SENCILLEZ, MODESTIA FRENTE A GRANDILOCUENCIA
Darío Ruiz Gómez
Uno de los pintores que más admiro es Sánchez
Cotán, pintor español del siglo XVII uno de los primeros pintores de bodegones y
que apartándose del renacentismo,
delimitó el espacio real donde
aparecen los modestos objetos que acompañan lo que llamamos vida cotidiana. O
sea que mientras la grandilocuencia se
había apoderado del arte y la literatura, Sánchez Cotán se contentaba con celebrar la materialidad de un cardo, de unas manzanas
y limones, de unas aves en el alféizar
de una ventana. Mantenerse fuera del griterío de la historia, de los simulacros
de la politiquería consiste en, discretamente, ubicarse en la dimensión
del espacio sagrado. Por eso el hogar es la construcción de un espacio humano desde
donde como recuerda Mircea Eliade se
inicia el contacto entre la madre tierra
y el universo. Al entrar a una casa que ha sido arrasada por la violencia de los
asesinos vemos no ruinas sino la intangible presencia que guardan los objetos rotos, tablas quemadas, la fotografía que aún conserva su marco: la modestia
agredida. Lo constaté alguna vez en las cercanías de Caucasia cuando nos detuvimos a observar una casa que había
sido reducida a cenizas por la guerrilla:
la vida gloriosamente se había impuesto
al triunfo de la muerte ya que de la
vegetación feraz que rodeaba el
sitio brotaba la esperanza de la huída de aquellos moradores
salvando sus vidas. Desde la adolescencia y cuando se abrió la vía a la costa al cruzar
por aquellos lugares estaba presente el relato de estos ejercicios del mal
contra campesinos desvalidos. Desde la
cercanía de Valdivia y a lo lejos se
veía el poblado del Haro fijándole un
hito a la desmesurada cordillera. Desde hace quince años un mar de sembrados de
coca enfrentó a paramilitares y FARC y unos y otros asesinaron sin compasión alguna y a mansalva a familias enteras de raspachines.
Los paramilitares quemaron las casas y asesinaron a casi todos sus habitantes
en una despiadada toma represiva. Hasta
hace poco la hierba había invadido las ruinas y un aire fatigado dominaba para siempre el solitario paraje. Lo que hoy se va percibiendo a medida que
esta violencia muta, son los interrogantes que comienzan a hacernos estas tragedias negadas por los relatos oficiales pero que van emergiendo inexorablemente a medida que desaparece la niebla de la
mentira y el viajero sin temor alguno,
sentado en algún rancho, escucha de labios de los sobrevivientes la verdadera dimensión de una tragedia humana
que cíclicamente se ha repetido con
diferentes verdugos.
El acuerdo político logrado
va permitiendo que este paisaje incautado nos permita calcular la verdadera dimensión de lo que esta clase de
violencia logró arrebatarle a nuestra vida cotidiana, la dimensión incalculable de un diabólico juego de guerra donde siempre los pobres pusieron las víctimas. Una mesa de
madera cubierta por un plástico, unos pocos platos, unos vasos, unos pocillos, el volumen
sorprendentemente hermoso de unas
berenjenas, de una yuca, el botijo con la fresca limonada: los ojos verdes de
una joven madre que acuna a su hijo bajo el reverbero de la luz del medio día. Dios nunca se ha ido de aquí.
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