Mario Alberto Agudelo M. |
Yo, el inmigrante de
Mario Alberto Agudelo M.
Víctor Bustamante
Casi siempre los
críticos de cine, imbuidos de esa aureola de ser los descubridores del cine o comentar
cineastas con propuestas sugestivas, terminan ingresando a la pesada lista de
la farándula que es tan cercana a esta forma de expresión, y así acaban
pareciéndose tanto a los personajes que deambulan por las llamadas galas, o
pisando la alfombra roja de los diversos festivales de cine, y
solo andan especulando sobre las mismas películas que habla todo el mundo,
las de éxito. Nunca arriesgan un texto o una mirada sobre una película que
merece ser analizada, sino que piensan que andan encumbrados, así como encumbran
las mismas películas. O sea, un crítico en la
mayoría de las veces,, piensa que está pontificando sobre una película cuando su punto
de vista es el mismo al de la mayoría con alguna variación, pero en síntesis
lo que hace es la reiteración sobre la película de moda a la cual se le pliega
con tibios comentarios matizados de cierto esnobismo para poder pertenecer a ese
mundillo de alfombrillas rojas y un largo etcétera, de la farándula. Y no es
para menos, en él aún ronda la idea, solo que no la menciona, de saber que el
cine, en la mayoría de los casos, es una industria muy poderosa que a veces
entrega unas buenas películas y donde reverenciamos a algunos directores. Se debería buscar el
otro cine, el que se realiza lejos de las actualidades que se imponen, lejos de
los templos de arena. Pasada esas dosis de publicidad y de escarmiento, busquemos
ese otro cine que se realiza, ese otro cine del cual no sabemos dónde anda, pero
que describe otras posibilidades. El marketing es fundamentalista, por esa razón
buscamos otros realizadores en esta ciudad donde solo el cine de la mafia y su
corte de tercermundismo es notorio.
Dentro de este esquema,
nunca de seguridad, que es el único del que oímos hablar, sino de conocer, iba
a decir otras voces, sino más bien otros realizadores. Desde hace tiempos hemos tenido
una cita inconclusa con Mario Alberto Agudelo Montoya, cita que se diluye
debido a lo áspero en este tiempo de encierros y del nunca anhelado coronavirus. He mirado uno de sus cortometrajes, Yo, el inmigrante, el cual toca uno de
los temas que más se ocultan en la ciudad de todos los eslóganes, Medellín,
arribista hasta al desespero, extensivo
al resto de un país que hace tiempo padece la conciencia municipal de sus
dirigentes. El corto trata de esas personas que deben irse a otros países, a otras
latitudes, ya que en el medio las posibilidades de una vida digna, se convierte
en una supervivencia más que indigna. Por tal motivo es
innumerable el tipo de personas que no tienen que huir amenazados, o auto amenazados,
sino que también deben precisamente huir, pero una huida voluntaria, casi estigmatizada
por la derrota previsible en muchos casos, para cristalizar un proyecto de
vida. O la delincuencia o la guerrilla, dice Orlando, y es cierto, en uno de
esos extremos se encuentra la definición de vida de muchas personas. Es el caso
narrado sobre la vida de Luis Orlando Isaza, quien luego
de 18 años de vivir en Abejorral y de donde debe huir con su familia a Medellín,
a Manrique, luego a Envigado, a soportar otro tipo de violencia, esa que flota y
señala, esa que es aún más indigna: la del desalojo y la de la exclusión.
El corto se abre en
el aeropuerto José María Córdoba. Un aeropuerto es un lugar de nadie, solo
demarcado por dos posibilidades, huir o regresar. De ahí que los forasteros siempre
andan de afán, ya que en la mayoría de los casos no tienen a nadie cerca. Luego
vemos a Orlando León Isaza, llegar a su casa, a su refugio logrado, su
residencia campestre en La Ceja, donde disfruta ese largo periplo de regreso por los Estados
Unidos donde se ha formado como una persona de bien. Y cuando digo de bien es
porque él ha viajado y ha estudiado, nos ha colmado de su solidaridad y nunca
ha sido marcado por el atavismo moral de haber estado en prisión por sus
delitos, sino transgresor y crítivo. Pero qué hace Orlando, nunca el furioso, frente a la tele de su casa,
nada más que ver la campaña de Trump contra los malos emigrantes que Orlando desdice
con su historia, y es que ahí mismo surgen las reflexiones sobre la cuestión política
de ese país al cual él ha sentido y ha vivido desde 1965, en los años atrabiliarios
y de perdidos himnos con los cantos de paz de Bob Dylan hasta los días de hoy.
Orlando fue testigo del movimiento de derechos humanos encabezados por Martín Luther
King, del sufrimiento de las Panteras Negras y le tocó participar en las
manifestaciones por la paz. Es decir, estuvo ahí y vivió, padeció, miró, y fue
sacudido por el centro de poder del mundo, mientras nosotros lo veíamos por la
tele, como consuelo, cosa seria. Allá Orlando ha estudiado, se ha casado con
una mujer israelita y su destino lo ha llevado a casarse con una peruana.
Todo ello matizado
por un carácter sereno y reflexivo que sorprende en todos sus actos, en su
estudio, en sus trabajos, en su ser que enriquece la visión que existe sobre ese
otro carácter de ser antioqueño: la solidaridad y algo desusado la entra total,
así Mario nos descubre y unos describe un ser humano en toda la extensión de la
palabra. Esos seres de los cuales se habla poco pero que nos sorprende ya que
las noticias y la prensa se cubre de obituarios como una manera espontánea y atrabiliaria
de atraer lectores.
Narrado en forma de contrapunto
a una escena comprende otra como compendio de la huida o la llegada de nuevo a
Abejorral a la que fue su casa, a ese lugar que le mereció a Porfirio uno de
sus más soberbios poemas, y lo parafraseamos, ¿Es esta la casa que fue de Ricard?;
su casa misma, aquel espacio donde vivió su infancia que es uno de los regresos
que más sacuden. No con menos presencia las mismas ausencias en Manrique o en
el parque de Berrío o en Envigado. Ágora de los sacrificios y de la sangre
durante la Violencia. O caminar por la plazuela de San Ignacio, en el Paraninfo
de la U. de A., donde Orlando estudió.
Así Mario ha descrito
en un corto los motivos del viajero, esa constante de Orlando en siempre vivir en
un país extraño del cual es ciudadano y del cual se apropió de su lengua, de su
ser, que lo disfrutó y se preparó al máximo, pero, y ese, pero, se abre con la infinitud
de saber que debe, que quiere regresar a su país como otra de esas metas que percibe
el inmigrante o emigrante, en esas tierras que de todas maneras le son
ajenas. Él sabe que su vida está acá, a pesar de toda la ferocidad en su
interior, y que él regresará ya como otro sueño, para afincarse a rumiar sus bondades,
su tranquilidad en su oasis, su finca en La Ceja.
Orlando ha regresado
sin heridas, sin estigmas, vivió el mundo en un momento crucial. La vida allá
lo ha macerado para llegar de nuevo y se ha impregnado de esa
suerte de orfandad del viajero que ahora se encuentra en puerto seguro y, a lo
mejor, estará dispuesto para huir, para viajar de nuevo porque él ya sabe el sufrimiento
y el otro extremo, el sabor del triunfo, al haber regresado sin ningún atisbo de
maldad.
El padre Vicente
Restrepo y su labor social en los barrios más desahuciados, ha llevado a que
Orlando ejerza su liderazgo y después regrese a Moravia donde su presencia no
es lo inmediato sino la certeza de su llegada, de su filantropía, junto a su
esposa, para buscar el mismo país peor que siempre.
Mario ha narrado una
historia de vida, pero no una historia de vida de la lástima o de la violencia
per se, sino la vida de una persona con tesón y con temple y eso que hemos perdido. Orlando ha viajado a un país extraño que le ha abierto
sus puertas, pero no él no se ha dejado engullir por el gran país del norte,
sino que ha mantenido eso que se llama bondad, que lleva a la solidaridad, y
que Mario ha descubierto para contarnos que aún hay personas y, sobre todo, una
persona que regresa a contarnos como se puede vivir sin estigmas, pero sí con
esa adhesión que respira y suscita Yo, el
inmigrante.
Soy
emigrante latino
Que
llora en la lejanía
Añoro
el pueblo querido
Que
le dio luz a mi vida.
Tierra
pedacito de cielo
Que
diste un día a mis ojos luz
Puedo
volver a cantarte una
Serenata
por ti mi amor.
La música lo expresa
todo y así mismo persigue y trae al inmigrante / emigrante. Mario nos da las
imágenes, la ductilidad de su talento, y Orlando León Isaza cuenta su historia
de tantos regresos como testigo de primera mano, mientras un ron extiende la
noche vacilante, altanera y eterna, como memoria por las huidas, por los que se
van, por los que emigran. Ah, he dicho los que emigran.
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