Piedad Bonnett (El Español) |
Lo que no tiene nombre de
Piedad Bonnett
Víctor Bustamante
Si una calamidad personal golpea de una manera despiadada, significa, sin atenuantes, que lleva a bordear esa zona oscura del dolor de la cual es inminente apartarse y se llega a sentirla, padecerla, vivirla, saber que de ahí no se tiene escapatoria mientras se vive esa zozobra que llega así de golpe, como del odio de Dios, al decir de César Vallejo. Cierto, ese ultraje a la paz personal, a la paciencia diaria que, de repente, se ve herida por ese rayo que cesa una vida, donde las fibras personales socaban cualquier intento de paz, cualquier llegada a la casa donde los despojos, diría mejor la presencia de Daniel Segura, su ser íntegro, se ha ido de una manera inexpresable. Y es ahí mismo cuando se expresa lo expresable, su arte, ya que, de la mano de su madre, la autora de sus días y del libro que lo recobra, iremos por ese camino que él mismo ha roto, esa continuidad en sí y de sí y que ha dejado huellas a lo mejor imperceptibles, a lo mejor en un diario, en alguna palabra recordaba al azar por alguien cercano, pero sobre todo en los trazos de sus cuadros que, de repente, se convierten en las huellas que son sus trazos, sus grafías, sus pinceladas, sus pasos que ha dado a través de sus pinturas como el pálpito en sus dibujos, en su mesa, en ese oasis que es su cuarto donde tantas batallas personales dio mientras la angustia lo desgarraba de un golpe certero para llevarse su vida, así como ese ananké de los griegos cuando manifiesta ese destino que nos deja perplejos desde la otra orilla, desde nuestro puesto de observadores en la lectura de un libro. En este caso una suerte de hoguera personal, donde la escritora ha sido capaz de mantener la cordura y el equilibrio al escribirlo, pero también la presencia de una vida tan valiosa, que la deja en su perplejidad tan llena de preguntas que en este libro ella tratará de resolverlas, apartándose de la fragilidad que entrega este hecho para así ella escribir e indagar, para sumirse en la hondura y a veces en el desasosiego.
Me refiero a esta novela,
mejor una memoria, nunca una forma de catarsis, sino una presencia, ya que, al
nombrarlo, a Daniel perdura en esta novela que es una reminiscencia y una
manera de compartir desde la otra orilla ese dolor, podría ser una confesión,
mejor lo digo de una vez, me refiero a Lo
que no tiene nombre de Piedad Bonnet (Alfaguara, 2013). Desde el título, al
decir, lo que no tiene nombre, su autora
sabe que se atreve a expresar lo que subyace en la distancia que ofrece su
misterio y en su falta de definición, al escribirlo, es decir nombrarlo, lo
hace inminente en su misma lejanía, lo que le causa el asombro de ese estado
que es impronunciable y que al no querer llamarlo por su nombre, se devuelve
hacia ella al reclamarle su definición, pero esta correrá a través de las páginas
de ese desafío con que se escribe esta novela, y que ella escribe para decir,
yo estoy aquí no en la orilla, sino en el centro mismo de ese caos, porque una
muerte asumida de esa manera deja lo terrible de una huida.
Separarse de Daniel, su
hijo, saber que ha claudicado de esa manera inesperada, abrupta e ilegible, aunque
se percibe desde un comienzo su fin en Nueva York, en otra frontera, en otro
espacio, en la ciudad donde fue a buscar pulir su arte, a dudar de sí mismo, de
su talento, y que lo acorrala aún con esa duda, ya la pintura no se vende, no le
interesa a las personas. A veces pienso que ese viaje es como una huida, una catarsis silenciosa, una manera de estar tranquilo, una manera de
escudarse de su misma fuerza, de su creatividad, nunca haber escogido ese lugar
como su lugar último morada.
Perviven desde un comienzo, en
su transcurso, sus huellas, las de Daniel, ya que paso a paso la autora nos
lleva de la mano, merodeando en su cuarto, en sus actitudes, en sus dibujos, en
las visitas a los diversos psiquiatras, en sus viajes por
Europa, donde poco a poco escala en su vida personal, al mismo tiempo que esa
enfermedad interior lo sacude por momentos, sobre todo, cuando no toma los
medicamentos, lo cual permite que ese mal rastrero prosiga devorándolo,
cambiándolo en otra persona llena de furor y no en el chico amable y dulce.
Desde su juventud, cuando
fue diagnosticado, estuvo cerca a ese fatum despiadado que lo llevará paulatinamente
hasta el ocaso que estampa el extravío cuando se ha interrumpido la normalidad,
la cadencia de una vida en el sopor de la cotidianidad, y surge así ese otro
ser que sufre con la ingestión de las pastillas que doman y domina su interior.
La relación con la contingencia que se desata de una manera insospechada, indica la caída que, a pesar de los medicamentos y de la actitud parsimoniosa de los siquiatras y la mirada atenta de su madre precede a la llegada de un desastre. Es decir, ese camino sin retorno, lo no codificable, lo incierto porque en el fondo uno quiere que todo se solucione de la mejor manera posible y que esa ley extrema, ese fatum que merodea, que parece infalible no se cumpla, que ese momento al cual está destinado Daniel, vivir su rabiosa juventud, su creatividad, se alargue, no se olvide, que no sea codificable en materia de su mismo destino. Pero ese desastre sí nos mira cuando al leerlo nos toca, aún más, nos incumbe en la medida que es lo ilimitado, y así esta mirada, se convierte en aquello que no puede medirse en términos de fracaso, sí como una pérdida pura y lejos de la simpleza de una noticia.
Nada alcanza para paliar una
calamidad; lo cual quiere decir que, la autodestrucción en su pureza más
contingente, avanza cada día en su inmediatez, aunque ha debido ser un largo
proceso pensado que se convierte en una idea de totalidad, en la medida que
abraza el fin que aún no llega. Así, define sus límites: todo lo logrado, los
momentos escalados, las pinturas que lo obseden nunca destruida, los viajes,
los dioses mutilados y las chicas, los amigos, el atisbo de las soledades, las
luchas interiores, sí, sobre todo, esas luchas interiores, inmanejables, la ira
que llega y no cesa de nuevo, y que conducirá a la ausencia, y al sinónimo de
la muerte y de la nada que ocupará un solito lugar, a veces la desgracia del
olvido, lo cual es demasiado en su cota más alta, ya que cuando alguien se
marcha de esa manera y más aún cuando es su hijo, da lugar a esa inexistencia
matizada por la pregunta, qué siente una persona en su interior, qué fuerza
brutal y despiadada lo cercena para irse así tan pronto, de qué manera
silenciosa en su interior luchan fuerzas contrarias, intensas que dislocan la
extrema desesperanza como el reto de una vida llena de lo promisorio de su arte
ahora inconcluso.
En este libro, en su fuego que nos quema, la
escritora no claudica, aunque el dolor es evidente, aunque la parvedad es
necesaria, nos acerca a su experiencia, a la intransigencia
del dolor que la ha tocado mientras nosotros, espectadores tibios, la seguimos
en las líneas de su escritura, en esas líneas que nos arrastran hacia su centro
donde el tránsito del suplicio es más sublime.
Sabemos que es demasiado, y al escribirlo, al expresarlo ya es demasiado,
ya que las palabras no expresan esa inserción, esas profundidades, lo
insondable, lo que llega como una ráfaga y se empoza para siempre. Es el
desastre porque lo es, ya que copa y enfría la existencia y, a más de eso es
una privación, una experiencia mayúscula, con la llegada de la inútil muerte y
todos sus accesorios, la lacra de los funerales, las lágrimas ajenas, el constante
merodeo de los medios, el no perdón a quien lo haga de primera mano. Quizá la
muerte así se convierte en esa esfera que creemos lejana, ese límite opaco, de
alguna manera, que nos llena de inquietudes y de preguntas. No en vano, la
autora busca en los archivos de Daniel los rastros de su hijo como si quisiera
saber cómo es uno de sus otros rostros, acaso uno de los autorretratos guardados
en sus objetos, en sus pertenencias que permitan una respuesta. Ella dice:
“Reviso uno a uno los libros y los cuadernos. En el fondo de mi corazón suplico
por que aparezca un diario, una nota de carácter personal. Pero sólo hay
trabajos críticos o notas de clase, escritas con letra pequeña, apretada,
minuciosa. En su morral encuentro la pequeña tarjeta que le envié hace dos
días, acompañada de un billete, y que dice para que te des un gusto. Te quiere,
tu ma”. Una huella, perceptible, una pintura de Jenny Saville le llama la
atención Reverse, ese autorretrato con cierta belleza, la otra belleza de la
sangre de la carne herida, así como en su edad de confrontación y desespero, a
veces da la impresión de un rostro caído en desgracia sobre el piso, donde el
rictus de la muerte exhala su suspiro más inmediato. Signos, símbolos, huellas
gustos de Daniel que a lo mejor crearon ese camino, le coadyuvaron a seguir por
el otro camino de la vida, Van Goth también lo viviría.
Cada duda, cada pregunta,
cada inflexión de su voz nunca se superpone a la extrañeza, a la vez que ella
no puede suplirlo ya que, al espaciamiento del morir, en la medida que pasan
los días y huye una presencia muy cara hacia el sofisma del recuerdo, la lleva
indagar acerca de escritores que han tenido presente lo que algunos llaman
experiencia, pero que para ella es una fatalidad, la muerte de alguien muy
cercano. Como descree de los ritos religiosos, se asila, nunca se aísla en los
libros, e intenta encontrar consuelo en ellos, ya sea como notas reflexivas,
como experiencias de vida, libros terapéuticos o en meditaciones o en poemas.
Desde diversos ángulos acuden a ella para hacerle una gran compañía: Wislawa
Szymborska, Carol Anderson, Douglas Reiss y Gerard Hogarty, con Esquizofrenia y familia, Michael
Greenberg, Mary Jo Bang, Vesna, El dios
salvaje de Alfred Álvarez, y ha buscado luz en libros de ciencia, en
tratados médicos, en Norbert Elias, en Barnes, en Gottfried Benn, en Sylvia
Plath, en Lowell, en Javier Marías, en Borges, en Joan Didion. Y, sobre todo,
en Nabokov, Esther Seligson, Salman Rushdie, Sandor Marai. Después de la muerte
de Daniel, ella lo dice el escritor Antonio García le regala El acontecimiento de Annie Ernaux,
también Jean Améry la acompaña. Cierto, la poesía con su descarnado camino de
abismos y, a veces, de puentes, de oscuridades y viajes a la nada, la acompañan
en esa noche oscura del alma, así como los escritores que reflexionan y cuentan,
un caso cercano como Nabokov, Esther Seligson, que vivió una experiencia
cercana, A. Álvarez y, sobre todo, Jean Améry, acuden a su llamado, la custodian
y tratan de explicar lo inexplicable, lo que no tiene nombre.
La muerte de Daniel le ha
proporcionado, sin equivocaciones y sin estigmas, el sentimiento de que, al
suicidarse, se cumpliría ese fatum que era la incertidumbre de no saber hasta
qué momento debía cuidarlo, estar pendiente de su presencia, de que él no la
abandonara de una manera abrupta. Podríamos decir que el suicidio redime y
libera del sufrimiento interior, de la enfermedad, de la cárcel de la derrota
de las drogas recetadas, junto a la inigualable certeza de los psiquiatras y su
mundo de batas blancas y de lejanía, y de esa convicción de ser fríos e
indolentes, que contrasta con ese símbolo, el color negro de la oscuridad de
quien se marcha voluntariamente y sin dar explicaciones. Pero la escritora, Piedad Bonnett, asume este evento con la conciencia
plena, nunca lo deja de lado, al contrario, lo enfrenta con sus preguntas, sus
dilemas, con cierta acedia, pero no lo disipa, y eso sí, no deja que nos
apartemos de ella. El desastre como una aurora sangrienta y fatídica reclama su
estadía, pero hay que atenuarla. Ella, la escritora la refuerza al indagar y
exponer esos pasos que llegan y luego se irán sin una despedida, sin la
ceremonia de un hasta la vista. Ella ha indagado este desastre, no lo ha paliado
ni olvidado, de ahí que la literatura, su escritura, haga perdurar una tragedia
que, con el tiempo y el paso de los días, se convierte en pasado, pero, ella,
Piedad Bonnet se ha resistido a quedarse pasiva, de ahí que ella continúa y asevera:
“«Los muertos sólo tienen la
fuerza que los vivos les dan, y si se la retiran…», dice Javier Marías.
Tratando de preservar a Daniel de una muerte definitiva, me doy a examinar su
obra, a clasificarla. Encuentro, organizado de manera impecable, un fólder que
dice: «Dibujos de chiquito». Están ahí los trabajos infantiles que yo guardé
alguna vez, y de los cuales no me acordaba. También obras de la primera
adolescencia. Hay óleos, dibujos, grabados, no menos de doscientas piezas.
Selecciono unos cuantos, los
mejores, y le pido a mi amigo Óscar Monsalve, fotógrafo de obras de arte, que
me haga un archivo, adelantándome a lo que será inevitable: la repartición de
su pequeño legado. Con Camila hacemos un blog que muestra una veintena de lo
mejor de su obra [*]. Y escribo, escribo, escribo este libro, tratando de
cambiar mi relación con el Daniel que ha muerto, por otro, un Daniel
reencontrado en paz.
«Los muertos sólo tienen la
fuerza que los vivos les dan…»”
3 comentarios:
Victor mil gracias excelente el análisis, si yo leí el libro es desgarrador. Saludos
uenas tardes Victor:
Agradezco el precioso y material que me ha remitido. Lo reenviaré.
¡Optimismo frente al abismo!
¡Música y cultura hasta la sepultura!
"He quitado pues el polvo de todos los rincones, he cambiado las sábanas, he sacudido la almohada y he puesto entre un cajón tu viejo suéter pero antes he metido mi cara entre la lana... me he ahogado en su dulce mar de púas" - Piedad
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