Piélagos donde el río penetra
Juan Mares
Recibir las historias del Chocó profundo, el ancestral, es una noticia para trascender la rutina de los días que ya son un lejano recuerdo, cristalizado en unos cuentos de corte carrasquillezco. Una literatura que va trascendiendo lugares desde la simple anécdota, para decir cada peripecia de seres humanos en sus aventuras ribereñas y de bosque entre bejucos, enredando los días para decir el campo, desde otras horas que el reloj del tiempo encapsula en la memoria de un profesor en uso de gran retiro.
El arte del cuento
no es otro asunto que moler pasado como crónica de quien ha sabido condensar el
bagaje de las pilatunas, las peripecias y el quite a algún verrugoso en lo que
se vivió como selva entrañable.
Clarildo Mena
Hinestroza se aventura en el campo de la cuentística en las lindes donde
fulgura la clorofila, dando sombra a la fauna traviesa. Decir la tierra no es
solo decir un poco o mucho sobre el lugar de origen, es reflejar el entorno
cultural que se cierne, para sacar lo menudo que da fortaleza a los paisajes de
la memoria.
Haré un recuento
sucinto de un texto de singular universo, en el que la risa, más que otro
asunto, estará haciendo aletear las pestañas, y donde se destilan algunas
sabidurías para una antropología del paisaje y el hombre. Veamos:
“El inspector
Conejo” es una fábula como reflejo de nuestros días sucediéndose ante el tribunal
del Gran Juez. “La toma” se desliza desde el entrevero de la picaresca de unos
jóvenes que no sabían cómo romper el tedio en esos pueblos donde casi por lo
regular nunca pasa nada y, cuando algo ocurre, son las de San Patricio. Es
decir, los cuentos narran esos accidentes que superan el abandono, en este
caso, para llenarlo de pequeñas historias que dan el testimonio de la inocencia
y el desastre sobre lo mismo que contaba un García Márquez en una de sus
narraciones.
Los prejuicios o
vaticinios de lo oscuro se ven reflejados en el Guaco, ese pájaro agorero de
onomatopeya funeraria que traduce “cuál cojo” y “aquí t’a tapao”. “El zancudo
polizón” es otra fábula sobre los que emigran sin ton ni son, en busca de
paraísos que solo pueden ser hallados cuando la aventura es dentro del alma en
pos de la armonía. “El Yuca” es un poco un ejemplo de las virtudes trágicas del
contrabando y el suicidio social por medio de las plantas malditas. La tragedia
se hace presente en la historia “El último trago”. Un mal que se ha padecido en
los despeñaderos de la irresponsabilidad.
Estas historias,
cada una, lleva la impronta del pedagogo que predica desde la perspectiva,
poniendo de presente un caso donde se puede reflejar uno de nuestros grandes
males. Ya en los cuentos de Adel López Gómez se contaron historias de este
caletre, y, de igual manera, en historias del bosque hondo de Mario Escobar
Velásquez, ambos testigos y escritores del Urabá agreste, de un pasado
incrustado en los años cincuenta y ochenta. En fin, relatos de la selva donde
el cuento “La lactante del campo” focaliza esas experiencias ante los reptiles
y sus rarezas. No faltan las historias de diablos, aparatos y aparatoserías.
Esta es una de esas, en los pueblos donde predominan el miedo y la fantasía, el
miedo como fuste para enderezar entuertos de la conducta humana. La fantasía
para romper la rutina y hacerse creativos de otras coyunturas de la realidad
del alma de los pueblos.
Así, aparece “El
parejo ideal”, una historia donde los duendes y los mohanes no parecieran
dignos para la moraleja. El auténtico putas haciendo fiesta y tragedia, frente
a quienes no saben distinguir lo extraño de lo aparente y común, de ciertos
fantasmas y apariciones, enmarcados en la antropología del miedo y la soberbia
del ser humano. Y no puede faltar la historia rosa, ese condimento que adoba
ilusiones y crea modelos de la resignación.
Así llega la caza
del tigre, y nos topamos con “El cazador valiente”, que cuenta hechos de un
lejano acontecer, cuando la manigua roncaba como el mono colorado o aullador,
cuando el tigre mariposo era señor de estas tierras y abundaba porque había
harto para descartar y mucho para las hazañas. Otras épicas del canto hondo.
Uno está que ha
fluctuado entre la sonrisa o un verdadero cuento para desternillarse de risa,
“Ñoasita”. Para poder degustar esta pieza literaria hay que leerla y releerla
como un talismán de las palabras. Los cuentos narran para salvar las épicas
humanas que se disimulan entre los olvidos de una página sin escribir. Buenos
son estos cuentos que se dejan leer.
Son doce cuentos
que, luego de merodear en la memoria de un docente observador, nos hacen reír
pensando un poco.
Juan Mares
Poeta,
escritor y gestor cultural,
Crítico
literario primera edición de Cuentos de
río, mar y tierra
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