui en Paterson, el film de Jim Jarmush, es como entrar bajo la ducha con impermeable, cabe otra percepción de lectura: cotejar las diferentes traducciones con un objetivo, vivenciar que las lecturas permiten un paneo de las posibilidades de entrar en una poesía que rompe moldes y, con su potencia, es capaz de atravesar las barreras idiomáticas refiriendo una prodigiosa rebeldía existencial.

06 de mayo de 2018


Cinco versiones del poema 1129 de Emily Dickinson
1129



Toda la Verdad decidla pero al sesgo —
El Éxito radica en el Rodeo
En Exceso radiante para la debilidad de nuestro Goce
La sorpresa soberbia que contiene
Como el relámpago a los Niños se suaviza
Con dulce explicación
 La Verdad ha de deslumbrar muy poco a poco
 O ciegos dejará a todos los Hombres —

Traducción: Amalia Rodríguez Monroy


Di la verdad mas dila oblicua —
El logro está en circuitos
Demasiado brillantes para nuestro endeble Deleite
La soberbia sorpresa de la Verdad
Como el relámpago a los Niños ha de ser mitigado
Con bondadosa explicación
La Verdad debe deslumbrar gradualmente
O todos los hombres quedarían ciegos —

Traducción: Rolando Costa Picazo


Di la verdad entera pero dila sesgada.
El logro está en decirla oblicuamente.
Demasiado brillante para que la gocemos,
Es la verdad alta sorpresa,
Como para el niño el relámpago
Que alguna explicación benévola mitiga.
Que la verdad deslumbre gradualmente,
No sea que quedemos ciegos.

Traducción: José Manuel Arango


Digan toda la verdad, pero al sesgo,
el éxito descansa en un circuito
demasiado brillante para nuestro gozo enfermizo;
la verdad soberbia sorprende
como el relámpago a los chicos,
a quienes una buena explicación calma,
la verdad debe deslumbrar de a poco
o cegará a los hombres.

Traducción: Delia Pasini


Toda la verdad decidla pero al sesgo —
el éxito mora en rodeos
demasiado brillante para nuestro doliente deleite
la verdad soberbia sorprende
como el relámpago a los niños
que una buena explicación tranquiliza
la verdad tiene que deslumbrar gradualmente
o todo hombre será ciego —

Traducción: Silvina Ocampo

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