domingo, 29 de septiembre de 2024

El olvido que habitamos de Luis Fernando González / Víctor Bustamante

 





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El olvido que habitamos de Luis Fernando González

Víctor Bustamante

Cuando algunos se refieren a la historia de Medellín, como corifeos progresistas, embaucan e intentan desmitificar con esta palabra, pero su significación se desliza a una mera reiteración de conceptos con los mismos puntos de vista, ya que merodean por folios, proyectos, propuestas que son solo ideas vacuas para llenar un vacío que siempre se desborda porque siempre da la sensación de que falta algo, que existe una parte oscura que no se toca. Lo cual es notorio en algunas investigaciones sobre lo que ya no existe, porque ha sido destruido, lo que nunca tuvo deudos, por ese motivo no es necesario creer en la historia contada, vuelta a publicar de esa manera, y por lo tanto emasculada para reconocer que esta historia que sobrevive son falacias con argumentaciones dudosas, es un espectro al cual se acude de una manera aceptada y falsa cada cierto tiempo, ya que las reiteraciones en esa tradición reescrita, asume un incipiente rol de presencia, eso sí matizándola, dándole un colorido blanco, que falsea el devenir oscuro, destruido de la ciudad y su itinerario, con esa rudeza que se esconde en improvisaciones y reiteraciones insospechables que bordean la riqueza patrimonial manoseada y tirada a la basura.

De tal manera, en esa multitud de historias desgajadas y sin contexto, en esa reescritura de la ciudad y sobre la ciudad, muchas veces en sus nimiedades se ha impuesto una historia tergiversada que se ha disipado de su contexto por encima de sus habitantes, sus reintegros y promesas, dejando de lado lo ladino de los intereses como objetivo supremo y las actividades comerciales disfrazadas de filantropía que aún perviven pero que le da a ciertas personas una nombradía cercana al regusto popular que crea sus pequeñas leyendas y que con el tiempo los especialistas entre comillas de Medellín nombran y enaltecen desde su destreza como una pueril caja de herramientas para superar sus propias mentiras.

Por esa razón El olvido que habitamos de Luis Fernando González (Grammata 2023), analiza, escudriña, desaloja las premisas polvorientas; otras veces saca de esa colisión de intereses de una manera total y con maestría ese devenir histórico contado desde una sola orilla, por lo cual su autor abre sus argumentos con precisión para interpretar la historia como debe ser, a pesar de los obstáculos, y sí con la certeza del investigador. El autor demuestra cómo es necesario replantear lo ya aceptado a partir de diversos planos, leyendo la trascendencia y mentira de la letra menuda, los arabescos lingüísticos de los contratos con el municipio, como parte de cierta tradición emasculada. Así, al dar su versión, ahora en este texto, escudriñamos la otra realidad, la escondida, la oculta.

Y para ello nada más consolador que revisar ese trajín histórico alrededor del Parque de Bolívar, en ese lento avance de la ciudad que estira sus tentáculos hacia lugares donde es necesario que se desarrolle, al precio que sea, desalojando al que sea ante el advenimiento de una pésima definición de progreso, borrando su topografía nombrada de una manera elemental, como El Chumbimbo, la calle del Resbalón, la calle del Chivo, el Guanábano, con sus artesanos, habitantes de ese lugar, y sobre todo con los señores políticos y gobernantes, los terratenientes y políticos, los especuladores de tierras y algunos extranjeros que obsequiaron terrenos al municipio, todos ellos a una buscando su rentabilidad que es en primera instancia lo que mueve a los  pioneros a abrir calles, a urbanizar solares, a construir edificios, a donar terrenos, siempre con ese hálito macabro de cercenar lo que hay, de llenar sus arcas a altos precios, bajo el manto devaluado del servicio a la comunidad. Desde ese momento se ha creado en Medellín un modelo de construcción, de urbanización que ha perdurado bajo el mismo formato e interés altísimo y sin decoro a través de los años.

González no solo menciona los llamados personajes, Tyrrel Moore, Gabriel Echeverri, Evaristo Zea, Marcelino Restrepo, sino también a maestros constructores como Antonio María Rodríguez, Bernardo Ortiz y Benigno Morales que significan el otro polo en esa larga lista de olvidos y de marginalidad de estas personas, los artesanos que dieron lustre al desarrollo de la ciudad.

Los nuevos nombres se sortean para dar nombradía a otros: Villanueva, la Nueva Londres, Parque de Bolívar, también era necesario disponer de la estatua del prócer máximo, colocada después de unas discusiones en el centro del parque. Así, de esa manera, ya con la iglesia en construcción, y con la estatua de Bolívar, quedaba establecida la presencia de cierta civilidad y nombradía por esa parte hacia donde Medellín redirigirá la construcción de lo que sería su lugar más nombrado por un tiempo.  En medio de esas reiteraciones y apariencias de pioneros con prebendas, se establece ese santoral de personajes que no lo son, situados en la historia de la ciudad como una pátina artificiosa que perdura donde la historia refiere algo que habla por delante pensando en el futuro, un futuro que con los años da su verdadero mensaje, el olvido.                                                       

Así, al dar la bienvenida al llamado progreso, continúa el avasallamiento de esos lugares, y de esas personas que lo habitaron, con un propósito loable que es el crecimiento de la ciudad, pero con otra lectura, extirpar el antagonismo, mediante el llamado civismo que continuó su marcha con la construcción de puentes, y de apertura de calles, que se convertiría en el espectáculo de avasallar sin terror a los artesanos y su aporte que nunca se ha contado, y que en este texto ya se vislumbra en el lugar que merecían hace años.

En este trascurso del libro, en ese tiempo y costumbres recobradas, nada más certero que el análisis sobre Barbacoas, sobre esa calle que es así mismo una frontera, un pasadizo hacia otros fines, una certeza de saber que González abre a ese camino, a esa calle, a la verdadera significación desde su origen, es decir, así como hay yacimientos, edificios, construcciones sepultadas por el polvo y por las a arenas, así mismo hay una historia revestida de olvido, sepultada, poco a poco, a pesar que la habitamos. Cuando cada generación muere se lleva la vida cotidiana de esos lugares que poco importa en esa manía del antioqueño de vivir en un presente instantáneo y simple.

Hay una herida aun presente, una improvisación constante dentro de esta mentalidad de paisas cazurros y es el caso de la calle Ayacucho, La Angustia,  masacrada por la llegada del tranvía actual, en el caso más ominoso destruyendo el paisaje del barrio Buenos Aires bajo el manoseado estigma del progreso sin volver a mirar lo que era necesario conservar. A una y de una, y a mansalva, los barones del metro, los señores feudales de la administración, arrasaron esa calle con tanta historia, con tanto peso, sin importarles absolutamente ese concepto histórico de un modus vivendi de lo cotidiano con sus casas de amplios patios, con sus palacetes que se llevó la piqueta. Y eso sí con una lucecilla que apareció al denunciar los vecinos, como ante el descubrimiento del Desarenadero, y ante la falsa sentencia del ingeniero español, sin ingenio, de que eso no valía la pena se debió mantener lo que había quedado de ese lugar. Esa es la Medellín, la que se ha ganado o mejor comprado 28 premios internacionales como si con esos galardones de lobistas, se ocultara la destrucción de la ciudad y se abriera a cierto atisbo de modernidad insospechable con la sumisión al comercio de las drogas y a las prepagos, ninfas, que adecuó la mafia al comienzo y luego el turismo. Siempre me ha llamado la atención el oficio del llamado Bureau, deben ser las mentes grises, en este caso, que avizoran los destinos, llamados internacionales, para una ciudad con mentalidad ultramontana, nula en el tema de patrimonio y eso sí ávida de gonfalones a como dé lugar.

San Benito es el otro lugar visitado por el autor, o sea en este trasegar por la historia de la ciudad este barrio es narrado a partir, como en los casos que describe el autor, analiza cada momento histórico de cada uno de los textos, donde es notorio los asentamientos de la población, los nombres que ha tenido, así como el decurso que toman no solo sus nombres sino la topografía de ese lugar. En cada uno de ellos vemos como se pasa de ser un barrio con solares y rastrojos y casitas de bahareque, donde vivió en un solar el escultor, Francisco Antonio Cano. Luego el barrio tuvo construcciones de casas casi conventuales hasta convertirse en lo que es ahora, un barrio que poco a poco se demolido, avasallado, pero cuyo centro se mantiene alrededor de la iglesia de san Benito. Desde ser un barrio intrascendente y oscuro con cementerio cerca a la iglesia y un hospital, hasta poseer la Estación Villa, luego la plaza de mercado, la Universidad de San Buenaventura, y luego, al ser ampliada la calle Colombia y la Avenida del Ferrocarril, y la construcción de la Oriental quedó aislado y eso sí con negocios y talleres por cada cuadra donde la vida familiar se ha perdido, expulsando a sus ciudadanos como una constante del llamado Centro que es la ciudad histórica, la inicial.

En este seguir con estos textos, que expresan el momento, o mejor desastre histórico de Medellín, recalamos en El Hueco, nada más demoledor que ese análisis, ese deslizarse de estos terrenos desde su aprovechamiento entre los negocios privados en la esfera pública, donde Coroliano Amador triunfa sobre los Echavarrías, y en el cambio de ese concepto del comercio que se trasmuta hasta llegar hoy a una zona de contrabando con esa arquitectura de mafiosos y marinillos, con una acertada reminiscencia esos pasajes, lugares comerciales en el interior de un mismo lugar, como el Pasaje Bolívar y el Pasaje Sucre.

Con este libro hemos visitado un Medellín que se desliza hacia una zona del olvido, ya despedazado, destruido, reformado de una manera burda, resquebrajando y anulando un pasado que nunca se previó, y que llega de repente, sin apenas darnos cuenta  del daño que se le hace a la ciudad, que va camino hacia la inexistencia de su proceso, destruido en diversos niveles, para cuando lleguen algunos historiadores y caigan en cuenta que la ciudad en sus diversas capas de su devenir, cada vez fue contemporánea y que nunca ha tratado de mantener un aprecio por su historia, pero que cada vez la avalancha humana del llamado progreso acaba por deteriorar esos sitios alguna vez habitados, y a los cuales solo volveremos para traerlos ya como una ciudad fantasma impresa en algunas fotografías como la consolación más a la mano.

Lo que Luis Fernando González investiga y analiza lleva a captar de forma considerablemente conmovedora ese conflictivo conjunto de emociones que implica la melancólica y nostálgica desaparición de una ciudad, donde no se evocan las callecitas que perduran con una luz del sol bañadas por los veranos de caminarla tanto, menos los edificios diseñados por arquitectos valiosos, destruidos sin ningún fervor, aunque su lúgubre resquebrajamiento está impregnado de un recóndito sentimiento de pérdida. Sin embargo, también hay aquí una desazón muy precisa pero tenue, en la forma en que se recobra con perplejidad la memoria de una ciudad que bulle en libros como este de una manera tan presente que alcanza una especie de vuelo irresoluto que solo toca a pocas personas con sentido de pertenencia hacia Medellín. No en vano, surge la palabra perplejidad al proseguir en la forma como se construye la cúpula de la Candelaria por el maestro Antonio María Rodríguez, al cual se recobra su nombre, cúpula que miramos cada vamos al Centro;  así como desaloja y sin  cuidado se abandona la zona bancaria ahí en Colombia con Bolívar, como se construye la casa de Pastor Restrepo en el Parque de Bolívar, y en síntesis, como se asocia la presencia de este libro a esta nostalgia sin cautela que se genera al leer sus páginas; duele efectivamente con una tristeza que se desgaja así de golpe con ese hito a la vez doloroso y cubierto con esa pátina miserable de la destrucción, de la indiferencia. Así como caemos en cuenta de que alrededor del Parque de Berrío, solo permanecen el Edificio Costain, El edificio de la Bolsa de Valores, y el Edificio Henry aun intacto en parte como sinónimo de esa destrucción implacable.

La noción de asombro que surge después de leer este libro pertenece a esa melancolía llena de pesimismo que tiene resonancia justo ahora, precisamente porque es tan presente y deplorable a la sucesión de abandono debido a las políticas municipales, ante la implacable negatividad de dar lustre al Centro de la ciudad, ahora abandonado sin ninguna positividad en ese desierto de iniquidades y de una aridez identificada como central en la llamada cultura de baratillo que se irriga desde la Alpujarra con este slogan, «sálvese usted mismo, y deje que el Centro se destruya solo». Aunque intentemos eliminar esa visión negativa y de desprestigio de cada una de esas administraciones, es debido a que solo reflejan y publicitan ese hedonismo por los presupuestos, por el entretenimiento como bandera, nunca por la reflexión y la seriedad de asumir proyectos y de irrespetar la historia de la ciudad mientras viven la realidad más afín: su inercia. Aunque sólo sea por eso, la melancolía, debida al abandono,  nos recuerda que la cultura del patrimonio está en manos de nadie, solo queda  la certeza de las denuncias, de buscar Medellín en sus parques abandonados, en las calles cariadas por los pasos de transeúntes anónimos y despellejados de la realidad, en las fachadas donde se denosta algún atisbo de la arquitectura destruida, así como en la poesía que irresoluta denota un ancho de banda exaltado debido a la imposibilidad de recobrar lo arrasado en todas sus esferas. En El olvido que habitamos se expresa mejor esa desidia.


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