LOS IRRESPIRABLES
CONFINAMIENTOS
Darío Ruiz Gómez
Cuando las imágenes de t,v.
muestran en barrios populares de Cali,
Tumaco, Buenaventura, Galapagar o
Medellín, Bogotá y cualquier ciudad las
calles llenas de gentes entregadas al comercio o la parranda y que son calificadas como demostraciones de irresponsabilidad ante la pandemia que
exige el confinamiento de las gentes en sus casas, algo ante lo cual no dejo de preguntarme sobre el significado
del concepto de hábitat o sea el derecho a agua potable, a electricidad, a
espacios libres, y cuya estructura
cultural es definida no por el individualismo de la
sociedad burguesa sino por la
persistencia de las costumbres
comunitarias y por lo tanto su concepto
del espacio carece de las características de lo que en el mercado inmobiliario llamamos propiedad
privada, espacialidades privadas. El “no hay cama para tanta gente” de la
guaracha responde a esta concepción comunal del espacio donde propios, conocidos y extraños hacen parte de la familia humana. La calle es entonces el espacio que define esta vida comunitaria donde todo es exterioridad y no interioridad, donde todo
es música y baile, caridad y duelo compartido, trueque. Esta vivencia
comunitaria del espacio choca frontalmente con las espacialidades aberrantes
que se les ofreció en la llamada
“vivienda social” del gobierno Santos
mediante la cual en ocho años se aceleró la tugurización de ciudades y se desintegraron los grupos sociales abocados a lumpenizarse en manos del narcotráfico. En estas
circunstancias el llamado al confinamiento debió tener en cuenta estas
problemáticas que tienen que ver directamente con la arquitectura y el urbanismo, pero ¿No es esta
la característica hoy de la vida de un barrio popular en Nápoles o Roma en
Buenos Aires o ciudad de México, en un barrio negro o italiano, ruso de Nueva York? La descripción antropológica
que acabo de hacer escatima sin embargo la verdadera
dimensión del problema en estas
poblaciones: la miseria, el universo de la miseria donde la espiral de la
degradación del ser humano es
indetenible y desaparecen las culturas populares, desaparece la noción
necesaria de comunidad tal como desaparecieron las mínimas condiciones de
salubridad. ¿Por qué se dejó tugurizar el barrio Kennedy en Bogotá? ¿Porqué en
Cali como en Medellín la precariedad de las Comunas se mantiene como una
estrategia de sometimiento y hoy como
territorio de los nuevos esclavos del crimen organizado negándoles el
derecho a contar con espacios verdes, con avenidas de integración para negar el
gueto? ¿No son estos territorios el
espejo de las afrentas del desempleo, de la inequidad, del rechazo a la
integración del desplazado? Los cordones de miseria conformados por los nuevos desplazados por la violencia narco en los campos, por las invasiones propiciadas por los llamados
“tierreros” la irrupción brutal de
actores que difícilmente se adaptan a las normas de convivencia de la
ciudad y están creando
confrontaciones inesperadas, constituyen tal como nos lo ha permitido ver
esta larga pausa del coronavirus, la
tarea a cumplir: el planteamiento urgente de hacer de las ciudades y
poblaciones el hábitat de lo humano, los
territorios del ciudadano rescatado de esas terribles servidumbres a que hoy es sometido cuando sus condiciones
de vida son deplorables viviendo en
tugurios de cuarenta metros donde tendrían que confinarse diez personas en “Unidades” de “arquitecturas” que desconocen las condiciones climáticas
de cada lugar, tugurios que fueron un gran negocio y hoy son una
bofetada a la idea de vida urbana.
¿Era ésta la manera
de esperar la pandemia? ¿Dónde se cumplieron las mínimas normas de salubridad?
¿Dónde estaban en Medellín las áreas verdes que paliaran en las Comunas la
desesperación del encierro? En un verdadero Plan de Desarrollo no hablamos
únicamente de grandes obras públicas sino del replanteamiento de toda la
ciudad.
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