sábado, 12 de febrero de 2022

LA FELICIDAD RESIDE EN EL PLACER / Antonio Arenas




 LA FELICIDAD RESIDE EN EL PLACER

Antonio Arenas

Los labios del hombre no abandonaron el dulce paseo por la zona intima de la mujer e iban dejando una cálida y húmeda huella por su redondo vientre. Un ir y venir porque el contacto con los labios íntimos de la mujer era más suave que el de la tela de su batín de seda albo que ella había abandonado para quedar totalmente desnuda. El hombre, apreció de pronto que las piernas de la mujer se dilataban y aparecía de súbito un endurecimiento en aquella pequeña fruta, como si toda su sangre y deseo se le agolparan en su cuerpo. Sus pezones estaban duros y suaves en su redondez al sentir las manos del hombre. La mujer, estaba sumida en una sensación de abandono, quería permanecer apacible y reducida por un calor extraño que la estremecía. Un inesperado brío le estalló por dentro y se abrió toda a aquella pequeña furia de la lengua que la lamía. Su cuerpo se arqueó y en un mórbido e inesperado arranque concibió un placer supremo cuando notó que la cabeza del hombre se hundía más y más entre sus piernas y su lengua le penetraba hasta las entrañas. Sintió como si una lava abrazadora brotara de sí. Intento morder su boca sin hacerse ningún daño. Sus caderas estaban suaves, sus piernas ya no tan rígidas. La mujer, es un bello cuerpo recorrido por una agitación de fuego. Cerró lentamente los ojos y no tuvo miedo del líquido que como una braza ardiente atravesó la boca del hombre, sintió un desgarro como si su ser fuera arrancado de sí misma. Gritó de gozo, notó el calor y la energía de su cuerpo. Se sintió deseada y amada y como no tenía vello en sus músculos, su piel se erizó tocada por una corriente eléctrica. El hombre, despreocupado e ignorante del tiempo había tomado nuevamente la pulpa entre sus labios, su lengua y había saboreado el extraño zumo, que no llega a serlo, porque es solo aroma, esencia de todos los frutos, sabor a mujer, a mar, al aire entre los árboles de la perpetuidad. Sí pensó la mujer, el sexo oral es el goce eterno.  El hombre, apreció en su boca y su lenga que todo su ser estaba apresado adentro de la mujer. Su lengua torna y vuelve en su movimiento lento y rápido y penetra nuevamente hasta lo más profundo de las confinas de la mujer. Sus labios recorren con suavidad y deleite esas gotas que colman su boca, su lengua, su saliva, y su instinto comparte la tarea de enloquecer, abrazar, aturdir o hacer que la mujer se debata en sentimientos contradictorios. El hombre, quisiera que ese instante fuera interminable, que no culmine que ella sienta el deseo, la locura de su lengua, de la insaciable voracidad de su boca. Dispuesto a encarar el mundo el hombre ha bebido sus aguas, su cuerpo, su alma, se traga todo en un momento en vilo. Las caricias del hombre se detienen en su vientre, sus dedos de la mano derecha se dejan pasar sobre su piel, un leve torbellino, un leve cosquilleo, un torrente que avanza dejando la huella sobre su piel. Todo es esencia, suma, colmo de sensaciones y ahora los músculos de la mujer están parcialmente rociados. Con un golpe fiero y perfecto, sobre aquella humedad se abatieron los labios del hombre. La mujer, ha comenzado a comprender, por un camino ajeno a la razón, el prodigio que la colma de placer y hacia donde se dirigen sus cinco sentidos. Ella, se siente morir y sabe de sobra que el sexo oral es el gusto de la vida, el amanecer de la vida. El hombre, se incorpora sobre uno de sus brazos se vuelve hacia ella, se sonríen, una luz penetra por la ventana y cubre la desarropes de sus cuerpos, se escucha un grito: Que viva el sexo oral

 

No hay comentarios: