viernes, 9 de septiembre de 2022

La amante de Jairo Osorio / JUAN MARES

 


Testimonio de lectura

 

DE TÁLAMOS Y PARAPETOS TRAS UNA AMANTE

A propósito del libro La amante de Jairo Osorio

 

JUAN MARES

 

Siempre hay libros de experiencias provocadoras y llenas de una lozanía narrativa que brindan el placer de lo gozado en otros, y recordado como evocaciones de una mina de recuerdos. Ya se ha dicho, la buena literatura es la que te conmueve en espasmos convulsivos como aquello de que “la belleza será convulsiva o no será”, según André Breton, al finalizar Nadja.

Belleza y verdad son el diamante que hace brillar la inmortalidad de una experiencia amorosa. Eso hace Jairo Osorio en esa bella novela: La amante.

Ni el Ananga Ranga de los hindúes, ni el arte amatoria de Ovidio, ni el famoso Kama-Sutra; ni los pedidos de Freya, a Áine, a Hathor, a Innana, a Rati, a Xochiquetzal, sus diosas milenarias, milagros imposibles para sostener los avatares de la vida de un amante ante lo que predestina el tiempo en sus giros secuenciales. Esa exploración de las diosas que se prodigan en complacencias para apaciguar los días de las memorias azules en la tibieza de las noches. Esa es la memoria de La amante de Jairo Osorio sin consignas de pecado, solo amor y entrega con sacrificio. Quedar a la vera luego de ser amado.

Alguien decía que “en el amor no se pierde, se invierte capital de vida”, es decir, poseer, ser poseído y dejar ir sin los misterios del alma y sin las afugias de la carne. Gozar del cuerpo como beber agua del bello manantial de la vida.

El manejo del erotismo no es un invento de reciente catadura, viene desde el principio de los tiempos. La triple función del sexo: procrear como un instinto de la pervivencia humana; evacuar lo que la sangre purifica, y las proteínas y minerales sobrantes, lo que el cuerpo no necesita; y lo que da el follaje de los árboles, sombra para el sosiego, relax y satisfacción de una continua comunión con el universo. Y para ello, la metáfora: “Ella igual estimulaba su ostra viéndome venir, derramarme sobre la palma de su mano”. O esta otra perla: “Sus roces eran suficientes para izar la vela más haragana”, y ficciona con una comparación histórica: “Con su tacto emulaba a Cleopatra”. Y esta no era ninguna guardiana de castidades. Era el alboroto de la sed del cuerpo como una necesidad existencial.

Eso sí, hay algo más como un hilo conductor de otras repercusiones en la conciencia del autor que narra en primera persona; es el contar continuo, obra tras obra, como buscando sin buscar todo eso que va encontrando, solo que se va desprendiendo en el narrar: una saga familiar.

Ya se aguaita en Familia (2015, 2° ed.), la aparición de la amante y las historias de familia en el curso del camino narrativo. Esta gesta parece apenas que comienza, luego de venir soltando pequeñas dosis de una historia antioqueña, llena de curiosidades íntimas, sin eufemismos. Es el mundo que poco se descuera como una tradición semioculta. Ello ocurre porque los eufemismos y las metáforas han sido útiles, para encubrir o dorar la píldora, como dirían otros.

Es la virtud de los espejos que no tienen mientes. Se genera el discurso que narra la vivencia y el desarrollo de la creatividad íntima que potencia la fuerza hercúlea, algo suprema y épica: “A los ojos de ella, y a los ojos del desvelado custodio de la portería, mi hazaña pareció uno de los doce trabajos de Heracles. Una biga rolliza de cuatro metros de altura y diez pulgadas de grosor, arrancada del empedrado y tirada por los aires con la sola fuerza del espanto de aquel jayán de veinticinco años, ebrio del éxtasis de la tarde y del licor barato de su talega. El gesto de valentía anonadó al cuidador. Permaneció aturdido con mi salida violenta. ‘Salúdeme a los patrones’, alcancé a gritarle, feliz por mi hombrada, al pasar por entre los leños violados del latifundio”. Es el producto de salvar el honor de la dama de los alivios silvestres. ¿Quién no se dobla en esfuerzos para cubrir la decencia de las intimidades clandestinas? Es decir, como decían nuestras abuelas, ya no cuidar el fundamento, sino resguardar las fallas del fundamento.

En sus vacíos, se llenaba de dudas con ese celo enyerbado por las fragancias de la caracola de colores nacarados. Presentía el olvido de las viejas pasiones jugadas en la complacencia clandestina de las llamaradas juveniles, con la manzana madura y urgida de ser comida antes que el tiempo le cambie los colores y la angustia existencial amaine.

Cuando se acerca el desapego de los encoñamientos nace el deseo de que, aquello de los desapegos por tantas causas, de que todo eso presentido, no sea verdad. Se espera con la paciencia del pescador de curricán, que, al pez de paso, le de hambre y se engarce en el anzuelo. Y elucubra: “… yegua suelta y cebada llega sola al pesebre”. Es el eterno juego de las metáforas que se arrancan de los viejos caminos de arriería, de los umbrosos cafetales, de arrulladores aserríos.

En la novela se mueven otros hilos que unen, tras el placer del sexo, ese otro de compartir disfrutes por el arte, la sensualidad de las formas y el goce de la literatura como todo un componente exótico en apariencia. Ello conjuga los deleites intelectuales del cerebro y el sistema glandular recargado en las gónadas. Resulta que, esa amante, era una lectora de “La mitología griega y romana, la historia del arte clásico, Michel de Montaigne, Henry Miller, Lawrence Durrell…”

La novela tiene mucho más para sacar punta al lápiz. Sin embargo, siguiendo esta línea de sentido, le llega como consuelo, ante lo inevitable en el descalabro, ya no del deseo, sino del encoñamiento amoroso, Clea, amante de Doctor Strange, y toma sus palabras de la creatividad humana para dar sosiego a sus frustraciones: “Con una mujer sólo se pueden hacer tres cosas: amarla, sufrir o hacer literatura”. Y eso es lo que hace en este homenaje póstumo a la tusa dariogomezca, Literatura.

 

Apartadó, 18 de agosto de 2022

                                                                                                   

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