Félix Ángel |
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Capítulo de la más reciente novela de Félix Ángel, próximamente en circulación
Mike escuchó el ronroneo del
teléfono celular de uso personal puesto sobre el escritorio, y echando
una ojeada a la pantalla descartó la llamada, sin pensarlo dos veces, al no
reconocer el nombre ni el número de dónde provenía.
Sin darle
importancia y olvidando inmediatamente la distracción, el sonido del celular
anunciaba esta vez un texto de la misma persona que había hecho la llamada:
Prescott Lewis.
Mike pensó en voz
alta antes de abrirlo. “Prescott, Prescott, Prescott Lewis… Who in
the hell is Prescott Lewis?”. Curioso, se atrevió a abrirlo, esperando una
oferta de ventas.
El mensaje decía:
“Miguel, I just called you, but you must be
busy. If you remember me, please give me a call. I hope you’re not following
the lyrics of the song we heard together the other day, the one it seems you
like so much: Don’t talk to me. I
hope you do this time!”.
“Uhm! Shit! This guy must be already
convinced I’m a real jerk”.
Automáticamente
devolvió la llamada.
“Hola… Prescott.
Qué bueno que llamaste. No reconocí tu nombre”… cayendo en la cuenta de la
metida de pata, aunque de buena fe, hizo una mueca con el rostro sin emitir
ningún sonido, dando a entender “la
embarré otra vez”.
“¿Qué tal
Miguel?. Estaba pensando en la invitación a tomar café que me hizo el otro día.
Hoy dispongo de tres horas entre la salida del trabajo y la universidad. Se me
ocurre que podríamos tomarnos hoy ese café, si quiere”.
“Trátame de tú, por favor. ¡Por supuesto! ¡Un café!
¡Estupendo! ¿Qué tal si nos encontramos en Paul a las cinco de la tarde, el de
la Avenida Connecticut? No queda lejos del Mayflower. Estaré un poco ocupado,
pero llego a esa hora. ¿Te parece bien?”.
“Estaré
esperando”.
Un “poco ocupado”
era un embozo. Miguel se comunicó de inmediato con su secretaria para revisar
la agenda de la tarde. Todos los compromisos internos y un par de conferencias
telefónicas inamovibles que no interferían, menos mal. Le ordenó ajustar
algunas citas domésticas para salir quince minutos antes de la cinco. Pensaba
tomar el metro hasta Farragut North. Dejaría el carro en el garaje. Por esa zona
no había chance de aparcar. En cualquier caso, regresaría a la oficina a las
siete de la noche y, si quedaba pendiente algo urgente, debía avisarlo si era
el caso.
Al llegar al café
Miguel se detuvo frente al ventanal de la fachada. Echó un vistazo para ver si
Prescott se encontraba adentro y lo reconoció. Esperaba, como prometió, dando
la espalda a la calle de forma intencional, dedujo Miguel. ¿No quería que le
vieran con alguien? ¿Mayor? Parecía un colegial. Era un colegial. Hermoso, con
esa personalidad mezcla de arrojo e impaciencia, a la par vacilante, sin duda
confundido consigo mismo.
La brisa fresca
anunciaba discretamente la proximidad del otoño. Miguel puso su mejor cara,
entró y se arrimó a Prescott, golpeándole la espalda con la mano.
“Veo que ya
pediste un café, pero te recomiendo el
latte o el chocolate. Aquí los dos son deliciosos. Te aconsejo que
acompañes con una tarta de frambuesa y crema. De pronto prefieras la de
ruibarbo. El agridulce es misterioso. Ya sabes que la invitación es mía. Me
sentiré ofendido si no aceptas”.
“Va llegando la
hora de cenar y no tendré tiempo de comer nada hasta que salga tarde de la
universidad. ¿Te importa si le sumo un sándwich de jamón y queso?”, preguntó el
chico con los ojos abiertos y expectantes, alguien a quien frecuentemente le es
negado lo que quiere.
“Por supuesto,
Prescott. Por favor. Lo que te apetezca. Yo comeré lo mismo, tengo hambre.
Espérame aquí. Voy a poner la orden”.
Al pagar, dio una
propina desmedida a la muchacha que atendía pidiéndole el favor de llevar la
bandeja a la mesa donde estaba el chico. Non,
je ne regrette rien, por Edith Piaf se escuchaba débilmente, dando la
impresión de originarse en el local de al lado.
“OK”, dijo Miguel al regresar a la mesa.
“Cuéntame. ¿Qué estudias en la universidad? A propósito, me gradué en
Georgetown. Ya tenemos algo en común”.
“Espero que así
sea...”.
“Es normal tener
dudas sobre alguien que no conoces bien”.
“Lo que tengo es
mucha presión. Estudio derecho, becado por la universidad. Me esmero para dar
buen rendimiento. Mi padre no podría pagarme el estudio y menos en un centro de
tanto prestigio”.
“Te entiendo
porque yo también estudié becado. Viví literalmente esos años en la
universidad. Sin embargo, ahora que lo pienso, nunca me asaltó la idea de perder.
Me sentí muy seguro enfocado en el estudio. Le dediqué todo el tiempo. Mi padre
me dejó algo de dinero cuando regresó a Irlanda, aliviando parcialmente la
necesidad de trabajar para contar con dinero extra. Igual, tuve diversos
empleos”.
“¿Tu padre
regresó a Irlanda? ¿Y te dejó solo?”.
“Es una larga
historia que te relataré otro día. Por el momento, lo importante es que tienes
una oportunidad única y debes aprovecharla. La presión es normal”.
“Tienes razón.
Otros becarios me dicen lo mismo”.
“¿Y qué haces?”.
“Soy economista”.
Miguel estiró el cuello por encima del brazo de la empleada que traía la
bandeja, para no perder contacto visual con Prescott.
“Algo así me imaginé”. Y luego de una pausa agregó: “Eres una persona amable por encima de lo que inicialmente pensé cuando te conocí. Estabas molesto”.
“Y muy borracho.
Molesto es un término muy suave para referirse a la indisposición que cargaba
ese día. Puedo decir lo mismo de ti, no solo por esa tarde sino por la segunda
vez que te vi, en el Mayflower. No calificaste ninguna de las dos veces como Mr. Congenialidad”.
Prescott bajó la
guardia. “Es que amedrentas de alguna forma, pero al mismo tiempo tienes algo
que atrae. ¿Puedo preguntar qué era lo que te molestaba?”.
“La persona que
más quería, con la que compartí a diario los últimos cuatros años, decidió
dejarme”.
“¡Dejarte! ¡Qué
tonta!”.
“Quedamos en que
ese día recogería las últimas pertenencias y dejaría el apartamento para
siempre. Me sentía confundido y ansioso. No sabía cómo reaccionar cuando
llegara solo a casa. No me he recuperado. Me siento mal”.
“Hoy no se te
nota”.
Miguel sonrió,
con esa risa que sale por la nariz. “You
are so sweet”.
“¿Y ella, cómo
está?”.
“No ella. Él”.
“Are you gay?”. Prescott lanzó la
pregunta con un incremento en el volumen de voz que Miguel encontró
característico cuando algo lo sorprendía, atrayendo la atención de la gente
sentada en las mesas vecinas. Miguel no se inmutó.
“Por supuesto
Prescott que lo soy. ¿Tú no lo eres?”.
“¡No!”.
“Is it not what this date is all about?”.
“¡No!”, respondió
enfático, mirando a lado y lado para asegurarse de que, esta vez, su respuesta
no incitaba la curiosidad de los demás alrededor. “Mejor dicho, no sé… No creo…
Sí… Puede que sí… No sé… Nunca he estado física ni íntimamente con un hombre”.
“¿Pero
mentalmente sí?”.
Prescott no
disputó ni estuvo de acuerdo. Guardó silencio.
“Tranquilo. Eres
un chico muy guapo y bien plantado. No me extrañaría si me dijeras que en el
hotel te echan el lance con frecuencia. No es un asunto tan complicado. Vivimos
en el siglo veintiuno. Ya enviamos telescopios a lugares remotos del universo,
robots a Marte y otros lugares buscando posibilidades de mudarnos. El planeta
se despedaza con el cambio climático. Las guerras promovidas por ideas
fundamentalistas e intereses económicos y los virus que han surgido por falta
de higiene –la gente ha perdido el concepto de la limpieza–, están acabando con
buena parte de la población mundial. La sobrepoblación tiene prendidas las
alarmas porque no hay agua, comida ni trabajo para tanta gente.
Paradójicamente, la economía no puede prescindir de los consumidores. ¿Y tú
estás preocupado porque te gustan los hombres?”
“Estoy preocupado
por lo que piense mi padre. No quiero imaginarlo”.
“Ya veo. Tarde o
temprano es mejor que lo sepa”.
“No veo la
forma”.
“Cuando conozcas
a alguien que te haga parar en la cabeza, te roce el brazo por accidente y
sientas una descarga eléctrica y en las noches su recuerdo no te deje dormir
hasta que te masturbes, pensando que están juntos en la cama, sabrás que es el
momento de decírselo a tu padre porque, desde ese instante, no hay marcha atrás
y la única alternativa es vivir una mentira”.
“Ese alguien
tiene que ser una buena persona”, dijo Prescott, más relajado. Si voy a salir
del closet no quiero hacerlo por la parte de atrás. No quiero sufrir
desilusiones y menos en este momento de mi vida. En el hotel, tienes razón, a
toda hora hay gente que arroja el anzuelo para ver si lo muerdo, pero yo me
hago el desentendido. Me inspiran miedo. Me muero del susto. Son gente de paso.
No tienen nada que perder. Buscan un puto, alguien que no les cobre, alguien
que quede contento con una propina extra, una aventura como complemento al
motivo que los ha traído a la ciudad. En la universidad hay tipos lindísimos,
pero la mayoría son chicos que buscan hacerlo como practicando un deporte. Debo
tener prejuicios al respecto, o soy un idealista. Imagino que tú pasaste por lo
mismo”.
Prescott
permaneció en silencio escudriñando inquieto los impenetrables ojos negros de
Miguel quien respondió a la mirada con tranquilidad y embeleso. Prescott podía
quedarse mirándolo así, por el tiempo que quisiera. Si persistía, probablemente
le daría un beso allí mismo, delante de todo el mundo, y se deleitaría con el
sabor de frambuesas con crema y cappuccino.
Nathan en ese momento no existía. Prescott le recordaba las veces que lo hizo a
escondidas con esos “tipos lindísimos”, en el dormitorio, en closets, en
coches, en apartamentos compartidos, en casas de amigos, donde podía.
Un atisbo
advirtió Prescott, quien reaccionó mirando el reloj. “Va siendo hora de irme
para la universidad. Me pregunto si te importaría que nos viéramos de nuevo, en
otro momento”.
“De mi parte,
encantado”.
“Gracias por el latte, el sándwich y la torta”.
Miguel continuó
sentado observando al chico recoger prolijamente los libros, el computador
portátil y la chaqueta. Miguel era de otro estilo. Brusco, seguro, casi el
estereotipo de lo varonil, luchando últimamente por no resquebrajarse.
Apreciaba la diferencia, pero no se arrepentía de nada. Era quien era. Las
vivencias de otras vidas se atropellaban en el cerebro. Lo único que se le
ocurrió decirle a Prescott al despedirse fue “cuídate, nene”.
Grabados de Félix Ángel
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