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Pinturas de Fernando
Rivillas /
Víctor Bustamante
De repente nos
sorprende Fernando Rivillas con su iniciación como pintor. Lo afirmo porque el
mundo de él se ha centrado desde otra perspectiva, en lo referente a la
escritura, ya que hace años lo embarga una biografía sobre Julio Cortázar, a la
cual le ha dedicado tanto tiempo, tanto esfuerzo que pareciera que este se
constituiría en un esfuerzo total por desentrañar algo tan plausible y a veces
especulativo, como es la vida de un autor. Por ese motivo cuando digo lo de la
sorpresa de saber que también ha caminado por los paisajes y suburbios de la
pintura, es porque han bastado unas pocas para detectar como él ha capturado en
esas imágenes, trozos de una región donde las costumbres de su centro,
Medellín, cambian obstensiblemente, del interior de las montañas como barreras
mentales se baja hacia la llanura, nunca prosaica, pero sí de otros colores, de
otros aromas, de otras circunstancias, de otras libertades, de otras sombras y
orillas, en síntesis, de un mundo que prosigue ahí, insospechado, y a la hora
de la verdad poco conocido, al menos lo afirmo desde mi distancia.
Han bastado unas
pocas pinturas de él, para quedarme sorprendido, ya que las primeras pinturas
casi siempre gozan de cierta ingenuidad de destellos, de iniquidades en busca
de temas posibles, con trazos balbucientes que poco a poco llevarán hacia una
manera del propio pintor para expresarse. Pero no, en estas pinturas Fernando
ya está de cuerpo entero, presente, como si ya hubiera encontrado su expresión
definitiva, aquella que da a entender que cuando se mira un cuadro de algún
autor, en ella en sus bocetos, colores y trazos, ya se encuentra la expresión
buscada, unos le dicen el estilo, cosas de esas que hacen carrera.
Lo cierto y a veces
definitivo, lo digo con atrevimiento es que, a partir de ese instante que tiene
que ser cenital, certero y único, que es cuando el artista prevé que ha llegado
a descubrirse así mismo, con todo el peso que significa este aserto, es cuando
él comienza a apropiarse de esos paisajes que lo rodean, y así inicia ese
camino escrito con sus colores, porque ya los colores él los a definido y escogido
para sí mismo, colores fuertes, brillantes arrancados no solo de ese paisaje
que lo rodea sino de ese paisaje interior y tan personal que él mismo sabe que expresará
lo que ve, en ese acto mágico, oscuro a veces, con zonas grises también, para crear,
y así darle un tono personal a lo que lo circunda. ¿Pero qué lo circunda? Podía
atreverme a afirmar que lo circunda Urabá, su paisaje. Y de qué manera. Y de
esa forma en que él ha atrapado ese paisaje, vemos que es tan personal, tan
propio, que no apartamos la mirada. Uno de esos cuadros refleja y redefine un
tema sencillo, Bananeras de Urabá, el
azul, los sembrados de banano, pintados como nunca con una expresión de
vastedad, pero sobre todo de interiorización y de aprehensión ya que nunca
había visto una mirada así tan directa, tan plausible.
A lo mejor en el
momento en que él hace este hallazgo, su interés por esos paisajes iniciales en
lugar de quedar plasmados en una sola tela, no claudican, sino que se
convierten en un decidido entusiasmo casi sísmico, total, que lo lleva a
indagar y llegar a pintar no solo: Bananeras
en Urabá, sino otros como el Gajo de
banano, Patio de ropas en Urabá, Embarcando plátano en el Atrato. Entre otras
obras sobre este tema que encarnan, valoran y reflejan una decidida efusión
hacia un paisaje determinante con toda su riqueza colorida, pero también con
esa entraña de fatalidad que arrasa cualquier comentario, ya que detrás de esa exuberancia
existe la memoria que se detiene apenas un instante, el suficiente, para
irradiar ese flash porque en el fondo se atraviesa toda una historia llena de
riqueza y fatalidad.
Pero el brillo
esencial enmarcado por ese fondo de las bananeras le sirven para anteponer, el
relámpago, si se quiere, del deseo, fuerza centrípeta, cadena y faro en la
inmensidad de ese paisaje. El gran Octavio Paz, lo dice de una manera excelsa:
Tu largo pelo rojizo relámpago del verano, golpea la espalda de la noche. Así,
para expresar el mundo femenino sentido, localizable, inaudito y presente en
sus pinturas; por alguna razón secreta, podría ser admiración o entrega total,
las ha pintado. En Marilyn en Necoclí,
tal vez uno de los cuadros más valiosos, se conjugan un mar al fondo, un coco
ya mordido, la iguana y los gajos de banano con la presencia de un auto, un
Buick 48, y eso sí la chica que es Marilyn con un bañador de dos piezas, con un
caprichoso abrigo que la cuida o mejor lo exhibe, desafiante al sol, luego hay
otras pinturas de Marilyn pero quiero referirme ahora al de Petrona, sí, al
cuadro de Petrona Martínez, la reina del
bullerengue, como si fuera una Victoria
de Samotracia cuyas alas son hojas de una mata de banano. Dándonos a
entender que esa mujer negra, talentosa y humana merece ser comparada con esa
historia que nunca tuvimos. Y, además un cuadro de Adriana, tal vez la única
mujer real forjada en la pintura, sin ninguna iconografía e historia quien se recuesta
en una barca, que recoge su cabello en señal de coquetería al pintor, que por supuesto
sabe quién es ella, esa dama que lo subvierte y a la cual la concreta de una
manera total. Pero hay, iba a decir tras bastidores, un cuadro que es diferente
a todos, con sus zonas negras que enseña con otros tonos la fragilidad de una
mujer solitaria en su cuarto, vestida de una manera sugestiva e infiel, Catherine Deneuve, Bella de Día, que nos
llama desde ese fuego interior, soslayable, único.
Fernando Rivillas, siempre
él, también sabemos que anda en sus búsquedas, en sus preguntas. Y así él ha encontrado
respuestas parciales y contundentes ya que, en estos caminos, nada hay de
decisivo más que continuar en esa errancia, que es la manera más precisa para expresar
esta revelación que se reafirma en poner de pie lo imaginario, sin dejar que se
escape, lo que en muchos aspectos son las apreciaciones que implican los otros temas
de los que no hemos hablado, las montañas legendarias en su perspectiva, en la historia
impresa en ese cuadro, la Carretera al
mar. Su pintura nos inspira otra mirada a lo erótico con sus mujeres sin esperanza.
El pintor con sus descubrimientos en cada cuadro expresa que, por primera vez, en
su certeza, las pinceladas tan peculiares han develado el sustrato de su propio
misterio, ya que posee una autoridad indiscutible, que se revela con cada una
de sus obras, donde el tiempo se detiene y el paisaje, se abre a las interpretaciones
de quien observa permitiendo sin embargo que se hable en nombre de sus
creaciones que anotan y denotan un optimismo total que refiere un tiempo sin duda sin tonos grises para cada
uno de nosotros, que se sorprende a ese mundo radiante que Rivillas ha redefinido
lejos de las marrullerías del folclor como elemento y barniz para espaciar las regiones,
cuando en realidad lo que revela el pintor es ese brillo que pocos o casi nadie
ha recobrado ya que Rivillas con su trazo ha desvelado la esencia de Urabá, mítico
y golpeado que ahora en sus pinceladas entrega otra realidad, que en el fondo
es la misma, pero que el pintor la extrae para dejar ver, a su manera, que su arte no abandona la esencia de esos
paisajes entrañables, vívidos y perennes, ya que el panorama que nos entrega se
extiende a todo lo que no se ha visto, al colapsar el mundo anterior, ya que
llegan nuevos dioses, otros sueños, otras
miradas, otras integraciones,- aquí en este caso cine y pintura- que enriquecen
ese diálogo que funda Fernando Rivillas y que permite en toda la extensión
expresar el equilibro de la memoria con la contemporaneidad que fluye en ellas,
que es imposible ignorar. Así Fernando Rivillas.
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